domingo, 23 de octubre de 2011

Marvin Gaye "LETS GET IT ON" 1973 TAMLA





No había acabado aún la Guerra de Vietnam (no lo haría hasta 1975), pero la necesidad de estima expresada en "What's Going On"(1971) —una brillante exposición de preocupaciones de toda índole, sociales, políticas e incluso de calado espiritual, que acababan resumiéndose en la llamada al amor universal que fue el mensaje de aquel LP— se había transformado en algo más profundo, personal y, hasta cierto punto, egoísta dentro de su universalidad. Marvin Gaye no cantaba aquí a la paz, ni a la congracia de los pueblos ni a la revolución interior colectiva: "Let's Get It On" no es un disco sobre la estima entre hermanos, sino sobre el amor entre personas en el plano íntimo, sobre el sexo entre hombre y mujer. turgente, apasionado y expuesto sin tapujos. Un disco valiente por la franqueza con que hablaba del sexo. Hay que recordar que, si bien es cierto que desde el blues los afroamericanos tradicionalmente se habían sentido menos cohibidos que los blancos a la hora de hablar abiertamente de sexo, en los primeros años setenta, con la era hippy finiquitada, en Estados Unidos se vivía un período muy conservador bajo el mandato presidencial de Nixon que no toleraba según qué libertades léxicas.
En manos de Gaye, todo ello, el amor, el sexo, se convirtió en una proclama natural, sincera, absolutamente humana: el octeto inaugurado con "Let's Get It On"y finalizado con "Just To Keep You Satisfied"naturalizó el disco de alcoba y desarrolló una corriente paraleladentro del soul, sedosa y ronroneante, que, por supuesto, nunca alcanzó el nivel de esta piedra de toque.
¿Por alguna razón? Por muchas, se podría decir. Porque nunca fue intención de Marvin Gaye promover una sola forma de ver el tema —el opuesto de, póngase por caso, Barry White, cuyas canciones siempre pretendieron ser estimulantes de dormitorio, Viagra sin receta—, sino que él explica el tema, explica su vida, explica (y sólo explica, nunca impone) que el sexo es algo natural y que, por tanto, hay que dejar que siga su camino.
"No veo nada erróneo en el sexo consentido", explicaba en las notas interiores del álbum. "Pienso que se practica mucho sexo. y, después de todo, los propios genitales son una de las partes principales del magnífico cuerpo humano. No tengo reproches hacia el papel que juegan en la reproducción de las especies; de todas maneras, el proceso reproductivo está asegurado por el placer que las dos partes reciben cuando se acoplan. Quiero decir que sexo es sexo y amor es amor'". Y esta reflexión ya dice mucho, y más sabiendo que es la letra —y por extensión el concepto, la música— de un Marvin Gaye en época juncal, feliz, todavía casado con Anna Gordy (de quien no se divorciaría hasta 1977) pero ya embarcado en una relación de pareja con Janis Hunter... que años más tarde se rompería cuando, jugando el papel de seductor y compitiendo en varonil lid con otro gallo del corral de la época, Teddy Pendergass, éste acabó arrebatándole a su amor.
Hablar de "Let's Get It On", al fin y al cabo, es llover sobre mojado. Se ha dicho al respecto todo —lo que menos, que algunas voces discrepantes, respetables, lo tienen por mejor que "What's Going On", una apreciación subjetiva pero del todo defendible, aunque sea porque éste, a la primera, entra mejor—, y todo lo escrito es tan verdad como que el sol sale cada día. Un disco exuberante en arreglos, magnífico en las cuerdas, con un Gaye que modulaba la voz y la convertía en el propio mensaje, cargado de sensualidad y caricias, sobrevolando el cuerpo a flor de piel —esta obra, bien escuchada, se escucha hasta por los poros—, con momentos afrodisíacos y palpitantes como "You Sure To Ball", "Keep Gettin' It On"o "If I Should Die Tonight", canciones complejas en el groove pero directas y tan imborrables como el primer beso verdadero. Sencillamente grandioso. JAVIER
BLÁNQUEZ

Bruce Springsteen "Nebraska" 1982 COLUMBIA





Cuenta la leyenda que tras el derroche rockero de "The River"(1980), Bruce Springsteen empezó a interesarse por Woody Guthrie, Hank Williams y la poesía del pueblo llano. Después de llevar durante dos semanas en el bolsillo la maqueta con las canciones de "Nebraska", con la intención de ensayarlas con la E Street Band, finalmente decidió regrabarlas con un austero acompañamiento de guitarra acústica y armónica. Toda una sorpresa para su público y para la crítica. Cabe pensar si hasta cogió desprevenido al mismo Springsteen, en un giro insólito que volvió a dar mucho más tarde con "The Ghost Of Tom Joad" (1995); tal vez fuera el tesón con que se ha consagrado a ser más auténtico que nadie y más sencillo que ninguno (un papel tan perfecto que ni impostado) lo que le hizo asumir, por un día, el papel de cronista del lado oscuro de su país.
Su capacidad para adoptar la identidad de otros (y reflejarse en ellos) se aprecia también en las letras. En "Nebraska" se apropian del micrófono asesinos de poca monta, seres solitarios de esos pueblos de la Norteamérica profunda donde la gente no sabe qué hacer y hace música, o conduce por carreteras solitarias, o mata a sus congéneres en un intento desesperado de establecer algún vínculo con ellos. Es mérito de Springsteen poner al día las historias contadas en tiempos por otros portavoces de la tradición: en sus canciones el asesino común pasa a ser asesino en serie y la tierra prometida, Atlantic City. Y no es casualidad que el breve momento de felicidad compartido en un bar por un policía y su hermano delincuente en "Highway Patrolman"tenga como banda sonora la canción "Night Of The Johnstown Flood"; al igual que ese tema tradicional, tal vez imaginario, sobre un suceso que trastornó de tal forma una ciudad que acabó convertido en leyenda, las canciones de "Nebraska" se basan en casos reales y posibles de la era Reagan dotados del mismo poder de resonancia. Tanto el estremecedor tema titular como "Johnny 99" transmiten las confesiones de asesinos que cometen sus crímenes por tener "deudas que no podría pagar ningún hombre honrado". Son víctimas de "la maldad del mundo"que domina la atmósfera opresiva del disco: desde el aura mítica y terrible de la lujosa mansión de verjas de acero, en torno a la cual juegan los niños intrigados ("Mansion On The Hill'), hasta la hipnótica "State Trooper", traslación del apremio de la huida cuyo aullido final sirve de presagio del destino trágico de quien nace sin futuro posible y al que, como se revela en el falso optimismo de "Reason To Believe", ni siquiera se le permite caer en la absurda fe que le ayuda a seguir pasando los días. LAURA SALES

OTIS REDING "OTIS BLUE" 1965 Volt





Otis Redding (1941-1967) oyó aullar a Little Richard y se sintió llamado a dedicarse él también al rock'n'roll. Pero su camino sería muy distinto. El 10 de diciembre de 1967 Otis Redding murió en un accidente de aviación de camino a un concierto. Sólo tenía 26 años, pero se había convertido en el mayor artista del soul sureño y en una de las voces más emotivas que ha dado la música negra. Dejó tras de sí media docena de álbumes, además de uno a dúo con Carla Thomas y de los directos y trabajos inacabados que se fueron publicando tras su muerte.
"Otis Blue" es su cumbre artística y comercial. Pero aún podría haber llegado más lejos: poco antes de morir había vuelto loco al público de Londres y París, acababa de conquistar al del rock en el festival de Monterey y había grabado la que hoy es su canción más popular. "(Sittin' On) The Dock Of The Bay", y una de las que mejor define su forma de ser: él era un hombre de baladas. El enorme Otis --parecía medir más de tres metros", dijo una vez Bob Weir, de The Grateful Dead, recordando su actuación en Monterey— se conmovía con las delicadas canciones de Sam Cooke más que con nada en el mundo.
Con sus rudimentarios conocimientos de guitarra y piano, su gramática precaria y sus humildes modales, Otis Redding salió de su pueblo en Georgia para probar suerte en el subsello Volt de la discográfica Stax de Memphis. En la entonces pequeña compañía encontró a los jóvenes MG's, con su teclista
Booker T. Jones al frente, el todavía desconocido Isaac Hayes al teclado y una sección de vientos que haría historia, The Mar-Keys. Codo a codo con Otis Redding, que aportaba sus ideas de forma intuitiva pero entusiasta, Booker T. & The MG's supieron traducir su empuje en un estilo, el sonido Stax, que arrasaría años más tarde. Sencillos pero efectivos fondos de teclados, una rítmica arrolladora, una guitarra que llenaba los huecos con inteligencia y una sección de vientos compacta que apostillaba cada uno de los lamentos y de los gritos del cantante; Otis Redding nunca quiso coros de voces, ni cuerdas ni ninguno de los adornos pop que se utilizaban en Motown. Así, el sonido de Stax, mucho más básico y humilde que el de la competencia, debido en gran parte a la falta de medios, tocó techo con "Otis Blue".
La cara de una modelo blanca en la portada, una elección aconsejada básicamente por criterios económicos y políticos, da la bienvenida a una de las cimas expresivas de la música negra, más allá del momento, del lugar e incluso del idioma en que fue concebida: la capacidad de comunicación de Otis Redding era tal que no hace falta entender sus palabras para compartirlas.
A pesar de ello, en "Otis Blue" hay buenas muestras de su talento como letrista, especialmente en "Respect", una canción sobre un hombre que le pide a su mujer un poco de respeto tras la dura jornada de trabajo y que la gran Aretha Franklin versionó en clave política poco después. "Ole Man Trouble"y la popular balada "l'ye Been Loving You Too Long" completan la ración de temas escritos por Redding.
El resto de "Otis Blue" son éxitos del soul del momento —destacan tres sentidas versiones de
Sam Cooke, muerto durante la grabación del disco—, algún blues y un infeccioso "Satisfaction". Redding tenía tal facilidad para hacer suyas las canciones ajenas que en Estados Unidos muchos le tomaron por el auténtico autor de la canción de The Rolling Stones.
"Otis Blue" es una montarla rusa de altos y bajos emocionales perfectamente equilibrada, un espectáculo que combina lo mejor de las dos caras de Redding: el soulman de la voz de trueno sin rival en los tiempos rápidos y, por encima de todo, el hombre sencillo que se deshace en murmullos febriles en los últimos versos de cada balada, el gran hombre que se emocionaba con las canciones de amor.
ROGER ROCA

sábado, 22 de octubre de 2011

ELVIS PRESLEY "FROM ELVIS IN MEMPHIS" 1969 RCA






"El sonido de un hombre redescubriendo para qué le pusieron en este mundo". No se puede resumir mejor el significado de este disco que con la frase que culmina el texto escrito por Colin Escott para la remasterización realizada en 2000 de "From Elvis In Memphis". A Elvis Presley le pusieron en el mundo para interpretar canciones.
El modelo ya empezaba a cuestionarse, pero todavía eran tiempos en que la distinción entre autor y ejecutante —algo ahora prácticamente reservado al pop de consumo (adolescente)— no suponía ningún descrédito especial en la consideración artística, sino que realzaba la personalidad y la grandeza de los cantantes con composiciones perfiladas en el trabajo diario y filtradas de toda tentación superflua hasta alcanzar la redondez.
Tampoco había empacho en recurrir a cuantas versiones apeteciera, no importa su antigüedad o su éxito previo en manos de otros. Ambas cuestiones se fundían en una: la capacidad para apropiarse de las canciones, hacerlas suyas. Y "From Elvis In Memphis" es uno de los ejemplos más sublimes. Imposible pensar en otra manera de abordar las fábulas morales de "ln The Ghetto"y "Long Black Limousine", imposible acordarse de Chuck Jackson ante la contradictoriamente exultante "Any Day Now", imposible olvidarse del compromiso de Elvis en el estándar "Gentle On My Mind"al escuchar las visiones de Glen Campbell, Aretha Franklin o el mismísimo Frank Sinatra.
Aunque las mitificaciones siempre hay que tomárselas con cierta reserva, dice Escott que revisando Elvis las cintas del especial televisivo de 1968 que marcó su regreso al contacto directo con el público, tras más de media década de lastimoso periplo por platós de Hollywood y exteriores en Hawai, decidió "no volver a grabar canciones en las que no creyera". Esto puso algo nervioso a su entorno, que veía peligrar los beneficios de la editorial a través de la cual facturaba la mayoría de sus "estrenos". Al mismo tiempo, para recuperar la excitación perdida por tanto disco peliculero, algunos amigos le sugirieron volver a grabar en Memphis —lo que no había vuelto a hacer desde que dejó Sun Records—, dado que el sonido de la ciudad vivía un estado de ebullición (Stax en primera línea) del que ese mismo año también sacaría provecho Dusty Springfield. Así pues, queda para la leyenda que del American Studio del productor Chips Moman salió el primer álbum en muchos años, quién sabe si de su vida, en que Elvis decide el qué y el cómo lo canta.
La influencia del soul, que vive momentos de apogeo, se presenta en esos coros femeninos de clara raíz gospeliana que desde el vibrante arranque ("Wearin' That Loved On Look') sobrevuelan por todo el álbum con un efecto demoledor, además de en baladas sentimentales como "Only The Strong Survive" —grabada antes porJerry Butler y coescrita por los futuros amos del sonido de Filadelfia, Huff & Gamble—, "True Love Travels On A Gravel Road" o la propia "In The Ghetto".
Pero esa contemporaneidad sonora acaba conjugándose también con una mirada a las raíces anteriores a su irrupción en la cultura popular: el blues ( 'Power Of My Loved", "After Loving You') y el country dolientes (I´ll Hold You In My Heart", "It Keeps Right On A-Hurtin"', "Long Black Limonsine"), o a punto de convertirse en rockabilly ("I'm Movin' On'), que le rodearon en su juventud teñidos de un nuevo brío.
La reedición en CD añade otros seis temas de la misma sesión que luego se desperdigaron a ambos lados de diversos sencillos. Entre ellos, deslumbra el definitivo "Suspicious Minds", el single, no incluido en el LP original, que en 1969 le devolvió al número 1 después de siete años y que, en su excelencia, resume al único Elvis que puede permitirse prescindir de su condición de icono para dejarnos a solas con el poder de sus canciones y volver a sentirse, por fin, intérprete. FÉLIX SUÁREZ

"Hit Parade" por Azagra





Publicado en El Jueves número 626. Mayo de 1989

lunes, 17 de octubre de 2011

Jazz


Lionel Hampton. "Cookin" (cocinando) se utiliza en la jerga del jazz para expresar que se está haciendo música de verdad, y así se titulan varios discos. Es de imaginar el boogie-woogie de las cacerolas que pudo levantar Hampton junto a su amigo el chef en el festival de Niza. Si la fecha que da su autobiografía es cierta, Hampton ha cumplido 88. Aquí tenía 82, en 1990.

De la cacerola nace el swing. Lionel Hampton, el vibrafonista octogenario aún en activo y capaz de marcarse un zapateado sobre el timbal de la batería, departe con el chef en la Gran Parada del Jazz de Niza: el músico entre fogones, cucharas como ma­zas, el menaje hecho xilófono y la asistencia del doble címbalo a la tapa de cacerola. Basta detener la mirada apenas un instante para sentir que esa fotografía está a punto de sonar, que suena, o, cuanto menos, resuena internamente en quien la contempla. Al
otro lado de los fogones, el objetivo de un fotógra­fo. La proximidad revela su compromiso con el ob­jeto que retrata; no es un extraño, hasta podría pa­recer que al dejar la cámara va a incorporarse a la banda. Seguramente lo ha hecho más de una vez Guy Le Querrec, fotógrafo, alentador y promotor continuo del jazz, rotundo eslabón europeo en la productiva unión de dos artes de este siglo.
El jazz, arte de la improvisación, de la creaciónmusical instantánea, y la fotografía, arte visual del instante, arte que se produce precisamente en instantáneas, se han dado vida mutuamente desde que apareciera la nueva música. Anterior a la grabación de discos, se conservan fotografías de músicos de la primera hornada a los que jamás podremos escuchar por no ha­ber sido registrados sus sonidos, y desde entonces hasta hoy los estudiosos coinciden en que el conjunto de los fotógrafos dedi­cados a plasmar esta músicas y a sus creadores, lo ha hecho con respeto, comprensión, entusiasmo y hallazgo artístico. En su libro dedicado al jazz (que firmó con el seudónimo de Francis Newton), el historiador británico Eric Hobsbawm sugiere: "Tal vez la fotografía haya sido el único arte en tomar el jazz en serio". Una propo­sición que no parece exagerada si pensamos la esca­sa repercusión del jazz en las letras universales, co­nocidas excepciones mediante; su no menos excep­cional presencia en la pintura, junto a la tradición de un grafismo caricaturizante de negro-come-sandía (o el modelo de carcajada abierta aun no teniendo sandía); y una industria cinematográfica que dio a Billie Holiday el pa­pel de criada y vistió a Louis Armstrong con pieles de leopardo (mucho más tarde vendrían películas como Round midnight, Straight not chaser, Bird y los nuevos tópicos del cineasta Spike Lee).
Son los propios escritores quienes afirman la necesidad de la imagen cuando varios críticos han ofrecido su Historia del jazz en fotos, entre ellos el legendario productor norteamericano Orrin Keepnews y el critico y productor alemán Joachim Berendt. La fotografía de jazz forma parte de la memoria colectiva de los aficionados y el disco sigue siendo el magnífico concierto invisible: es un lugar común decir que el jazz, como el flamenco, es una música que el oyente percibe con mucha mayor intensidad cuando asiste a ella en directo. Mientras el melómano apasionado por la clásica tantas veces cierra los ojos en la sala de conciertos


De arriba a abajo, Herbie Hancock. A los 11 años tocaba al piano Mozart y Bach con la Orquesta Sinfónica de Chicago. Asociado a Miles Davis en los 60, el genio acústico también opta con enorme éxito por la música electrónica y los ritmos de discoteca. Phil Woods y Henri Texier. Woods, americano afincado en Europa y fundador de la European Jazz Machine, toca el clarinete en sesión hogareña junta al contrabanjista francés Henri Texier. La persusión espontánea corre a cargo de su hija.

De arriba a abajo, Max Roach y Dizzy Gillespie. Susntuosa suite de ensayo para dos titanes del jazz. Les espera un concierto a dúo (París, 1989) que fue editado en disco. Con 70 años, Gillespie estaba acostumbrado a actuar en unos 300 conciertos al año. John Coltrane. Hora de la siesta en Malabo (Guinea), en una de las giras africanas que el fotógrafo emprendió junto a los músicos Aldo Romano, Henri Texier y Louis Sclavis. Coltrane, autor de Africa Brass y Liberia, se hace presente en el vídeo.


iluminada, el asistente a una velada de jazz difícilmente renun­cia a lo que Berendt llama el "componente visual de la música". Desde el escenario se irradia el esfuerzo físico que los instru­mentos exigen y el público próximo a una sesión de jazz puede verificar que vista y oído reconocen una misma energía. Por ello, la fuerza de la imagen fija, su capacidad evocadora, cuando más de otro medio, como la filmación televisiva, aun siendo una re­construcción temporal completa, resulta tantas veces más opa­co, aburrido, sin la visión de creador del instante que es el fotógrafo.
En el vasto patrimonio de la fotografía america­na, los fotógrafos de jazz merecen su propio capí­tulo; ellos han contribuido a dignificar esta música en las páginas de la prensa y las revistas especializa­das, las portadas de los discos (cuando medían más de 30 centímetros de lado), la foto de artista para fan del momento... y aún hoy tantas de estas ins­tantáneas se reproducen en calendarios, postales y carteles que llaman la atención no sólo a los aficionados empe­cinados. Un considerable número de placas de autores anóni­mos ha dejado testimonio visual de los músicos y su entorno en las primeras décadas de esta música, y se considera primeros campeones del jazz entre los profesionales de la fotografía a Otto F. Hess y William P. Gotlieb. Este último escribía y toma­ba fotografías para el Washington Post y en su libro The golden age of jazz asegura que sólo le pagaban los textos. Como, además, los gastos de película, bombillas y equipo corrían a su cargo, no disparaba su cámara más de tres veces por velada: tenía que acertar en el momento, como los músi­cos a los que con sus escritos y fotos quería con­tribuir a dar a conocer. No parece una mera cues­tión de ahorro; como en sus sucesores, el mundo abordado, el jazz, invade la concepción, el ojo del fotógrafo. A Gotlieb, que publicó mas de 20.000 fotos sin relación con el jazz, se deben algunos de los retratos más reproducidos de los músicos de la Edad de Oro –de Louis Armstrong a Duke Ellington, Count Ba­sie, Billie Holiday y Lester Young– y de su sucesión en la era mo­derna, del nuevo jazz que se llamó bop, y los jóvenes astros de entonces: Charlie Parker, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Fats Navarro. La mayoría de sus trabajos presentan a los músicos en escena, tocando, expresando en el rostro y el cuerpo entero el sonido en el que el jazzman obtiene su identi­dad. También capta ambientes, público, vida de club de jazz; da la impresión de estar siempre donde suceden las cosas, su cámara es el espejo frente al campo de batalla musical.
En la obra de Gotlieb destacan dos retratos de-los pianistas Willie The Lion Smith y Earl Hines provistos de sendos cigarros puros entre los dientes, pero es con Herman Leonard cuando el humo de los cigarrillos cobra carta de naturaleza en la foto­grafía de jazz; contemplando sus retratos, uno pue­de pensar que no había músico de jazz de la época que no padeciera de tabaquismo



Count Basie. Entre concierto y concierto, asiento individual móvil de primera fila para William Count Basie en el aeropuerto de Roissy, en 1980. Contaba 45 años la banda que llevó al mundo el jazz de Kansas City: la fuerte pulsación ritmica, el blues, la espontaneidad en los arreglos. El jazzman en Europa y nosotros nos quedamos sin conocer el objeto de su asombro.

Archie Shepp. El enganche de su saxo revela a Archie Shepp, hombre de batallas musicales y combates teóricos. Identificado con el free jazz, una música que encontró mayor recepción a este lado del Atlántico que en América, Shepp también tocaba baladas como el más genuino sucesor de Ben Webster. De vez en cuando, una de terciopelo y porte de banquero.

Michel Portal. El jazzman o el músico errante, autobuses, aviones, trenes... Una vida en la carretera y el compromiso con la inspiración a hora fija; el frío en el compartimiento de tren que conduce al músico a destino. El vascofrancés Michel Portal, cultor de todas la músicas y todos los instrumentos, tiritona y manta rumbo al inmediato concierto.


extremo. Leonard supo retratar a la Billie Holiday heroína y no víctima (la belleza deslumbrante, el sufrimiento por un instante olvidado), pero también a la Billie fumadora, y en sus retratos podemos ver fumando de Charlie Parker a Len­nie Tristano, de Count Basie a Ben Webster, de Johnny Hodges a James Moody; a Max Roach parece que alguien le acaba de en­tregar un cigarrillo encendido, Fats Navarro sostiene el embo­quillado hasta soplando la trompeta y a Sonny Stitt le planta un cenicero humeante mientras trabaja en su saxo alto... Leonard ofrece su definitiva leyenda del jazzman fumador en el retrato de Dexter Gordon tomado en el Royal Roost en 1948. Humos aparte, Leonard, aun habiendo sido ta­chado de estetizante, enalteció la figura del músico, fijó su movi­miento, del rostro perlado de su­dor de Bud Powell a la majestad fa­raónica de Art Tatum.
Leonard fue fotógrafo viajero y aventurero, y también es autor de algún retrato sorprendente, como
el del trompetista Chet Baker para un anuncio de corbatas, pues Baker, como el conjunto de músicos de la Costa Oeste, tuvo su retratista principal en William Claxton, tanto en la fotografía de prensa como en las artes para las portadas de discos de Pacific Jazz. Es el mismo trabajo que en la Costa Este, en Nueva York, la Gran Manzana (apelativo que procede precisamente de los músicos de jazz), llevaron adelante Francis Wolf, para Blue Note, y Lee Friedlander, para Atlantic. Sin olvidar al Guinnes de la fo­tografía de jazz Art Kane, que logró reunir a más de un centenar de músicos frente a la fachada de un edificio en Harlem (y era su primer encargo, tuvo que improvisar) y al más reputado de los fotógrafos entre los músicos de jazz, el contrabajista Milt Hinton, también octogenario, que ha entre­gado a la imprenta dos libros con sus trabajos fotográficos.


Miles Davis. El duende entre bambalinas dispuesto a la aparición. En 1969, Miles Davis ha decidido que no va a volver a ponerse la misma ropa ni a tocar la misma música. Lo cumplió a rajatabla, con una sola excepción: su último concierto, en el festival de Montreux 1991, y llamó al bajista Carles Benavent para tocar The pan piper y Soleá: el duende.

Wynton Marsalis. Su éxito provocó la eclosión de una nueva generación de jóvenes músicos. De Haydn a los diversos géneros del jazz que ha interpretado, Wynton Marsalis demuestra poder tocar absolutamente todo. Ha creado escuela hasta en la estricta indumentaria, y en 1983 se mira al espejo ¿A patición de algunos que demandaban su propia voz en la trompeta?



El jazz cruzó pronto el Atlánti­co y se crearon Hot Clubs, festiva­les, publicaciones; se escribieron
tratados y discografías, y también en Europa el jazz encontró sus fotógrafos. Del Reino Unido podemos conocer a David Red­fern, uno de los pocos en apostar por el color, y Valerie Wilmer, autora también de valiosos libros, relatos de su vida siempre cer­cana a la música y a los músicos: Giusseppe Pino, en Italia; Eduard Olivella, en la Barcelona de los años sesenta... Guy Le Querrec crece en la sólida tradición francesa de aprecio, crítica y fotografía del jazz, siendo Jean-Pierre Leloir el más ilustre an­tecedente entre los de su oficio.
Nacido en París (1941) aunque se confiesa bretón, Guy Le Querrec descubrió a un tiempo el jazz y la fotografía cuando apenas contaba 14 años. Con 21 realiza su primer retrato en concier­to, ni más ni menos que de John Coltrane, del que no repite sus evoluciones en el escenario; consigue captarlo en un lateral, concentrado, escuchando a su banda, oyendo lo que él mismo inmediatamen­te va a tocar. Desde entonces hasta hoy, Le Que­rrec se ha mantenido fiel a la fotografía y al jazz, también a la película en blanco y negro y a dar un soporte gráfico que con­tribuye a dar a comprender la música que ama. En las placas re­producidas en estas páginas vemos frente a dónde planta Le Querrec su objetivo: el octogenario de fiesta en la cocina, la par­titura sobre el piano en el ensayo en el teatro romano, el músi­co en el aeropuerto, en la calle, enclaustrado bajo una manta en el frío del tren, en la sesión espontánea en el domicilio particu‑
lar, vigilando a la banda con la trompeta en los labios, el ensayo en la suite del hotel, la joven estrella que se con­templa en el espejo antes de salir a escena. Si el jazz siempre contó con una mirada próxima en el fotó­grafo, parece que Le Querrec ha ido más allá; no debería decirse que está cerca, más bien reconocer que está dentro de la escena, del momento que re­trata. Sus instantáneas no pueden proceder de al­guien que pasaba por allí, sino de una visión y presencia constantes: desde dentro.



Charles Mingus. Amarrado al duro mástil...El servicio del contrabajista a su instrumento. Tras el clavijero, Charles Mingus. Murió a los 56 años en Cuernavaca, y se asegura que el día de su cremación, ése fue el número de ballenas que aparecieron muertas en las costas de México. No era la primera vez que se asociaba con el mito. La última nota.


Así puede apreciarse en cada una de las 390 fo­tografías que componen su reciente libro Jazz de J á ZZ (Marval editores, París, 1996), escogidas entre los 10.000 contactos que componen la obra personal del autor sobre esta música. Allí también podemos encontrar a Elvin Jones ajustando el nudo de su corbata antes de salir a escena, la aparición galáctica de Sun Ra en la entrada al sótano del Club Sweet Basil de Nueva York; músicos ensayando en los hoteles, dormitando en los autobuses, cargando en los aeropuertos (como añadido, el contrabajista, al llegar a destino, deberá convencer al taxista de que su instru­mento cabe en el vehículo); George Adams meciendo el saxo te­nor en escena, Art Blakey componiendo la figura del pensador, Abdullah Ibrahim, puño en alto, clamando por la libertad de su país, Suráfrica; el encuentro de dos extraordinarios músicos cie­gos: Roland Kirk y Tete Montoliú, o de Kenny Clarke con el Modern Jazz Quartet, grupo del que fue fundador; Thelonious Monk dibujando líneas invisibles sobre su teclado, Michel Pe­trucciani en los brazos de Aldo Romano, Ben Webster en la so­ledad del camerino... Son instantáneas que no pueden haber sido tomadas por un eventual: había que estar allí dentro para reflejar de esta manera la vida del jazz en imágenes fijas que res­tablecen su movimiento.
El hombre fiel al "formato LP", en el que presenta su libro, al blanco y negro y a la cámara Leica (encuadrado, dentro de la fotografía francesa, entre los que fueron llamados "leiquistas") parece haber dedicado su vida a trasvasar experiencias de la mú­sica a la imagen. Fotógrafo oficial de uno de los festivales de jazzmenos estandarizados del continente, el Banlieues Blues, de París extrarradio, promotor de encuentros de música y foto­grafía, compañero de ruta de Michel Portal durante meses, Guy Le Querrec ha compatibilizado su constante presencia en el mundo del jazz con sus trabajos como fotógrafo internacional de la agencia Magnum, los viajes a China (donde supo captar al joven guardia brazo a la romana, que no puño en alto, en una foto que dio la vuelta al mundo), a África del Norte y Subsaha­riana... Las experiencias se retroalimentaron cuando promovió dos giras en este continente de un trío formado por Aldo Ro­mano, Henri Texier y Louis Sclavis, con los músicos desembar­cando en Guinea, Congo, Zaire, y uniéndose a los músicos lo­cales, de las que quedó testimonio en el disco Carnet de routes (1995), del que se vendieron la muy estimable cifra de 30.000 ejemplares.
En el libro, que cuenta con el prólogo y las "voces en off" (citas de declaraciones de músicos) del justamente reputado Phi­lippe Carles –redactor jefe de Jazz Magazine, donde habitual­mente se publican las fotos de Le Querrec– y la compaginación de Jean-Louis Vibert, y aún en su ordenación alfabética puede encontrarse un verdadero relato de lo que es la vida del músico de jazz, la sustancia que, según todas las definiciones, alimenta su quehacer musical. Y el fotógrafo se pregunta: "¿Se podrá den­tro de 20 años fotografiar a las estrellas del jazz como yo lo he hecho en este libro?", tal vez advirtiendo que ya estamos en el jazz de otros tiempos, de otras vidas de músico. Como otros han dicho ya, Guy Le Querrec, un jazzman de la Leica.