sábado, 21 de diciembre de 2013

Veinte años de Kroke

Kroke pasea por el mundo el espíritu agridulce de la música de los judíos. Foto: Jacek Dylag

El grupo polaco que fascinó a Spielberg, y ha grabado con Nigel Kennedy, celebra su aniversario con una gira

Por Carlos Galilea
SE PUSIERON EL NOMBRE de su ciudad, Cracovia, en yídish, el idioma hablado por los judíos de los países del centro y este de Europa. Y Steven Spielberg les proporcionó su primera actuación fuera de Polonia: en Jerusalén, para los supervivientes del Holocausto. Spielberg, que estaba entonces rodando La lista de Schindler, los había descubierto en el café-restaurante Ariel de la calle de Szeroka, en el antiguo barrio judío de Kazimierz, al que le había llevado su mujer, Kate Capshaw, y al que acudían a escucharlos algunas noches actores de su película. Allí solían, tocar a diario los tres amigos recién graduados de la Escuela Superior de Música de Cracovia: Tomasz Kuburka (viola), Tomasz Lato (contrabajo) y Jerzy Bawol (acordeón). Acababan de renunciar a trabajos en orquestas y andaban escasos de dinero hasta para comer, así que aquel encuentro les animó a continuar.

Desde 1993, los tres —camisas blancas, pantalones y sombreros negros— pasean por el mundo el espíritu agridulce de la música de los judíos de la vieja Europa del Este. Con una filosofía que resume Bawol: hay valores en la vida que deberíamos cuidar si no queremos terminar perdiéndolos. Aunque en los inicios tocaban obras tradicionales, poco a poco se fueron imponiendo en su repertorio composiciones propias como Light in the darkness (T 4-2) o Time. En 2007 David Lynch usó su pieza The secret of the life tree en Inland empire. Una viola, un contrabajo y un acordeón que pueden pasar del lamento sobrecogedor a la danza más festiva: los tres polacos trascienden la tradición klezmer proyectándola hacia el futuro. Se inspiran en aquellos instrumentistas, con gran dominio técnico, gusto refinado y dotados para la improvisación, que desde el siglo XIX tocaban en las fiestas y ceremonias judías. Alguien dijo que un grupo klezmer en la Cracovia de hoy sería una flor brotando de las cenizas: miles de sus habitantes perdieron la vida en los campos nazis de exterminio.

Hace diez años que Kroke compartió el disco East meets east con Nigel Kennedy, el violinista británico protegido de Yehudi Menuhin, que tiene una carrera de éxitos en el mundo de la música erudita, incluida la hazaña de vender dos millones de ejemplares de las Cuatro estaciones de Vi-valdi, y es capaz de ofrecer lecturas muy personales de canciones de Jimi Hendrix o tocar con grandes del jazz. El grupo ha publicado discos tan recomendables como The sounds of the vanishing world (1999) o Ten pieces to save the world (2003). El más reciente, Feelharmony celebra sus veinte años en los escenarios y cuenta con Krzysztof Herdzin, Slawek Berny, Anna Maria Jopek y la Sinfonietta Cracovia. Kroke participó en el concierto Your angel's name is liberty, dirigido por Robert Wilson, por el trigésimo aniversario del movimiento Solidaridad en Gdansk y ha grabado discos con las cantantes polacas Edyta Geppert y Maja Sikorowska, la mongola Urna o el grupo noruego Tindra. •



El sueño de un país que no para de cantar


Sigo siendo, el documental de Javier Corcuera, saca a la luz todas las músicas de Perú

Por Rocío García

EL RECUERDO DE AMADOR está todavía muy presente. "Cuando zapateaba Amador, la tierra temblaba, amigo", cuenta un vecino de Ayacucho, ante la visita de Máximo Damián, sombrero de fieltro marrón, atadillo de cuadros blancos y rojos, violín y maletón sin ruedas, que desciende de una furgoneta azul tras un largo viaje desde Lima. Damián recorrerá con jóvenes danzantes de la zona un camino de polvo y tierra hasta el cementerio donde yacen los restos del gran Amador. Casi un niño, Damián salió de Ayacucho a Lima y ahora, con 73 años, vuelve a la tierra donde nació con el instrumento de sus sueños bajo el brazo, ese que su padre, también violinista, se negaba a enseñarle y que él aprendió a escondidas.

 
Son muchos los músicos, violinistas, arpistas, cantantes, zapateadores, danzantes o cajoneros, que han vuelto a sus lugares de origen de la mano del realizador peruano Javier Corcuera para cantar el Perú, en un viaje a través del tiempo y también, del agua. Sigo siendo, título del documental que estos días se puede ver en la Casa de América de Madrid, y que se estrenó en el último Festival de Cine de San Sebastián, es la historia de muchos retornos, de todos aquellos músicos que vuelven a sus tierras, a las casas en las que compusieron sus primeras melodías, como el violinista Andrés Chimango Lares, que entra sobrecogido a la humilde vivienda en Cabanas, don-de creció, huérfano, con su abuela. "Yo sería muy feliz aquí si estuviera mi madre. La haría bailar y cantar", casi susurra Chimango, mientras abre unas viejas maletas, atadas con cuerda de esparto, donde se conservan todavía su primer "ponchito", sus "escarpines" y también discos de los Panchos y los cuadernos de castigo de la escuela, donde le hacían escribir quinientas veces: "Debo cumplir con la tarea que el profesor me dice".

De alguna manera, este viaje a las raíces populares del Perú ha sido un viaje de a dos, el que ha realizado Javier Corcuera, el realizador de La espalda del mundo, Invierno en Bagdad o Invisibles, con todos y cada uno de los protagonistas, más de 20, de este documental, cuyo tema conductor es el agua, el agua como fuente de vida. La misma vida que ofrecen los músicos con sus instrumentos o su cuerpo. Es el retrato del país más oculto, alejado de la oficialidad, todos esos mundos que pueblan el país andino.
 


La cantante y compositora Sara Van, en una imagen sacada del documental Sigo siendo.

"Es un viaje a la semilla, a la identidad, a esa mezcla de músicas populares del Perú, con la intención de llevar a la pantalla todas esas naciones, todos esos mundos que tiene el Perú", explica Corcuera, que resalta el valor del título del documental. "Sigo siendo se refiere a un saludo en quechua, Kachkaniraqmi, que se dan los amigos cuando vuelven a encontrarse. Es una expresión que significa aquí estoy, sigo existiendo, aún estamos aquí".

En el filme aparecen tanto músicos consagrados, como Susana Baca, junto a otros desconocidos o absolutamente anónimos. "Un país que canta es un país que todavía tiene sueños", defiende Corcuera. "Pienso que el Perú es un sueño posible, es un país en construcción, en cambio permanente. Es un lugar complejo, con una pobreza muy grande, en el que todavía no se han hecho las transformaciones profundas necesarias. En este sentido, hemos querido que Sigo siendo sea no solo una mirada atrás, sino también un retrato del presente y del futuro".

Años de investigación, de búsqueda de los músicos más representativos de cada lugar, cada lengua, cada instrumento. "Es un filme que requería respetar un proceso lento y complicado. Desde la investigación inicial hasta el final han pasado más de cuatro años, excluyendo el año de montaje. Es un tipo de proyectos en los que el tiempo juega mucho a su favor. Son procesos que cuanto más tranquilamente los puedas hacer más cosas aparecen".

Gran conocedor y pionero del documental en español, Corcuera, que divide su tiempo entre España y Perú, resalta que la clave de este género está en la paciencia y la búsqueda sin prisas. "No siempre lo que buscas lo encuentras rápido, por eso creo que no es buena idea hacer documentales de manera precipitada. Las maneras de construir el relato tienen que ir apareciendo poco a poco, por eso siempre el tiempo juega a tu favor". •

El Pais Babelia 14.12.13

martes, 17 de diciembre de 2013

'Rhythm and blues' en castellano

Javier Teixidor, con la J. Teixi Band, vuelve a la calle con un disco, Grandes huesos negros, y una gira



Javier Teixidor, en su estudio madrileño, empezó su carrera en Mermelada de Lentejas. Foto: Samuel Sánchez



JAVIER TEIXIDOR (Madrid, 1960), alias Teixi, se ha convertido en el padrino del rhythm and blues español. Empezó a tocar la guitarra en Mermelada de Lentejas, en 1977 y fue finalista de la primera edición del Festival Rock Villa de Madrid, aunque ya antes empezaron a grabar gracias a Mariscal Romero, de Chapa Discos. "Nos enchufamos desde el principio, tuvimos mucha suerte", recuerda ahora. Acortado el nombre a Mermelada, Teixi se entregó a una música reflejo del pub-rock británico de los setenta —Dr. Feelgood, The Bishops, Eddie & The Hot Rods—. "Reivindicábamos los temas de tres minutos llenos de esencia negra de Robert Johnson o Muddy Waters, Teixi recuperaba así la senda de los pioneros españoles de los años sesenta como Los Sirex, Los Mustang, Los Gatos Negros, Los Salvajes..., bandas de rhythm and blues a las que obligaban a grabar éxitos de los Beatles o los Stones". Eso se cortó de raíz en los setenta, aunque Teixi no se resignó y fue de los que recuperaron esa senda. "Creo que fui el único que mantuvo esa línea con letras en castellano, algo que sigo reivindicando al ciento por ciento. Cuesta más, pero merece la pena. En cierto modo sirve para definir la personalidad de la banda".

Mermelada editó nueve discos, pero en 2000 el proyecto se agotó: "La marca tenía mucho peso y reclamaba condiciones para actuar difíciles de encontrar. Además, buscábamos dar un giro y empezar desde cero, tocando en bares o cualquier tipo de local que se pusiera a tiro". Así nació la J. Teixi Band. "Llegó Emilio Galiacho, de Los Elegantes, y con él cogimos un aire más soulero". Ocho discos de temas inéditos y dos recopilatorios han visto la luz desde entonces. El ultimo y más reciente se llama Grandes huesos negros. Para TeM, el disco "está lleno de acentos sureños, es muy luminoso y mantiene nuestra forma divertida de entender el rock and roll. Aunque esta vez hemos introducido letras cañeras que hablan de " toda esta porquería de mentiras e hipocresía política que nos han vendido y que está arruinando vidas y creando mucha desesperación". La J. Teixi Banda ya esta embarcada en una gira de presentación.

En su rincón creativo hay discos, guitarras, papeles, partituras, amplificador..., "aunque soy de los que pasea la guitarra por toda la casa cuando me surge la chispa". Teixi tiene claro que "las canciones salen mejor cuando se trabaja con la guitarra. Yo toco de media dos o tres horas al día, aunque cuando estoy poseído, me puedo tirar hasta seis. Trabajo con una pequeña grabadora donde registro la base, y luego en el local, con el grupo, hacemos los arreglos".

Después de 35 años de carrera, Teixi quiere ser optimista. "Aparte de la situación de la industria musical, hemos perdido el apoyo de los medios de comunicación,, que decididamente no quieren saber nada del rock en español. Eso me da mucha rabia, porque hay mucho talento por ahí y a los grupos les cuesta muchísimo encontrar un escaparate para mostrar su música". Fernando Martín •


El Pais Babelia 16.11.13

Cortázar músico


El escritor argentino, autor de 'Rayuela' creía en la superioridad de los músicos negros en el jazz

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 7 DIC 2013


Charlie Parker (1920-1955) al saxo y Thelonious Monk al piano, en el Open Door Cafe de Nueva York en 1953. / BOB PARENT / GETTY (GETTY IMAGES)

Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació solo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años veinte, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.

En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros sesenta, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de treinta años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.

Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años cuarenta y cincuenta, no había lugar para negros.

Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.

Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat, con Albert Sanz al piano y Daniel García a la batería, con el inmenso Javier Colina en el contrabajo. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: "…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa".

Entre canción y canción Perico Sambeat recordaba su deuda de músico y lector con Julio Cortázar. A él seguro que le habría halagado que su fantasma se invocara al mismo tiempo que el de Charlie Parker.

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El Pais Babelia 07.12.13

La joven del bajo


La bajista Esperanza Spalding llega a España con el trío de jazz que ha formado junto a la pianista Geri Allen y la baterista Terri Lyne Carrington

La estrella acompañó a Obama a la entrega del Nobel y Prince la persigue para que toque con él

CARLOS GALILEA 26 OCT 2013



“Ser hoy músico de jazz significa estudiar mucho y ensayar”, dice Esperanza Spalding. / GLYNIS SELINA ARBAN / GETTY

“Cuando era una niña mi mamá, en casa, me decía a veces que me agachara por miedo a los tiroteos”, recuerda. Una bala perdida había matado al hijo de unos vecinos. Entonces vivía con su madre en un barrio pobre de Portland, Oregón. Con 25 años —acaba de cumplir 29— ya la había llamado el presidente Obama para tocar en la Casa Blanca y para acompañarle a la ceremonia del Premio Nobel de la Paz en Oslo. “Era un honor, claro, pero nos preguntábamos qué es lo que iba a decir en su discurso. Digo nosotros porque yo pago mis impuestos en Estados Unidos, no porque me identifique con muchas de las políticas de mi país. Fuera había miles de personas protestando contra la guerra en Irak y Afganistán, y yo no podía dejar de pensar si no estaba avalando todo aquello”.

Domingo por la mañana en el jardín de un hotel de la zona sur de Madrid. Hay demasiado ruido para poder grabar la entrevista y ella propone salir a la calle. La víspera descubrió un pequeño bar en la tranquila calle de atrás del hotel y, de pie ante una mesa alta en la misma acera, pide un zumo de naranja y un pincho de tortilla de patatas. A pesar de los elogios que le llueven, y que podrían despistar a cualquiera, Esperanza Spalding tiene las cosas claras: “El jazz no soy yo, una chica de 29 años”. Llegó a comentar que se sentía como una hormiga en el hormiguero: “Quería decir con ello que se me estaba prestando demasiada atención y que lo que hacía no era tan especial. Solo que les daba una buena foto para la portada y una buena historia con lo de ‘oh, una mujer tocando el bajo’. Y pensaba: ‘¿Pero no se dan cuenta de todo lo que sucede musicalmente?’. Yo salgo a escuchar a músicos y pienso: ‘Mira a este tipo, cuando tiene la posibilidad de estar en un escenario, cómo emociona a la gente”.


El culpable de que quisiera acercarse a la música tiene nombre: Yo-Yo Ma. Tenía cinco años cuando vio al chelista en un capítulo de la serie infantil de televisión Mister Rogers’neighborhood y, ante su reacción, su madre decidió apuntarla a un programa gratuito de la comunidad, en el que comenzó a aprender a tocar el violín. “Recuerdo haber escrito un pequeño quinteto para cuatro de mis amigos y yo en un campamento de verano, pero le dieron el premio a otra persona porque creyeron que estaba mintiendo, que no era mío”, cuenta. Estudió música clásica durante diez años antes de viajar con una beca a la Costa Este para entrar en la Berklee de Boston. Con solo 20 años se convertiría en la profesora más joven del prestigioso centro.

“La primera vez que tuve un bajo en las manos no pensé: “Qué bien, un bajo, es lo que quiero tocar”, dice riendo. “Estaba allí, desnudo, en una sala de la escuela, y me dije: “¿Qué es eso?’. Empecé a tocar con el arco unas obras en las que había estado trabajando con el violín. Y ya no lo solté”. Una hora después le había salido una buena ampolla. Tenía 15 años. “Me sucede algo curioso. Si no estoy cerca del bajo, no estoy como loca por ir a coger el instrumento y tocar. En cambio, veo que algunos músicos de la banda están deseando hacerlo. Cuando hay que preparar una obra, cojo el bajo porque es una obligación, pero una vez que estoy con él ya no quiero dejarlo. A veces te planteas por qué tocas ese instrumento, de qué va este trabajo. Yo siento que consiste en escuchar. Todos tienen que escuchar, sí, pero tú eres el ayudante del director de la banda. Y me gusta esa misión”, asegura.

Esperanza Spalding, que ha trabajado con músicos como McCoy Tyner, Joe Lovano o Jack DeJohnette, participa en el último disco de Bobby McFerrin tocando el bajo y cantando. La revista de jazz Down Beat, en su encuesta anual entre los críticos, la sitúa como quinto mejor bajista —por detrás de Christian McBride, Dave Holland, Ron Carter y Charlie Haden— y la número cinco de las cantantes después de Cassandra Wilson, Luciana Souza, Dianne Reeves y Dee Dee Bridgewater. Comenzó a simultanear las dos cosas con 16 años: “Necesitaba dinero para pagar el alquiler y la comida, y el seguro de mi coche, y me enteré de que el bajista de una banda se había trasladado de Portland a Nueva York y el grupo buscaba bajista. Al llamar para la audición me preguntaron: ‘¿Tocas y cantas?’. Contesté que sí, aunque nunca lo había hecho. Pensé que ya me las arreglaría”.

“Ser hoy músico de jazz, para mí, significa estudiar mucho y ensayar”, dice. Esperanza Spalding ha dejado caer que cada vez se siente menos cómoda con la palabra jazz. La pregunta de por qué provoca un silencio de varios segundos. “Supongo que porque durante mucho tiempo acarreó una connotación pesada y, por otra parte, difícilmente explica nada. Hay un café debajo del piso donde vivo y el tipo que trabaja en el mostrador me dice un día: ‘Esperanza, he escuchado tu Radio Music y me ha gustado, aunque no me gusta el jazz’. Y es que el jazz se ha terminado por asociar a un estereotipo. Me fastidia igualmente que la gente llame pop a mi música. Pediría que la escucharan y ya está”, dice. “Si escuchas algo sin tiempo a etiquetarlo, solo sabes si te gusta”.


Sus dos últimos discos —concebidos como dos partes de un proyecto— son Radio Music Society, coproducido en parte por Q Tip, antiguo líder de A Tribe Called Quest, que lleva hacia los terrenos del soul, el R & B y el hip hop, y Chamber Music Society, coproducido por Gil Goldstein, que combina jazz con música de cámara. “Chamber Music me hace pensar en una habitación con unas veinte o treinta sillas, sin amplificación, y con quizás cinco músicos enfrente. Oyes el sonido que crean, percibes los matices de su interpretación y del arreglo. Lo escuchas todo con mucha atención y es una experiencia interior de la música. Radio Music, en cambio, podría ser alguien en un coche, gente en su lugar de trabajo… La música llega con fuerza por un altavoz, intentando que le presten atención porque esas personas no están sentadas en una habitación dispuestas a escucharte”.

Con Chamber Music Society le arrebató el Grammy de 2011 como mejor artista revelación a Justin Bieber. “En la revista de Iberia había un artículo sobre él. Y lo leí, ¿por qué no? Después me puse a reflexionar sobre aquello en lo que se centran los medios, la cultura que reflejan, y me parece un desperdicio que se ponga tanto el foco en Bieber mientras un creador como Wayne Shorter está con proyectos de los que casi no se habla. Me entristece que esa cultura dominante sea ciega a tantas cosas increíbles que están sucediendo en todas las ciudades del mundo”. Se cuenta que prolongó la entrega de los Grammys tocando con Prince en una fiesta. “Me entrevistó Tavis Smiley en su programa y me dijo: ‘Creo que deberías enviarle tu música’. Pensé que sería como escupir en el océano, pero le mandé un CD. Su gente me contactó para que fuera a verle a Las Vegas. Viajé hasta allí y estuvimos tocando juntos. Y, a partir de ahí, empezó a llamarme y nos hemos encontrado algunas veces”. También ha actuado en la Casa Blanca ante un público formado por personajes como Spike Lee, Tony Bennett o Stevie Wonder, que le pidió que cantase Overjoyed —“me sentí un poco estúpida cantándola delante de él”—. “Estar en la Casa Blanca no formaba parte de mis sueños. No me identifico con esa cultura del sueño americano. Imagino que me viene de familia. Un sueño era trabajar con Wayne Shorter y se ha cumplido. Quizá sea una cosa narcisista, pero cuando empiezas quieres ser un músico increíble, darles a todos una patada en el culo”.

ACS son las siglas del trío de jazz que la bajista se trae entre manos con la pianista Geri Allen y la baterista Terri Lyne Carrington. “Tocamos música de Wayne Shorter por sus 80 años, desde temas de Weather Report a los más recientes, de la época de Miles Davis a la primera con los Jazz Messengers. Y, por lo general, standards, arreglos de Lucky to be me o Nothing like you”. El posible morbo de un trío de mujeres instrumentistas tocando jazz tiene escaso recorrido con ella. “Si no están acostumbrados, ya lo superarán”, dice irónica. “Empecé en el mundo de la música clásica y la orquesta la dirigían dos mujeres, y había más chicas que chicos, así que cuando llegué a Berklee y escuché comentarios de ‘oh, chicas’, me pareció raro. Me costó mucho tiempo darme cuenta de que eso estaba muy profundamente grabado en las mentalidades del mundo del jazz”.



ACS (Allen, Carrington y Spalding) toca el 14 de noviembre en Barcelona y el día 15 en Zaragoza. Chamber Music Society y Radio Music Society están editados por Heads Up / Universal Music.

El Pais Babelia 26.10.13

domingo, 3 de noviembre de 2013

El que vive más


El gran arte de los Beatles es seguir pareciendo nuevos al cabo de medio siglo
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 2 NOV 2013



The Beatles, en una foto promocional en los años sesenta.

Un músico joven extremadamente cercano a mí me regala la reedición del álbum blanco de los Beatles que viene con el periódico del domingo. Para él esta música es del todo contemporánea —al fin y al cabo quienes la hicieron tenían más o menos la edad que él tiene ahora—. Para mí viene de una zona del pasado muy anterior a su nacimiento. Y sin embargo para los dos se nos vuelve igual de presente cuando la escuchamos, no domada ni desvaída por el tiempo, fortalecida por los casi cincuenta años que lleva existiendo, tan nueva como entonces, o quizás más aún, porque ahora llega a oídos hastiados por la banalidad omnipresente de las formas más comerciales del pop, las que nos vienen prefabricadas en las radiofórmulas de los taxis y hasta en los pasillos de los supermercados. Parecer nuevo en el momento es relativamente fácil. Seguirlo pareciendo al cabo de medio siglo es un atributo del gran arte. Lo que a mí me entusiasmaba hasta casi el trastorno hacia 1970, en mi provincia aislada, provoca efectos parecidos en un hijo mío que ha viajado por el mundo y ha tenido acceso a muchas más músicas de las que yo podía conocer a su edad, y además entiende las letras que yo intentaba descifrar palabra por palabra con un diccionario, cuando tenía la suerte de que vinieran en la contraportada o en el interior del LP.

Creo que la última vez que escuché completo este álbum fue todavía en vinilo. Por eso es mayor todavía la impresión que me hacen esas canciones escuchadas en el orden que eligieron para ellas tan cuidadosamente los músicos, no aisladas y subdivididas a la manera de ahora, como poemas que fueron pensados para que se leyeran en secuencia, y pierden una gran parte de su fuerza cuando se los despieza en una antología. Como Duke Ellington o John Coltrane, los Beatles tuvieron plena conciencia de la oportunidad estética que ofrecía la innovación tecnológica del LP, no como un soporte donde acumular más canciones, sino como una temporalidad dilatada que permitía amplitudes inéditas a la música popular, confinada hasta entonces en el límite de los tres minutos. Porque se había inventado el LP pudieron llegar a existir obras maestras como el Black, Brown and Beige de Duke Ellington, el A Love Supreme de Coltrane, los grandes discos de madurez de los Beatles. Sargent Pepper’s habría bastado como culminación de cualquier carrera. Pero al cabo de sólo un año vino el más difícil todavía de este álbum blanco que además de duplicar la duración del otro era más radical, inventivo y variado en la música, como si quienes lo hicieron, los cuatro beatles y su productor George Martin, hubieran querido explorar todas las posibilidades sonoras que tenían entre manos, desde la visceralidad del rock and roll primitivo y los blues hasta la música electrónica, incluyendo la tecnología misma de la grabación. La banda pop más comercial que había existido nunca resultaba también la más experimental, empezando por el minimalismo del propio álbum, en el que el nombre del grupo se disuelve en una abstracta blancura, como en una tentativa de huida de la celebridad abrumadora que en unos pocos años había arrastrado como un tifón a aquellos cuatro casi adolescentes de provincia. Que en medio de tal aturdimiento encontraran el sosiego para madurar musicalmente en un plazo tan breve es otro de los misterios de los Beatles en los que apenas pensamos, porque su talento nos parece tan obvio que lo damos por supuesto, igual que aceptamos sin mayor asombro su productividad alucinante. John Lennon y Paul McCartney eran excepcionales, pero también lo fue, a su propia medida, George Harrison, y hasta las canciones de Ringo Starr tienen una simplicidad cautivadora y un poco agalbanada, como un contrapunto escéptico a los desbordamientos emocionales o intelectuales de los otros.


Casi nadie está conforme con los términos de su propio prestigio, y hasta en el éxito más grande hay zonas de resquemor que tal vez agravan los años. Cuarenta y cinco años después de la aparición del álbum blanco a Paul McCartney se le trasluce en las entrevistas una disconformidad honda, no apaciguada por la gloria ni por el dinero, por una fama universal que no tiene casi nadie más en el mundo. A estas alturas, a los setenta y un años, igual que conserva rasgos juveniles ajados y reblandecidos por la edad, también se le nota que siente celos de John Lennon, y que no se resiste a vindicar su propia originalidad de los tiempos de los Beatles, a reclamar una parte de la gloria que se lleva Lennon. Incluso quiere cambiar el orden en la autoría compartida de las canciones que fueron más suyas que del otro: no ya Lennon & McCartney, en el orden alfabético que a todos nos viene a la cabeza, sino McCartney & Lennon, que quizás en algunos casos sea justo, pero que nos suena tan raro como Hardy & Laurel o como Engels y Marx.

Parece mezquino que el superviviente compita con la sombra de quien ya no está, pero es que hay sombras tenaces de muertos que en vez de disiparse crecen con los años, y se superponen a los vivos. El que se fue primero brilla más porque su resplandor fue más breve y por lo tanto más concentrado, y porque la muerte en plena juventud lo absolvió del descrédito inevitable de ir envejeciendo. Al que siguió vivo le toca el papel de destinatario de las preguntas sobre el muerto, y por lo tanto de fuente testimonial para su celebridad póstuma. El que vive, por muy brillante que sea todavía, es un ser humano real. El muerto pertenece a la mitología. La incomodidad de Paul McCartney con la memoria de John Lennon se parece a la de Miles Davis con la de John Coltrane, y tal vez a la de Rafael Alberti con García Lorca, y a la mucho más matizada de Dizzy Gillespie con Charlie Parker. La vida y la carrera de cada uno continuó después de la muerte de quien fue su camarada de juventud, pero es como si no importara mucho lo que ellos hicieron después, como si debieran vivir para siempre atrapados en el tiempo cada vez más lejano que compartieron con los muertos.


Ahora me acuerdo de que estuve cerca de Paul McCartney una vez, hace tres o cuatro años. Fue en una sala de la Neue Galerie de Nueva York, viendo una exposición de Paul Klee. Alto, delgado, en forma, McCartney vestía un pantalón vaquero negro y una cazadora negra. Iba con una mujer rubia más joven que él y los dos se inclinaban para mirar de muy cerca los pequeños cuadros de Klee, y los comentaban animadamente entre sí. Había bastante público en la exposición, pero, a la manera de Nueva York, la gente registraba la presencia de Paul McCartney y al mismo tiempo evitaba hacer visible el reconocimiento. Era raro tener tan cerca de alguien a quien uno admiró como un héroe en su adolescencia, hacia el que ha sentido siempre tanta admiración y gratitud.

El Pais Babelia 02.11.13


Al salir del museo me faltó tiempo para llamar por teléfono a España y contárselo a mi hijo.

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Lou Reed: muere el poeta eléctrico


Fallece a los 71 años uno de los nombres clave del rock
El neoyorquino ha influido a generaciones de músicos
Muere Lou Reed, la voz salvaje del rock

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 1 NOV 2013 -




Lou Reed por Jean-Baptiste Mondino

Parecía indestructible: un neoyorquino agresivo, dispuesto a defender su parcela. Lou Reed presumía de una fortaleza de ánimo que le permitió superar todas las adversidades. Aguantó el electrochoque al que le empujaron sus preocupados padres. Se dio a conocer con The Velvet Underground, un grupo que, a pesar de su actual inmensa reputación, apenas vendió discos. De hecho, sus dos únicas canciones universales, Walk on the wild side y Perfect day, salieron en 1972, en el elepé Transformer,que produjo su admirador Bowie. Y parecía haber sobrevivido al transplante de hígado al que se sometió en abril, que al final ha causado su muerte ayer en Long Island.

Con todo, mantuvo una alta productividad hasta tiempos recientes: se peleaba con las discográficas, cambiaba de productores y seguía adelante, sin grandes ventas. Aparte de la vituperada colaboración con Metallica (Lulu, 2011), se había apartado del rock y el formato canción. Casi de tapadillo, lanzaba grabaciones instrumentales, ocasionalmente con un grupo —el Metal Machine Trio— que evocaba su máxima expresión de libertad creativa: el doble Metal machine music (1975), una colección de feedback y otros extremismos sonoros.

De alguna manera, Lewis Allan Reed (1942-2013) se deleitaba en llevar la contra a lo que esperaban de él. Eran muy celebrados sus encuentros con el periodista musical Lester Bangs, que exigía cierta moralidad a sus ídolos. Reed arguía la sacrosanta libertad del creador. Se burlaba del (indudable) daño que hizo aquella parte de su espectáculo en que parecía inyectarse con heroína: “¿es que no saben distinguir entre el teatro y la realidad?”.

Y añadía, con sorna: “¿Cómo sabían que en la jeringuilla había heroína?”. Tenía razón, aunque olvidaba oportunamente su monumental Heroin (1967), que tan atractiva hacía la opción de la vida opiácea, también evocada ese mismo año en I'm waiting for the man. En realidad, se supone que la droga que más le atraía era la anfetamina, en su versión inyectable muy usada en el círculo del vampírico Andy Warhol. Y que nadie vea aquí un insulto a Warhol: Lou, en compañía del sufrido John Cale, sacaría en 1990 Songs for Drella, recordando su apodo entre los íntimos, un cruce de Drácula y Cinderella (Cenicienta).

Aparte de haber frecuentado un ambiente tan enrarecido como el de The Factory, donde se desarrollaba una competencia mortal por ser la fiera más cool del bestiario, se me ocurren otras razones para su agresiva altivez. Aunque Lou había pasado una temporada en los margenes del Brill Building, la industria del pop juvenil, grabando discos baratos como The Primitives, sus primeros álbumes reventaron los límites de lo que se podía contar en una canción pop. Sin embargo, se le escatimaron los elogios.

Bob Dylan o John Lennon podían relatar sus transgresiones de forma elíptica; Reed era directo y contundente, como Raymond Chandler y otros autores de su querida novela negra. En vez del clásico conflicto de chico-chica, el cancionero de Lou introducía a homosexuales, travestidos y otras criaturas exóticas. Sus protagonistas podían odiarse, practicar el sadomasoquismo e incluso matar. En medio del ensueño jipi de los sesenta, aquello sonaba a aberración neoyorquina.

Esa falta de sincronía generacional explica que Lou Reed nunca llegara a gran estrella en Estados Unidos. Pude comprobarlo en 1986, viajando a Atlanta (Georgia) para entrevistarle. El fotógrafo se mostraba escéptico: no creía que mereciera tal desplazamiento. Como una broma, fuimos preguntando a todos los estadounidenses que nos cruzábamos si conocían a Lou Reed. Y no, no les sonaba. Si mencionábamos que cantaba, le confundían con el vocalista negro Lou Rawls. Sólo en Atlanta, un taxista hirsuto le pudo identificar: “Claro, el de The Velvet Underground. ¿Sigue vivo?”.

Felizmente para Lou, Europa se mostró encantada ante semejante outsider. El patrocinio de David Bowie le permitió encajar fugazmente en un movimiento popular, el glam rock. Con todo, la leyenda pesaba más que la realidad de su obra: mitificado por nuestros dibujantes de tebeos underground, Nazario terminaría demandándole por plagiar un dibujo suyo para un disco en directo.

En la mente popular, era un connoisseur de todos los vicios posibles, la excusa para desmadrarse en público. Lou Reed se enfrentó con levantiscas multitudes europeas que peleaban con la policía o —caso de Madrid— asaltaban y saqueaban su escenario. Con el tiempo, Lou actuó en recintos más refinados, donde pudo demostrar su fascinación por el sonido en compañía de instrumentistas de primera, alternando sus melodías más sigilosas con las exhibiciones de decibelios.

A la vez, exigía implícitamente que se reconociera su categoría literaria. De alguna manera, gracias en parte a su matrimonio con la artista Laurie Anderson, consiguió ser aceptado en los ambientes de la alta cultura de Nueva York: se atrevía con Edgar Allan Poe en The raven, su Berlin fue filmado en directo por Julian Schnabel, el Metal machine music fue adaptado para orquesta de cámara, se publicó la integral de sus letras. Uno confía en que Lou, tan huraño y tan desconfiado, disfrutara de ese beneplácito tardío.

El Pais 01.11.13

lunes, 28 de octubre de 2013

Mi amigo LOU REED por Albert Monteys




No me he podido resistir a incluir el homenaje a Lou Reed por parte de Albert Monteys (en el caso de quien no reconozca al autor, recomiendo lea la revista El Jueves) incluido en THE FUNNY PAGES el Tumblr de Albert Monteys. 

LOU REED "TRANSFORMER" 1972 RCA




La maldición historicista ha condenado a "Transformer" a vivir a la sombra de sus causas y sus consecuencias, porque resulta imposible desligarlo del catálogo de maravillas de The Velvet Underground y del estremecedor "Berlín"'(1973). También ha de soportar el peso de esa retórica del rock que habla de un Lou Reed rescatado de la mugre por David Bowie. Incluso ha de resignarse a ser considerado el álbum menos personal de su autor. Paradójicamente, el culpable de todo ello es el propio Lou Reed, enfrentado a posteriori a "Transformer" como si fuera un hijo no deseado. ¿Porqué? Seguramente porque el éxito de este disco, debido en buena parte al talento de Bowie, fue un insulto para su ego.

Cuando se desentendió de The Velvet Underground, debía responder a una pregunta clave: ¿cómo ser Lou Reed? Escapó del anonimato neoyorquino camino de Londres. Allí grabó su debut en solitario, "Lou Reed" (1972). Erró el tiro, quiso ser Lou Reed dejando de ser quien había sido, pero acudiendo a siete descartes de The Velvet Underground para armar un listado con sólo tres composiciones nuevas (entre ellas, un esbozo primitivo de "Berlín"), Y se equivocó sobre todo al elegir a Rick Wakeman y Steve Howe como segundos de a bordo. Ese disco salió en mayo del 72. En agosto ya estaba en los estudios Trident trabajando en "Transformer" en compañía de Bowie y Mick Ronson, responsables de una producción intuitiva, con arreglos que parecen improvisados en un arrebato de genialidad y que en conjunto confieren al disco un fascinante aire de extravagante cabaret intimista. Parece un despropósito sin sentido, con el bajo en primer plano, una tuba encantadoramente pomposa, la batería perfumada de swing, unos coros que son parodia del doo wop... Bendito despropósito.

Ahí está Reed para encauzarlo todo con su voz nasal, administrando el feedback con la guitarra y aprovechando esa irrepetible conjunción del verano del 72, cuando un estornudo de Bowie era una genialidad. Y tuvo uno ciertamente insólito: decidir que Ronnie Ross, su profesor de saxo, culminara la narración de "Walk On The Wild Side", la cima del Reed cuentacuentos que inicialmente iba a formar parte de un espectáculo teatral que no llegó a realizarse, basado en la novela de Nelson Algren "A Walk On The Wild Side" (1956). La idea era de Andy Warhol, pero Reed recogió el título para dibujar viñetas del costumbrismo marginal propio de la Factory desde una ambigua distancia: aquél no era su lado salvaje, sino el de otros... pero lo conocía de primera mano.

Había llegado el momento de rendir cuentas con inteligencia, evitando el tono confesional de la puta arrepentida pero sin escatimar veneno. Y no le importó la admiración que Bowie sentía por Warhol. "Transformer" es un juicio con el pope del pop art en el banquillo. "Cuando te veo venir, sólo quiero largarme corriendo /No eres la clase de persona con quien quiero estar". Lo dice en "Vicious". En "Andy's Chest", escrita en tiempos de terciopelo (como la magnífica "Satellite Of Love") después de que Valerie Solanas disparara contra Warhol, lo describe como "un oso desnudo de color rosa y mente febril", un adicto al teléfono a quien le dedica también "New York Telephone Conversation". Sin embargo, no están muy claros los cargos contra Warhol porque Reed utiliza la condescendencia para disimular su inseguridad y se pasea por el filo de la ambigüedad fascinación-repulsión sin perder el equilibrio. Incluso la inocente "Perfect Day", una de sus mejores composiciones, y las más intrascendentes "Make Up"y "Goodnight Ladies" parecen esconder un inquietante mensaje secreto.

Reed acertó a ser Lou Reed, pero tuvo que compartir su triunfo con el Bowie que ese mismo año había publicado "Zlggy Stardust". Y su ego no se lo podía permitir. Luego llegó "Berlín", otro Lou Reed, y ya nunca volvió a ser el de "Transfomer".

XAVIER CERVANTES

jueves, 24 de octubre de 2013

Música para el optimismo: Pink Martini


Los 12 músicos de Pink Martini pueden tocar temas originales y clásicos en cualquier idioma
Con más de 25 millones de álbumes vendidos, publican 'Get happy'
FERNANDO NEIRA Portland 31 AGO 2013



Pink Martini. / HOLLY ANDRES

Thomas Mack Lauderdale es el orgulloso propietario de un iPhone 4, pero esa es la única de sus posesiones que le acredita plenamente como un ciudadano del siglo XXI. Y ni siquiera le saca provecho a las prestaciones más elementales de la máquina: los teléfonos de sus allegados no los memoriza en la agenda del teléfono, sino que prefiere marcarlos dígito a dígito cada vez que los utiliza, por aquello de mantener en forma la materia gris. “Nunca fui bueno con las matemáticas, pero sí con los números”, argumenta este músico tan genial como extravagante de 43 años, licenciado cum laude en Historia y Literatura, eterno aspirante a la alcaldía de su ciudad, fundador de la “pequeña orquesta” Pink Martini en 1994 y propietario de un ropero amplio a la par que monótono, integrado por docenas de trajes, camisas blancas y pajaritas lisas o de lunares. Si se encuentran a un hombre bajito y sonriente de esa guisa caminando por las calles de Portland (Oregón), con los ojos rasgados y unos andares casi chaplinescos, seguro que se trata de él.

En Lauderdale confluyen la persona y el personaje, el creador compulsivo de sabiduría enciclopédica (siempre que no le preguntemos por algún músico posterior a 1970) y el hombre caótico, risueño y disparatado que consume cigarrillos puros con aroma a clavo y jamás sale de casa sin una carterita roja, como de escolar relamido en los años setenta. En su interior encontraremos, como mínimo, alguna de sus cámaras Polaroid del año 1964, una de sus mayores y más irrenunciables pasiones. “Eran máquinas de lente grande, magníficas, concebidas para durar”, explica delante de un inmenso archivador de tres alturas donde atesora varios miles de instantáneas en blanco y negro, razonablemente ordenadas por temas y categorías. ¿Dónde consigue la película para tan vetustos cacharros? “Bueno, tengo mis proveedores”, responde con gesto enigmático mientras descubre docenas de carretes sin desprecintar en un cajón contiguo. “Están todos caducados. Pero funcionan”.


Nos encontramos en el número 728 de la Primera Avenida de Portland, una ciudad pequeña (600.000 habitantes) y en cuadrícula a orillas del río Willamette que se ha convertido, entre Pink Martini y demás pléyade de ilustres creadores, en uno de los epicentros mundiales de la bohemia. Thomas es gran amigo del cineasta Gus van Sant o de Courtney Taylor-Taylor, el cantante de The Dandy Warhols, pero estas calles también han visto crecer al padre de Los Simpsons, Matt Groening, a bandas como The Shins y The Decemberists o al malogrado cantautor Elliott Smith. El edificio en cuestión es una antigua fábrica erigida en 1878 que Lauderdale rehabilitó a finales del siglo pasado para convertir sus tres plantas en domicilio particular, sala de ensayos y cuartel general de Pink Martini y su discográfica, Heinz Records. En letras doradas, una frase en el frontispicio de la vieja factoría de marcos para cuadros delata a su actual propietario: “Je ne veux pas travailler”. Es el verso clave (“yo no quiero trabajar”) en el estribillo de Sympathique, la canción en francés con la que Lauderdale y su casi siempre inseparable cantante, China Forbes, acertaron en el centro de la diana allá por 1997. Solo los derechos de aquel tema sirvieron para que Thomas adquiriese el añejo edificio en el downtown y China, su chalet en el sureste de Portland, la zona más residencial y plácida de la ciudad.

“Aquello fue un indudable golpe de suerte”, corrobora la propia Forbes. “Habíamos tomado prestados algunos versos de Guillaume Apollinaire y pensábamos que en Francia nos pondrían mala cara, pero a la semana de aterrizar en París estábamos firmando autógrafos… Y me siento muy orgullosa de haber escrito un tema que los franceses sienten como parte de su propia cultura”. Sympathique permanece aún hoy en el recuerdo como una mágica alineación de planetas: una deliciosa melodía atemporal que cualquiera imaginaría en los labios de Edith Piaf, un monumento al hedonismo y la holganza justo en el momento en que el Gobierno de Jospin promulgaba la jornada laboral de 35 horas y, para redondear la carambola, la decisión de Citroën de promocionar su Xsara Picasso en todo el mundo con aquella partitura. Ironías del destino: el capitalismo multinacional acabó consagrando a Pink Martini, una banda muy a la izquierda del Partido Demócrata y genuinamente comprometida con los derechos sociales, la defensa de las minorías o la redistribución de la riqueza. “Sin ir más lejos”, admite Lauderdale, “jamás aprovecho los viajes del grupo para salir de compras. Me aburre muchísimo. Visito tiendas de discos y colecciono globos de nieve, esos souvenirs tan típicos, pero nada más. El consumismo no me interesa, así que la historia del éxito de Pink Martini puede parecer paradójica. Seamos sinceros: lo es”.

El “lugar” de Thomas Lauderdale, como él mismo define su polivalente edificio del 728, es un microcosmos personalísimo y fascinante con más atractivo, a buen seguro, que tres de cada cuatro museos en Estados Unidos. Un bendito anacronismo, como la propia música de la banda. El músico atesora allí insólitas pertenencias (una vidriera con banderines de Oregón, su flamante título de “Adolescente del año”), pero las sorpresas para el buen fetichista se suceden por cada recodo. “El turbante en el maniquí sobre el piano es el que lucía Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes”, anuncia nuestro anfitrión pocos momentos antes de sortear “el sitar que utilizó Peter Sellers para El guateque” o detenerse frente a un impresionante retrato fotográfico femenino “del amigo Van Sant”.

La colección de revistas clásicas resulta abrumadora, con particular inclinación por Life. “De estas páginas nació esa estética a la vieja usanza que define al grupo”, admite Thomas mientras ojea un ejemplar de junio de 1959, donde un tal Allen Ginsberg teorizaba sobre la “generación beat”. Dos viejas puertas de madera con la silueta de una cat woman flanquean las escaleras de acceso a la primera planta: hasta hace unos años servían como entrada principal al Mary’s Club, el mítico local de Portland donde las bailarinas se contornean completamente desnudas tras escoger ellas mismas la música en una vieja rockola. Para las estancias más privadas quedan aquellos óleos en los que hermosos jóvenes exhiben su belleza esbelta sin un solo atisbo de ropa.

En el cuartel general de Lauderdale / Heinz / Pink Martini suena música dulce y sus moradores transmiten siempre un extraño sosiego, pero la actividad se intuye frenética estos días. El becario Cole Jackson, un rubiales guaperas de 18 años recién cumplidos, revolotea con el café de una planta a otra y se afana en la hercúlea tarea de ordenar las decenas de miles de partituras que su jefe acumula frente al piano. Pero el vértice sobre el que confluyen todas las miradas es Bill Tennant, de 45 primaveras, un hombre de perilla cana que ejerció como violinista “en unos cuantos cientos de bandas” hasta que hace seis años lo dejó todo para convertirse en el mánager de los Martini. A su derecha, un enorme calendario luce un gran recuadro a la altura del martes 24 de septiembre: “¡Lanzamiento de Get happy!”. Y desperdigadas por las mesas, las pruebas con la portada definitiva: un crío de preciosa mirada ensoñadora entre una nube de globos de colores. El muchacho se llama Cameron, tiene cuatro años y es el primogénito de China Forbes. Para amantes de los trivials: la mujer bailonga en la portada de Hey Eugene (2007) era la mamá de China, mientras que el hombre que alza a un pequeño en Hang on little tomato (2004) es Kerby Roy Lauderdale y su hoy ilustre retoño.

Get happy se convertirá así en el quinto trabajo (al margen de antologías, colaboraciones y demás rarezas) de Pink Martini y certificará la singularísima naturaleza de esta formación a medio camino entre Hollywood, el cabaret, la canción demodé, los clubes de jazz o las orquestas de baile cubanas. Hay, como siempre, esa innegociable vocación cosmopolita que hace de los Martini la única banda políglota del mundo anglosajón, esta vez con canciones en inglés, francés, castellano, japonés, alemán, turco, rumano, mandarín y farsi. Lauderdale ha seguido sofisticando sus arreglos, que suenan arrolladores y pomposos, tan encantadores para una velada íntima en el salón como rutilantes cuando sus doce músicos se suben a un escenario. Y tanto el colorido como la atemporalidad de ese repertorio tan irrefutablemente clásico pueden invitar a elevar el ánimo y consagrarse al escapismo, a la confortable evasión. Un aspecto, en el fondo, que por primera vez extiende un halo de pesadumbre en el discurso de Thomas.

“El título lo eligió mi novio, Philip, del que me separé hace tres meses”, se sincera. “Ahora tengo miedo de que pueda sonar irónico. No soy un iluso: es obvio que el mundo se ha convertido en un lugar oscuro, desde Estados Unidos a Grecia, España o Afganistán. Solo pretendo trasladar un mensaje de esperanza más allá de la desazón, invitar a cada oyente a que encuentre motivos para el optimismo, aunque ni siquiera el repertorio sea particularmente alegre”. Y resume, con mueca sarcástica: “El álbum es edificante, pero reflexivo. Quizás habría sido más apropiado titularlo Get confused…”.

Todo ello es cierto. Get happy inducirá al buen humor más por el minucioso oropel sonoro que por el argumento de sus canciones. En castellano, la nueva cantante oficial Storm Large se atreve con un monumento a la incertidumbre amorosa como Quizás, quizás, quizás (“es cierto que ya la han grabado Nat King Cole y casi todas las orquestas del mundo, pero casi siempre a un tempo demasiado rápido”, se justifica Lauderdale). Y el periodista radiofónico de Portland Ari Shapiro, también gay y hoy corresponsal en la Casa Blanca (“es la persona más perfecta que conozco: alto, especialmente atractivo, buen marido”), asume Yo te quiero siempre, el tristísimo clásico del cubano Ernesto Lecuona. Otra pieza tan hermosa como devastadora, She was too good to me (Rodgers y Hart), convierte al trombonista Robert Taylor en un Chet Baker aún más melancólico. En cuanto al único tema original del disco, escrito por China Forbes junto a su querido Philippe Katerine, basta con anotar el título para adivinar su desolación: Je ne t’aime plus.

Como platos fuertes aún quedan Zundoko, un descacharrante clásico que los Drifters japoneses registraron en 1969 (cuidado con el onomatopéyico estribillo); la lectura póstuma de Smile, de Charles Chaplin, a cargo de su amiga y comediante Phyllis Diller (falleció pocas semanas después de la grabación, a los 95 años), o una canción iraní de amor, Omid zendegani, que Dinah Shore, el equivalente en los años sesenta a Oprah Winfrey, interpretó ante las cámaras en 1964 (“¿se imaginan lo que sucedería hoy si una presentadora de la televisión pública estadounidense se pusiera a cantar en farsi?”, anota Thomas). Y en esas irrumpe, claro, Rufus Wainwright, que asombrosamente aún no había grabado con Pink Martini pese a la manifiesta confluencia de talantes. Y acontece que el disco asciende de la elegancia a la exquisitez.

“Rufus tenía que grabar para nosotros Get happy porque adora a Judy Garland. Maticemos: siempre ha sido Judy Garland, así que China aceptó el reto de convertirse en su Barbra Streisand particular”, se carcajea Lauderdale. Mayor es la sorpresa con Kitty come home, un tema compuesto por Anna McGarrigle, tía de Wainwright. “Pensé que contaba la historia de un gatito [kitty en inglés]”, revela el líder de los de Oregón, “pero en realidad es un mensaje para Kitty, como llamaban cariñosamente a Kate McGarrigle. Su hermana la invitaba a que abandonase de una vez a Loudon Wainwright y se volviera con sus hijos, Rufus y Martha, a Canadá. Y juraría que Rufus nunca ha sonado tan emotivo como en esa grabación”.

A Thomas Mack Lauderdale le hierve estos días el iPhone en el bolsillo y admite que aún revolotea alguna mariposa por su estómago ante el inminente alumbramiento de esta nueva criatura discográfica. Pero dispone de indicios tranquilizadores: varios temas de Get happy ya sonaron el año pasado en los conciertos de Barcelona y Madrid, con los que Storm Large se labró el cariño del público peninsular, y la banda interpretó casi todo el disco este julio pasado durante sus tres noches consecutivas en el mítico Hollywood Bowl de Los Ángeles. En cualquier caso, él dispone de sus propios sistemas de comprobación para verificar si una grabación de Pink Martini merece salir a la luz.

Cuando vivía mi perro, Heinz [el que da nombre a su discográfica], le ponía nuestras canciones. Tenía mucha sensibilidad; si no le gustaban, se volvía muy irritable. En tal caso, la canción no pasaba el corte.

—¿Habla en serio?

El músico frena en seco su Toyota Corolla de alquiler e interpela al periodista con firme cordialidad:

—Por supuesto que estoy hablando en serio.

—¿Y ha encontrado algún otro animal de esas mismas características?

—Aún no. Por eso ahora hago esas comprobaciones con niños de menos de cuatro años. A esas edades aún no tienen capacidad para decidir qué quieren escuchar, pero sí para mostrarte su desagrado si lo que les pones no les convence.

—¿Presentará en algún momento su candidatura a la alcaldía de Portland?

—Acabé renunciando a la política y a tocar en las bodas de los amigos —”tengo un índice de divorcios del 95%”—.

pero lo lo acabaré haciendo, aunque para ello necesitaría días de 48 horas.

—¿Concibe la posibilidad de no hacer nada en algún momento del día?

—No, pero a veces, para relajarme, paso la aspiradora.

—¿Eso le relaja?

—Sí. Consigues en pocos minutos una rotunda victoria sobre el polvo. Ese es un triunfo más sencillo que liderar una banda de doce músicos.

—Pero no es descansado.

—No hay problema. Descansaré cuando me muera.



Get happy se publica en todo el mundo el 24 de septiembre en Heinz / Naïve Records.

Pink Martini actúa en Madrid en La Riviera el 20 de octubre y en Barcelona en el Palau de la Música el 22 de octubre.


El Pais Babelia nº1136 (31.08.13)

domingo, 20 de octubre de 2013

Flyers (año 2002)



 Hace once años, estando en Londres, conseguí unos cuantos flyers, un cruce entre entrada, octavilla de publicidad y presentación. Estos son tan solo unos pocos de los que tengo.
En aquel entonces la fiebre de los locales era muy intensa.





















sábado, 19 de octubre de 2013

Goomer





Publicado en el Pequeño Pais de el Pais Semanal año 1988

domingo, 22 de septiembre de 2013

El hombre de azúcar

El cantante Sixto Rodríguez es el símbolo de la música como himno de batalla y. ancestral alimento del alma

Por Carlos Boyero







CUENTAN DE Sixto Rodríguez que se movía como un fantasma y siempre caminando por las calles más lumpen de Detroit, la ciudad de los coches. Cuentan que actuaba a principio de los años setenta en un garito donde el humo hacía invisible a todos los que estaban allí y que solo aceptaba citas para posibles trabajos en las esquinas y los callejones de su barrio, que no jugaba coquetamente a ser misterio ocultándose detrás de sus permanentes gafas negras sino que verdaderamente lo era y que sus canciones desprendían inmediata fascinación para su escaso público. Oyes esa música y esas letras y piensas inevitablemente en Bob Dylan. No hay intento de plagio, Rodríguez es genuino, pero el tono y la calidad de esa escritura te recuerdan ciertas épocas del inmenso creador de Blonde on blonde. Y Rodríguez grabará dos discos que no escuchará ni dios en Estados Unidos. No se volverá a saber nada de aquel enigmático y lírico chico que prometía tanto, aunque circulan rumores convenientemente desgarrados de que el incomprendido puso telón final a su fracaso quemándose a lo bonzo en un escenario o que la palmó de una sobrédosis. Pero resulta, por esas poéticas paradojas de la vida, que alguien llevó esos discos a la Sudáfrica del apartheid poco después de ser editados. Y el personal flipó, esas canciones se convirtieron en el cotidiano himno de batalla de todos los que renegaban del estado de las cosas, se enamoraron a perpetuidad del tal Rodríguez y transmitieron esa pasión a sus hijos. Este es el hipnótico arranque del precioso documental Searching for sugar man. Y luego ocurren cosas que te colocan un nudo en la garganta, un retrato conmovedor de la dignidad y la capacidad de resistencia en un universo que valora tanto la autodestrucción de sus legendarios héroes, de la afirmación en la vida cuando los sueños se han roto injustamente. Posee el aroma de esos cuentos que se atreven con algo tan poco prestigioso como empeñarse en certificar un final feliz. Pero el autor no se ha inventado nada, todo lo que nos están narrando afortunadamente es real.

Nunca sabremos lo que hubiera llegado a componer Sixto Rodríguez si su música hubiera encontrado eco en Estados Unidos, si la supervivencia no le hubiera impuesto aparcar aquello para lo que estaba tan dotado. Pero sí sabemos gracias a Treme, esa serie tan original como fresca que ha creado un tipo extraordinario llamado David Simón, que es imposible renunciar a la música para muchos habitantes de esa devastada Nueva Orleans con la que se ensañó el Katrina y posteriormente el desdén del Gobierno hacia su tragedia. Siguen viviendo para la música, ancestral alimento de su alma, aunque tengan que buscarse otros oficios para intentar comer todos los días. Es muy revelador el capítulo en el que Elvis Costello acude a un garito que no está adulterado, sin concesiones hacia el turisteo, un templo en el que han desplegado su talento muchas generaciones de músicos. Alguien previene a un virtuoso sobre la personalidad del visitante, le revela que es una estrella del rock y que es posible que le contrate para su banda si le deslumhra esa noche. Pero este, que se siente felizmente ignorante de la fama de Costello, le responde a sus colegas que el no concibe su existencia fuera de ese bar en el que lleva tocando durante toda su vida la música que le gusta, rodeado por su gente, que se la suda la pasta y el prestigio que podría conseguir con Costello si tiene que renunciar a su ambiente. Treme habla con profundidad, gracia, cercanía emocional, complejidad, humor y ternura de la gente cuya existencia solo adquiere sentido gracias a su irrenunciable matrimonio con la música.

Imagino que la música sigue representando algo fundamental para mucha gente joven. Aunque aparezcan noticias tan desalentadoras como que en una encuesta realizada en la Universidad de La Rioja solo uno de cada cuatro estudiantes sabe qué es Wilco, o sea, la banda que lleva casi dos décadas haciendo una música destinada al clasicismo. Pero es probable que ninguno ignore a qué se dedican los edulcorados y facilones Coldplay.

También es mosqueante que en las tiendas de discos (exagero, ya han cerrado casi todas, solo quedan los departamentos de música de las grandes superficies) la escasísima gente que ojeamos discos estemos cercanos a la tercera edad, con inevitable aire de náufragos. Supongo que es un anacronismo gastar dinero en música cuando puedes conseguirla gratis a través de Internet, o que te la traigan en un aséptico paquete a tu casa por medio de Amazon. Aquella costumbre tan gozosa de dar una vuelta, para rastrear discos, libros y películas en tiendas especializadas en esos impagables materiales ya pertenece a la inútil melancolía.

Y los grandes músicos con los que hemos crecido varias agradecidas generaciones dosifican durante demasiado y angustioso tiempo sus nuevos inventos. David Bowie ha tardado diez años en volver a parir, pero escuchas algunas canciones del anhelado The next day, como las extraordinarias Love is lost y Were are we now, y reconoces las viejas y maravillosas esencias de este tío. Y aunque el último disco de Van Morrison, Born to sing: No plan B, no ofrezca motivos para entonar el aleluya hay canciones como Open the door y Goin down to Monte Carlo en las que te encuentras con el hombre que creó los inmortales Moondance y Astral weeks. Y puedes oír muchas veces y con placer progresivo el Tempest de Bob Dylan. No es mucho, pero sí consuela. Algo queda del esplendor en la hierba.

El Pais Babelia 20.04.13

Los Beatles al servicio de la radio pública


La historia nos ha legado la imagen de unos Beatles triunfadores, lideres juveniles. Pero antes tuvieron que pasar por el aro y ejercer como leales servidores del show business.

DIEGO A. MANRIQUE 16 SEP 2013


La historia nos ha legado la imagen de unos Beatles triunfadores, lideres juveniles a la par que dominadores de las secretas técnicas de Abbey Road, tirando del resto de los artistas pop. Digamos que esa fase imperial corresponde a la segunda mitad de los sesenta. Pero antes tuvieron que pasar por el aro y ejercer como leales servidores del show business.

Entre otras concesiones, eso suponía grabar sesiones para la BBC, que entonces monopolizaba la radio en el Reino Unido (curiosamente, ya había televisión comercial desde los años cincuenta). Vigilada por el poderoso sindicato de músicos, que limitaba la cantidad de discos que podían emitirse, la BBC conservaba los antiguos hábitos: ofrecía actuaciones en directo, aunque frecuentemente, por cuestiones de agenda, estaban previamente registradas en sus estudios. Estudios elementales, donde se grababa en mono.

El inconveniente para muchos artistas era la velocidad con que trabajaba, sin margen para adecentar pistas o disimular pequeños errores. Pero los Beatles lo consideraban un desahogo. Para sobrevivir en los clubes de Hamburgo y Liverpool, podían tocar durante horas sin repetir canciones. Paradójicamente, convertidos en estrellas, sus shows se encogieron: solo podían interpretar sus éxitos y algunos rocanroles.

Así que las sesiones para diferentes programas de la BBC nos permiten conocer cómo sonaba su repertorio de batalla, más allá de las pulcras versiones que George Martin autorizó para rellenar elepés. Como ocurría con todos los conjuntos de la época, que pocas veces se atrevían a componer, resultaba vital contar con un cancionero polivalente, que además les diferenciara del resto.

Paul McCartney ha explicado su metodología. Intentaban escuchar los singles estadounidenses que salían en el Reino Unido, incluyendo las caras B; aquello de que tenían acceso a discos raros que traían los marineros de Liverpool es leyenda urbana. McCartney rompía la heterodoxia seleccionando piezas como Luna de miel, de Mikis Theodorakis (“se la escuché en la tele a Marino Marini, un cantante italiano”) o Bésame mucho (que conocían de los Coasters pero que adaptaron a su gusto gamberro).

Mil veces pirateadas, esas grabaciones de la BBC —que se empezaron a rescatar en 1994— tienen un atractivo extra. Conservan retazos de las presentaciones y conversaciones con los locutores, que revelan que —a diferencia de muchas figuras— no se sentían intimidados por la BBC. Hay destellos de su humor, aunque esa faceta queda mejor reflejada en otros discos que nunca han tenido lanzamiento oficial: los enloquecidos singles navideños que enviaban a los miembros de su fan club. Ya llegaran, no teman.

El Pais 16.09.13

sábado, 21 de septiembre de 2013

Jazz con sabor francés

Nació en Nueva Jersey, pero creció escuchando los poemas de Baudelaire. Con un estilo lírico y sensual, Stacey Kent pone voz y el acento justo al jazz francés en su nuevo disco Raconte-moi... “Es cierto que hay como una epidemia francesa entre las cantantes americanas. Supongo que lo francés ejerce un atractivo exótico”, asegura


Stacey Kent, la más afrancesada de las cantantes de jazz. Foto: Nicole Nodland


Por Chema García Martínez

LLEVA EL PELO CORTADO a lo garçon, lee a Baudelaire y cuenta con una Medalla de las Artes y las Letras de Francia. Stacey Kent (Nueva Jersey, 1968) canta jazz y no es francesa..., aunque por poco: “Soy americana de pasaporte y francesa de corazón”, confiesa. La más afrancesada de las cantantes de jazz en ejercicio publica Raconte-moi..., su primer disco completamente en francés, con versiones de Benjamin Biolay, Paul Misraki, André Manoukian... y los textos de crédito, únicamente, en el mismo idioma. “Ahí yo no he tenido que ver”, aclara.

PREGUNTA. Uno siempre tiene la duda con usted de si es una cantante francesa que nació en Estados Unidos o una cantante estadounidense a la que le gusta la nueva cocina de Francia.
RESPUESTA. Soy un poco de todo. En estos momentos tengo mi base en Londres por razones prácticas, teóricamente vivo en América, y en realidad el país en el que paso más tiempo es Francia.
P. Un amor, el suyo, por lo francés que no es un idilio pasajero...
R. Mi abuelo paterno, que era de origen ruso, me imbuyó del espíritu francés. Él sólo me hablaba en francés, me hacía ver películas francesas, incluso me recitaba los poemas de Baudelaire, pese a que yo no comprendía una palabra. Él fue quien me puso los primeros discos de Serge Gainsbourg..., al final era como si no viviera en América. Ahora entiendo que he sido una privilegiada: la mayoría de mis compatriotas no tienen el menor interés por lo que ocurre en el resto del mundo.
P. Algunas de sus compatriotas, como Madeleine Peyroux, Dee Dee Bridgewater o Melody Gardot, también han hecho sus pinitos en el idioma de Molière.
R. Es cierto que hay una “epidemia francesa” entre las cantantes americanas. Supongo que para nosotros lo francés ejerce un atractivo romántico y exótico..., de todas formas, ellas y yo hemos seguido caminos diferentes. Yo he nacido y crecido en América, pero al mismo tiempo he estado inmersa en la cultura francesa desde niña.
P. Se entiende que grabar un disco en francés ha sido para usted un acto natural.
R. En ningún momento me planteé grabar un disco por el mero hecho de hacerlo en francés. Para mí, cantar en francés es una obviedad, y una bendición, porque la cultura francesa es todo un mundo.
P. Aparte del idioma, ¿tenía alguna idea previa acerca del repertorio?
R. Raconte-moi... es el álbum más personal e íntimo de mi carrera. Mi idea era reproducir una atmósfera precisa que me permitiera explorar el fondo de armario de la poesía francesa, su dulzura y su ternura. En realidad, en este disco estoy contando mi propia vida de una forma metafórica. Por ese motivo no quise seleccionar 12 canciones que sonaran bien sin más, sino que estuve literalmente “inmersa en canciones” hasta elegir las que encajaban perfectamente, y estoy orgullosa del resultado.
P. ¿Sería posible un disco como éste en otro idioma que no fuera el francés?
R. Cada lengua tiene su propia personalidad, no son sólo los textos, también la pronunciación, el ritmo..., incluso físicamente, el acto de cantar en un idioma u otro es distinto. El francés, por ejemplo, es un lenguaje tierno y sensual. Pero siempre hay que entender lo que uno está cantando. Reproducir las palabras fonéticamente es un recurso demasiado pobre. Hay que penetrar en el idioma hasta alcanzar el inconsciente. Ahora mismo estoy con un profesor de portugués con vistas a mi próximo proyecto.
P. Supongo que tiene que ver con su interés por la bossa nova. En Raconte- moi... ha incluido una versión de Águas de Março, de Jobim, traducida por Moustaki.
R. Pero eso no quiere decir que haya cerrado el “capítulo francés”, de hecho, ahora estoy trabajando en nuevas canciones, y mantengo las del disco en mi repertorio.
P. En su página de Facebook puede vérsela radiante acompañada por Moustaki.
R. Es que, cuando le vi ahí, junto a mí, no me lo podía creer. Fue un honor cantar junto a él.
P. El disco incluye un tributo a Henri Salvador, con su interpretación de Jardin d’hiver.
R. Únicamente coincidí con él en un espectáculo televisivo, y por supuesto quería recordarle, pero, sobre todo, es que es una canción de amor a la naturaleza muy hermosa, aunque no sea suya, pero formaba parte de su repertorio.
P. Si tuviera que elegir una canción del álbum como single, ¿cuál seleccionaría?
R. Raconte-moi..., sin duda. Es la canción de amor perfecta. Habla del mundo interior de la pareja, lo que ocurre de puertas adentro, y cuando los amantes salen al exterior y se enfrentan al mundo real. Cada vez que la canto cierro los ojos y veo a dos personas amándose. Que una simple canción me permita hablar de algo tan íntimo y tan bonito me parece lo más hermoso del mundo.
P. En su caso, trabajo y amor van unidos. Raconte- moi... está producido y arreglado por su marido, el saxofonista Jim Tomlinson.
R. Entre nosotros hay una compenetración casi telepática, derivada, creo yo, de la vida en común. Jim me ha ayudado a crecer como artista, con él siento que estoy en buenas manos. Pero no es sólo él, también los músicos que me acompañan. Porque una cosa es tocar con un músico y otra tener en torno a ti a un grupo de personas capaces de escuchar las ideas de los demás.
P. ¿Qué se siente cuando su país de adopción le concede a uno la máxima distinción artística?
R. Fue algo inesperado y grandioso. Ni por lo más remoto podía haberme imaginado que el Ministerio de Cultura me había “echado el ojo” y, de repente, me vi convertida en “embajadora de la música”. ¡Yo no tenía ni idea de que estaba haciendo algo por alguien! Y ahí estaba la ministra Christine Albanel en persona imponiéndome la medalla en reconocimiento a mi trabajo llevando la música francesa fuera de Francia.
P. Steven Tyler, líder de Aerosmith, la citó entre sus dos cantantes favoritos junto a Willie Nelson.
R. Pues para mí constituye todo un honor, porque ¡adoro a Steven Tyler! Cuando me llegó la noticia, me dejó fuera de combate. Entiendo que puede resultar extraño que alguien como Tyler escuche mi música, pero la música es la música y ya está. Al final, lo que queda es la emoción. Hay músicas para todos los estados de ánimo, yo puedo en un momento sentirme como Maria Callas y en otro como Steven Tyler. Mi sensibilidad es obviamente jazzística, vivo en un mundo distinto del de él, pero eso no significa que no disfrute con su música, ¿por qué no habría de hacerlo? 
Stacey Kent actuará en el teatro Häagen Dazs de Madrid el próximo 25 de mayo, www.staceykent. com. www.facebook.com/StaceyKent.






Stacey Kent
Raconte-moi...
Blue Note / EMI

STACEY KENT podría pasar por una de estas americanas chifladas por el Viejo Continente como aquella Audrey Hepburn que desembarcaba en París a la búsqueda del “enfaticalismo” y acababa vestida por Givenchy. Como prueba de esa querencia continental y francófona, aquí nos viene con este álbum íntegramente en francés y como marca de la casa, el acento jazzy que le imprime su marido, saxofonista y productor, Jim Tomlinson. Aunque no es todo jazz lo que reluce ni tampoco chanson lo que acaba por ser, Kent consigue salirse con un trabajo muy personal donde sus hilitos de voz acaban por llenarlo de un perfume sensual y lírico, y con estas armas logra trazar la regla de tres imposible de hacer algo sofisticado y a la vez de una sencillez prodigiosa. En el menú francés, selección exquisita, las Aguas de marzo de Jobim pasadas por la versión que en su día hizo Moustaki, temas añejos como L’etang que cantara allá por los años cincuenta la actriz Danielle Darrieux, el Jardin D’hivern de Henri Salvador, Les vacances au bord de la mer de Michel Jonasz, un músico que debería tener mejor suerte entre nosotros y una versión de punto de cruz, delicada y emocionante de Le mal de vivre de la siempre añorada Barbara. Toda una declaración de amor tricolor. Carles Gámez


EL PAÍS BABELIA 15.05.10