domingo, 3 de noviembre de 2013

El que vive más


El gran arte de los Beatles es seguir pareciendo nuevos al cabo de medio siglo
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 2 NOV 2013



The Beatles, en una foto promocional en los años sesenta.

Un músico joven extremadamente cercano a mí me regala la reedición del álbum blanco de los Beatles que viene con el periódico del domingo. Para él esta música es del todo contemporánea —al fin y al cabo quienes la hicieron tenían más o menos la edad que él tiene ahora—. Para mí viene de una zona del pasado muy anterior a su nacimiento. Y sin embargo para los dos se nos vuelve igual de presente cuando la escuchamos, no domada ni desvaída por el tiempo, fortalecida por los casi cincuenta años que lleva existiendo, tan nueva como entonces, o quizás más aún, porque ahora llega a oídos hastiados por la banalidad omnipresente de las formas más comerciales del pop, las que nos vienen prefabricadas en las radiofórmulas de los taxis y hasta en los pasillos de los supermercados. Parecer nuevo en el momento es relativamente fácil. Seguirlo pareciendo al cabo de medio siglo es un atributo del gran arte. Lo que a mí me entusiasmaba hasta casi el trastorno hacia 1970, en mi provincia aislada, provoca efectos parecidos en un hijo mío que ha viajado por el mundo y ha tenido acceso a muchas más músicas de las que yo podía conocer a su edad, y además entiende las letras que yo intentaba descifrar palabra por palabra con un diccionario, cuando tenía la suerte de que vinieran en la contraportada o en el interior del LP.

Creo que la última vez que escuché completo este álbum fue todavía en vinilo. Por eso es mayor todavía la impresión que me hacen esas canciones escuchadas en el orden que eligieron para ellas tan cuidadosamente los músicos, no aisladas y subdivididas a la manera de ahora, como poemas que fueron pensados para que se leyeran en secuencia, y pierden una gran parte de su fuerza cuando se los despieza en una antología. Como Duke Ellington o John Coltrane, los Beatles tuvieron plena conciencia de la oportunidad estética que ofrecía la innovación tecnológica del LP, no como un soporte donde acumular más canciones, sino como una temporalidad dilatada que permitía amplitudes inéditas a la música popular, confinada hasta entonces en el límite de los tres minutos. Porque se había inventado el LP pudieron llegar a existir obras maestras como el Black, Brown and Beige de Duke Ellington, el A Love Supreme de Coltrane, los grandes discos de madurez de los Beatles. Sargent Pepper’s habría bastado como culminación de cualquier carrera. Pero al cabo de sólo un año vino el más difícil todavía de este álbum blanco que además de duplicar la duración del otro era más radical, inventivo y variado en la música, como si quienes lo hicieron, los cuatro beatles y su productor George Martin, hubieran querido explorar todas las posibilidades sonoras que tenían entre manos, desde la visceralidad del rock and roll primitivo y los blues hasta la música electrónica, incluyendo la tecnología misma de la grabación. La banda pop más comercial que había existido nunca resultaba también la más experimental, empezando por el minimalismo del propio álbum, en el que el nombre del grupo se disuelve en una abstracta blancura, como en una tentativa de huida de la celebridad abrumadora que en unos pocos años había arrastrado como un tifón a aquellos cuatro casi adolescentes de provincia. Que en medio de tal aturdimiento encontraran el sosiego para madurar musicalmente en un plazo tan breve es otro de los misterios de los Beatles en los que apenas pensamos, porque su talento nos parece tan obvio que lo damos por supuesto, igual que aceptamos sin mayor asombro su productividad alucinante. John Lennon y Paul McCartney eran excepcionales, pero también lo fue, a su propia medida, George Harrison, y hasta las canciones de Ringo Starr tienen una simplicidad cautivadora y un poco agalbanada, como un contrapunto escéptico a los desbordamientos emocionales o intelectuales de los otros.


Casi nadie está conforme con los términos de su propio prestigio, y hasta en el éxito más grande hay zonas de resquemor que tal vez agravan los años. Cuarenta y cinco años después de la aparición del álbum blanco a Paul McCartney se le trasluce en las entrevistas una disconformidad honda, no apaciguada por la gloria ni por el dinero, por una fama universal que no tiene casi nadie más en el mundo. A estas alturas, a los setenta y un años, igual que conserva rasgos juveniles ajados y reblandecidos por la edad, también se le nota que siente celos de John Lennon, y que no se resiste a vindicar su propia originalidad de los tiempos de los Beatles, a reclamar una parte de la gloria que se lleva Lennon. Incluso quiere cambiar el orden en la autoría compartida de las canciones que fueron más suyas que del otro: no ya Lennon & McCartney, en el orden alfabético que a todos nos viene a la cabeza, sino McCartney & Lennon, que quizás en algunos casos sea justo, pero que nos suena tan raro como Hardy & Laurel o como Engels y Marx.

Parece mezquino que el superviviente compita con la sombra de quien ya no está, pero es que hay sombras tenaces de muertos que en vez de disiparse crecen con los años, y se superponen a los vivos. El que se fue primero brilla más porque su resplandor fue más breve y por lo tanto más concentrado, y porque la muerte en plena juventud lo absolvió del descrédito inevitable de ir envejeciendo. Al que siguió vivo le toca el papel de destinatario de las preguntas sobre el muerto, y por lo tanto de fuente testimonial para su celebridad póstuma. El que vive, por muy brillante que sea todavía, es un ser humano real. El muerto pertenece a la mitología. La incomodidad de Paul McCartney con la memoria de John Lennon se parece a la de Miles Davis con la de John Coltrane, y tal vez a la de Rafael Alberti con García Lorca, y a la mucho más matizada de Dizzy Gillespie con Charlie Parker. La vida y la carrera de cada uno continuó después de la muerte de quien fue su camarada de juventud, pero es como si no importara mucho lo que ellos hicieron después, como si debieran vivir para siempre atrapados en el tiempo cada vez más lejano que compartieron con los muertos.


Ahora me acuerdo de que estuve cerca de Paul McCartney una vez, hace tres o cuatro años. Fue en una sala de la Neue Galerie de Nueva York, viendo una exposición de Paul Klee. Alto, delgado, en forma, McCartney vestía un pantalón vaquero negro y una cazadora negra. Iba con una mujer rubia más joven que él y los dos se inclinaban para mirar de muy cerca los pequeños cuadros de Klee, y los comentaban animadamente entre sí. Había bastante público en la exposición, pero, a la manera de Nueva York, la gente registraba la presencia de Paul McCartney y al mismo tiempo evitaba hacer visible el reconocimiento. Era raro tener tan cerca de alguien a quien uno admiró como un héroe en su adolescencia, hacia el que ha sentido siempre tanta admiración y gratitud.

El Pais Babelia 02.11.13


Al salir del museo me faltó tiempo para llamar por teléfono a España y contárselo a mi hijo.

www.antoniomuñozmolina.es

Lou Reed: muere el poeta eléctrico


Fallece a los 71 años uno de los nombres clave del rock
El neoyorquino ha influido a generaciones de músicos
Muere Lou Reed, la voz salvaje del rock

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 1 NOV 2013 -




Lou Reed por Jean-Baptiste Mondino

Parecía indestructible: un neoyorquino agresivo, dispuesto a defender su parcela. Lou Reed presumía de una fortaleza de ánimo que le permitió superar todas las adversidades. Aguantó el electrochoque al que le empujaron sus preocupados padres. Se dio a conocer con The Velvet Underground, un grupo que, a pesar de su actual inmensa reputación, apenas vendió discos. De hecho, sus dos únicas canciones universales, Walk on the wild side y Perfect day, salieron en 1972, en el elepé Transformer,que produjo su admirador Bowie. Y parecía haber sobrevivido al transplante de hígado al que se sometió en abril, que al final ha causado su muerte ayer en Long Island.

Con todo, mantuvo una alta productividad hasta tiempos recientes: se peleaba con las discográficas, cambiaba de productores y seguía adelante, sin grandes ventas. Aparte de la vituperada colaboración con Metallica (Lulu, 2011), se había apartado del rock y el formato canción. Casi de tapadillo, lanzaba grabaciones instrumentales, ocasionalmente con un grupo —el Metal Machine Trio— que evocaba su máxima expresión de libertad creativa: el doble Metal machine music (1975), una colección de feedback y otros extremismos sonoros.

De alguna manera, Lewis Allan Reed (1942-2013) se deleitaba en llevar la contra a lo que esperaban de él. Eran muy celebrados sus encuentros con el periodista musical Lester Bangs, que exigía cierta moralidad a sus ídolos. Reed arguía la sacrosanta libertad del creador. Se burlaba del (indudable) daño que hizo aquella parte de su espectáculo en que parecía inyectarse con heroína: “¿es que no saben distinguir entre el teatro y la realidad?”.

Y añadía, con sorna: “¿Cómo sabían que en la jeringuilla había heroína?”. Tenía razón, aunque olvidaba oportunamente su monumental Heroin (1967), que tan atractiva hacía la opción de la vida opiácea, también evocada ese mismo año en I'm waiting for the man. En realidad, se supone que la droga que más le atraía era la anfetamina, en su versión inyectable muy usada en el círculo del vampírico Andy Warhol. Y que nadie vea aquí un insulto a Warhol: Lou, en compañía del sufrido John Cale, sacaría en 1990 Songs for Drella, recordando su apodo entre los íntimos, un cruce de Drácula y Cinderella (Cenicienta).

Aparte de haber frecuentado un ambiente tan enrarecido como el de The Factory, donde se desarrollaba una competencia mortal por ser la fiera más cool del bestiario, se me ocurren otras razones para su agresiva altivez. Aunque Lou había pasado una temporada en los margenes del Brill Building, la industria del pop juvenil, grabando discos baratos como The Primitives, sus primeros álbumes reventaron los límites de lo que se podía contar en una canción pop. Sin embargo, se le escatimaron los elogios.

Bob Dylan o John Lennon podían relatar sus transgresiones de forma elíptica; Reed era directo y contundente, como Raymond Chandler y otros autores de su querida novela negra. En vez del clásico conflicto de chico-chica, el cancionero de Lou introducía a homosexuales, travestidos y otras criaturas exóticas. Sus protagonistas podían odiarse, practicar el sadomasoquismo e incluso matar. En medio del ensueño jipi de los sesenta, aquello sonaba a aberración neoyorquina.

Esa falta de sincronía generacional explica que Lou Reed nunca llegara a gran estrella en Estados Unidos. Pude comprobarlo en 1986, viajando a Atlanta (Georgia) para entrevistarle. El fotógrafo se mostraba escéptico: no creía que mereciera tal desplazamiento. Como una broma, fuimos preguntando a todos los estadounidenses que nos cruzábamos si conocían a Lou Reed. Y no, no les sonaba. Si mencionábamos que cantaba, le confundían con el vocalista negro Lou Rawls. Sólo en Atlanta, un taxista hirsuto le pudo identificar: “Claro, el de The Velvet Underground. ¿Sigue vivo?”.

Felizmente para Lou, Europa se mostró encantada ante semejante outsider. El patrocinio de David Bowie le permitió encajar fugazmente en un movimiento popular, el glam rock. Con todo, la leyenda pesaba más que la realidad de su obra: mitificado por nuestros dibujantes de tebeos underground, Nazario terminaría demandándole por plagiar un dibujo suyo para un disco en directo.

En la mente popular, era un connoisseur de todos los vicios posibles, la excusa para desmadrarse en público. Lou Reed se enfrentó con levantiscas multitudes europeas que peleaban con la policía o —caso de Madrid— asaltaban y saqueaban su escenario. Con el tiempo, Lou actuó en recintos más refinados, donde pudo demostrar su fascinación por el sonido en compañía de instrumentistas de primera, alternando sus melodías más sigilosas con las exhibiciones de decibelios.

A la vez, exigía implícitamente que se reconociera su categoría literaria. De alguna manera, gracias en parte a su matrimonio con la artista Laurie Anderson, consiguió ser aceptado en los ambientes de la alta cultura de Nueva York: se atrevía con Edgar Allan Poe en The raven, su Berlin fue filmado en directo por Julian Schnabel, el Metal machine music fue adaptado para orquesta de cámara, se publicó la integral de sus letras. Uno confía en que Lou, tan huraño y tan desconfiado, disfrutara de ese beneplácito tardío.

El Pais 01.11.13