miércoles, 23 de noviembre de 2011

Retratar el jazz



William Claxton tiene ese aire pícaro y sano de la vieja bo­hemia californiana. Irradia la satisfacción de alguien que ha vivido haciendo exacta­mente lo que quería, y que, además, ahora recibe el reconocimiento general. Claxton creó las imágenes icónicas de Chet Baker y Steve McQueen, a los que ha dedicado maravillosos libros. Nunca creyó que ha­cía arte, pero ha comprobado, maravilla­do, que su fotoperiodismo se ha revalori­zado. Edita tiradas limitadas de algunas de sus fotos, que se venden ahora entre 1.000 y 1.700 dólares por copia, "más de lo que me pagaban originalmente por un re­portaje completo o la portada de un elepé".
En los anales de la fotografía estado­unidense, Claxton es "el fotógrafo del jazz en la Costa Oeste". Un título que le hace reír: "Contado así no tiene mucho mérito. Tuve la fortuna de estar cerca cuando Ca­lifornia empezó a ser alguien en el mun­dillo del jazz, a principios de los cincuen­ta. No es sólo que comenzaran a visitarnos los músicos de Nueva York o Chicago: al mismo tiempo nació el West Coast jazz, que tenía una sensibilidad especial, muy cool. Yo era un estudiante de psicología en la UCLA [Universidad de California en Los Ángeles] e intimé con músicos como Chet Baker o Shorty Rogers, que eran un poco mayores que yo".
La habilidad de Claxton consistía en insinuarse en su círculo, mostrarse amis­toso y ganarse la tolerancia de personajes encerrados en posturas altivas. Aquellos músicos se sabían diferentes y respondían con estudiada indiferencia a la incom­prensión de los squares, los ciudadanos convencionales. Su jazz ya no servía para bailar y tampoco como música de fondo. Había ocurrido la explosión del be-bop, que fue acompañada también por un des­cubrimiento generacional de la heroína: "Si Bird se pone y toca así, yo también de­bería probarlo". Bird era Charlie Parker, con el que Claxton supo establecer un vín­culo: "Recuerdo una noche en que, des­pués de una interminable jam session, me le llevé a mi casa; es decir, a la casa de mis padres. Allí desayunamos, y Charlie se portó como un caballero".
Claxton no se dejó seducir por la he­roína. Tuvo oportunidad de retratar a Art Pepper cuando el desdichado saxofonista salía de cumplir una condena de prisión: "Le habían destrozado como ser humano, pero no perdió su talento musical". Tam­bién vio la caída a los infiernos de Chet Baker, al que llamaban "el James Dean del jazz": "Yo ayudé a crear su imagen, con aquellas fotos en las que se le veía en un velero, con su novia o en su descapotable. Era perfecto: apolíneo, melancólico, líri­co..., todo lo que te sugería su música. Había entonces un jefe de la Oficina de Narcóticos que despreciaba el jazz y que se propuso hacer un escarmiento con los músicos. Aquél era un mundillo muy pe­queño, y les bastaba con esperar un chiva­tazo para entrar en una habitación de ho­tel y detener a cualquier figura. Chet ter­minó por exiliarse a Europa".
Los músicos eran, tenían que ser, muy desconfiados; pero se habituaban a la presencia de Claxton, al que considera­ban un grato compañero de viaje. Del ca­riño ganado por Claxton dan testimonio los títulos de temas que se refieren a él: Sound Claxton! (Al Cohn), Clickin' with Clax (Shorty Rogers), Claxography (Dan St. Marseille). Su instrumento de trabajo, una Speed Graphic, era un armatoste que le hacía parecer uno de aquellos fotógrafos de sucesos que veneraban al neoyorquino WeeGee. Disparaba en los locales, en los camerinos, en los estudios..., pero insistía en captarles al aire libre, en la playa o en las montañas del paraíso californiano. En un ejercicio de modestia, reclamaba para sí el estatus de "fotógrafo de barrio"; sólo que ha vivido desde siempre en Benedict Canyon, en la zona alta de Beverly Hills, y sus vecinos han sido algunas de las criatu­ras más famosas de la industria del entre­tenimiento.








 Pero el trabajo del que hoy hablamos aquí le llevó por todo Estados Unidos. A fi­nales de 1959, Claxton recibió una llamada desde la República Federal de Alemania. Joachim-Ernst Berendt, un radiofonista y productor de discos, quería recorrer el país del jazz en busca de los practicantes de lo que él consideraba "el gran arte ame­ricano". Deseaba visitar las ciudades cla­ves en su evolución, conocer los festivales de Newport y Monterrey, ver los restos del pasado y la realidad del presente. Tenía presupuesto para tres meses. Necesitaba un fotógrafo introducido en el mundillo, y todos hablaban maravillas de Claxton: los más enterados coleccionaban las portadas que hacía para la compañía Pacific Jazz.
Quedaron en Nueva York, adonde Claxton llegó con muchas horas de retra­so, tras equivocarse y tomar un avión rumbo a San Francisco. Berendt era un erudito, pero, ante todo, un entusiasta. Se emocionó de alojarse en el hotel Alwyn, un establecimiento deteriorado al que acudían músicos yonquis y sus proveedo­res. Se impresionó cuando Claxton le faci­litó entrevistas con los hermanos Ertegun y demás responsables de sellos neoyorqui­nos dedicados al jazz, que a su vez le pro­porcionaron la vía de entrada a diferentes músicos. Los jazzmen también se queda­ron fascinados con Berendt: ya habían conocido a estudiosos franceses y británi­cos, pero éste venía de un país que 15 años atrás estaba en guerra con Estados Uni­dos. ¡Y sabía más sobre la historia del jazz que muchos de ellos! Inevitablemente, lo de Joachim-Ernst quedó reducido a "Joe" o "Joe el Alemán". Hasta algún periódico se hizo eco de su expedición, asombrado ante el fervor por una música que los es­tadounidenses consideraban simplemente parte del paisaje.
A bordo de un Chevrolet Impala al­quilado subieron ellos y sus máquinas. El






A bordo de un Chevrolet Impala al­quilado subieron ellos y sus máquinas. Con su magnetofón Negra; el ca­liforniano, con su Leica, su Nikon y la Ro­lleiflex que Richard Avedon le había re­galado (y muchos rollos de película, en blanco y negro o en color). Ambos, urba­nitas y sofisticados, chocaron inmediata­mente con realidades desagradables. Be­rendt había oído que en las islas Sea, en la costa de Georgia, existían herméticas co­munidades negras que mantenían ritos y músicas de fuerte sabor africano: locali­zarlas resultó difícil. Si se cruzaban con blancos, éstos les miraban con desprecio y se negaban a orientarles; pero si para­ban cerca de negros, desaparecían co­rriendo: para ellos, unos blancos mon­tados en un coche inmenso sólo podían traer problemas, hermano. Fueron mejor recibidos en las iglesias negras, donde se desataba el frenesi.
El sur de Estados Unidos fue tan estimulante y tan terrorífico como hacía su­poner su reputación. En Nueva Orleans disfrutaron de la mejor hospitalidad su­reña, y pudieron fotografiar los famosos entierros festivos, con vecinos y deudos bailando detrás de la brass band. Pero lue­go fueron a la cercana penitenciaría de Angola, un campamento en las profundi­dades de Luisiana. Decían que era la cár­cel más grande de Estados Unidos... y la más inhumana. Llegaron con todas las re­comendaciones, pero el director no quiso garantizarles la seguridad: les encerró sin protección en el sector negro, donde fue­ron bien acogidos por varios músicos de blues que recordaban la leyenda de Lead­belly, condenado por asesinato, que se su­pone fue indultado tras tocar para visi­tantes blancos. En Memphis comprobaron que todavía funcionaban las jug bands, rústicas agrupaciones que usaban una ja­rra soplada como instrumento rítmico.




Llegaron a St. Louis, donde no hallaron mucha actividad jazzística. Siguiendo un pista incierta terminaron en un club donde, vestidas con trajes masculinos, una cantante y una saxofonista interpretaban blues muy malamente; tardaron en adver­tir que aquello era un local de lesbianas donde la música no tenía gran prioridad. Kansas City, otra de aquellas "ciudades del pecado" que tan acogedoras resultaron para los músicos de jazz, también resultó decepcionante, aunque visitaron a la desconsolada madre de Charlie Parker y foto­grafiaron su tumba.
Aunque tuvieron la oportunidad de co­nocer al elegante Ramsey Lewis Trio, pronto vieron que los barrios negros de Chicago estaban dominados por el blues urbano. Berendt, que ignoraba las barre­ras establecidas en Estados Unidos entre los sofisticados jazzmen y los proletarios bluesmen, tuvo acceso a los reyes del gue­to. Les recibieron Memphis Slim y Muddy Waters. El segundo no estaba habituado a tratar con extranjeros que apreciaran su música; pasarían todavía cuatro años an­tes de que aparecieran unos respetuosos melenudos británicos, los Rolling Stones, que confesaron que su nombre derivaba de un tema suyo.
El Chevrolet recorrió todo el país has­ta llegar al sur de California, el hogar de Claxton. El fotógrafo quería mostrar a su compadre germano el concepto hedonista del estilo de vida de su tierra. Le llevó al Lightouse, un club en Hermosa Beach donde los clientes podían bañarse en el Pacífico y volver al club, aún mojados, para disfrutar de Miles Davis o Lee Konitz. Claxton también ayudó a montar una reu­nión de jazzmen que se celebró una tarde de domingo alrededor de una piscina. Ha­cía años que la mayoría de aquellos músi­cos, criaturas nocturnas, se había puesto un traje de baño, pero, en honor al visi­tante, incluso terminaron montando una jam session.




 Joe Berendt se quedó enamorado de San Francisco, como ocurre con todos los europeos. Allí coincidieron con un amplio abanico de músicos: desde Wes Montgomery, el hombre que reinventaría la guitarra de jazz, hasta Cal Tjader, un des­cendiente de escandinavos con el veneno de los ritmos latinos en la sangre. Todavía queda­ban en lo que se llama el área de la bahía muchos supervi­vientes de la primera quinta beat, todos con sus historias de primera mano sobre Jack Ke­rouac,
 otro viajero incansable, fascinados por el jazz.
Las Vegas no parecía un destino muy jazzístico, pero William Claxton insistió: unos años antes le habían encarga­do fotografiar allí a Marlene Dietrich -"una anciana que sabía transformarse en una mujer atractiva"-, y conserva­ba contactos. En aquella ciu­dad inventada, Berendt pudo comprobar lo injusto que po­día ser el mundo del espectá­culo: Louis Armstrong, lo más parecido al padre del jazz, era el telonero de la Dietrich. Pero el viejo Satchmo al menos ac­tuaba en un recinto pensado para los espectáculos. Simultá­neamente, la orquesta del colo­sal Duke Ellington tocaba en el hall de otro hotel, cuatro horas cada noche, ante la indiferen­cia de los jugadores y el es­truendo de las máquinas tra‑
gaperras.
Berendt comprendió que Las Vegas importaba artistas, pero no creaba arte. Por el contrario, la es­tancia en Detroit le enseñó que una ciudad que dependía de la industria automovilís­tica podía generar un ambiente competiti­vo, un deseo general de modernidad que repercutía en la música. Allí se topó con un músico prodigioso, Roland Kirk, un ciego que tocaba tres saxos a la vez y que conservaba suficiente aliento para, entre tema y tema, hacer chistes y contar histo­rias. Claxton también le coló en la fiesta de un político local, donde los animadores eran titanes como Freddie Hubbard y J. J. Johnson. En Boston vieron los prodigios de la Berklee School of Music: el jazz, un arte que nació clandestino, empezaba a ser académico.
Todavía les quedaba energía para otra estancia en Nueva York. Allí volvieron a encontrarse con lo mejor y lo peor de la so­ciedad estadounidense. Claxton quiso fo­tografiar al actor Ben Caruthers, que tam­bién tocaba el saxo tenor como si fuera un músico callejero. Durante la sesión se les acercaron tres policías diferentes, exigiendo un misterioso permiso o sugirien­do una compensación económica (se les pagó, uno tras otro). Pero también cono­cieron iniciativas particulares para ayu­dar a músicos necesitados, o el lugar exac­to de Central Park donde Gerry Mulligan, incapaz de alquilar un local apropiado, hacía ensayar a su big band, ante el pasmo de las ardillas y las parejas de enamora­dos. Atraparon a Ray Charles, Thelonius Monk, Miles Davis...
El alemán y el americano se despidie­ron. Para Berendt, la experiencia fue ilu­minadora: entendió que aquellos gigantes del jazz, mitificados en Europa, eran tam­bién peones de la industria del espectáculo, cuyas decisiones artísticas podían estar determinadas por cuestiones tan pedestres como la mayor paga en tal local o el talante tolerante de equis jefe. Conjugó el respeto por el mecanismo de precisión de las grandes orquestas con la admiración por los jóvenes rebeldes. Vivió el drama y la alegría. Animador de sellos como MPS, Berendt tuvo una notable influencia en la escena jazzística euro­pea, con artículos y libros que ensalzaban el mestizaje inter­cultural, la experimentación y hasta la aceptación de las energías del rock. Murió en el año 2000, víctima de un ac­cidente.
Sin renunciar a su pasión por el jazz, William Claxton si­guió ampliando su campo de actuación. Con la que sería su esposa, la modelo Peggy Mof­fitt, se adentró en la fotografía de moda, formando ambos equipo con Rudi Gernreinch, un modista que también fue uno de los iniciadores del mo­vimiento de liberación gay. Su trabajo con Chet Baker fue la inspiración de una celebérri­ma campaña publicitaria, rea­lizada por Bruce Webber para Calvin Klein (Webber contaría con Claxton para Let's get lost, su agridulce documental de 1989 sobre el desdichado trom­petista y cantante). El mismo Claxton ha sido objeto de un par de documentales, uno de ellos alentado por uno de sus grandes admiradores, un ac­tor con vocación de fotógrafo: Dennis Hopper.
Hasta tiempos relativa mente recientes, William Claxton siguió fotografiando a músicos de jazz. Pero llegó un momento en que dejó de ser estimulante: "Era frustrante ver fotografías buenas reducidas a minia­turas, como corresponde al tamaño del li­breto de un CD". También cambió el pro­cedimiento: "Antes quedábamos el mú­sico y yo. Le hacía ver que conocía su trabajo y le pedía que se fiara de mis ins­tintos: 'Mis fotografías son jazz para los ojos', le decía. Ahora tienes que pasar por el director de arte, el manager; el abogado, el ejecutivo de la discográfica, el maqui­llador, el estilista. Sencillamente, dejó de ser divertido". •
El libro Jazz life', que incluye un CD 4 con grabaciones `remasterizadas', está publicado por Taschen.










sábado, 19 de noviembre de 2011

NEW YORK DOLLS "NEW YORK DOLLS" 1973 MERCURY



Como ocurre con toda banda que se adelanta a su tiempo, el mundo no estaba preparado para recibir a New York Dolls cuando éstos decidieron cambiar las alcantarillas neoyorquinas por los escenarios a finales de 1971. Frente al peligroso crecimiento del AOR y de las perniciosas erupciones sinfónicas, Johnny Thunders, Billy Murcia, David Johansen, Arthur Kane y Rick Rivets (sustituido en 1972 por Sylvain Sylvain) optaron por ofrecer su propia visión de cómo debería sonar el rock tras una noche de lujuria con todos los excesos posibles. Y si hay un disco que pueda resumir en menos de cuarenta minutos el espíritu vicioso, barriobajero, sudoroso y patibulario de la música negra, ése es "New York Dolls", obra que, de tan visionaria, llevó a sus creadores a la separación tras un segundo álbum de título profético: "Too Much Too Soon" (1974). Demasiado pronto. Demasiado bueno.
Tras la muerte por sobredosis del batería Billy Murcia en noviembre de 1972 (reemplazado por Jerry Nolan poco antes de grabar este álbum), New York Dolls convirtieron su debut en el megáfono de una generación que no tendría voz hasta años más tarde. Crisis de personalidad, crónicas suburbanas, coqueteo con las drogas, alto voltaje sexual, zapatos de plataforma de saldo, pantalones de cuero de desecho... Las muñecas neoyorquinas quisieron ser una versión arrabalera del glam y eliminaron cualquier resquicio de glamour para embadurnar el rhythm'n'blues más primitivo de mugre callejera y convertirse en una de las bandas más influyentes de los últimos treinta años.
Ni siquiera la discutible calidad de la producción —obra y gracia de un miope Todd Rundgren— consiguió restar impacto a una obra capital que rehace el voltaje sexual de The Rolling Stones y lo reviste de una urgencia prácticamente inédita ("Personality Crisis'), al tiempo que le roba hasta el último segundo de aire a los airados guitarrazos de The Stooges ("Vietnamese Baby').
Por si fuera poco, las manos de Thunders tienen tiempo para inventar los primeros acordes punk ("Trash", "Frankenstein') e imaginar cómo será el hard rock ("Bad Girl", "Prívate World') con una colección de riffs cargados de energía primigenia y rabia descontrolada.
Suele decirse que New York Dolls parecían una banda callejera que había cambiado las armas por los instrumentos, pero, más que eso, fueron los primeros que prostituyeron la música hasta dejarla sin aliento. Y su primer trabajo, una obra capital donde confluyen todos los excesos imaginables del rock. DAVID
MORÁN


SLAYER "REIGN IN BLOOD" 1986 AMERICAN






Steve Albini, Sonic Youth, Public Enemy, Sepultura y John Zorn, por diferentes motivos, le deben mucho a "Reign In Blood", el disco que ha definido con mayor precisión la articulación de la ecuación velocidad + volumen, y no sólo en el ámbito metálico. Slayer no pretendían trabajar el ruido como material maleable, sino sonar alto, rápido y claro: la voz y el bajo de Tom Araya en su sitio, siempre perceptibles; las dos guitarras de Kerry King yJeff Hanneman cargadas de distorsión pero perfectamente distinguibles; y la batería de Dave Lombardo omnipresente, voraz, infalible, como bien saben Mike Patton y John Zorn. Resultado, lo que entonces se llamó speed metal, directo y sin rodeos, y que no es más que una arrogante demostración de poder difícilmente igualable: a diferencia de lo que sucedía con el punk o incluso con la nueva ola del heavy metal británica, cualquiera no podía tocar como Slayer. Como cualquiera no puede hacerlo coma Steve Albini, Sonic Youth, Public Enemy. Sepultura o John Zorn, todos ellos admiradores confesos de este álbum producido por Rick Rubin y mezclado por Andy Wallace, una entente demoledora.
El embrión ya estaba en "Hell Awaits" (1985), la primera colaboración del grupo californiano con Rubin, pero es en "Reign In Blood" donde se consuma el acto que sirvió de banderín de enganche para quienes a esas alturas ya dudaban de Metallica y de modelo secreto para quienes buscaban controlar el poder intimidatorio de la velocidad no ruidosa. Depurando los desafueros de Discharge, la oscuridad de Venom y la visceralidad de Motörhead, construyeron una pieza magistral que arranca con 'Angel Of Death", un tema terrorífico y polémico que glosa con peligrosa ambigüedad las atrocidades del nazi Josef Mengele ("infame carnicero, ángel de la muerte'), y que apura media hora conjugando la fascinación infantil por la imaginería satánica con una tremenda exhibición de orgullo metálico. Reconocer sus méritos es un acto de justicia, XAVIER CERVANTES

THE NEVILLE BROTHERS "YELLOW MOON" 1989 A&M






Doce años después de su fundación, The Neville Brothers, con un rico pasado rhythm'n'blues de su etapa como The Meters, entregaron su álbum más comercial sin perder pegada: siete originales y cinco versiones, tan obvias en la elección como bien resueltas. Siguieron una feliz estrategia para aumentar la sustancia: se apoyaron en Link Wray, en el patriarca country A.P. Carter, en una plegaria de Sam Cooke... y añadieron ración doble de Bob Dylan: dos piezas del feroz "The Times They Are A-Changin'" de 1964. Los Nevilles triunfaron tirando de oficio o cediendo espacio a la tórrida voz de Aaron (impresionante en "With God On Our Side'), Además de un gran disco, es una lección de historia donde se recuerda la lucha por los derechos civiles, la Guerra de Vietnam, la impotencia ante la miseria y el poder liberador de la música popular. Podría titularse "Combat Soul".
Según contaban en las entrevistas, hubo dos claves para que "Yellow Moon" se convirtiera en un álbum de éxito: A&M les dejó escoger el repertorio y acertaron al contratar a Daniel Lanois como productor. Éste lo grabó casi en directo, en un edificio abandonado donde construyó un estudio a medida, en busca de la energía de sus conciertos, grabando muchas bases en vivo. Canciones austeras, fluidas y en su sitio, con refuerzos de la Dirty Dozen Brass Band y con Brian Eno como estrella invitada. Si una cosa tiene mérito a estas alturas, es sonar natural en algo tan sobado como los cantos de unidad de los oprimidos: "Wake Up"cumple con músculo y "My Blood"pone elegancia y sentimiento. ¿Lo más emocionante? Quizá "Yellow Moon"y "Voodoo", dos piezas sobre amantes desamparados que buscan consuelo en la magia y la luna. Funk, soul, blues, rhythm'n'blues, según receta de Nueva Orleans. "Yellow Moon" es un disco maduro en el mejor sentido de la palabra. Hasta ganaron dos Grammy, uno de ellos por la reptante "Healing Chant". VÍCTOR LENORE

domingo, 13 de noviembre de 2011

Chicago Blues





Cuenta una vieja y olvidada leyenda que hace muchos años el Misisipí era un río escuálido, una suave co­rriente de agua que nacía en una tierra de nadie situada entre Dakota del Norte, Minnesota y Wisconsin. El lago Michigan y las nieves canadienses contemplaban in­diferentes el insignificante arroyo, arro­gantes en su tamaño y poder.
Con el paso del tiempo llegó la explota­ción del hombre por el hombre, con la es­clavitud y el racismo como banderas. El blanco explotaba al negro, y la tierra no pudo permanecer indiferente; las lágrimas de los recogedores de algodón, de los es­clavos, de los perseguidos, de las mujeres y los niños, de los ancianos, de los humi­llados, de toda una raza, resbalaban por sus oscuras mejillas y caían en forma de lluvia en el pequeño regajo. Poco a poco las aguas crecieron, y el Misisipí se convir­tió en un río mágico de poderoso caudal, por el que discurriría parte de la mejor his­toria de una nación.
La misma leyenda dice que el pueblo negro norteamericano llora a ritmo de blues. Puede que ambas cosas sean cier­tas, desvelándose así el secreto de la gran­deza de un género musical eterno. El gran río, el Misisipí de Tom Sawyer y Huckle­berry Finn, regó de lágrimas y blues todo cuanto encontró a su paso, desde Chicago a Nueva Orleans, de las frías tierras de Illinois a los oscuros pantanos de Luisia­na, y ya nada ni nadie pudo detener ese torrente de líquido y pasión, ese endiabla­do sonido que toca como ningún otro el alma de quien lo crea y de quien lo es­cucha.
En la segunda mitad del siglo XIX, tras la guerra de Secesión y la abolición teórica de la esclavitud, el blues comenzó su arro­lladora difusión por el norte de América. Era la música de Satanás, el canto mefis­tofélico de una población inferior, según los blancos, que sólo pensaba en los place­res de la carne y la holganza. Y lo cierto es que supuso una dura alternativa a los es­pirituales, al gospel y a las canciones de trabajo, tradiciones negras mucho mejor asumidas por la sociedad de la época. Un conocido músico dijo una vez que los te­mas religiosos y el blues son casi la misma cosa, con la pequeña diferencia de que en uno se dice señor y la canción transcurre en una iglesia, y en otro se dice baby en la penumbra de un burdel.
Tres acordes, 12 compases, dan cuerpo al sonido de la melancolía, el blues, que se desarrollaba con el alcohol, el trabajo, las mujeres y la ilegalidad como principales fuentes de inspiración. Los garitos más re­pugnantes de la joven América, honky­tonks repletos de furcias y chulos, barrel­houses donde el licor mal destilado dejaba ciego a ritmo de boogie-woogie y juke-joints, donde los clientes prestaban más atención al jue­go y al tráfico de sustancias que a las or­questas del momento, hicieron de este gé­nero la música de un pueblo marginado. El tiempo ha jugado a su favor, y el blues es actualmente un sonido vivo que ve cómo su legado se extiende, discreta pero inexorablemente, por los caminos del rock and roll, el pop, el soul o el rythm and blues.





"El blues nunca morirá porque es como una religión, eterno", asegura Henry Gray, un pianista cincuentón que se instaló en Chicago en 1946. Ha finalizado su actua­ción en el escenario más pequeño de los tres de que dispone el festival de blues de su ciudad adoptiva, y se muestra dichara­chero y radiante de felicidad. Habla y son­ríe sin parar, saluda a todo el que le tiende una mano y, de paso, vende las copias de su último elepé dos dólares más caras que en cualquier tienda de la calle. Presume de conocer a todos los grandes, y habla con orgullo de su amistad con Little Walter, Otis Span y Bo Diddley. "Nunca pienso en el dinero cuando toco, simplemente me dejo ir con la música", dice, "y la verdad es que cobramos poco, pero para mí sólo el hecho de cobrar por tocar blues ya es un regalo, puesto que es algo como recibir di­nero por comer, beber o respirar. No sé si me entiendes... No soy de aquí, soy de Kenner, un pueblo de Luisiana, pero estoy orgulloso de haberme criado y formado en Chicago, en la capital mundial del blues".
Chicago, con sus aproximadamente 10 millones de habitantes, es una ciudad divi­dida en barrios, en minorías étnicas que hacen de sus calles una versión miniaturi­zada de su país. Lituanos, italianos, pola­cos, irlandeses, chinos, judíos, coreanos, filipinos y sobre todo mexicanos y puerto­rriqueños viven en modestos bloques de la periferia, mientras el centro de la urbe está reservado a modernos y funcionales edificios, ejemplo claro de arquitectura ra­cionalista. Se busca la utilidad y un diseño futurista después del descomunal incendio que destruyó la ciudad en 1871.
Cuarenta y seis años después de esa fe­cha, el Storyville de Nueva Orleans cerra­ba sus puertas, y los músicos que habían dado vida al nuevo jazz desde ese legenda­rio club emigraron hacia el Norte. Chicago les acogió con los brazos abiertos, y las grandes bandas sonaron de nuevo, con Benny Goodman y Louis Armstrong como auténticas estrellas. De forma para­lela se vivía otro mundo musical, y frente al lujo de ciertos locales jazzísticos se orga­nizaban modestas house rent parties, pequeñas fiestas que se celebraban en casas particulares, en las que los invitados contribuían con una pequeña cantidad al pago del alquiler de la casa. En los hogares sonaban guita­rras acústicas y voces sin amplificar, mientras los grandes salones de lámparas de araña se derretían en proporción al nú­mero de músicos que formaban la big hand de turno.
El final de la II Guerra Mundial au­mentó la capacidad de Chicago como re­fugio de emigrantes, gracias a su creciente industria, y en la ciudad se instalaron mi­les de trabajadores que llegaban de la cuenca del Misisipí. Ellos crearían el blues urbano, extendiéndolo por toda Norte­américa gracias a algo impensable en tiempos del blues rural: las grabaciones fo­nográficas, esos testamentos sonoros en­cargados de difundir por emisoras de ra­dio y rock-olas el sentir de un pueblo.






 Muchas cosas han cambiado desde en­tonces en Chicago. Muchas cosas, pero no las estructuras básicas, las medidas musi­cales, pasionales e interpretativas de un buen blues. Las fiestas privadas ya no son necesarias, y para escuchar buena música una noche cualquiera del año tienes más de 30 clubes abiertos disparando hasta las tres de la madrugada rythm and blues en directo. George Gora es el dueño de Blues, un local pequeño y muy acogedor situado en la zona norte, imprescindible por su sombrío ambiente y su gran histo­rial. "Abrimos hace 10 años, y desde en­tonces ha tocado cada noche una banda dé blues, sin faltar una sola", comenta or­gulloso. "Esta es la mejor forma de mante­ner vivo el blues y que los músicos, los ver­daderos protagonistas, puedan dedicarse a ello con todas sus fuerzas", dice mientras me cobra cinco dólares por entrar. Tras unos segundos de adaptación a la oscuri­dad y al humo, el local presenta una buena entrada, con más de 60 personas pendien­tes de un diminuto escenario y de los cinco músicos que se apelotonan en él. Están to­cando el I just want to make love to you, de Muddy Waters, y disfrutan haciéndolo como si supiesen que el mundo fuese a es­tallar al día siguiente. Los músicos con cierto renombre cobran un fijo no dema­siado elevado, mientras que los eternos segundones rara vez reciben más de 50 dólares y la posibilidad de disfrutar de una comedida barra libre. Eso justifica que Otis Smokey Smothers sólo suelte su gui­tarra para coger un vaso, y viceversa.



Smokey nació hace 60 años en Lexing­ton (Misisipí). A los 17 ya tocaba en las calles de Chicago. Desdeentonces, cada vez que se cuelga ama guitarra no puede evitar trans­formarse: se retuerce de placer como una bayeta, chorreando ritmos, blues y bourbon a partes iguales. Vive para esta música, no sabe hacer otra cosa, y tal vez por eso cuando habla conmigo esconde en la es­palda unos dedos castigados por la ar­trosis.
—El rock ha sido un paso atrás en la historia de la música, aunque mucha gente no lo crea. Es un caso muy parecido al del teléfono. La gente sólo habla por teléfono, y cada vez charla menos cara a cara en la barra de un bar, con los amigos delante. El blues es una música directa, muy sensible y comunicativa, y el rock, un simple negocio.
—Seguramente, si una poderosa com­pañía discográfica le ofreciese un jugoso contrato para grabar un elepé de rock du­rante un mes en un lujoso estudio de las Bahamas cambiase de opinión.
—Puedo ser demasiado viejo y dema­siado pobre..., pero, chico, no soy un estú­pido. ¿Cuándo tengo que coger el avión?
En los clubes se habla muy fuerte y se bebe abundantemente. Respiran blues, y eso es una terapia no exenta de ciertos riesgos; esta música agudiza los sentidos y eleva los sentimientos. Puede levantar aún más tu bullicioso espíritu o, por el contra­rio, lastrar de melancolía un alma ator­mentada. El blues no perdona. Es la pa­sión en su forma más descarnada.
Todos los años, durante la primera quincena del mes de junio, los responsa­bles de las programaciones de los clubes de Chicago mantienen una actividad fe­bril. Deben utilizar todas sus influencias, mover todos sus contactos, porque un se­rio rival está en la ciudad: el festival de blues de Chicago, que, organizado, como de costumbre, por la Oficina de Eventos Especiales del Ayuntamiento, presentará durante tres días un magnífico cartel, con música en directo desde las doce de la ma­ñana a la medianoche. En la última edi­ción de este festival, aproximadamente un millón de personas acudió al Grant Park, un verde escenario situado a orillas del lago Michigan, para contemplar gratuita­mente las actuaciones de más de 40 gru­pos y solistas.
Su situación geográfica es privilegiada: un oasis a pocos metros del centro de la ciudad. Frente al espectador, una banda de blues; a su izquierda, el casco viejo de Chicago, y a su espalda, una hilera de im­presionantes rascacielos surgiendo, como por encanto, de las amarillentas arenas de la playa del lago. Una bonita forma de ex­perimentar emociones



musicales peculiares en un marco de ensueño.
"Éste es el lugar donde está la músi­ca, / éste es el mejor sitio del mundo para ti. / Somos la gente de la calle Maxwell, / y vamos a hacer que no pue­das olvidarnos jamás", canta Willie Ja­mes, cantante, guitarrista y líder de la Maxwell Street Blues Band. Son las diez de la mañana de un caluroso do­mingo de junio, y el grupo y sus invita­dos llevan más de tres horas tocando en la calle. Están en el corazón de Chicago, en un descampado apestoso, cubierto de basuras y coches abando­nados, situado en un cruce de calles de la zona conocida como Maxwell Street.
Dicen que todos los músicos de blues del mundo deben, al menos una vez en su vida, unirse a las bandas ca­llejeras que descargan incansables en este barrio. Muddy Waters, Elmore Ja­mes, Jimmy Rogers y J. B. Lenoir son algunas de las estrellas que siempre que pueden alardean de su paso por Maxwell.
En 1912, la ciudad designó de forma oficial un mercadillo situado entre las calles de Halsted y 14. Lo llamaron Maxwell, y en él se dieron cita inmedia­tamente los emigrantes judíos, forman­do improvisados bazares. Con los años llegaron los italianos, los griegos, los alemanes, y algunos gitanos bohemios fueron añadiendo color al mercado. La atmósfera no ha cambiado desde en­tonces, pese a que los hispanos y los negros se han convertido en los amos de la zona. Los olores a comida rancia y orines se mueven con el viento, per­maneciendo únicamente el áspero re­gusto a ropa usada, miseria y es­combros.
"Es una gran cazadora, señor, y está casi nueva. ¡Son sólo 150 dólares!". El vendedor es un puertorriqueño de piel tan curtida como la ropa con que co­mercia. Esa cantidad, 150 dólares, es lo que vale todo su puesto, y él lo sabe, pero viste con el esplendor de un pavo real y se comporta con arreglo a su pose.
Una superficial inspección a la prenda descubre un profundo corte a la altura de los riñones, pero no parece preocuparse por ello. "Es sólo un en­ganchón, señor, y una vez puesta ape­nas se nota. Además..., ¿qué se le pue­de pedir a una chamarra de 50 dóla­res?". El precio baja notablemente, pero su orgullo y su compostura se mantienen imperturbables, hasta que un colega suyo vocifera divertido: "Se puede pedir que no hayan tenido que apuñalar a su anterior propietario para que se desprendiese de ella, hermano". Blasfemando y moviendo los brazos como un poseso, el puertorriqueño de­sahoga su ira ante la atenta mirada delos vendedores de otros puestos, que, a juzgar por sus miradas, no dudarían a la hora de intervenir en una pelea.
A poco más de 50 metros, una mu­jer toca la guitarra y canta, mientras su compañero, ciego y decrépito, sostiene con indiferencia el bote de las limos­nas. Auténtico blues rural, en un agudo lamento, sale de la garganta incansable de la vieja dama sureña y reblandece durante algunos minutos las entrañas de tenderos, compradores y mirones.
Mientras, la Maxwell Street Blues Band sigue tocando. Pero su música es mucho más agradecida, y los latinos se contagian de su cadenciosa sensuali­dad y bailan sin pudor ritmos que les son extraños. Borrachos, prostitutas, yonquis, repulsivos travestidos sin afei­tar y periodistas forman el grueso de su público. Entre canción y canción, un hombre de confianza de la banda exige un donativo con unos modales tanto más amables cuanto más rápido sa­ques la cartera. Es el lado salvaje de Chicago, donde las tradiciones y los rostros se han mantenido inamovibles desde los tiempos de la ley seca.
Un cartel de la época, enmarcado en madera innoble, reposa en el puesto de un negro inmenso y antipático entre las fotografias de dos boxeadores. Jo­seph Louis Barrow, más conocido como El Bombardero de Detroit, y el gran Rocky Marciano son los gorilas de lujo de un sonriente Al Capone. A sus pies puede leerse: "La ciudad de Nueva York tiene un monumento a la virtud cívica. Capone es el monumento de la ciudad de Chicago a la sed cívi­ca". Era la época dorada de la llamada ciudad del viento, el Chicago años veinte de pecado y whisky donde la vida de un hombre valía la sexta parte del carga­dor de un revólver.
Robert Johnson, el rey de los can­tantes de blues del delta, escapó en va­rias ocasiones de los disparos efectua­dos por los maridos de sus amantes. En 1938 no pudo esquivar una dosis de ve­neno, y murió dejando un legado único para la historia. El mundo del blues en particular, y el de la música en general, está en deuda con un hombre-fantas­ma, del que se desconoce la fecha y el lugar de nacimiento. Lo único que se puede asegurar es que su escasa obra, las 29 canciones que grabó en su acele­rada existencia, son el documento im­prescindible para entender la historia de este género.
Johnson hizo un pacto con Satanás en un perdido cruce de caminos. Vendió su alma al diablo a cambio de tocar la guitarra como nadie, a cambio de con­vertirse en el más grande de los cantan­tes de blues. El Príncipe de las Tinieblas cumplió su parte, y Johnson se convirtió en el mejor. Ahora pone música al infier­no, mientras repite una de sus estrofas favoritas: "El blues no es más que un hombre que se siente mal pensando en la mujer con la que estuvo una vez".