lunes, 16 de abril de 2012

LETRA Y MÚSICA por JOSÉ IGNACIO LAPIDO



Desde un punto de vista musical la evolución humana ha pasado por tres estadios. El  primero abarca esa larga y oscura  edad  en  la  que  nuestros  primitivos ancestros sólo emitían sonidos guturales. Luego, a medida que fueron capaces de tallar piedras y dominar el fuego, aprendieron a silbar. Supuso un gran salto para la humanidad el hecho de que el homo sapiens perfeccionara el bello arte del tarareo. El tercer estadio evolutivo viene marcado por la estructuración del mensaje cantable. 
Ya saben, mester de juglaría, cantares de gesta, coplillas pastoriles, romanzas, himnos militares, villancicos… hasta llegar a la inanidad contemporánea: la Edad de Oro del Karaoke. Si un antropólogo escribiese un ensayo sobre el tema podría titularlo De la animalidad a la estupidez. Siglos y siglos de canciones.
Llamamos canción a esa pieza musical de corta duración que está dividida en estrofas y estribillos. 
Cuando se alarga un poco y su estructura se complica la denominamos aria y nos ponemos muy serios al escucharla, aunque no entendamos la letra. Sabemos que puede ser alemán o italiano, pero nada más. Menos mal que siempre hay un programa de mano que te explica que Parsifal era un tipo que a falta de algo mejor que hacer se dedicaba a buscar el Santo Grial. Centrémonos pues en la música pop, donde  ese  problema  de  comunicación  no  existe,  ya que versos tan elocuentes como “Me gustan las mujeres, me gusta el vino, y si tengo que olvidarlas bebo y olvido” no admiten especulaciones. 
Pregunta retórica: ¿Qué relación hay entre la literatura y la lírica pop? Confesión personal de un autor 
de canciones: cuando empecé en esto, allá por el año 1979, mi vocación literaria era escasa o nula. Digamos que mi particular caída del caballo camino de Damasco estuvo alejada de toda épica sobrenatural, simplemente reparé en que las canciones se componían de música y letra. Al 50%. Y que nunca podría estrenar mis primeras y torpes melodías si no había palabras rimadas que cantar. Y 
me puse manos a la obra. Mis lecturas juveniles de Kafka, Allan Poe o Lovecraft, y un poco más tarde de Baudelaire, Cioran, T. S. Elliot y S. Juan de la Cruz entre otros me señalaron el camino a seguir. Pero más importante aún fue para mí la influencia de esos autores que en una mano portaban la pluma y en la otra la guitarra. Dylan, Chuck Berry, Lennon & McCartney, Ray Davies, Pete Townshend, Jagger & Richards, Strummer & Jones… Esos fueron los que me enseñaron que con poco más de tres acordes y un ritmo de 4/4 podía describir mi propio mundo en tres minutos y medio. Si esa descripción recibe el beneplácito de un millón de fans ya tienes el disco de oro. De ahí la importancia de la letra en la música popular. 
En la historia del rock hay pocos casos en que el artista tiene una vocación literaria previa. Acaso los 
más paradigmáticos sean los de Leonard Cohen, Jim Morrison  y  Patti  Smith.  Pero  lo  normal  es  que  suceda al contrario, que el autor de canciones dé paso al escritor que lleva oculto. Ahí tenemos a Lennon, admirador confeso de Lewis Carroll, que publicó dos libros en los 60. Y Dylan, devoto de los simbolistas franceses y de los poetas de la Beat Generation, que publicó en 1971 un extraño libro titulado Tarántula y que ahora se ha convertido en candidato perpetuo al Nobel de Literatura.
No sé qué canturreaba Nerón con su lira mientras contemplaba cómo ardía Roma, pero sé lo que 
se canta en Summertime Blues de Eddie Cochran, en My Generation de The Who o en Anarchy in the UK de los Sex Pistols. Y lo que ahí se expresa, de una forma u otra, me ha hecho ser como soy. Si tenemos en cuenta que el rock nació con una gloriosa onomatopeya –“Awambabaloobabalambambum”–, hemos de convenir que algo hemos avanzado. Y que donde hay letra hay literatura. Arte mayor o arte menor, qué más da. Arte en cualquier caso.

Revista Mercurio nº 130 Abril 2011