sábado, 21 de diciembre de 2013

Veinte años de Kroke

Kroke pasea por el mundo el espíritu agridulce de la música de los judíos. Foto: Jacek Dylag

El grupo polaco que fascinó a Spielberg, y ha grabado con Nigel Kennedy, celebra su aniversario con una gira

Por Carlos Galilea
SE PUSIERON EL NOMBRE de su ciudad, Cracovia, en yídish, el idioma hablado por los judíos de los países del centro y este de Europa. Y Steven Spielberg les proporcionó su primera actuación fuera de Polonia: en Jerusalén, para los supervivientes del Holocausto. Spielberg, que estaba entonces rodando La lista de Schindler, los había descubierto en el café-restaurante Ariel de la calle de Szeroka, en el antiguo barrio judío de Kazimierz, al que le había llevado su mujer, Kate Capshaw, y al que acudían a escucharlos algunas noches actores de su película. Allí solían, tocar a diario los tres amigos recién graduados de la Escuela Superior de Música de Cracovia: Tomasz Kuburka (viola), Tomasz Lato (contrabajo) y Jerzy Bawol (acordeón). Acababan de renunciar a trabajos en orquestas y andaban escasos de dinero hasta para comer, así que aquel encuentro les animó a continuar.

Desde 1993, los tres —camisas blancas, pantalones y sombreros negros— pasean por el mundo el espíritu agridulce de la música de los judíos de la vieja Europa del Este. Con una filosofía que resume Bawol: hay valores en la vida que deberíamos cuidar si no queremos terminar perdiéndolos. Aunque en los inicios tocaban obras tradicionales, poco a poco se fueron imponiendo en su repertorio composiciones propias como Light in the darkness (T 4-2) o Time. En 2007 David Lynch usó su pieza The secret of the life tree en Inland empire. Una viola, un contrabajo y un acordeón que pueden pasar del lamento sobrecogedor a la danza más festiva: los tres polacos trascienden la tradición klezmer proyectándola hacia el futuro. Se inspiran en aquellos instrumentistas, con gran dominio técnico, gusto refinado y dotados para la improvisación, que desde el siglo XIX tocaban en las fiestas y ceremonias judías. Alguien dijo que un grupo klezmer en la Cracovia de hoy sería una flor brotando de las cenizas: miles de sus habitantes perdieron la vida en los campos nazis de exterminio.

Hace diez años que Kroke compartió el disco East meets east con Nigel Kennedy, el violinista británico protegido de Yehudi Menuhin, que tiene una carrera de éxitos en el mundo de la música erudita, incluida la hazaña de vender dos millones de ejemplares de las Cuatro estaciones de Vi-valdi, y es capaz de ofrecer lecturas muy personales de canciones de Jimi Hendrix o tocar con grandes del jazz. El grupo ha publicado discos tan recomendables como The sounds of the vanishing world (1999) o Ten pieces to save the world (2003). El más reciente, Feelharmony celebra sus veinte años en los escenarios y cuenta con Krzysztof Herdzin, Slawek Berny, Anna Maria Jopek y la Sinfonietta Cracovia. Kroke participó en el concierto Your angel's name is liberty, dirigido por Robert Wilson, por el trigésimo aniversario del movimiento Solidaridad en Gdansk y ha grabado discos con las cantantes polacas Edyta Geppert y Maja Sikorowska, la mongola Urna o el grupo noruego Tindra. •



El sueño de un país que no para de cantar


Sigo siendo, el documental de Javier Corcuera, saca a la luz todas las músicas de Perú

Por Rocío García

EL RECUERDO DE AMADOR está todavía muy presente. "Cuando zapateaba Amador, la tierra temblaba, amigo", cuenta un vecino de Ayacucho, ante la visita de Máximo Damián, sombrero de fieltro marrón, atadillo de cuadros blancos y rojos, violín y maletón sin ruedas, que desciende de una furgoneta azul tras un largo viaje desde Lima. Damián recorrerá con jóvenes danzantes de la zona un camino de polvo y tierra hasta el cementerio donde yacen los restos del gran Amador. Casi un niño, Damián salió de Ayacucho a Lima y ahora, con 73 años, vuelve a la tierra donde nació con el instrumento de sus sueños bajo el brazo, ese que su padre, también violinista, se negaba a enseñarle y que él aprendió a escondidas.

 
Son muchos los músicos, violinistas, arpistas, cantantes, zapateadores, danzantes o cajoneros, que han vuelto a sus lugares de origen de la mano del realizador peruano Javier Corcuera para cantar el Perú, en un viaje a través del tiempo y también, del agua. Sigo siendo, título del documental que estos días se puede ver en la Casa de América de Madrid, y que se estrenó en el último Festival de Cine de San Sebastián, es la historia de muchos retornos, de todos aquellos músicos que vuelven a sus tierras, a las casas en las que compusieron sus primeras melodías, como el violinista Andrés Chimango Lares, que entra sobrecogido a la humilde vivienda en Cabanas, don-de creció, huérfano, con su abuela. "Yo sería muy feliz aquí si estuviera mi madre. La haría bailar y cantar", casi susurra Chimango, mientras abre unas viejas maletas, atadas con cuerda de esparto, donde se conservan todavía su primer "ponchito", sus "escarpines" y también discos de los Panchos y los cuadernos de castigo de la escuela, donde le hacían escribir quinientas veces: "Debo cumplir con la tarea que el profesor me dice".

De alguna manera, este viaje a las raíces populares del Perú ha sido un viaje de a dos, el que ha realizado Javier Corcuera, el realizador de La espalda del mundo, Invierno en Bagdad o Invisibles, con todos y cada uno de los protagonistas, más de 20, de este documental, cuyo tema conductor es el agua, el agua como fuente de vida. La misma vida que ofrecen los músicos con sus instrumentos o su cuerpo. Es el retrato del país más oculto, alejado de la oficialidad, todos esos mundos que pueblan el país andino.
 


La cantante y compositora Sara Van, en una imagen sacada del documental Sigo siendo.

"Es un viaje a la semilla, a la identidad, a esa mezcla de músicas populares del Perú, con la intención de llevar a la pantalla todas esas naciones, todos esos mundos que tiene el Perú", explica Corcuera, que resalta el valor del título del documental. "Sigo siendo se refiere a un saludo en quechua, Kachkaniraqmi, que se dan los amigos cuando vuelven a encontrarse. Es una expresión que significa aquí estoy, sigo existiendo, aún estamos aquí".

En el filme aparecen tanto músicos consagrados, como Susana Baca, junto a otros desconocidos o absolutamente anónimos. "Un país que canta es un país que todavía tiene sueños", defiende Corcuera. "Pienso que el Perú es un sueño posible, es un país en construcción, en cambio permanente. Es un lugar complejo, con una pobreza muy grande, en el que todavía no se han hecho las transformaciones profundas necesarias. En este sentido, hemos querido que Sigo siendo sea no solo una mirada atrás, sino también un retrato del presente y del futuro".

Años de investigación, de búsqueda de los músicos más representativos de cada lugar, cada lengua, cada instrumento. "Es un filme que requería respetar un proceso lento y complicado. Desde la investigación inicial hasta el final han pasado más de cuatro años, excluyendo el año de montaje. Es un tipo de proyectos en los que el tiempo juega mucho a su favor. Son procesos que cuanto más tranquilamente los puedas hacer más cosas aparecen".

Gran conocedor y pionero del documental en español, Corcuera, que divide su tiempo entre España y Perú, resalta que la clave de este género está en la paciencia y la búsqueda sin prisas. "No siempre lo que buscas lo encuentras rápido, por eso creo que no es buena idea hacer documentales de manera precipitada. Las maneras de construir el relato tienen que ir apareciendo poco a poco, por eso siempre el tiempo juega a tu favor". •

El Pais Babelia 14.12.13

martes, 17 de diciembre de 2013

'Rhythm and blues' en castellano

Javier Teixidor, con la J. Teixi Band, vuelve a la calle con un disco, Grandes huesos negros, y una gira



Javier Teixidor, en su estudio madrileño, empezó su carrera en Mermelada de Lentejas. Foto: Samuel Sánchez



JAVIER TEIXIDOR (Madrid, 1960), alias Teixi, se ha convertido en el padrino del rhythm and blues español. Empezó a tocar la guitarra en Mermelada de Lentejas, en 1977 y fue finalista de la primera edición del Festival Rock Villa de Madrid, aunque ya antes empezaron a grabar gracias a Mariscal Romero, de Chapa Discos. "Nos enchufamos desde el principio, tuvimos mucha suerte", recuerda ahora. Acortado el nombre a Mermelada, Teixi se entregó a una música reflejo del pub-rock británico de los setenta —Dr. Feelgood, The Bishops, Eddie & The Hot Rods—. "Reivindicábamos los temas de tres minutos llenos de esencia negra de Robert Johnson o Muddy Waters, Teixi recuperaba así la senda de los pioneros españoles de los años sesenta como Los Sirex, Los Mustang, Los Gatos Negros, Los Salvajes..., bandas de rhythm and blues a las que obligaban a grabar éxitos de los Beatles o los Stones". Eso se cortó de raíz en los setenta, aunque Teixi no se resignó y fue de los que recuperaron esa senda. "Creo que fui el único que mantuvo esa línea con letras en castellano, algo que sigo reivindicando al ciento por ciento. Cuesta más, pero merece la pena. En cierto modo sirve para definir la personalidad de la banda".

Mermelada editó nueve discos, pero en 2000 el proyecto se agotó: "La marca tenía mucho peso y reclamaba condiciones para actuar difíciles de encontrar. Además, buscábamos dar un giro y empezar desde cero, tocando en bares o cualquier tipo de local que se pusiera a tiro". Así nació la J. Teixi Band. "Llegó Emilio Galiacho, de Los Elegantes, y con él cogimos un aire más soulero". Ocho discos de temas inéditos y dos recopilatorios han visto la luz desde entonces. El ultimo y más reciente se llama Grandes huesos negros. Para TeM, el disco "está lleno de acentos sureños, es muy luminoso y mantiene nuestra forma divertida de entender el rock and roll. Aunque esta vez hemos introducido letras cañeras que hablan de " toda esta porquería de mentiras e hipocresía política que nos han vendido y que está arruinando vidas y creando mucha desesperación". La J. Teixi Banda ya esta embarcada en una gira de presentación.

En su rincón creativo hay discos, guitarras, papeles, partituras, amplificador..., "aunque soy de los que pasea la guitarra por toda la casa cuando me surge la chispa". Teixi tiene claro que "las canciones salen mejor cuando se trabaja con la guitarra. Yo toco de media dos o tres horas al día, aunque cuando estoy poseído, me puedo tirar hasta seis. Trabajo con una pequeña grabadora donde registro la base, y luego en el local, con el grupo, hacemos los arreglos".

Después de 35 años de carrera, Teixi quiere ser optimista. "Aparte de la situación de la industria musical, hemos perdido el apoyo de los medios de comunicación,, que decididamente no quieren saber nada del rock en español. Eso me da mucha rabia, porque hay mucho talento por ahí y a los grupos les cuesta muchísimo encontrar un escaparate para mostrar su música". Fernando Martín •


El Pais Babelia 16.11.13

Cortázar músico


El escritor argentino, autor de 'Rayuela' creía en la superioridad de los músicos negros en el jazz

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 7 DIC 2013


Charlie Parker (1920-1955) al saxo y Thelonious Monk al piano, en el Open Door Cafe de Nueva York en 1953. / BOB PARENT / GETTY (GETTY IMAGES)

Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació solo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años veinte, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.

En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros sesenta, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de treinta años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.

Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años cuarenta y cincuenta, no había lugar para negros.

Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.

Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat, con Albert Sanz al piano y Daniel García a la batería, con el inmenso Javier Colina en el contrabajo. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: "…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa".

Entre canción y canción Perico Sambeat recordaba su deuda de músico y lector con Julio Cortázar. A él seguro que le habría halagado que su fantasma se invocara al mismo tiempo que el de Charlie Parker.

www.antoniomuñozmolina.com

El Pais Babelia 07.12.13

La joven del bajo


La bajista Esperanza Spalding llega a España con el trío de jazz que ha formado junto a la pianista Geri Allen y la baterista Terri Lyne Carrington

La estrella acompañó a Obama a la entrega del Nobel y Prince la persigue para que toque con él

CARLOS GALILEA 26 OCT 2013



“Ser hoy músico de jazz significa estudiar mucho y ensayar”, dice Esperanza Spalding. / GLYNIS SELINA ARBAN / GETTY

“Cuando era una niña mi mamá, en casa, me decía a veces que me agachara por miedo a los tiroteos”, recuerda. Una bala perdida había matado al hijo de unos vecinos. Entonces vivía con su madre en un barrio pobre de Portland, Oregón. Con 25 años —acaba de cumplir 29— ya la había llamado el presidente Obama para tocar en la Casa Blanca y para acompañarle a la ceremonia del Premio Nobel de la Paz en Oslo. “Era un honor, claro, pero nos preguntábamos qué es lo que iba a decir en su discurso. Digo nosotros porque yo pago mis impuestos en Estados Unidos, no porque me identifique con muchas de las políticas de mi país. Fuera había miles de personas protestando contra la guerra en Irak y Afganistán, y yo no podía dejar de pensar si no estaba avalando todo aquello”.

Domingo por la mañana en el jardín de un hotel de la zona sur de Madrid. Hay demasiado ruido para poder grabar la entrevista y ella propone salir a la calle. La víspera descubrió un pequeño bar en la tranquila calle de atrás del hotel y, de pie ante una mesa alta en la misma acera, pide un zumo de naranja y un pincho de tortilla de patatas. A pesar de los elogios que le llueven, y que podrían despistar a cualquiera, Esperanza Spalding tiene las cosas claras: “El jazz no soy yo, una chica de 29 años”. Llegó a comentar que se sentía como una hormiga en el hormiguero: “Quería decir con ello que se me estaba prestando demasiada atención y que lo que hacía no era tan especial. Solo que les daba una buena foto para la portada y una buena historia con lo de ‘oh, una mujer tocando el bajo’. Y pensaba: ‘¿Pero no se dan cuenta de todo lo que sucede musicalmente?’. Yo salgo a escuchar a músicos y pienso: ‘Mira a este tipo, cuando tiene la posibilidad de estar en un escenario, cómo emociona a la gente”.


El culpable de que quisiera acercarse a la música tiene nombre: Yo-Yo Ma. Tenía cinco años cuando vio al chelista en un capítulo de la serie infantil de televisión Mister Rogers’neighborhood y, ante su reacción, su madre decidió apuntarla a un programa gratuito de la comunidad, en el que comenzó a aprender a tocar el violín. “Recuerdo haber escrito un pequeño quinteto para cuatro de mis amigos y yo en un campamento de verano, pero le dieron el premio a otra persona porque creyeron que estaba mintiendo, que no era mío”, cuenta. Estudió música clásica durante diez años antes de viajar con una beca a la Costa Este para entrar en la Berklee de Boston. Con solo 20 años se convertiría en la profesora más joven del prestigioso centro.

“La primera vez que tuve un bajo en las manos no pensé: “Qué bien, un bajo, es lo que quiero tocar”, dice riendo. “Estaba allí, desnudo, en una sala de la escuela, y me dije: “¿Qué es eso?’. Empecé a tocar con el arco unas obras en las que había estado trabajando con el violín. Y ya no lo solté”. Una hora después le había salido una buena ampolla. Tenía 15 años. “Me sucede algo curioso. Si no estoy cerca del bajo, no estoy como loca por ir a coger el instrumento y tocar. En cambio, veo que algunos músicos de la banda están deseando hacerlo. Cuando hay que preparar una obra, cojo el bajo porque es una obligación, pero una vez que estoy con él ya no quiero dejarlo. A veces te planteas por qué tocas ese instrumento, de qué va este trabajo. Yo siento que consiste en escuchar. Todos tienen que escuchar, sí, pero tú eres el ayudante del director de la banda. Y me gusta esa misión”, asegura.

Esperanza Spalding, que ha trabajado con músicos como McCoy Tyner, Joe Lovano o Jack DeJohnette, participa en el último disco de Bobby McFerrin tocando el bajo y cantando. La revista de jazz Down Beat, en su encuesta anual entre los críticos, la sitúa como quinto mejor bajista —por detrás de Christian McBride, Dave Holland, Ron Carter y Charlie Haden— y la número cinco de las cantantes después de Cassandra Wilson, Luciana Souza, Dianne Reeves y Dee Dee Bridgewater. Comenzó a simultanear las dos cosas con 16 años: “Necesitaba dinero para pagar el alquiler y la comida, y el seguro de mi coche, y me enteré de que el bajista de una banda se había trasladado de Portland a Nueva York y el grupo buscaba bajista. Al llamar para la audición me preguntaron: ‘¿Tocas y cantas?’. Contesté que sí, aunque nunca lo había hecho. Pensé que ya me las arreglaría”.

“Ser hoy músico de jazz, para mí, significa estudiar mucho y ensayar”, dice. Esperanza Spalding ha dejado caer que cada vez se siente menos cómoda con la palabra jazz. La pregunta de por qué provoca un silencio de varios segundos. “Supongo que porque durante mucho tiempo acarreó una connotación pesada y, por otra parte, difícilmente explica nada. Hay un café debajo del piso donde vivo y el tipo que trabaja en el mostrador me dice un día: ‘Esperanza, he escuchado tu Radio Music y me ha gustado, aunque no me gusta el jazz’. Y es que el jazz se ha terminado por asociar a un estereotipo. Me fastidia igualmente que la gente llame pop a mi música. Pediría que la escucharan y ya está”, dice. “Si escuchas algo sin tiempo a etiquetarlo, solo sabes si te gusta”.


Sus dos últimos discos —concebidos como dos partes de un proyecto— son Radio Music Society, coproducido en parte por Q Tip, antiguo líder de A Tribe Called Quest, que lleva hacia los terrenos del soul, el R & B y el hip hop, y Chamber Music Society, coproducido por Gil Goldstein, que combina jazz con música de cámara. “Chamber Music me hace pensar en una habitación con unas veinte o treinta sillas, sin amplificación, y con quizás cinco músicos enfrente. Oyes el sonido que crean, percibes los matices de su interpretación y del arreglo. Lo escuchas todo con mucha atención y es una experiencia interior de la música. Radio Music, en cambio, podría ser alguien en un coche, gente en su lugar de trabajo… La música llega con fuerza por un altavoz, intentando que le presten atención porque esas personas no están sentadas en una habitación dispuestas a escucharte”.

Con Chamber Music Society le arrebató el Grammy de 2011 como mejor artista revelación a Justin Bieber. “En la revista de Iberia había un artículo sobre él. Y lo leí, ¿por qué no? Después me puse a reflexionar sobre aquello en lo que se centran los medios, la cultura que reflejan, y me parece un desperdicio que se ponga tanto el foco en Bieber mientras un creador como Wayne Shorter está con proyectos de los que casi no se habla. Me entristece que esa cultura dominante sea ciega a tantas cosas increíbles que están sucediendo en todas las ciudades del mundo”. Se cuenta que prolongó la entrega de los Grammys tocando con Prince en una fiesta. “Me entrevistó Tavis Smiley en su programa y me dijo: ‘Creo que deberías enviarle tu música’. Pensé que sería como escupir en el océano, pero le mandé un CD. Su gente me contactó para que fuera a verle a Las Vegas. Viajé hasta allí y estuvimos tocando juntos. Y, a partir de ahí, empezó a llamarme y nos hemos encontrado algunas veces”. También ha actuado en la Casa Blanca ante un público formado por personajes como Spike Lee, Tony Bennett o Stevie Wonder, que le pidió que cantase Overjoyed —“me sentí un poco estúpida cantándola delante de él”—. “Estar en la Casa Blanca no formaba parte de mis sueños. No me identifico con esa cultura del sueño americano. Imagino que me viene de familia. Un sueño era trabajar con Wayne Shorter y se ha cumplido. Quizá sea una cosa narcisista, pero cuando empiezas quieres ser un músico increíble, darles a todos una patada en el culo”.

ACS son las siglas del trío de jazz que la bajista se trae entre manos con la pianista Geri Allen y la baterista Terri Lyne Carrington. “Tocamos música de Wayne Shorter por sus 80 años, desde temas de Weather Report a los más recientes, de la época de Miles Davis a la primera con los Jazz Messengers. Y, por lo general, standards, arreglos de Lucky to be me o Nothing like you”. El posible morbo de un trío de mujeres instrumentistas tocando jazz tiene escaso recorrido con ella. “Si no están acostumbrados, ya lo superarán”, dice irónica. “Empecé en el mundo de la música clásica y la orquesta la dirigían dos mujeres, y había más chicas que chicos, así que cuando llegué a Berklee y escuché comentarios de ‘oh, chicas’, me pareció raro. Me costó mucho tiempo darme cuenta de que eso estaba muy profundamente grabado en las mentalidades del mundo del jazz”.



ACS (Allen, Carrington y Spalding) toca el 14 de noviembre en Barcelona y el día 15 en Zaragoza. Chamber Music Society y Radio Music Society están editados por Heads Up / Universal Music.

El Pais Babelia 26.10.13