miércoles, 23 de noviembre de 2011

Retratar el jazz



William Claxton tiene ese aire pícaro y sano de la vieja bo­hemia californiana. Irradia la satisfacción de alguien que ha vivido haciendo exacta­mente lo que quería, y que, además, ahora recibe el reconocimiento general. Claxton creó las imágenes icónicas de Chet Baker y Steve McQueen, a los que ha dedicado maravillosos libros. Nunca creyó que ha­cía arte, pero ha comprobado, maravilla­do, que su fotoperiodismo se ha revalori­zado. Edita tiradas limitadas de algunas de sus fotos, que se venden ahora entre 1.000 y 1.700 dólares por copia, "más de lo que me pagaban originalmente por un re­portaje completo o la portada de un elepé".
En los anales de la fotografía estado­unidense, Claxton es "el fotógrafo del jazz en la Costa Oeste". Un título que le hace reír: "Contado así no tiene mucho mérito. Tuve la fortuna de estar cerca cuando Ca­lifornia empezó a ser alguien en el mun­dillo del jazz, a principios de los cincuen­ta. No es sólo que comenzaran a visitarnos los músicos de Nueva York o Chicago: al mismo tiempo nació el West Coast jazz, que tenía una sensibilidad especial, muy cool. Yo era un estudiante de psicología en la UCLA [Universidad de California en Los Ángeles] e intimé con músicos como Chet Baker o Shorty Rogers, que eran un poco mayores que yo".
La habilidad de Claxton consistía en insinuarse en su círculo, mostrarse amis­toso y ganarse la tolerancia de personajes encerrados en posturas altivas. Aquellos músicos se sabían diferentes y respondían con estudiada indiferencia a la incom­prensión de los squares, los ciudadanos convencionales. Su jazz ya no servía para bailar y tampoco como música de fondo. Había ocurrido la explosión del be-bop, que fue acompañada también por un des­cubrimiento generacional de la heroína: "Si Bird se pone y toca así, yo también de­bería probarlo". Bird era Charlie Parker, con el que Claxton supo establecer un vín­culo: "Recuerdo una noche en que, des­pués de una interminable jam session, me le llevé a mi casa; es decir, a la casa de mis padres. Allí desayunamos, y Charlie se portó como un caballero".
Claxton no se dejó seducir por la he­roína. Tuvo oportunidad de retratar a Art Pepper cuando el desdichado saxofonista salía de cumplir una condena de prisión: "Le habían destrozado como ser humano, pero no perdió su talento musical". Tam­bién vio la caída a los infiernos de Chet Baker, al que llamaban "el James Dean del jazz": "Yo ayudé a crear su imagen, con aquellas fotos en las que se le veía en un velero, con su novia o en su descapotable. Era perfecto: apolíneo, melancólico, líri­co..., todo lo que te sugería su música. Había entonces un jefe de la Oficina de Narcóticos que despreciaba el jazz y que se propuso hacer un escarmiento con los músicos. Aquél era un mundillo muy pe­queño, y les bastaba con esperar un chiva­tazo para entrar en una habitación de ho­tel y detener a cualquier figura. Chet ter­minó por exiliarse a Europa".
Los músicos eran, tenían que ser, muy desconfiados; pero se habituaban a la presencia de Claxton, al que considera­ban un grato compañero de viaje. Del ca­riño ganado por Claxton dan testimonio los títulos de temas que se refieren a él: Sound Claxton! (Al Cohn), Clickin' with Clax (Shorty Rogers), Claxography (Dan St. Marseille). Su instrumento de trabajo, una Speed Graphic, era un armatoste que le hacía parecer uno de aquellos fotógrafos de sucesos que veneraban al neoyorquino WeeGee. Disparaba en los locales, en los camerinos, en los estudios..., pero insistía en captarles al aire libre, en la playa o en las montañas del paraíso californiano. En un ejercicio de modestia, reclamaba para sí el estatus de "fotógrafo de barrio"; sólo que ha vivido desde siempre en Benedict Canyon, en la zona alta de Beverly Hills, y sus vecinos han sido algunas de las criatu­ras más famosas de la industria del entre­tenimiento.








 Pero el trabajo del que hoy hablamos aquí le llevó por todo Estados Unidos. A fi­nales de 1959, Claxton recibió una llamada desde la República Federal de Alemania. Joachim-Ernst Berendt, un radiofonista y productor de discos, quería recorrer el país del jazz en busca de los practicantes de lo que él consideraba "el gran arte ame­ricano". Deseaba visitar las ciudades cla­ves en su evolución, conocer los festivales de Newport y Monterrey, ver los restos del pasado y la realidad del presente. Tenía presupuesto para tres meses. Necesitaba un fotógrafo introducido en el mundillo, y todos hablaban maravillas de Claxton: los más enterados coleccionaban las portadas que hacía para la compañía Pacific Jazz.
Quedaron en Nueva York, adonde Claxton llegó con muchas horas de retra­so, tras equivocarse y tomar un avión rumbo a San Francisco. Berendt era un erudito, pero, ante todo, un entusiasta. Se emocionó de alojarse en el hotel Alwyn, un establecimiento deteriorado al que acudían músicos yonquis y sus proveedo­res. Se impresionó cuando Claxton le faci­litó entrevistas con los hermanos Ertegun y demás responsables de sellos neoyorqui­nos dedicados al jazz, que a su vez le pro­porcionaron la vía de entrada a diferentes músicos. Los jazzmen también se queda­ron fascinados con Berendt: ya habían conocido a estudiosos franceses y británi­cos, pero éste venía de un país que 15 años atrás estaba en guerra con Estados Uni­dos. ¡Y sabía más sobre la historia del jazz que muchos de ellos! Inevitablemente, lo de Joachim-Ernst quedó reducido a "Joe" o "Joe el Alemán". Hasta algún periódico se hizo eco de su expedición, asombrado ante el fervor por una música que los es­tadounidenses consideraban simplemente parte del paisaje.
A bordo de un Chevrolet Impala al­quilado subieron ellos y sus máquinas. El






A bordo de un Chevrolet Impala al­quilado subieron ellos y sus máquinas. Con su magnetofón Negra; el ca­liforniano, con su Leica, su Nikon y la Ro­lleiflex que Richard Avedon le había re­galado (y muchos rollos de película, en blanco y negro o en color). Ambos, urba­nitas y sofisticados, chocaron inmediata­mente con realidades desagradables. Be­rendt había oído que en las islas Sea, en la costa de Georgia, existían herméticas co­munidades negras que mantenían ritos y músicas de fuerte sabor africano: locali­zarlas resultó difícil. Si se cruzaban con blancos, éstos les miraban con desprecio y se negaban a orientarles; pero si para­ban cerca de negros, desaparecían co­rriendo: para ellos, unos blancos mon­tados en un coche inmenso sólo podían traer problemas, hermano. Fueron mejor recibidos en las iglesias negras, donde se desataba el frenesi.
El sur de Estados Unidos fue tan estimulante y tan terrorífico como hacía su­poner su reputación. En Nueva Orleans disfrutaron de la mejor hospitalidad su­reña, y pudieron fotografiar los famosos entierros festivos, con vecinos y deudos bailando detrás de la brass band. Pero lue­go fueron a la cercana penitenciaría de Angola, un campamento en las profundi­dades de Luisiana. Decían que era la cár­cel más grande de Estados Unidos... y la más inhumana. Llegaron con todas las re­comendaciones, pero el director no quiso garantizarles la seguridad: les encerró sin protección en el sector negro, donde fue­ron bien acogidos por varios músicos de blues que recordaban la leyenda de Lead­belly, condenado por asesinato, que se su­pone fue indultado tras tocar para visi­tantes blancos. En Memphis comprobaron que todavía funcionaban las jug bands, rústicas agrupaciones que usaban una ja­rra soplada como instrumento rítmico.




Llegaron a St. Louis, donde no hallaron mucha actividad jazzística. Siguiendo un pista incierta terminaron en un club donde, vestidas con trajes masculinos, una cantante y una saxofonista interpretaban blues muy malamente; tardaron en adver­tir que aquello era un local de lesbianas donde la música no tenía gran prioridad. Kansas City, otra de aquellas "ciudades del pecado" que tan acogedoras resultaron para los músicos de jazz, también resultó decepcionante, aunque visitaron a la desconsolada madre de Charlie Parker y foto­grafiaron su tumba.
Aunque tuvieron la oportunidad de co­nocer al elegante Ramsey Lewis Trio, pronto vieron que los barrios negros de Chicago estaban dominados por el blues urbano. Berendt, que ignoraba las barre­ras establecidas en Estados Unidos entre los sofisticados jazzmen y los proletarios bluesmen, tuvo acceso a los reyes del gue­to. Les recibieron Memphis Slim y Muddy Waters. El segundo no estaba habituado a tratar con extranjeros que apreciaran su música; pasarían todavía cuatro años an­tes de que aparecieran unos respetuosos melenudos británicos, los Rolling Stones, que confesaron que su nombre derivaba de un tema suyo.
El Chevrolet recorrió todo el país has­ta llegar al sur de California, el hogar de Claxton. El fotógrafo quería mostrar a su compadre germano el concepto hedonista del estilo de vida de su tierra. Le llevó al Lightouse, un club en Hermosa Beach donde los clientes podían bañarse en el Pacífico y volver al club, aún mojados, para disfrutar de Miles Davis o Lee Konitz. Claxton también ayudó a montar una reu­nión de jazzmen que se celebró una tarde de domingo alrededor de una piscina. Ha­cía años que la mayoría de aquellos músi­cos, criaturas nocturnas, se había puesto un traje de baño, pero, en honor al visi­tante, incluso terminaron montando una jam session.




 Joe Berendt se quedó enamorado de San Francisco, como ocurre con todos los europeos. Allí coincidieron con un amplio abanico de músicos: desde Wes Montgomery, el hombre que reinventaría la guitarra de jazz, hasta Cal Tjader, un des­cendiente de escandinavos con el veneno de los ritmos latinos en la sangre. Todavía queda­ban en lo que se llama el área de la bahía muchos supervi­vientes de la primera quinta beat, todos con sus historias de primera mano sobre Jack Ke­rouac,
 otro viajero incansable, fascinados por el jazz.
Las Vegas no parecía un destino muy jazzístico, pero William Claxton insistió: unos años antes le habían encarga­do fotografiar allí a Marlene Dietrich -"una anciana que sabía transformarse en una mujer atractiva"-, y conserva­ba contactos. En aquella ciu­dad inventada, Berendt pudo comprobar lo injusto que po­día ser el mundo del espectá­culo: Louis Armstrong, lo más parecido al padre del jazz, era el telonero de la Dietrich. Pero el viejo Satchmo al menos ac­tuaba en un recinto pensado para los espectáculos. Simultá­neamente, la orquesta del colo­sal Duke Ellington tocaba en el hall de otro hotel, cuatro horas cada noche, ante la indiferen­cia de los jugadores y el es­truendo de las máquinas tra‑
gaperras.
Berendt comprendió que Las Vegas importaba artistas, pero no creaba arte. Por el contrario, la es­tancia en Detroit le enseñó que una ciudad que dependía de la industria automovilís­tica podía generar un ambiente competiti­vo, un deseo general de modernidad que repercutía en la música. Allí se topó con un músico prodigioso, Roland Kirk, un ciego que tocaba tres saxos a la vez y que conservaba suficiente aliento para, entre tema y tema, hacer chistes y contar histo­rias. Claxton también le coló en la fiesta de un político local, donde los animadores eran titanes como Freddie Hubbard y J. J. Johnson. En Boston vieron los prodigios de la Berklee School of Music: el jazz, un arte que nació clandestino, empezaba a ser académico.
Todavía les quedaba energía para otra estancia en Nueva York. Allí volvieron a encontrarse con lo mejor y lo peor de la so­ciedad estadounidense. Claxton quiso fo­tografiar al actor Ben Caruthers, que tam­bién tocaba el saxo tenor como si fuera un músico callejero. Durante la sesión se les acercaron tres policías diferentes, exigiendo un misterioso permiso o sugirien­do una compensación económica (se les pagó, uno tras otro). Pero también cono­cieron iniciativas particulares para ayu­dar a músicos necesitados, o el lugar exac­to de Central Park donde Gerry Mulligan, incapaz de alquilar un local apropiado, hacía ensayar a su big band, ante el pasmo de las ardillas y las parejas de enamora­dos. Atraparon a Ray Charles, Thelonius Monk, Miles Davis...
El alemán y el americano se despidie­ron. Para Berendt, la experiencia fue ilu­minadora: entendió que aquellos gigantes del jazz, mitificados en Europa, eran tam­bién peones de la industria del espectáculo, cuyas decisiones artísticas podían estar determinadas por cuestiones tan pedestres como la mayor paga en tal local o el talante tolerante de equis jefe. Conjugó el respeto por el mecanismo de precisión de las grandes orquestas con la admiración por los jóvenes rebeldes. Vivió el drama y la alegría. Animador de sellos como MPS, Berendt tuvo una notable influencia en la escena jazzística euro­pea, con artículos y libros que ensalzaban el mestizaje inter­cultural, la experimentación y hasta la aceptación de las energías del rock. Murió en el año 2000, víctima de un ac­cidente.
Sin renunciar a su pasión por el jazz, William Claxton si­guió ampliando su campo de actuación. Con la que sería su esposa, la modelo Peggy Mof­fitt, se adentró en la fotografía de moda, formando ambos equipo con Rudi Gernreinch, un modista que también fue uno de los iniciadores del mo­vimiento de liberación gay. Su trabajo con Chet Baker fue la inspiración de una celebérri­ma campaña publicitaria, rea­lizada por Bruce Webber para Calvin Klein (Webber contaría con Claxton para Let's get lost, su agridulce documental de 1989 sobre el desdichado trom­petista y cantante). El mismo Claxton ha sido objeto de un par de documentales, uno de ellos alentado por uno de sus grandes admiradores, un ac­tor con vocación de fotógrafo: Dennis Hopper.
Hasta tiempos relativa mente recientes, William Claxton siguió fotografiando a músicos de jazz. Pero llegó un momento en que dejó de ser estimulante: "Era frustrante ver fotografías buenas reducidas a minia­turas, como corresponde al tamaño del li­breto de un CD". También cambió el pro­cedimiento: "Antes quedábamos el mú­sico y yo. Le hacía ver que conocía su trabajo y le pedía que se fiara de mis ins­tintos: 'Mis fotografías son jazz para los ojos', le decía. Ahora tienes que pasar por el director de arte, el manager; el abogado, el ejecutivo de la discográfica, el maqui­llador, el estilista. Sencillamente, dejó de ser divertido". •
El libro Jazz life', que incluye un CD 4 con grabaciones `remasterizadas', está publicado por Taschen.










sábado, 19 de noviembre de 2011

NEW YORK DOLLS "NEW YORK DOLLS" 1973 MERCURY



Como ocurre con toda banda que se adelanta a su tiempo, el mundo no estaba preparado para recibir a New York Dolls cuando éstos decidieron cambiar las alcantarillas neoyorquinas por los escenarios a finales de 1971. Frente al peligroso crecimiento del AOR y de las perniciosas erupciones sinfónicas, Johnny Thunders, Billy Murcia, David Johansen, Arthur Kane y Rick Rivets (sustituido en 1972 por Sylvain Sylvain) optaron por ofrecer su propia visión de cómo debería sonar el rock tras una noche de lujuria con todos los excesos posibles. Y si hay un disco que pueda resumir en menos de cuarenta minutos el espíritu vicioso, barriobajero, sudoroso y patibulario de la música negra, ése es "New York Dolls", obra que, de tan visionaria, llevó a sus creadores a la separación tras un segundo álbum de título profético: "Too Much Too Soon" (1974). Demasiado pronto. Demasiado bueno.
Tras la muerte por sobredosis del batería Billy Murcia en noviembre de 1972 (reemplazado por Jerry Nolan poco antes de grabar este álbum), New York Dolls convirtieron su debut en el megáfono de una generación que no tendría voz hasta años más tarde. Crisis de personalidad, crónicas suburbanas, coqueteo con las drogas, alto voltaje sexual, zapatos de plataforma de saldo, pantalones de cuero de desecho... Las muñecas neoyorquinas quisieron ser una versión arrabalera del glam y eliminaron cualquier resquicio de glamour para embadurnar el rhythm'n'blues más primitivo de mugre callejera y convertirse en una de las bandas más influyentes de los últimos treinta años.
Ni siquiera la discutible calidad de la producción —obra y gracia de un miope Todd Rundgren— consiguió restar impacto a una obra capital que rehace el voltaje sexual de The Rolling Stones y lo reviste de una urgencia prácticamente inédita ("Personality Crisis'), al tiempo que le roba hasta el último segundo de aire a los airados guitarrazos de The Stooges ("Vietnamese Baby').
Por si fuera poco, las manos de Thunders tienen tiempo para inventar los primeros acordes punk ("Trash", "Frankenstein') e imaginar cómo será el hard rock ("Bad Girl", "Prívate World') con una colección de riffs cargados de energía primigenia y rabia descontrolada.
Suele decirse que New York Dolls parecían una banda callejera que había cambiado las armas por los instrumentos, pero, más que eso, fueron los primeros que prostituyeron la música hasta dejarla sin aliento. Y su primer trabajo, una obra capital donde confluyen todos los excesos imaginables del rock. DAVID
MORÁN


SLAYER "REIGN IN BLOOD" 1986 AMERICAN






Steve Albini, Sonic Youth, Public Enemy, Sepultura y John Zorn, por diferentes motivos, le deben mucho a "Reign In Blood", el disco que ha definido con mayor precisión la articulación de la ecuación velocidad + volumen, y no sólo en el ámbito metálico. Slayer no pretendían trabajar el ruido como material maleable, sino sonar alto, rápido y claro: la voz y el bajo de Tom Araya en su sitio, siempre perceptibles; las dos guitarras de Kerry King yJeff Hanneman cargadas de distorsión pero perfectamente distinguibles; y la batería de Dave Lombardo omnipresente, voraz, infalible, como bien saben Mike Patton y John Zorn. Resultado, lo que entonces se llamó speed metal, directo y sin rodeos, y que no es más que una arrogante demostración de poder difícilmente igualable: a diferencia de lo que sucedía con el punk o incluso con la nueva ola del heavy metal británica, cualquiera no podía tocar como Slayer. Como cualquiera no puede hacerlo coma Steve Albini, Sonic Youth, Public Enemy. Sepultura o John Zorn, todos ellos admiradores confesos de este álbum producido por Rick Rubin y mezclado por Andy Wallace, una entente demoledora.
El embrión ya estaba en "Hell Awaits" (1985), la primera colaboración del grupo californiano con Rubin, pero es en "Reign In Blood" donde se consuma el acto que sirvió de banderín de enganche para quienes a esas alturas ya dudaban de Metallica y de modelo secreto para quienes buscaban controlar el poder intimidatorio de la velocidad no ruidosa. Depurando los desafueros de Discharge, la oscuridad de Venom y la visceralidad de Motörhead, construyeron una pieza magistral que arranca con 'Angel Of Death", un tema terrorífico y polémico que glosa con peligrosa ambigüedad las atrocidades del nazi Josef Mengele ("infame carnicero, ángel de la muerte'), y que apura media hora conjugando la fascinación infantil por la imaginería satánica con una tremenda exhibición de orgullo metálico. Reconocer sus méritos es un acto de justicia, XAVIER CERVANTES

THE NEVILLE BROTHERS "YELLOW MOON" 1989 A&M






Doce años después de su fundación, The Neville Brothers, con un rico pasado rhythm'n'blues de su etapa como The Meters, entregaron su álbum más comercial sin perder pegada: siete originales y cinco versiones, tan obvias en la elección como bien resueltas. Siguieron una feliz estrategia para aumentar la sustancia: se apoyaron en Link Wray, en el patriarca country A.P. Carter, en una plegaria de Sam Cooke... y añadieron ración doble de Bob Dylan: dos piezas del feroz "The Times They Are A-Changin'" de 1964. Los Nevilles triunfaron tirando de oficio o cediendo espacio a la tórrida voz de Aaron (impresionante en "With God On Our Side'), Además de un gran disco, es una lección de historia donde se recuerda la lucha por los derechos civiles, la Guerra de Vietnam, la impotencia ante la miseria y el poder liberador de la música popular. Podría titularse "Combat Soul".
Según contaban en las entrevistas, hubo dos claves para que "Yellow Moon" se convirtiera en un álbum de éxito: A&M les dejó escoger el repertorio y acertaron al contratar a Daniel Lanois como productor. Éste lo grabó casi en directo, en un edificio abandonado donde construyó un estudio a medida, en busca de la energía de sus conciertos, grabando muchas bases en vivo. Canciones austeras, fluidas y en su sitio, con refuerzos de la Dirty Dozen Brass Band y con Brian Eno como estrella invitada. Si una cosa tiene mérito a estas alturas, es sonar natural en algo tan sobado como los cantos de unidad de los oprimidos: "Wake Up"cumple con músculo y "My Blood"pone elegancia y sentimiento. ¿Lo más emocionante? Quizá "Yellow Moon"y "Voodoo", dos piezas sobre amantes desamparados que buscan consuelo en la magia y la luna. Funk, soul, blues, rhythm'n'blues, según receta de Nueva Orleans. "Yellow Moon" es un disco maduro en el mejor sentido de la palabra. Hasta ganaron dos Grammy, uno de ellos por la reptante "Healing Chant". VÍCTOR LENORE

domingo, 13 de noviembre de 2011

Chicago Blues





Cuenta una vieja y olvidada leyenda que hace muchos años el Misisipí era un río escuálido, una suave co­rriente de agua que nacía en una tierra de nadie situada entre Dakota del Norte, Minnesota y Wisconsin. El lago Michigan y las nieves canadienses contemplaban in­diferentes el insignificante arroyo, arro­gantes en su tamaño y poder.
Con el paso del tiempo llegó la explota­ción del hombre por el hombre, con la es­clavitud y el racismo como banderas. El blanco explotaba al negro, y la tierra no pudo permanecer indiferente; las lágrimas de los recogedores de algodón, de los es­clavos, de los perseguidos, de las mujeres y los niños, de los ancianos, de los humi­llados, de toda una raza, resbalaban por sus oscuras mejillas y caían en forma de lluvia en el pequeño regajo. Poco a poco las aguas crecieron, y el Misisipí se convir­tió en un río mágico de poderoso caudal, por el que discurriría parte de la mejor his­toria de una nación.
La misma leyenda dice que el pueblo negro norteamericano llora a ritmo de blues. Puede que ambas cosas sean cier­tas, desvelándose así el secreto de la gran­deza de un género musical eterno. El gran río, el Misisipí de Tom Sawyer y Huckle­berry Finn, regó de lágrimas y blues todo cuanto encontró a su paso, desde Chicago a Nueva Orleans, de las frías tierras de Illinois a los oscuros pantanos de Luisia­na, y ya nada ni nadie pudo detener ese torrente de líquido y pasión, ese endiabla­do sonido que toca como ningún otro el alma de quien lo crea y de quien lo es­cucha.
En la segunda mitad del siglo XIX, tras la guerra de Secesión y la abolición teórica de la esclavitud, el blues comenzó su arro­lladora difusión por el norte de América. Era la música de Satanás, el canto mefis­tofélico de una población inferior, según los blancos, que sólo pensaba en los place­res de la carne y la holganza. Y lo cierto es que supuso una dura alternativa a los es­pirituales, al gospel y a las canciones de trabajo, tradiciones negras mucho mejor asumidas por la sociedad de la época. Un conocido músico dijo una vez que los te­mas religiosos y el blues son casi la misma cosa, con la pequeña diferencia de que en uno se dice señor y la canción transcurre en una iglesia, y en otro se dice baby en la penumbra de un burdel.
Tres acordes, 12 compases, dan cuerpo al sonido de la melancolía, el blues, que se desarrollaba con el alcohol, el trabajo, las mujeres y la ilegalidad como principales fuentes de inspiración. Los garitos más re­pugnantes de la joven América, honky­tonks repletos de furcias y chulos, barrel­houses donde el licor mal destilado dejaba ciego a ritmo de boogie-woogie y juke-joints, donde los clientes prestaban más atención al jue­go y al tráfico de sustancias que a las or­questas del momento, hicieron de este gé­nero la música de un pueblo marginado. El tiempo ha jugado a su favor, y el blues es actualmente un sonido vivo que ve cómo su legado se extiende, discreta pero inexorablemente, por los caminos del rock and roll, el pop, el soul o el rythm and blues.





"El blues nunca morirá porque es como una religión, eterno", asegura Henry Gray, un pianista cincuentón que se instaló en Chicago en 1946. Ha finalizado su actua­ción en el escenario más pequeño de los tres de que dispone el festival de blues de su ciudad adoptiva, y se muestra dichara­chero y radiante de felicidad. Habla y son­ríe sin parar, saluda a todo el que le tiende una mano y, de paso, vende las copias de su último elepé dos dólares más caras que en cualquier tienda de la calle. Presume de conocer a todos los grandes, y habla con orgullo de su amistad con Little Walter, Otis Span y Bo Diddley. "Nunca pienso en el dinero cuando toco, simplemente me dejo ir con la música", dice, "y la verdad es que cobramos poco, pero para mí sólo el hecho de cobrar por tocar blues ya es un regalo, puesto que es algo como recibir di­nero por comer, beber o respirar. No sé si me entiendes... No soy de aquí, soy de Kenner, un pueblo de Luisiana, pero estoy orgulloso de haberme criado y formado en Chicago, en la capital mundial del blues".
Chicago, con sus aproximadamente 10 millones de habitantes, es una ciudad divi­dida en barrios, en minorías étnicas que hacen de sus calles una versión miniaturi­zada de su país. Lituanos, italianos, pola­cos, irlandeses, chinos, judíos, coreanos, filipinos y sobre todo mexicanos y puerto­rriqueños viven en modestos bloques de la periferia, mientras el centro de la urbe está reservado a modernos y funcionales edificios, ejemplo claro de arquitectura ra­cionalista. Se busca la utilidad y un diseño futurista después del descomunal incendio que destruyó la ciudad en 1871.
Cuarenta y seis años después de esa fe­cha, el Storyville de Nueva Orleans cerra­ba sus puertas, y los músicos que habían dado vida al nuevo jazz desde ese legenda­rio club emigraron hacia el Norte. Chicago les acogió con los brazos abiertos, y las grandes bandas sonaron de nuevo, con Benny Goodman y Louis Armstrong como auténticas estrellas. De forma para­lela se vivía otro mundo musical, y frente al lujo de ciertos locales jazzísticos se orga­nizaban modestas house rent parties, pequeñas fiestas que se celebraban en casas particulares, en las que los invitados contribuían con una pequeña cantidad al pago del alquiler de la casa. En los hogares sonaban guita­rras acústicas y voces sin amplificar, mientras los grandes salones de lámparas de araña se derretían en proporción al nú­mero de músicos que formaban la big hand de turno.
El final de la II Guerra Mundial au­mentó la capacidad de Chicago como re­fugio de emigrantes, gracias a su creciente industria, y en la ciudad se instalaron mi­les de trabajadores que llegaban de la cuenca del Misisipí. Ellos crearían el blues urbano, extendiéndolo por toda Norte­américa gracias a algo impensable en tiempos del blues rural: las grabaciones fo­nográficas, esos testamentos sonoros en­cargados de difundir por emisoras de ra­dio y rock-olas el sentir de un pueblo.






 Muchas cosas han cambiado desde en­tonces en Chicago. Muchas cosas, pero no las estructuras básicas, las medidas musi­cales, pasionales e interpretativas de un buen blues. Las fiestas privadas ya no son necesarias, y para escuchar buena música una noche cualquiera del año tienes más de 30 clubes abiertos disparando hasta las tres de la madrugada rythm and blues en directo. George Gora es el dueño de Blues, un local pequeño y muy acogedor situado en la zona norte, imprescindible por su sombrío ambiente y su gran histo­rial. "Abrimos hace 10 años, y desde en­tonces ha tocado cada noche una banda dé blues, sin faltar una sola", comenta or­gulloso. "Esta es la mejor forma de mante­ner vivo el blues y que los músicos, los ver­daderos protagonistas, puedan dedicarse a ello con todas sus fuerzas", dice mientras me cobra cinco dólares por entrar. Tras unos segundos de adaptación a la oscuri­dad y al humo, el local presenta una buena entrada, con más de 60 personas pendien­tes de un diminuto escenario y de los cinco músicos que se apelotonan en él. Están to­cando el I just want to make love to you, de Muddy Waters, y disfrutan haciéndolo como si supiesen que el mundo fuese a es­tallar al día siguiente. Los músicos con cierto renombre cobran un fijo no dema­siado elevado, mientras que los eternos segundones rara vez reciben más de 50 dólares y la posibilidad de disfrutar de una comedida barra libre. Eso justifica que Otis Smokey Smothers sólo suelte su gui­tarra para coger un vaso, y viceversa.



Smokey nació hace 60 años en Lexing­ton (Misisipí). A los 17 ya tocaba en las calles de Chicago. Desdeentonces, cada vez que se cuelga ama guitarra no puede evitar trans­formarse: se retuerce de placer como una bayeta, chorreando ritmos, blues y bourbon a partes iguales. Vive para esta música, no sabe hacer otra cosa, y tal vez por eso cuando habla conmigo esconde en la es­palda unos dedos castigados por la ar­trosis.
—El rock ha sido un paso atrás en la historia de la música, aunque mucha gente no lo crea. Es un caso muy parecido al del teléfono. La gente sólo habla por teléfono, y cada vez charla menos cara a cara en la barra de un bar, con los amigos delante. El blues es una música directa, muy sensible y comunicativa, y el rock, un simple negocio.
—Seguramente, si una poderosa com­pañía discográfica le ofreciese un jugoso contrato para grabar un elepé de rock du­rante un mes en un lujoso estudio de las Bahamas cambiase de opinión.
—Puedo ser demasiado viejo y dema­siado pobre..., pero, chico, no soy un estú­pido. ¿Cuándo tengo que coger el avión?
En los clubes se habla muy fuerte y se bebe abundantemente. Respiran blues, y eso es una terapia no exenta de ciertos riesgos; esta música agudiza los sentidos y eleva los sentimientos. Puede levantar aún más tu bullicioso espíritu o, por el contra­rio, lastrar de melancolía un alma ator­mentada. El blues no perdona. Es la pa­sión en su forma más descarnada.
Todos los años, durante la primera quincena del mes de junio, los responsa­bles de las programaciones de los clubes de Chicago mantienen una actividad fe­bril. Deben utilizar todas sus influencias, mover todos sus contactos, porque un se­rio rival está en la ciudad: el festival de blues de Chicago, que, organizado, como de costumbre, por la Oficina de Eventos Especiales del Ayuntamiento, presentará durante tres días un magnífico cartel, con música en directo desde las doce de la ma­ñana a la medianoche. En la última edi­ción de este festival, aproximadamente un millón de personas acudió al Grant Park, un verde escenario situado a orillas del lago Michigan, para contemplar gratuita­mente las actuaciones de más de 40 gru­pos y solistas.
Su situación geográfica es privilegiada: un oasis a pocos metros del centro de la ciudad. Frente al espectador, una banda de blues; a su izquierda, el casco viejo de Chicago, y a su espalda, una hilera de im­presionantes rascacielos surgiendo, como por encanto, de las amarillentas arenas de la playa del lago. Una bonita forma de ex­perimentar emociones



musicales peculiares en un marco de ensueño.
"Éste es el lugar donde está la músi­ca, / éste es el mejor sitio del mundo para ti. / Somos la gente de la calle Maxwell, / y vamos a hacer que no pue­das olvidarnos jamás", canta Willie Ja­mes, cantante, guitarrista y líder de la Maxwell Street Blues Band. Son las diez de la mañana de un caluroso do­mingo de junio, y el grupo y sus invita­dos llevan más de tres horas tocando en la calle. Están en el corazón de Chicago, en un descampado apestoso, cubierto de basuras y coches abando­nados, situado en un cruce de calles de la zona conocida como Maxwell Street.
Dicen que todos los músicos de blues del mundo deben, al menos una vez en su vida, unirse a las bandas ca­llejeras que descargan incansables en este barrio. Muddy Waters, Elmore Ja­mes, Jimmy Rogers y J. B. Lenoir son algunas de las estrellas que siempre que pueden alardean de su paso por Maxwell.
En 1912, la ciudad designó de forma oficial un mercadillo situado entre las calles de Halsted y 14. Lo llamaron Maxwell, y en él se dieron cita inmedia­tamente los emigrantes judíos, forman­do improvisados bazares. Con los años llegaron los italianos, los griegos, los alemanes, y algunos gitanos bohemios fueron añadiendo color al mercado. La atmósfera no ha cambiado desde en­tonces, pese a que los hispanos y los negros se han convertido en los amos de la zona. Los olores a comida rancia y orines se mueven con el viento, per­maneciendo únicamente el áspero re­gusto a ropa usada, miseria y es­combros.
"Es una gran cazadora, señor, y está casi nueva. ¡Son sólo 150 dólares!". El vendedor es un puertorriqueño de piel tan curtida como la ropa con que co­mercia. Esa cantidad, 150 dólares, es lo que vale todo su puesto, y él lo sabe, pero viste con el esplendor de un pavo real y se comporta con arreglo a su pose.
Una superficial inspección a la prenda descubre un profundo corte a la altura de los riñones, pero no parece preocuparse por ello. "Es sólo un en­ganchón, señor, y una vez puesta ape­nas se nota. Además..., ¿qué se le pue­de pedir a una chamarra de 50 dóla­res?". El precio baja notablemente, pero su orgullo y su compostura se mantienen imperturbables, hasta que un colega suyo vocifera divertido: "Se puede pedir que no hayan tenido que apuñalar a su anterior propietario para que se desprendiese de ella, hermano". Blasfemando y moviendo los brazos como un poseso, el puertorriqueño de­sahoga su ira ante la atenta mirada delos vendedores de otros puestos, que, a juzgar por sus miradas, no dudarían a la hora de intervenir en una pelea.
A poco más de 50 metros, una mu­jer toca la guitarra y canta, mientras su compañero, ciego y decrépito, sostiene con indiferencia el bote de las limos­nas. Auténtico blues rural, en un agudo lamento, sale de la garganta incansable de la vieja dama sureña y reblandece durante algunos minutos las entrañas de tenderos, compradores y mirones.
Mientras, la Maxwell Street Blues Band sigue tocando. Pero su música es mucho más agradecida, y los latinos se contagian de su cadenciosa sensuali­dad y bailan sin pudor ritmos que les son extraños. Borrachos, prostitutas, yonquis, repulsivos travestidos sin afei­tar y periodistas forman el grueso de su público. Entre canción y canción, un hombre de confianza de la banda exige un donativo con unos modales tanto más amables cuanto más rápido sa­ques la cartera. Es el lado salvaje de Chicago, donde las tradiciones y los rostros se han mantenido inamovibles desde los tiempos de la ley seca.
Un cartel de la época, enmarcado en madera innoble, reposa en el puesto de un negro inmenso y antipático entre las fotografias de dos boxeadores. Jo­seph Louis Barrow, más conocido como El Bombardero de Detroit, y el gran Rocky Marciano son los gorilas de lujo de un sonriente Al Capone. A sus pies puede leerse: "La ciudad de Nueva York tiene un monumento a la virtud cívica. Capone es el monumento de la ciudad de Chicago a la sed cívi­ca". Era la época dorada de la llamada ciudad del viento, el Chicago años veinte de pecado y whisky donde la vida de un hombre valía la sexta parte del carga­dor de un revólver.
Robert Johnson, el rey de los can­tantes de blues del delta, escapó en va­rias ocasiones de los disparos efectua­dos por los maridos de sus amantes. En 1938 no pudo esquivar una dosis de ve­neno, y murió dejando un legado único para la historia. El mundo del blues en particular, y el de la música en general, está en deuda con un hombre-fantas­ma, del que se desconoce la fecha y el lugar de nacimiento. Lo único que se puede asegurar es que su escasa obra, las 29 canciones que grabó en su acele­rada existencia, son el documento im­prescindible para entender la historia de este género.
Johnson hizo un pacto con Satanás en un perdido cruce de caminos. Vendió su alma al diablo a cambio de tocar la guitarra como nadie, a cambio de con­vertirse en el más grande de los cantan­tes de blues. El Príncipe de las Tinieblas cumplió su parte, y Johnson se convirtió en el mejor. Ahora pone música al infier­no, mientras repite una de sus estrofas favoritas: "El blues no es más que un hombre que se siente mal pensando en la mujer con la que estuvo una vez".








domingo, 23 de octubre de 2011

Marvin Gaye "LETS GET IT ON" 1973 TAMLA





No había acabado aún la Guerra de Vietnam (no lo haría hasta 1975), pero la necesidad de estima expresada en "What's Going On"(1971) —una brillante exposición de preocupaciones de toda índole, sociales, políticas e incluso de calado espiritual, que acababan resumiéndose en la llamada al amor universal que fue el mensaje de aquel LP— se había transformado en algo más profundo, personal y, hasta cierto punto, egoísta dentro de su universalidad. Marvin Gaye no cantaba aquí a la paz, ni a la congracia de los pueblos ni a la revolución interior colectiva: "Let's Get It On" no es un disco sobre la estima entre hermanos, sino sobre el amor entre personas en el plano íntimo, sobre el sexo entre hombre y mujer. turgente, apasionado y expuesto sin tapujos. Un disco valiente por la franqueza con que hablaba del sexo. Hay que recordar que, si bien es cierto que desde el blues los afroamericanos tradicionalmente se habían sentido menos cohibidos que los blancos a la hora de hablar abiertamente de sexo, en los primeros años setenta, con la era hippy finiquitada, en Estados Unidos se vivía un período muy conservador bajo el mandato presidencial de Nixon que no toleraba según qué libertades léxicas.
En manos de Gaye, todo ello, el amor, el sexo, se convirtió en una proclama natural, sincera, absolutamente humana: el octeto inaugurado con "Let's Get It On"y finalizado con "Just To Keep You Satisfied"naturalizó el disco de alcoba y desarrolló una corriente paraleladentro del soul, sedosa y ronroneante, que, por supuesto, nunca alcanzó el nivel de esta piedra de toque.
¿Por alguna razón? Por muchas, se podría decir. Porque nunca fue intención de Marvin Gaye promover una sola forma de ver el tema —el opuesto de, póngase por caso, Barry White, cuyas canciones siempre pretendieron ser estimulantes de dormitorio, Viagra sin receta—, sino que él explica el tema, explica su vida, explica (y sólo explica, nunca impone) que el sexo es algo natural y que, por tanto, hay que dejar que siga su camino.
"No veo nada erróneo en el sexo consentido", explicaba en las notas interiores del álbum. "Pienso que se practica mucho sexo. y, después de todo, los propios genitales son una de las partes principales del magnífico cuerpo humano. No tengo reproches hacia el papel que juegan en la reproducción de las especies; de todas maneras, el proceso reproductivo está asegurado por el placer que las dos partes reciben cuando se acoplan. Quiero decir que sexo es sexo y amor es amor'". Y esta reflexión ya dice mucho, y más sabiendo que es la letra —y por extensión el concepto, la música— de un Marvin Gaye en época juncal, feliz, todavía casado con Anna Gordy (de quien no se divorciaría hasta 1977) pero ya embarcado en una relación de pareja con Janis Hunter... que años más tarde se rompería cuando, jugando el papel de seductor y compitiendo en varonil lid con otro gallo del corral de la época, Teddy Pendergass, éste acabó arrebatándole a su amor.
Hablar de "Let's Get It On", al fin y al cabo, es llover sobre mojado. Se ha dicho al respecto todo —lo que menos, que algunas voces discrepantes, respetables, lo tienen por mejor que "What's Going On", una apreciación subjetiva pero del todo defendible, aunque sea porque éste, a la primera, entra mejor—, y todo lo escrito es tan verdad como que el sol sale cada día. Un disco exuberante en arreglos, magnífico en las cuerdas, con un Gaye que modulaba la voz y la convertía en el propio mensaje, cargado de sensualidad y caricias, sobrevolando el cuerpo a flor de piel —esta obra, bien escuchada, se escucha hasta por los poros—, con momentos afrodisíacos y palpitantes como "You Sure To Ball", "Keep Gettin' It On"o "If I Should Die Tonight", canciones complejas en el groove pero directas y tan imborrables como el primer beso verdadero. Sencillamente grandioso. JAVIER
BLÁNQUEZ

Bruce Springsteen "Nebraska" 1982 COLUMBIA





Cuenta la leyenda que tras el derroche rockero de "The River"(1980), Bruce Springsteen empezó a interesarse por Woody Guthrie, Hank Williams y la poesía del pueblo llano. Después de llevar durante dos semanas en el bolsillo la maqueta con las canciones de "Nebraska", con la intención de ensayarlas con la E Street Band, finalmente decidió regrabarlas con un austero acompañamiento de guitarra acústica y armónica. Toda una sorpresa para su público y para la crítica. Cabe pensar si hasta cogió desprevenido al mismo Springsteen, en un giro insólito que volvió a dar mucho más tarde con "The Ghost Of Tom Joad" (1995); tal vez fuera el tesón con que se ha consagrado a ser más auténtico que nadie y más sencillo que ninguno (un papel tan perfecto que ni impostado) lo que le hizo asumir, por un día, el papel de cronista del lado oscuro de su país.
Su capacidad para adoptar la identidad de otros (y reflejarse en ellos) se aprecia también en las letras. En "Nebraska" se apropian del micrófono asesinos de poca monta, seres solitarios de esos pueblos de la Norteamérica profunda donde la gente no sabe qué hacer y hace música, o conduce por carreteras solitarias, o mata a sus congéneres en un intento desesperado de establecer algún vínculo con ellos. Es mérito de Springsteen poner al día las historias contadas en tiempos por otros portavoces de la tradición: en sus canciones el asesino común pasa a ser asesino en serie y la tierra prometida, Atlantic City. Y no es casualidad que el breve momento de felicidad compartido en un bar por un policía y su hermano delincuente en "Highway Patrolman"tenga como banda sonora la canción "Night Of The Johnstown Flood"; al igual que ese tema tradicional, tal vez imaginario, sobre un suceso que trastornó de tal forma una ciudad que acabó convertido en leyenda, las canciones de "Nebraska" se basan en casos reales y posibles de la era Reagan dotados del mismo poder de resonancia. Tanto el estremecedor tema titular como "Johnny 99" transmiten las confesiones de asesinos que cometen sus crímenes por tener "deudas que no podría pagar ningún hombre honrado". Son víctimas de "la maldad del mundo"que domina la atmósfera opresiva del disco: desde el aura mítica y terrible de la lujosa mansión de verjas de acero, en torno a la cual juegan los niños intrigados ("Mansion On The Hill'), hasta la hipnótica "State Trooper", traslación del apremio de la huida cuyo aullido final sirve de presagio del destino trágico de quien nace sin futuro posible y al que, como se revela en el falso optimismo de "Reason To Believe", ni siquiera se le permite caer en la absurda fe que le ayuda a seguir pasando los días. LAURA SALES

OTIS REDING "OTIS BLUE" 1965 Volt





Otis Redding (1941-1967) oyó aullar a Little Richard y se sintió llamado a dedicarse él también al rock'n'roll. Pero su camino sería muy distinto. El 10 de diciembre de 1967 Otis Redding murió en un accidente de aviación de camino a un concierto. Sólo tenía 26 años, pero se había convertido en el mayor artista del soul sureño y en una de las voces más emotivas que ha dado la música negra. Dejó tras de sí media docena de álbumes, además de uno a dúo con Carla Thomas y de los directos y trabajos inacabados que se fueron publicando tras su muerte.
"Otis Blue" es su cumbre artística y comercial. Pero aún podría haber llegado más lejos: poco antes de morir había vuelto loco al público de Londres y París, acababa de conquistar al del rock en el festival de Monterey y había grabado la que hoy es su canción más popular. "(Sittin' On) The Dock Of The Bay", y una de las que mejor define su forma de ser: él era un hombre de baladas. El enorme Otis --parecía medir más de tres metros", dijo una vez Bob Weir, de The Grateful Dead, recordando su actuación en Monterey— se conmovía con las delicadas canciones de Sam Cooke más que con nada en el mundo.
Con sus rudimentarios conocimientos de guitarra y piano, su gramática precaria y sus humildes modales, Otis Redding salió de su pueblo en Georgia para probar suerte en el subsello Volt de la discográfica Stax de Memphis. En la entonces pequeña compañía encontró a los jóvenes MG's, con su teclista
Booker T. Jones al frente, el todavía desconocido Isaac Hayes al teclado y una sección de vientos que haría historia, The Mar-Keys. Codo a codo con Otis Redding, que aportaba sus ideas de forma intuitiva pero entusiasta, Booker T. & The MG's supieron traducir su empuje en un estilo, el sonido Stax, que arrasaría años más tarde. Sencillos pero efectivos fondos de teclados, una rítmica arrolladora, una guitarra que llenaba los huecos con inteligencia y una sección de vientos compacta que apostillaba cada uno de los lamentos y de los gritos del cantante; Otis Redding nunca quiso coros de voces, ni cuerdas ni ninguno de los adornos pop que se utilizaban en Motown. Así, el sonido de Stax, mucho más básico y humilde que el de la competencia, debido en gran parte a la falta de medios, tocó techo con "Otis Blue".
La cara de una modelo blanca en la portada, una elección aconsejada básicamente por criterios económicos y políticos, da la bienvenida a una de las cimas expresivas de la música negra, más allá del momento, del lugar e incluso del idioma en que fue concebida: la capacidad de comunicación de Otis Redding era tal que no hace falta entender sus palabras para compartirlas.
A pesar de ello, en "Otis Blue" hay buenas muestras de su talento como letrista, especialmente en "Respect", una canción sobre un hombre que le pide a su mujer un poco de respeto tras la dura jornada de trabajo y que la gran Aretha Franklin versionó en clave política poco después. "Ole Man Trouble"y la popular balada "l'ye Been Loving You Too Long" completan la ración de temas escritos por Redding.
El resto de "Otis Blue" son éxitos del soul del momento —destacan tres sentidas versiones de
Sam Cooke, muerto durante la grabación del disco—, algún blues y un infeccioso "Satisfaction". Redding tenía tal facilidad para hacer suyas las canciones ajenas que en Estados Unidos muchos le tomaron por el auténtico autor de la canción de The Rolling Stones.
"Otis Blue" es una montarla rusa de altos y bajos emocionales perfectamente equilibrada, un espectáculo que combina lo mejor de las dos caras de Redding: el soulman de la voz de trueno sin rival en los tiempos rápidos y, por encima de todo, el hombre sencillo que se deshace en murmullos febriles en los últimos versos de cada balada, el gran hombre que se emocionaba con las canciones de amor.
ROGER ROCA

sábado, 22 de octubre de 2011

ELVIS PRESLEY "FROM ELVIS IN MEMPHIS" 1969 RCA






"El sonido de un hombre redescubriendo para qué le pusieron en este mundo". No se puede resumir mejor el significado de este disco que con la frase que culmina el texto escrito por Colin Escott para la remasterización realizada en 2000 de "From Elvis In Memphis". A Elvis Presley le pusieron en el mundo para interpretar canciones.
El modelo ya empezaba a cuestionarse, pero todavía eran tiempos en que la distinción entre autor y ejecutante —algo ahora prácticamente reservado al pop de consumo (adolescente)— no suponía ningún descrédito especial en la consideración artística, sino que realzaba la personalidad y la grandeza de los cantantes con composiciones perfiladas en el trabajo diario y filtradas de toda tentación superflua hasta alcanzar la redondez.
Tampoco había empacho en recurrir a cuantas versiones apeteciera, no importa su antigüedad o su éxito previo en manos de otros. Ambas cuestiones se fundían en una: la capacidad para apropiarse de las canciones, hacerlas suyas. Y "From Elvis In Memphis" es uno de los ejemplos más sublimes. Imposible pensar en otra manera de abordar las fábulas morales de "ln The Ghetto"y "Long Black Limousine", imposible acordarse de Chuck Jackson ante la contradictoriamente exultante "Any Day Now", imposible olvidarse del compromiso de Elvis en el estándar "Gentle On My Mind"al escuchar las visiones de Glen Campbell, Aretha Franklin o el mismísimo Frank Sinatra.
Aunque las mitificaciones siempre hay que tomárselas con cierta reserva, dice Escott que revisando Elvis las cintas del especial televisivo de 1968 que marcó su regreso al contacto directo con el público, tras más de media década de lastimoso periplo por platós de Hollywood y exteriores en Hawai, decidió "no volver a grabar canciones en las que no creyera". Esto puso algo nervioso a su entorno, que veía peligrar los beneficios de la editorial a través de la cual facturaba la mayoría de sus "estrenos". Al mismo tiempo, para recuperar la excitación perdida por tanto disco peliculero, algunos amigos le sugirieron volver a grabar en Memphis —lo que no había vuelto a hacer desde que dejó Sun Records—, dado que el sonido de la ciudad vivía un estado de ebullición (Stax en primera línea) del que ese mismo año también sacaría provecho Dusty Springfield. Así pues, queda para la leyenda que del American Studio del productor Chips Moman salió el primer álbum en muchos años, quién sabe si de su vida, en que Elvis decide el qué y el cómo lo canta.
La influencia del soul, que vive momentos de apogeo, se presenta en esos coros femeninos de clara raíz gospeliana que desde el vibrante arranque ("Wearin' That Loved On Look') sobrevuelan por todo el álbum con un efecto demoledor, además de en baladas sentimentales como "Only The Strong Survive" —grabada antes porJerry Butler y coescrita por los futuros amos del sonido de Filadelfia, Huff & Gamble—, "True Love Travels On A Gravel Road" o la propia "In The Ghetto".
Pero esa contemporaneidad sonora acaba conjugándose también con una mirada a las raíces anteriores a su irrupción en la cultura popular: el blues ( 'Power Of My Loved", "After Loving You') y el country dolientes (I´ll Hold You In My Heart", "It Keeps Right On A-Hurtin"', "Long Black Limonsine"), o a punto de convertirse en rockabilly ("I'm Movin' On'), que le rodearon en su juventud teñidos de un nuevo brío.
La reedición en CD añade otros seis temas de la misma sesión que luego se desperdigaron a ambos lados de diversos sencillos. Entre ellos, deslumbra el definitivo "Suspicious Minds", el single, no incluido en el LP original, que en 1969 le devolvió al número 1 después de siete años y que, en su excelencia, resume al único Elvis que puede permitirse prescindir de su condición de icono para dejarnos a solas con el poder de sus canciones y volver a sentirse, por fin, intérprete. FÉLIX SUÁREZ

"Hit Parade" por Azagra





Publicado en El Jueves número 626. Mayo de 1989

lunes, 17 de octubre de 2011

Jazz


Lionel Hampton. "Cookin" (cocinando) se utiliza en la jerga del jazz para expresar que se está haciendo música de verdad, y así se titulan varios discos. Es de imaginar el boogie-woogie de las cacerolas que pudo levantar Hampton junto a su amigo el chef en el festival de Niza. Si la fecha que da su autobiografía es cierta, Hampton ha cumplido 88. Aquí tenía 82, en 1990.

De la cacerola nace el swing. Lionel Hampton, el vibrafonista octogenario aún en activo y capaz de marcarse un zapateado sobre el timbal de la batería, departe con el chef en la Gran Parada del Jazz de Niza: el músico entre fogones, cucharas como ma­zas, el menaje hecho xilófono y la asistencia del doble címbalo a la tapa de cacerola. Basta detener la mirada apenas un instante para sentir que esa fotografía está a punto de sonar, que suena, o, cuanto menos, resuena internamente en quien la contempla. Al
otro lado de los fogones, el objetivo de un fotógra­fo. La proximidad revela su compromiso con el ob­jeto que retrata; no es un extraño, hasta podría pa­recer que al dejar la cámara va a incorporarse a la banda. Seguramente lo ha hecho más de una vez Guy Le Querrec, fotógrafo, alentador y promotor continuo del jazz, rotundo eslabón europeo en la productiva unión de dos artes de este siglo.
El jazz, arte de la improvisación, de la creaciónmusical instantánea, y la fotografía, arte visual del instante, arte que se produce precisamente en instantáneas, se han dado vida mutuamente desde que apareciera la nueva música. Anterior a la grabación de discos, se conservan fotografías de músicos de la primera hornada a los que jamás podremos escuchar por no ha­ber sido registrados sus sonidos, y desde entonces hasta hoy los estudiosos coinciden en que el conjunto de los fotógrafos dedi­cados a plasmar esta músicas y a sus creadores, lo ha hecho con respeto, comprensión, entusiasmo y hallazgo artístico. En su libro dedicado al jazz (que firmó con el seudónimo de Francis Newton), el historiador británico Eric Hobsbawm sugiere: "Tal vez la fotografía haya sido el único arte en tomar el jazz en serio". Una propo­sición que no parece exagerada si pensamos la esca­sa repercusión del jazz en las letras universales, co­nocidas excepciones mediante; su no menos excep­cional presencia en la pintura, junto a la tradición de un grafismo caricaturizante de negro-come-sandía (o el modelo de carcajada abierta aun no teniendo sandía); y una industria cinematográfica que dio a Billie Holiday el pa­pel de criada y vistió a Louis Armstrong con pieles de leopardo (mucho más tarde vendrían películas como Round midnight, Straight not chaser, Bird y los nuevos tópicos del cineasta Spike Lee).
Son los propios escritores quienes afirman la necesidad de la imagen cuando varios críticos han ofrecido su Historia del jazz en fotos, entre ellos el legendario productor norteamericano Orrin Keepnews y el critico y productor alemán Joachim Berendt. La fotografía de jazz forma parte de la memoria colectiva de los aficionados y el disco sigue siendo el magnífico concierto invisible: es un lugar común decir que el jazz, como el flamenco, es una música que el oyente percibe con mucha mayor intensidad cuando asiste a ella en directo. Mientras el melómano apasionado por la clásica tantas veces cierra los ojos en la sala de conciertos


De arriba a abajo, Herbie Hancock. A los 11 años tocaba al piano Mozart y Bach con la Orquesta Sinfónica de Chicago. Asociado a Miles Davis en los 60, el genio acústico también opta con enorme éxito por la música electrónica y los ritmos de discoteca. Phil Woods y Henri Texier. Woods, americano afincado en Europa y fundador de la European Jazz Machine, toca el clarinete en sesión hogareña junta al contrabanjista francés Henri Texier. La persusión espontánea corre a cargo de su hija.

De arriba a abajo, Max Roach y Dizzy Gillespie. Susntuosa suite de ensayo para dos titanes del jazz. Les espera un concierto a dúo (París, 1989) que fue editado en disco. Con 70 años, Gillespie estaba acostumbrado a actuar en unos 300 conciertos al año. John Coltrane. Hora de la siesta en Malabo (Guinea), en una de las giras africanas que el fotógrafo emprendió junto a los músicos Aldo Romano, Henri Texier y Louis Sclavis. Coltrane, autor de Africa Brass y Liberia, se hace presente en el vídeo.


iluminada, el asistente a una velada de jazz difícilmente renun­cia a lo que Berendt llama el "componente visual de la música". Desde el escenario se irradia el esfuerzo físico que los instru­mentos exigen y el público próximo a una sesión de jazz puede verificar que vista y oído reconocen una misma energía. Por ello, la fuerza de la imagen fija, su capacidad evocadora, cuando más de otro medio, como la filmación televisiva, aun siendo una re­construcción temporal completa, resulta tantas veces más opa­co, aburrido, sin la visión de creador del instante que es el fotógrafo.
En el vasto patrimonio de la fotografía america­na, los fotógrafos de jazz merecen su propio capí­tulo; ellos han contribuido a dignificar esta música en las páginas de la prensa y las revistas especializa­das, las portadas de los discos (cuando medían más de 30 centímetros de lado), la foto de artista para fan del momento... y aún hoy tantas de estas ins­tantáneas se reproducen en calendarios, postales y carteles que llaman la atención no sólo a los aficionados empe­cinados. Un considerable número de placas de autores anóni­mos ha dejado testimonio visual de los músicos y su entorno en las primeras décadas de esta música, y se considera primeros campeones del jazz entre los profesionales de la fotografía a Otto F. Hess y William P. Gotlieb. Este último escribía y toma­ba fotografías para el Washington Post y en su libro The golden age of jazz asegura que sólo le pagaban los textos. Como, además, los gastos de película, bombillas y equipo corrían a su cargo, no disparaba su cámara más de tres veces por velada: tenía que acertar en el momento, como los músi­cos a los que con sus escritos y fotos quería con­tribuir a dar a conocer. No parece una mera cues­tión de ahorro; como en sus sucesores, el mundo abordado, el jazz, invade la concepción, el ojo del fotógrafo. A Gotlieb, que publicó mas de 20.000 fotos sin relación con el jazz, se deben algunos de los retratos más reproducidos de los músicos de la Edad de Oro –de Louis Armstrong a Duke Ellington, Count Ba­sie, Billie Holiday y Lester Young– y de su sucesión en la era mo­derna, del nuevo jazz que se llamó bop, y los jóvenes astros de entonces: Charlie Parker, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Fats Navarro. La mayoría de sus trabajos presentan a los músicos en escena, tocando, expresando en el rostro y el cuerpo entero el sonido en el que el jazzman obtiene su identi­dad. También capta ambientes, público, vida de club de jazz; da la impresión de estar siempre donde suceden las cosas, su cámara es el espejo frente al campo de batalla musical.
En la obra de Gotlieb destacan dos retratos de-los pianistas Willie The Lion Smith y Earl Hines provistos de sendos cigarros puros entre los dientes, pero es con Herman Leonard cuando el humo de los cigarrillos cobra carta de naturaleza en la foto­grafía de jazz; contemplando sus retratos, uno pue­de pensar que no había músico de jazz de la época que no padeciera de tabaquismo



Count Basie. Entre concierto y concierto, asiento individual móvil de primera fila para William Count Basie en el aeropuerto de Roissy, en 1980. Contaba 45 años la banda que llevó al mundo el jazz de Kansas City: la fuerte pulsación ritmica, el blues, la espontaneidad en los arreglos. El jazzman en Europa y nosotros nos quedamos sin conocer el objeto de su asombro.

Archie Shepp. El enganche de su saxo revela a Archie Shepp, hombre de batallas musicales y combates teóricos. Identificado con el free jazz, una música que encontró mayor recepción a este lado del Atlántico que en América, Shepp también tocaba baladas como el más genuino sucesor de Ben Webster. De vez en cuando, una de terciopelo y porte de banquero.

Michel Portal. El jazzman o el músico errante, autobuses, aviones, trenes... Una vida en la carretera y el compromiso con la inspiración a hora fija; el frío en el compartimiento de tren que conduce al músico a destino. El vascofrancés Michel Portal, cultor de todas la músicas y todos los instrumentos, tiritona y manta rumbo al inmediato concierto.


extremo. Leonard supo retratar a la Billie Holiday heroína y no víctima (la belleza deslumbrante, el sufrimiento por un instante olvidado), pero también a la Billie fumadora, y en sus retratos podemos ver fumando de Charlie Parker a Len­nie Tristano, de Count Basie a Ben Webster, de Johnny Hodges a James Moody; a Max Roach parece que alguien le acaba de en­tregar un cigarrillo encendido, Fats Navarro sostiene el embo­quillado hasta soplando la trompeta y a Sonny Stitt le planta un cenicero humeante mientras trabaja en su saxo alto... Leonard ofrece su definitiva leyenda del jazzman fumador en el retrato de Dexter Gordon tomado en el Royal Roost en 1948. Humos aparte, Leonard, aun habiendo sido ta­chado de estetizante, enalteció la figura del músico, fijó su movi­miento, del rostro perlado de su­dor de Bud Powell a la majestad fa­raónica de Art Tatum.
Leonard fue fotógrafo viajero y aventurero, y también es autor de algún retrato sorprendente, como
el del trompetista Chet Baker para un anuncio de corbatas, pues Baker, como el conjunto de músicos de la Costa Oeste, tuvo su retratista principal en William Claxton, tanto en la fotografía de prensa como en las artes para las portadas de discos de Pacific Jazz. Es el mismo trabajo que en la Costa Este, en Nueva York, la Gran Manzana (apelativo que procede precisamente de los músicos de jazz), llevaron adelante Francis Wolf, para Blue Note, y Lee Friedlander, para Atlantic. Sin olvidar al Guinnes de la fo­tografía de jazz Art Kane, que logró reunir a más de un centenar de músicos frente a la fachada de un edificio en Harlem (y era su primer encargo, tuvo que improvisar) y al más reputado de los fotógrafos entre los músicos de jazz, el contrabajista Milt Hinton, también octogenario, que ha entre­gado a la imprenta dos libros con sus trabajos fotográficos.


Miles Davis. El duende entre bambalinas dispuesto a la aparición. En 1969, Miles Davis ha decidido que no va a volver a ponerse la misma ropa ni a tocar la misma música. Lo cumplió a rajatabla, con una sola excepción: su último concierto, en el festival de Montreux 1991, y llamó al bajista Carles Benavent para tocar The pan piper y Soleá: el duende.

Wynton Marsalis. Su éxito provocó la eclosión de una nueva generación de jóvenes músicos. De Haydn a los diversos géneros del jazz que ha interpretado, Wynton Marsalis demuestra poder tocar absolutamente todo. Ha creado escuela hasta en la estricta indumentaria, y en 1983 se mira al espejo ¿A patición de algunos que demandaban su propia voz en la trompeta?



El jazz cruzó pronto el Atlánti­co y se crearon Hot Clubs, festiva­les, publicaciones; se escribieron
tratados y discografías, y también en Europa el jazz encontró sus fotógrafos. Del Reino Unido podemos conocer a David Red­fern, uno de los pocos en apostar por el color, y Valerie Wilmer, autora también de valiosos libros, relatos de su vida siempre cer­cana a la música y a los músicos: Giusseppe Pino, en Italia; Eduard Olivella, en la Barcelona de los años sesenta... Guy Le Querrec crece en la sólida tradición francesa de aprecio, crítica y fotografía del jazz, siendo Jean-Pierre Leloir el más ilustre an­tecedente entre los de su oficio.
Nacido en París (1941) aunque se confiesa bretón, Guy Le Querrec descubrió a un tiempo el jazz y la fotografía cuando apenas contaba 14 años. Con 21 realiza su primer retrato en concier­to, ni más ni menos que de John Coltrane, del que no repite sus evoluciones en el escenario; consigue captarlo en un lateral, concentrado, escuchando a su banda, oyendo lo que él mismo inmediatamen­te va a tocar. Desde entonces hasta hoy, Le Que­rrec se ha mantenido fiel a la fotografía y al jazz, también a la película en blanco y negro y a dar un soporte gráfico que con­tribuye a dar a comprender la música que ama. En las placas re­producidas en estas páginas vemos frente a dónde planta Le Querrec su objetivo: el octogenario de fiesta en la cocina, la par­titura sobre el piano en el ensayo en el teatro romano, el músi­co en el aeropuerto, en la calle, enclaustrado bajo una manta en el frío del tren, en la sesión espontánea en el domicilio particu‑
lar, vigilando a la banda con la trompeta en los labios, el ensayo en la suite del hotel, la joven estrella que se con­templa en el espejo antes de salir a escena. Si el jazz siempre contó con una mirada próxima en el fotó­grafo, parece que Le Querrec ha ido más allá; no debería decirse que está cerca, más bien reconocer que está dentro de la escena, del momento que re­trata. Sus instantáneas no pueden proceder de al­guien que pasaba por allí, sino de una visión y presencia constantes: desde dentro.



Charles Mingus. Amarrado al duro mástil...El servicio del contrabajista a su instrumento. Tras el clavijero, Charles Mingus. Murió a los 56 años en Cuernavaca, y se asegura que el día de su cremación, ése fue el número de ballenas que aparecieron muertas en las costas de México. No era la primera vez que se asociaba con el mito. La última nota.


Así puede apreciarse en cada una de las 390 fo­tografías que componen su reciente libro Jazz de J á ZZ (Marval editores, París, 1996), escogidas entre los 10.000 contactos que componen la obra personal del autor sobre esta música. Allí también podemos encontrar a Elvin Jones ajustando el nudo de su corbata antes de salir a escena, la aparición galáctica de Sun Ra en la entrada al sótano del Club Sweet Basil de Nueva York; músicos ensayando en los hoteles, dormitando en los autobuses, cargando en los aeropuertos (como añadido, el contrabajista, al llegar a destino, deberá convencer al taxista de que su instru­mento cabe en el vehículo); George Adams meciendo el saxo te­nor en escena, Art Blakey componiendo la figura del pensador, Abdullah Ibrahim, puño en alto, clamando por la libertad de su país, Suráfrica; el encuentro de dos extraordinarios músicos cie­gos: Roland Kirk y Tete Montoliú, o de Kenny Clarke con el Modern Jazz Quartet, grupo del que fue fundador; Thelonious Monk dibujando líneas invisibles sobre su teclado, Michel Pe­trucciani en los brazos de Aldo Romano, Ben Webster en la so­ledad del camerino... Son instantáneas que no pueden haber sido tomadas por un eventual: había que estar allí dentro para reflejar de esta manera la vida del jazz en imágenes fijas que res­tablecen su movimiento.
El hombre fiel al "formato LP", en el que presenta su libro, al blanco y negro y a la cámara Leica (encuadrado, dentro de la fotografía francesa, entre los que fueron llamados "leiquistas") parece haber dedicado su vida a trasvasar experiencias de la mú­sica a la imagen. Fotógrafo oficial de uno de los festivales de jazzmenos estandarizados del continente, el Banlieues Blues, de París extrarradio, promotor de encuentros de música y foto­grafía, compañero de ruta de Michel Portal durante meses, Guy Le Querrec ha compatibilizado su constante presencia en el mundo del jazz con sus trabajos como fotógrafo internacional de la agencia Magnum, los viajes a China (donde supo captar al joven guardia brazo a la romana, que no puño en alto, en una foto que dio la vuelta al mundo), a África del Norte y Subsaha­riana... Las experiencias se retroalimentaron cuando promovió dos giras en este continente de un trío formado por Aldo Ro­mano, Henri Texier y Louis Sclavis, con los músicos desembar­cando en Guinea, Congo, Zaire, y uniéndose a los músicos lo­cales, de las que quedó testimonio en el disco Carnet de routes (1995), del que se vendieron la muy estimable cifra de 30.000 ejemplares.
En el libro, que cuenta con el prólogo y las "voces en off" (citas de declaraciones de músicos) del justamente reputado Phi­lippe Carles –redactor jefe de Jazz Magazine, donde habitual­mente se publican las fotos de Le Querrec– y la compaginación de Jean-Louis Vibert, y aún en su ordenación alfabética puede encontrarse un verdadero relato de lo que es la vida del músico de jazz, la sustancia que, según todas las definiciones, alimenta su quehacer musical. Y el fotógrafo se pregunta: "¿Se podrá den­tro de 20 años fotografiar a las estrellas del jazz como yo lo he hecho en este libro?", tal vez advirtiendo que ya estamos en el jazz de otros tiempos, de otras vidas de músico. Como otros han dicho ya, Guy Le Querrec, un jazzman de la Leica.