sábado, 27 de diciembre de 2014

TALKING HEADS "REMAIN IN LIGHT" 1980 SIRE



Al principio se creó el ritmo. Después ya vinieron las teorías, las espirales discursivas de David Byrne pronunciadas con la mirada fija y movimientos epilépticos, hombreras, edificios y comida. Desde los comienzos, la música del primero trío y después cuarteto art-punk más intelectual del CBGB había sido sobretodo puro ritmo, entrelazado con una combinación de filosofía contemporánea y dadá.

Pero si la aceleración de los dos primeros discos del grupo, "Talking Heads: 77"(1977) y "More Songs About Buildings And Food" (1978), ya había demostrado que el mundo siempre puede ir más deprisa de lo que parece posible, los ambientes polirrítmicos de "Remain In Light" desarrollan una corriente de punk, funk, ritmos africanos y electrónica pionera tan rica y densa que es imposible no dejarse arrollar por ella. La superposición y los contrapuntos de voces, las guitarras estridentes y una percusión omnipresente construyen una explosiva mezcla que se advertía en "I Zimbra", aquella fantasía percusiva que abría su tercer disco, "Fear Of Music"(1979), y que será mucho más evidente en el LP de colaboración entre David Byrne y Brian Eno, "My Life In The Bush Of Ghosts" de 1981.

La mano de Eno, productor y coautor de todas las canciones de "Remain In Light", es evidente en su proclamación del credo de la música africana, al parecer para desgracia de Tina Weymouth, cuyo magnífico primer disco junto a Chrls Frantz con Tom Tom Club, que se publicaría al año siguiente, demostraría una cierta escisión estilística en el seno de Talking Heads.

El gran hallazgo de "Remain In Light" es que su fascinación afrocaribeña no desemboca en un sonido exótico, sino introspectivo: un ejemplo de mestizaje original, vital e inteligente, donde encajan perfectamente piezas tan diversas como la dinámica "Born Under Punches (The Heat Goes On)"y la elegiaca "Listening Wind", canciones que desafían la estructura tradicional estrofa-estribillo-puente desplazándose en una carrera Infinita hacia adelante en lo que se ha considerado una síntesis energética de lo erudito y lo corpóreo. Este movimiento perpetuo de los puntos de referencia sirve de marco perfecto para la expresión de la pérdida de la identidad, con unas letras enigmáticas y surrealistas que evocan una sensación de desorientación y perplejidad.

Un tema característico del siglo XX, la vulnerabilidad frente a un gobierno todopoderoso -"Born Under Punches (The Heat Goes On)"-, se expresa mediante una potencia rítmica invulnerable que obliga al hombre corriente a doblegarse al movimiento frenético de la vida contemporánea, como un pelele que sólo actúa por reflejo y es incapaz de reconocerse en el espejo. Así de indefensos se sienten el protagonista de "Crosseyed And Painless", sometido a cambios de aspecto inexplicables, y la desorientada voz del gran himno funk sobre el absurdo del triunfo social "Once In A Lifetime" ("Y tal vez te encuentres en una casa preciosa, con una esposa preciosa /y tal vez te preguntes: 'Pero, ¿cómo he llegado yo aquí?'"-, "Dejando pasar los días", responde el coro, impasible).

Con el contrapunto vocal de la apoteósica "The Great Curve", el disco alcanza unos niveles de actividad absolutamente desbordante y caótica, tan paranoica y desconcertante como adictiva. Pero la explosión de este trabajo es engañosa; al igual que "Fear Of Music", "Remain In Light" es un álbum más oscuro que sus predecesores. Tras la exuberancia rítmica, aparece el trasfondo lúgubre: el disco se ralentiza a partir de "Houses In Motion"(magnífico delirio de trompeta de Jon Hassell), la electrónica de "Seen And Not Seen"y,sobretodo, "The Overload", un cierre apocalíptico que evoca a Joy División en su descripción del "suave derrumbamiento de todas las superficies".

LAURA SALES


LEE SCRATCH PERRY "ARKOLOGY" 1997 ISLAND JAMAICA





Unos le llaman genio, y otros loco. Consideraciones médicas aparte, Perry ha sido uno de los grandes creadores musicales de la era moderna, un aventurero del sonido que en su viaje ha llevado la música jamaicana hasta el espacio exterior y ha incendiado las mentes de las generaciones posteriores. Productor, autor, intérprete y padre del dub junto a King Tubby, el excéntrico Perry, aún en activo, vivió su época más fértil en el estudio Black Ark, que construyó con sus propias manos en 1974 y que incendió en 1979 por motivos nunca esclarecidos. El modesto estudio, instalado en el jardín trasero de su casa, en Kingston, fue escenario de los mayores descubrimientos de Perry en materia de producción y zona franca para cualquier buen rastafari con una canción que cantar. Allí nacieron algunos de los mejores álbumes jamaicanos de los setenta -"War Ina Babylon" de Max Romeo, "Police & Thieves" de Junior Murvin, "Super Ape" del propio Lee Perry-, un género que difícilmente superó el formato de single de 45 rpm.

El triple CD "Arkology" es la recopilación por excelencia de ese período. Incluye temas del propio Perry y producciones para algunas de las mejores voces que pasaron por el estudio (THE HEPTONES, MAX ROMEO, JUNIOR MURVIN, THE CONGOS...), además de sus versiones instrumentales, los dubs, imprescindibles para calibrar la magnitud del trabajo de "Scratch". Como productor de canciones de reggae, tenía un talento indiscutible. Guiando a su banda, The Upsetters, con la firmeza de un director de orquesta, el meticuloso Perry lograba el groove y la atmósfera adecuados para cada cantante, del más místico al más tórrido. Pero era en el terreno de los instrumentales donde más brillaba su magia.

Su audacia en la búsqueda de nuevos sonidos y su dominio de ios ritmos se conjuraban en infinitos viaje sónicos a mundos extraños que nadie, ni él mismo, ha conseguido igualar.

 ROGER ROCA

ERIC DOLPHY "OUT TO LUNCH!" 1964 BLUENOTE





Hace unos años, los responsables del sello Blue Note seleccionaron "Out To Lunch!" entre las veinticinco referencias indispensables de su catálogo, demostrando así que la herencia artística de Eric Dolphy (1928-1964) trasciende los límites estrictos del free jazz: la suya fue (es) música libre de ataduras, atemporal y clásica en el sentido más noble de la palabra. Obra canónica del jazz de vanguardia de su época, "Out To Lunch!" es también el disco más cálido, sincero, libre y personal de Dolphy, y casi su memorable epitafio: luego, apenas tuvo tiempo de registrar unas pocas sesiones en Europa, compiladas a título postumo en los álbumes "Last Date "(1964) y "Unreleased Tapes " (1964), antes de morir prematura e inesperadamente en Berlín, a causa de un coma diabético, el 29 de junio de 1964.

En "Out To Lunch!" se encuentran todas las constantes del estilo radicalmente original de Dolphy, un auténtico virtuoso del saxo alto, la flauta y el clarinete bajo, que ya había brillado al máximo nivel acompañando a John Coltrane, Charlie Mingus y Ornette Coleman en discos tan esenciales como "Africa Brass", "The Great Concert Of Charlie Mingus" y "Free Jazz", respectivamente, así como al frente de su propio combo (básicamente, en el sello Prestige). Éste es el Dolphy más abstracto e ingenioso, el más brillante y complejo, pero también el más íntimo y accesible, capaz de rendir tributo a su admirado Thelonius Monk en el tema "Hat And Beard" para derretirse a continuación en piezas de rara belleza formal como "Something Sweet, Something Tender" o "Straight Up And Down".A los mandos el equipo de gala de Blue Note (el productor Alfred Lion, el ingeniero de sonido Rudy Van Gelder) y una formación que hoy sabemos de lujo (Freddie Hubbard, Bobby Hutcherson, Richard Davis y Tony Williams), rematando un trabajo deslumbrante, que todavía se percibe como la extraña obra maestra de un bendito heterodoxo.

LUIS LAPUENTE

viernes, 26 de diciembre de 2014

T-REX 'THE SLIDER" 1972 T.REX WAX .




El flower power había terminado de forma abrupta. La realidad resultaba ser mucho más dura de lo que pensaban los hippIes idealistas de los años sesenta. Pero allí estaba Marc Bolan (1947-1977) para alimentar los sueños de los desencantados. La "T.réxtasis" prendió como la pólvora y la gris sociedad británica de la época fue sacudida por la electricidad malsana de este trovador del glam. Escuchar ahora este disco (cuya inquietante fotografía de portada, por cierto, fue realizada por Ringo Starr) significa recuperar la excitación de un momento histórico que para muchos es irrepetible.

Grabado entre París y Copenhague y producido por con esmero por un inspirado Tony Visconti, quien metió violines y cuerdas entre todos sus resquicios, "The Slider es una obra maestra sin desperdicio alguno. Un disco cargado de imágenes poéticas tan absurdas como fascinantes y poblado por una galería de personajes estrambóticos (Purple Pie Pete, Telegram Sam, Baby Boomerang) surgidos de la imaginación obsesiva de Bolan.

La combinación perfecta de violines y ritmo machacón de "Metal Guru", el folk cósmico de "Main Man"y "Spaceball Ricochet" (recordando su época como Tyrannosaurus Rex), el glam metal de "Buick Mackane"o "Chariot Choogle", el aliento blues de "Rabbit Fighter"o los riffs infecciosos de "Rock On" (tan copiados por Gary Numan) son algunos de los momentos estelares de este extraordinario álbum.

Pero "The Slider" pasará a la historia por gemas como la que le da título ("cuando estoy triste, me deslizo", dice Bolan), ese "Ballrooms Of Mars"que Radio Futura convirtieron en himno de la movida ("Divina") o el monumental "Telegram Sam", fabricado con el mismo excelso material que dio origen a otros sueños de pop húmedo no incluidos en este disco como "Hot Love", "Ride A White Swan", "Children Of The Revolution" o "Get It On".

 LUIS LLES

TRICKY "MAXINQUAYE" 1895 FOURTH & BROADWAY





Adrián Thaws, Tricky, no tenía miedo a nada. Y al mismo tiempo lo temía todo: "¿Cómo puedo sentirme seguro/en un mundo... que cambia continuamente?". Paradoja tras paradoja, "Maxinquaye" es una obra erigida esencialmente sobre la contradicción, el encuentro de extremos en el seno de una producción que trasladaba Bristol a otro nivel: una tierra extraña, bastarda, del todo desconocida, donde el hip hop y el punk, el Industrialismo y el pop perfecto -ojo al sample de "Moonchild" (Shakespeare Sister) en "Overcome"- coagulaban en una pasta húmeda de claroscuro y misterio. Un proyecto que no creó escuela porque, por fortuna, todavía hay algunas cosas que no pueden falsificarse. No sería posible reproducir de forma artesana algo tan profundo y salvaje, esa síntesis orgánica, natural e Imprevisible de opuestos.

Hay momentos de mirada cruda y a la encía, como "You Don't" o el reto de un "Black Steel" (Public Enemy) llevado al rock de combate, pero el meollo de esta obra maestra se sitúa en el insólito paisaje de temas como "Hell is Round The Corner"-usando el mismo sample de Isaac Hayes que Portishead en "Glory Box"- o el single "Aftermath", ante los que sólo cabe la inquietud de no saber qué pasará, si es mejor correr o rendirse. También la esquizoide "Strugglin'"("Dimeporqué estoy aquí... /Me tachan de chalado... /Creo que soy más normal que la mayoría") y "Suffocated Love"se sumergen en la unión absorbente de suciedad (fango) y candidez (terciopelo), de violencia (Thaws escupe) y caricia (Martina susurra), de cariño y distancia: "La cuido pero nunca nos besamos".

El quorum filosófico de "Maxinquaye" -cuyo título contrae el nombre de Maxine Quaye, la madre que Tricky perdió a los 4 años- parece la toma de conciencia de que, a pesar de algunos ratos de plétora, todos estamos solos y confusos en nuestras comunes soledad y confusión.

JUAN MANUEL FREIRÉ

TIM BUCKLEY "STARSAILOR" 1970 STRAIGHT





Advertencia: escoger este disco como el mejor de TIm Buckley (1947-1975) no significa que estemos ante el más disfrutable. Esa etiqueta corresponde más a "Soodbye And Hello" (1967) o a "Dream Letter. Live In London 1968"(1990). En "Starsailor" encontramos a un artista ambicioso, harto de las limitaciones del folk hippy.

En pleno dominio de los alumnos de Bob Dylan, siempre tan volcados en las letras, Buckiey decide jugar a la contra. Dueño de una voz potente, respaldado por un grupo dispuesto a explorar, confió el rumbo de "Starsailor" a dos brújulas que no garantizaban llegar a buen puerto: la adoración por John Coltrane ("que sabe contar historias sin palabras') y el impacto estético del "In A Silent Way" de Miles Davis ("porque busco lo mismo que ese disco: inventar nuevas formas de escribir canciones').

Pero "Starsailor" no es jazz-folk, sino el ordago de un cantante voraz que busca fundir influencias en un todo moldeable, que luego maneja de la forma menos cerebral posible (entre sus intereses, hablaba de música oriental, percusiones latinas y compositores clásicos y de vanguardia). Comencemos por lo sencillo: la majestuosa "Song To The Siren". Con tono doliente, sobre un destello de guitarras, alcanza un sonido épico y a la vez intimista. Tremendos versos sobre océanos vacíos y amantes aislados. Para muchos, su cima creativa. Ya en otra dimensión, tenemos "Starsailor" (la canción), construida solamente con la voz de Buckiey desdoblada en dieciséis pistas. No hay desarrollo rítmico o melódico, sólo energía espectral que intenta flotar por la habitación. Extenuante y esquizofrénica. A su lado, la sencilla "Moulin Rouge"'(dos minutos para silbar) huele a broma naíf.

En los otros seis cortes domina la improvisación, con la voz en primer plano. No por exhibicionismo, sino por ser el instrumento más denso, más expresivo, más caliente. Al intentar describir cada pieza, se advierte que están unidas por más de lo que las separa. Todas avanzan a golpe de espasmo, poniendo la intensidad por encima de la forma. En algunos momentos, el cantante torrencial roza lo demencial.

¿Quiere Buckiey trascender géneros o rescatar impulsos pre-musicales? Sea como sea, ofrece delirio y disolución, con crescendos y parones imprevisibles (dicen que marcado por Cathy Berberian, heterodoxa cantante de ópera). Un disco desafiante, romántico, inaprensible, que el crítico Simón Reynolds situó como precusor del post-rock (por usar elementos convencionales de forma no convencional). Un mundo aparte en treinta y seis minutos. VÍCTOR LENORE

martes, 23 de diciembre de 2014

Bob Dylan alardea de músculo literario


‘Tempest’, esperado disco del artista estadounidense, se encuentra entre lo más llamativo de la dilatada producción del cantautor, que vuelve al ‘folk’ y al ‘blues’

DIEGO A. MANRIQUE Madrid



Bob Dylan en el Festival de Benicàssim, este julio. / ÁNGEL SÁNCHEZ

La numerosa parroquia dylaniana tiene el 11 de septiembre una cita reconfortante: Sony edita en todo el mundo Tempest, el álbum que hace el número 35 en la discografía en estudio de Bob Dylan. Es su primera colección de canciones originales desde Together through life, de 2009, y su publicación está siendo tratada como un genuino acontecimiento cultural; el hombre tiene 71 años. Ofrece diez piezas modeladas en estructuras clásicas del blues y el folk, con duraciones que oscilan entre los 14 minutos del tema principal y los tres minutos y medio de Soon after midnight. Es decir, Dylan en libertad, sin cortapisas.

Si la música tiene un aroma old school, el lanzamiento obedece a las reglas del moderno marketing: elegir el 11 de septiembre significa ser el primer trabajo de una gran figura en la línea de salida tras las vacaciones de verano (en general, las superestrellas prefieren retrasarse unas semanas, para estar más presentes para el suculento mercado navideño). Ya se usó la misma fecha en 2001 para Love and theft, con el resultado de que el disco quedó inicialmente enterrado por la conmoción de los atentados de Al Qaeda.

El equipo de Bob Dylan sabe hacer las cosas. Alienta la polémica sobre la escultura de la portada o la posible referencia shakesperiana del título. Aprovecha la publicidad cruzada: ha negociado el uso de canciones de Tempest en una serie televisiva, Strike back: vengeance. Y se ha ocupado de racionar las escuchas del nuevo trabajo entre periodistas de diferentes medios. La consiguiente sensación de exclusividad dispara los superlativos: el crítico británico Alan Jones ha otorgado a Tempest diez puntos (sobre diez), lo que significa una obra maestra, qué digo, una creación perfecta.

No lo es pero puede satisfacer las esperanzas de cualquier fan del Dylan tardío. Se trata de canciones intemporales: una historia de ferrocarriles (Duquesne whistle), una crónica de venganza (Pay in blood), el retrato de un pueblo maldito (Scarlet town), el desenlace fatal de un triángulo amoroso (Tin angel) y hasta ese clásico del cancionero popular anglosajón que es el desastre del Titanic (Tempest), actualizado con algún guiño a Leonardo DiCaprio. Incluso Roll on John, una elegía para John Lennon, encaja en el patrón de baladas consagradas a héroes caídos.

Tras someterse a las exigencias de productores incordiantes, como Daniel Lanois, Dylan prefiere ocuparse ahora de esas delicadas labores, bajo el seudónimo de Jack Frost. A principios de año, se calzó el sombrero de productor en un estudio discreto y confortable: Groove Masters, en la localidad californiana de Santa Mónica. Cocinó con ingredientes conocidos. Convocó a los mismos instrumentistas que le respaldan en su gira interminable: el baterista George O. Receli, el bajista Tony Gartier, los guitarristas Charlie Sexton y Stu Kimball y el mago de la steel guitar Donnie Herron. Como único invitado, David Hidalgo, de Los Lobos, encargado de añadir detallitos de violín, acordeón y guitarra.

Como productor, Dylan no se come el coco. Da tratamiento preferente a su voz áspera, que ocasionalmente suena como si el artista hiciera gárgaras con lejía. Cantando con autoridad y deleite, Bob clava unas letras torrenciales. Sus músicos tienen que seguirle discretamente y no hay muchos márgenes para filigranas. Excepto por los chispeantes aires a lo Jimmie Rodgers de Duquesne whistle, se trata de estructuras que estos veteranos seguramente podrían tocar hasta dormidos. Un tema como Early roman kings evoca el imperioso Hoochie coochie man, de Muddy Waters. De hecho, como en alguna otra ocasión, debería estar firmada a medias por Dylan y el muy legendario bluesman de Chicago. Aunque aquí solo hay una pieza donde se comparte la autoría: en el citado Duquesne whistle, Dylan ha vuelto a requerir los poderes narrativos de Robert Hunter, quien fuera letrista habitual de los Grateful Dead.

Cabe imaginar el sobresalto de Hunter, hippy irredento, al ver la transformación en imágenes de su historia. El vídeo promocional, que firma Nash Edgerton, prescinde de las evocaciones ferrocarrileras: son las desdichas de un tonto romántico, cuyos intentos de seducir a una bella terminan con episodios de una violencia tan cruel que parecen salidos de cualquier serie de HBO o AMC. El único alivio del clip es el paseo callejero de un Dylan grotesco, escoltado por criaturas de la noche de Los Ángeles.

Aparte de ese capricho audiovisual, en Tempest mandan las letras. Daniel Lanois seguramente no le habría dejado intacto el tema que bautiza al disco, una avalancha de folios sobre el Titanic. Con aires irlandeses (el transatlántico se construyó en Belfast, recuerden), Dylan retrata sentimientos y reacciones de los infelices pasajeros. A lo largo de casi un cuarto de hora, apenas hay desahogos instrumentales y Bob no se preocupa de minucias como el estribillo o el posible coro cervecero. Se trata sencillamente de Dylan alardeando de músculo literario, un tour de force que ojalá se reconstruyera para el directo.

El Pais 1.09.2012

Cuando Joe Cocker era la poderosa voz del exceso

OBITUARIO

El músico se ganó un lugar de honor en el rock de la contracultura por sus primeros discos y su legendaria actuación en el festival de Woodstock


FERNANDO NAVARRO 22 DIC 2014



 

Joe Cocker, en 1977. / GETTY

Como esa voz que retumbaba en los altavoces hasta parecer que iban a estallar en With a little help from my friends, la inocente y bella composición de los Beatles a la que insufló litros de sangre y todo un universo de rabia y nueva energía, el mejor Joe Cocker, el más legendario, fue el excesivo. Antes de que todo el planeta le conociese como un superventas, la garganta que había incitado como pocas al deseo carnal en la contagiosa canción de la película Nueve semanas y media, capaz de encarar cualquier composición del estilo que fuera, gracias a la hábil combinación de su vozarrón y la experiencia, el cantante británico fue representante de un soul fiero e imbatible, que encajaba a la perfección en el agitado mundo del rock de los sesenta.

Tuvo algo de hazaña que Cocker entrase en el olimpo de la contracultura de los sesenta desde el soul, un estilo alejado de la psicodelia y la experimentación eléctrica, tan propia de los puntales sonoros del verano del amor. También que se dedicase a ello en Reino Unido cuando todos sus compañeros de generación andaban entre el rock y el blues. Pero si lo hizo fue por un carácter musical rompedor y adictivo desde que debutó en 1969 con dos álbumes impactantes como With a little help from my friends y Joe Cocker!

Entre los surcos de esos artefactos, se hallaba un verdadero soulman, una garganta blanca con el pundonor de las negras, que como los grandes maestros del género, entre los que se pueden citar influencias directas como Ray Charles u Otis Redding, tenía su propia fórmula para hacer de canciones de otros sus propias armas emocionales, bañadas de un poderoso dramatismo. Unas veces, reducía su ritmo como en Just like a woman de Bob Dylan o Bird on wire de Leonard Cohen, otras fraseaba, como si en el púlpito de una iglesia sureña estuviese, como en Something de The Beatles o Delta lady de Leon Russell y en otras aceleraba todo hasta enloquecer de éxtasis como en With a little help from my friends de The Beatles.


Ese éxtasis era el que reclamaba la generación contracultural de los sesenta antes de estallar en mil pedazos, como esos sueños adolescentes que terminan por convertirse en un chiste de adultos. Por eso, su actuación en directo en el famoso festival de Woodstock es tan recordada como la de Jimi Hendrix y se incluyó como lo mejor del multitudinario evento. Porque la otra virtud de Cocker fue llevar al escenario todo su soul desgarrado.

Con su imagen de tipo enmarañado y descuidado, moviéndose como poseído por un diablo bendito del ritmo, el músico nacido en Sheffield, que, a diferencia de muchas estrellas británicas de los sesenta, era de origen obrero y fue fontanero antes que cantante, representaba todo el tormento de su propia música tensa, dramática y pasional. Aparte de la grabación del festival de Woodstock, el disco en directo Mad Dogs & Englishmen, publicado en 1970, muestra el poder de esa voz cavernosa y llena de nervio. Para rematarlo, en aquellos primeros años, Cocker, que pecaba de violento, llevaba un desastroso estilo de vida que abrazaba todos los excesos de la época con las drogas y el alcohol. Como con su música, no tenía término medio, recreándose en el extremo.

Tras una travesía en el desierto, sobrevivió a sus propios excesos. Ayudado por un concienzudo manager, Cocker se ajustó desde los ochenta a las expectativas de una industria que sabía que esa voz grave podía amoldarse a baladas para todos los públicos. Por sus cuerdas vocales, empezaron a caer clásicos como When a man loves a woman o What becomes of the broken hearted. También las bandas sonoras que le llevaron al mayor de los éxitos como las de las taquilleras películas Oficial y caballero con Up where I belong o Nueve semanas y media con You can leave your hat on.

Ya sólo gastaría la imagen de dandi maduro, como salido de un anuncio de una marca de ropa de lujo, que cantaba el emotivo You're so beautiful en el homenaje a Diana de Gales. Pero si a un Joe Cocker hay que reivindicar, por mucho que seamos cientos de miles los que alguna vez quisimos ser Mickey Rourke contemplando en vivo y en directo a Kim Basinger durante los poco más de cuatro minutos que dura You can leave your hat on, tiene que ser al joven desatado de los sesenta, a esa encarnación del exceso sentimental que hizo que una canción de los mismísimos Beatles sea ya su patrimonio, nuestro himno de la amistad, una fortaleza contra el desamparo.


El Pais 22.12.2014

sábado, 13 de diciembre de 2014

Syd Barrett siempre estuvo ahí


Una novela indaga en el genio y el enigma del fundador de Pink Floyd, banda que solo lideró en su primer álbum, de la que fue expulsado y en la que dejó una huella enorme


Por Ricardo de Querol


Syd Barrett en 1969. Foto: Redferns Gems

EN EL OLIMPO DE LOS JÓVENES ÍDOLOS caídos del rock, Syd Barrett ocupa un lugar tan brillante como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison o Brian Jones, quienes dejaron bonitos cadáveres después de una breve e influyente trayectoria en los años sesenta. La diferencia es que estos murieron a los 27 años, víctimas de los excesos del final de la década prodigiosa, pero Syd Barrett no falleció hasta 2006, cuando tenía 60 años, tras pasar la mayor parte de su vida en un retiro casi monacal en casa de su madre. Barrett fue el fundador de Pink Floyd en 1966, un líder carismático y rompedor. Pero sus compañeros, hartos de sus desvarios, le despidieron en 1968, con solo 22 años, y abandonó toda vida pública en 1974, aislado por una enfermedad mental que se atribuye al consumo del LSD, entonces en boga, pero cuyas raíces podrían ser anteriores. El misterio en torno a él agigantó su figura.

Una novela del italiano Michele Mari (Milán, 1955) indaga en el Pink Floyd perdido y sostiene la tesis de que Barrett siempre estuvo ahí, que su huella y su imaginario permanecieron en la obra de la banda. Y, menos comprobable, que su sombra persiguió sin tregua al grupo, que el complejo de culpa, casi freudiano, por su caída atormentó a sus com-pañeros todo este tiempo. Rojo Floyd (que edita en español La Bestia Equilátera) pertenece al género de la biografía novelada, ficción agarrada a la realidad, y es el resultado de una rigurosa investigación sobre el personaje con todas las licencias literarias que hagan falta y unas cuantas más.

"Syd era anarquista en cada una de sus fibras, no sabía ni remotamente qué es la disciplina, todo lo reducía a la burla, pero nosotros sabíamos que solo así podía liberar su talento", dice de él un Nick Masón de ficción, el de los cuatro que expresa menos afecto por él. El Nick Mason de verdad había narrado con toda la crudeza en otro libro (Dentro de Pink Floyd, Ma Non Troppo, 2007) cómo se resolvió su despido. "En el coche, de camino, alguien dijo: '¿Recogemos a Syd?', y la respuesta fue: 'No, joder, no vale la pena'. La decisión fue completa-mente cruel, igual que nosotros".

Desde que compusiera y cantara en 1967 casi todas las canciones de The Piper at the Gantes of Dawn, el álbum de debut de Pink Floyd y un hito del rock psicodélico, Syd Barrett es una leyenda. Sus canciones de inspiración lisérgica, con ambientes espaciales, efectos sonoros de la vida real y letras surrealistas causaron sensación: Arnold Layne, See Emily Play o Astronomy Domine. Tenía un punto pop que se perdió con él, una falsa inocencia como la de los Beatles, que trabajaban en el estudio de al lado en Abbey Road. No fue capaz de aportar más que una canción al segundo álbum de la banda, A Sauceful of Secrets. Se encerró en su impenetrable cerebro. En el escenario se quedaba abstraído sin aviso, o tocaba una misma nota sin parar, así que le tema que apoyar otro guitarrista, su amigo David Gilmour, que acabó sustituyéndole del todo. Aceptó su expulsión sin rechistar, y sus excompañeros le ayudaron a editar dos discos en solitario, menos comerciales, antes de desaparecer por completo. Sin él la banda viró hacia el llamado rock progresivo y el art rock bajo la mano de hierro del bajista Roger Waters. Se impone un sonido envolvente y cuidadísimo que culmina en esa obra perfecta que es The Dark Side of the Moon (1973). El ausente Barrett es el "diamante loco" al que dedicaron el disco Wish you were here (Ojalá estuvieras aquí) en 1975. De aquellas sesiones queda su última reunión: Syd apareció de visita, tan  ido, tan gordo y tan rapado (hasta las cejas) que sus colegas dicen que les costó reconocerlo. La música que grababan —él no sabía que en su honor—le pareció "rara" y "vieja". Luego vino The Wall (1979), ópera rock en la que Waters vuelca sus fantasmas y obsesiones sin que puedan distinguirse de los de su antes compañero. En 1983 Waters daba por terminada la banda sin contar con que, a partir de 1987, reaparecería sin él y encabezada por Gilmour para dejar otros dos álbumes de estudio y bastantes directos de montaje mastodóntico. Syd Barrett murió en 2006 y Rick Wright, el teclista clave para ese sonido envolvente que durante años había sido humillado y degradado a empleado, lo hizo en 2008, ambos por cáncer. La publicación ahora de The Endless River, doble álbum con material de 1993, es el adiós oficial de Pink Floyd.

En la línea del Lennon de David Foenkinos (un falso monólogo del Beatle poco antes de su muerte), Michele Mari reúne todo lo que se sabe de Barrett, pero en su caso sin que el protagonista diga una palabra. Mejor así. Desfilan un sinfín de personajes: sus cuatro compañeros de banda, familiares, estudiantes de Cambridge, el casero, colaboradores secundarios y otras estrellas de su época como David Bowie, Eric Clapton o los fantasmas de Stuart Sutcliffe (fundador de los Beatles fallecido en Hamburgo) y Brian Jones (el Stone muerto en su piscina). Incluso le recuerda Johnny Rotten, cantante de los Sex Pistols, que hoy responde al nombre de John Lydon. Es sabido que, en el agitado Londres de los setenta, Rotten posaba con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había escrito "I hate" (Yo odio a...). Pára los punks, Pink Floyd simbolizaba lo que no debía ser el rock: solemne, pretencioso, esnob. Pero Rotten decía que habría fichado a Syd Barrett para su banda. Por su actitud, por su descaro. No es el único que mete a Pink Floyd en esa categoría de bandas que solo al principio merecían la pena.

Rojo Floyd se basa en un relato coral y muy fragmentario, que da al lector los elementos a través de los cuales debe componer su propio retrato de Syd Barrett como un rompecabezas. El narrador cambia cada par de páginas, en forma de "confesiones, testimonios, lamentaciones, interrogaciones, exhortaciones, informes, una revelación y una contemplación". Cada cual se expresa en su lenguaje y tiene su visión. Hay partes cariñosas hacia Barrett, algunas de admiración, otras que intentan pinchar el mito o le desprecian por su descenso a los infiernos. El formato funciona: la lectura resulta ágil. La tesis de unos Pink Floyd obsesionados con su compañero puede parecer excesiva, pero es cierto que en las letras de Waters hay continuas referencias a la locura, a lo lunático, al aislamiento y a ese mundo de animales de fábula que Barrett tomó de su libro favorito, El viento en los sauces, de Kenneth Grahame.

Habría sido atrevido que la novela se introdujera en aquella enigmática mente. Sobre la raíz de su desequilibrio no acaba de haber una versión concluyente. Sus compañeros lo consideraban esquizofrenia. Un estudio publicado en 2007 en The American Journal of Psychiatry sostiene que su genio derivó a un estado psicótico, pero ese camino ya lo seguía antes de probar el ácido, ingrediente estrella de la ola psicodélica que, venida de California, estalló en 1966, el año de Revolver y Pet Sounds.

¿Fue el éxito de Pink Floyd el problema de Barrett? Mari abraza una interpretación que explicaría la culpa de sus compañeros. El pecado original de la banda, según esa versión, fue explotar sin límite su creatividad, hacerle componer canciones rápido y bajo presión. Sus excentricidades serian al principio una coraza frente a eso, hasta que su frágil cerebro terminó de quebrarse un fin de semana de junio de 1967 del que se sabe poco. Para la EMI, los únicos Pink Floyd fiables eran los demás. Un personaje de la novela lo tiene claro: "A Syd Barrett no lo echaron porque había enloquecido: enloqueció porque lo estaban echando". •

Rojo Floyd. Michele Mari. Traducción de Eugenia Leva. La Bestia Equilátera. Buenos Aires, 2013. 256 páginas. 25 euros (digital: 6,6).

El Pais Babelia 13.12.14

lunes, 8 de diciembre de 2014

Frank Zappa en su pulpito


La autobiografía del músico retrata a un eterno disidente que despotricaba como nadie



Frank Zappa, en un concierto en Madrid en 1988. Foto: Ricardo Gutiérrez

La verdadera historia de Frank Zappa. Memorias
Frank Zappa con Peter Occhiogrosso
Traducción de Manuel de la Fuente Soler y Vicente Forés López Malpaso.
Barcelona, 2014
352 páginas. 22,50 euros

Por Diego A. Manrique
MEMORIAS. PUBLICADO EN 1989, este libro de Frank Zappa se adelantó a la avalancha de autobiografías del rock. Aunque no proporcionó realmente un modelo a imitar: se trata de una combinación personalísima de vivencias y reflexiones (que fácilmente podríamos describir como diatribas). Y nadie despotricaba con tanta elocuencia como Zappa. Se hizo un poco de aquella manera: durante tres semanas, Frank charló con Peter Occhiogrosso en su casa de Los Ángeles. El músico marcó el territorio que quería cubrir e ignoró el resto. Por ejemplo: su primer matrimonio (y consiguiente divorcio) se resuelve en cuatro líneas. La ruptura con Don Van Vliet, alias Captain Beefheart, apenas es mencionada, aunque no se priva de señalar las deficiencias profesionales de su antiguo "mejor amigo".

Occhiogrosso era y es un periodista especializado en asuntos religiosos; uno lamenta que careciera del instinto para rastrear pistas musicales. Así, se menciona una visita de Hendrix a los Zappa y no sabemos de qué hablaron, aunque sí que a Jimi se le desgarraron los pantalones ("verdes de terciopelo") y Gail Zappa se los cosió. ¿Uh? Afortunadamente, Frank es explícito al detallar su infancia y juventud. Entendemos el ramalazo misántropo que le caracterizaba al evocar los Estados Unidos que le vieron crecer, en localidades cercanas a bases militares o laboratorios donde se producían armas químicas. El precio de destacar en ambientes tan conservadores era alto: allá por 1964, fue detenido en Cucamonga como pornógrafo, cuando un policía encubierto le convenció para que grabara una cinta con ruidos sexuales.

Zappa se deleita en desinflar los mitos que rodean a su personaje de rey de los freaks y pasa a sus causas favoritas. Entre dibujos de estética underground, nos cuela transcripciones de sus declaraciones en tribunales, comités del Congreso, asociaciones diversas. Y sí, puede que sumar ese material fuera una forma cómoda de dar tonelaje a un libro que se quedaba peligrosamente liviano, pero en esas páginas nos encontramos al mejor Zappa: mente rápida, deleite en el uso del lenguaje, el polemista implacable. En detrimento de su perfil de creador, se convirtió en el principal ariete contra la intromisión de Tipper Gore y otras damas puritanas de Washington en el contenido de las letras de rock y rap (no dejó de señalar que las prohibiciones no parecían aplicarse a la música country), algo que desembocó en las etiquetas que estigmatizan a determinados discos. Denunció la rendición de la RIAA, la asociación gremial de las discográficas. Detectó el carácter débil y la tolerancia al chanchullo del esposo de Tipper, el entonces senador Al Gore, que en las elecciones de 2000 terminaría rindiéndose ante George W. Bush tras el pucherazo de Florida.

Se fue a la tumba (1993) odiando a Reino Unido, al que consideraba "un país del Tercer Mundo" por su sistema judicial y su prensa sensacionalista. Para su desdicha, dado que su principal aspiración era ser reconocido como compositor contemporáneo, chocó una y otra vez con el sistema de encargos institucionales y los vicios laborales de las orquestas sinfónicas. A pesar de que fueran objeto de sus parodias, prefería a los músicos de rock, elegidos por su precisión y reflejos para la improvisación. Señalaba algunas de las prácticas más detestables de la industria discográfica, aunque los artistas que grabaron para sus sellos, Bizarre y Straight, también se sintieron maltratados.

Zappa aceptaba el papel de iconoclasta nacional, pero ejercía de estadounidense con sentido común. Políticamente, encajaba en lo que allí llaman "libertario": máxima tolerancia en cuestiones morales y antipatía por la presencia del Gobierno en la vida de los ciudadanos. Apostaba por la eliminación del impuesto sobre la renta a cambio de un IVA a escala nacional. Recordaba que EEUU se fundó bajo el principio de separación entre Estado e Iglesia; reservaba su veneno más letal para los telepredicadores. Resultó un buen padre: sus hijos siguieron viviendo en la casa familiar después de alcanzar la mayoría de edad. Ayudaban, cierto, sus ritmos vitales —trabajaba durante la noche— y que su esposa, Gail, asumiera las funciones de gestora de su carrera. Como genuino inconformista estadounidense, convirtió su arte en una pequeña industria doméstica: vendía discos, vídeos, partituras.

Iba veloz de lo micro a lo macro: en las páginas finales, esbozaba una forma de vender música por suscripción, usando los canales de la televisión por cable. No le tomaron en serio, pero el modelo habría servido para la era Internet. Y. uno no puede dejar de especular sobre la actitud de Zappa ante la Red de redes. Desde luego, habría tolerado mal el intercambio gratuito de su música: en 1991, sacó Beat the boots, una caja que contenía reproducciones de seis de los bootlegs (discos piratas) que circulaban por el mercado negro. ' Pero se habría carcajeado ante la futilidad final de los afanes censorios de la derecha religiosa estadounidense. •


El Pais Babelia 06.12.14



Una Motown después de la Motown


Holland, Dozier y Holland crearon una factoría propia de éxitos 'soul' tras desligarse de Hitsville. La aventura no salió del todo bien, pero una caja de 14 discos recupera sus joyas

FERNANDO NEIRA



Holland, Dozier y Holland. / MICHAEL OCHS ARCHIVES (GETTY IMAGES)

Los aficionados a la música negra han estado preguntándose durante años por una enigmática mujer de nombre Edith Wayne. Irrumpió a finales de los sesenta en el sello discográfico Invictus y figuraba como coautora de algunos de sus éxitos más memorables, desde Give me just a little more time, de Chairmen of the Board, a Band of gold, por Freda Payne, la truculenta historia de un hombre que no logra consumar su matrimonio en la noche de bodas. Nadie aclaró nunca si conocía en persona a la misteriosa Edith y no consta ninguna fotografía suya, por lo que con el tiempo se ha llegado a la conclusión tácita de que esta dama era en realidad un pseudónimo para la fabulosa tripleta de compositores que integraban Eddie Holland, Lamont Dozier y Brian Holland. Pero la pintoresca historia de la tal Wayne es solo un ejemplo más de las muchas cosas atípicas y fascinantes que a estos magos de la música soul les acontecieron cuando decidieron desvincularse de la factoría Motown.

Corre el año 1968 en los cuarteles generales de Hitsville, el chalecito de Detroit donde se cocina El sonido de la joven América. Tres de los más brillantes compositores de la casa se reúnen con el fundador y gran jefe del imperio Motown, Berry Gordy, para exponerle sus quejas. Los hermanos Holland y su amigo Lamont integran uno de los equipos de escritura de canciones más memorables en la historia de la música popular, a la altura de lo que Burt Bacharach y Hal David significan en el ámbito del pop ligero o Jerry Leiber y Mike Stoller rubricaron para el rock primigenio de Elvis Presley o The Coasters. La firma de H-D-H está detrás de casi todo el catálogo de The Four Tops, incluye joyas para Martha Reeves (Nowhere to run), Junior Walker (How sweet it is to be loved by you) o Isley Brothers (This old heart of mine is week for you) y ha definido para siempre la fórmula de los grupos femeninos con docenas de piezas para las Supremes de Diana Ross. Pero los creadores de todos estos títulos se sienten infravalorados. Gordy, que confía ciegamente en sus propias fuerzas (y en autores-intérpretes como Marvin Gaye o Smokey Robinson), desoye sus quejas. Y las sucesivas discusiones concluyen en divorcio.


A partir de ahí se desarrolla un episodio no siempre bien recordado entre los amantes del soul, el rhythm & blues, el funk y demás latidos rítmicos negroides. El laureado trío instaura The Creative Corporation con el objetivo explícito de disputarle la supremacía a la mismísima Motown bajo dos denominaciones discográficas, Invictus y Hot Wax, a las que en 1972 se sumará una tercera, Music Merchant. Los fundadores incluso se dotan de su propia base de operaciones en Detroit, un antiguo cine en Meyers y Grand River, con rutilantes músicos de estudio. Y ellos mismos escogen a los artistas llamados a convertirse en las estrellas que hagan sombra a Stevie Wonder, The Temptations o los Jackson 5. La aventura, qué duda cabe, acaba en fracaso. Pero entre medias quedan una docena de grandes éxitos puntuales, centenares y centenares de canciones más que solventes y unos cuantos artistas en ningún caso merecedores del olvido.

Toda esta historia se documenta ahora en un proyecto editorial fabuloso, Holland-Dozier-Holland, The Complete 45s Collection, un artefacto de 14 discos, 288 canciones y casi 17 horas de música que opta a figurar entre los fetiches más adorables de la temporada para los coleccionistas discográficos. La caja (de precio razonable para sus dimensiones) incluye absolutamente todas las caras A y B que publicaron los ilustres extrabajadores de la Motown en sus nuevas formulaciones: 96 sencillos para Invictus, 44 para Hot Wax y 17 bajo la etiqueta de Music Merchant. Sumémosles varias rarezas y hasta 16 acetatos inéditos y nos encontramos, en efecto, ante una monumental orgía para completistas.

Los líderes de la revolución de H-D-H estaban llamados a ser Chairmen of the Board, con Norman Johnson y su enfática dicción (a lo Jackie Wilson en Reet petite) al frente de la banda. La mencionada Give me just a little more time fue un éxito muy notable que se prolongó con otros dos títulos fantásticos pero demasiado miméticos, You’ve got me dangling on a string y Everything’s Tuesday. Freda Payne, Laura Lee o Eloise Laws fueron grandísimas solistas de trayectoria efímera y el trío femenino Honey Cone (One monkey don’t stop no show) no tenía nada que envidiar a The Supremes. George Clinton enriqueció la escudería de Invictus con sus flamígeros Parliament y otras bandas, desde Flaming Ember a 100 Proof Aged in Soul, quizás habrían merecido mejor fortuna. Incluso Lamont Dozier y Brian Holland terminaron publicando algunas espléndidas grabaciones propias como Holland & Dozier.

¿Por qué Invictus y sus hermanas pequeñas, Hot Wax y Music Merchant, no lograron el lugar que la historia le ha reservado a Motown, Stax o incluso Philadelphia International Recordings? Probablemente porque las demandas interpuestas por Berry Gordy les hicieron mucho daño, ya que Holland, Dozier y Holland no pudieron firmar sus composiciones ni producciones hasta 1971. Y seguro que también por errores propios, impensables en una fábrica de éxitos tan metódica como Motown. Hoy asombra comprobar, por ejemplo, que Chairmen of the Board relegasen en 1970 Patches a una cara B, un tema que pocos meses después le proporcionó un Grammy y el número 1 a Clarence Carter. El trío fundador tampoco supo adaptarse a los tiempos y Lamont Dozier acabaría desligándose de los Holland en 1972. Pero pese a todos los errores de cálculo, patinazos y frustraciones varias, impresiona el legado casi oculto de esta "segunda Motown" que aflora tantos años después con esta antología abrumadora.

Holland-Dozier-Holland, The Complete 45s Collection está publicado por Harmless/Demon Music


El Pais Babelia 22.11.14

martes, 18 de noviembre de 2014

Un discreto despliegue de belleza


La saga de Pink Floyd contiene muchas historias feas, pero 'The Endless River' parece un intento de cerrar la trayectoria con una vuelta a sus esencias melódicas

DIEGO A. MANRIQUE 17 NOV 2014



David Gilmour, guitarrista y cantante, y Nick Mason, batería, de Pink Floyd. / HARRY BORDEN

Un bonito gesto, según los incondicionales: Pink Floyd sale de su jubilación para despedir comme il faut al miembro más infeliz del grupo, el teclista Richard Wright, muerto en 2008. Lo hace con un disco suntuoso, The Endless River, que recupera remanentes de 1993.

Aunque también podría ser mala conciencia. En contra de su imagen bucólica, los integrantes del grupo se han mostrado despiadados cuando alguno de sus compañeros ha flaqueado. En 1968, la sustitución de Syd Barrett por David Gilmour fue inevitable: tanto LSD había cortocircuitado las sinapsis del visionario del cuarteto. Pero nunca le olvidaron; se ocuparon de sus necesidades materiales cuando Barrett se refugió en la casa materna de Cambridge.

Algo cambió en 1978, cuando vislumbraron los abismos de la insolvencia financiera. Discretamente, ya que todavía mantenían ciertos aires underground, habían dejado sus ganancias millonarias en manos de unos expertos en inversiones, Norton Warburg, que sorpresivamente anunciaron que todo se había perdido. Fue un robo limpio, típico de la City.

Enfrentados a la urgencia de generar ingresos, Roger Waters impuso sus proyectos y se convirtió en el "cirujano de hierro" de Pink Floyd (“nuestro Stalin”, según el baterista Nick Mason). Pudo exigir —y lograr— el despido de Rick Wright, que no se había mostrado cooperativo durante el doloroso parto de The Wall.

Wright, que no pasaba por sus mejores momentos, quedó a la intemperie. Finalmente sería contratado de nuevo como músico asalariado. Y en ese humillante papel siguió hasta la grabación de The Division Bell, en 1993, cuando Gilmour y Mason le readmitieron como miembro del grupo. Uno más, pero no igual: su porcentaje de las ganancias era menor que el que correspondía a David y Nick. Ya había advertido que esta no es una historia ejemplar.

Pero resultó: Wright recuperó la sintonía con sus jefes y la predisposición a crear, a colaborar, incluso a cantar. Se acumularon los descartes, fruto de improvisaciones tanto en los estudios Britannia Row como en el barco-vivienda de Gilmour.

Disculpen tantas explicaciones: ahora es cuando se complica el asunto. Esos fragmentos inéditos han pasado por cuatro encarnaciones hasta llegar al actual The Endless River. Fueron reivindicados por el ingeniero Andy Jackson, que los encadenó en una pieza esponjosa, bautizada como The Big Spliff (El porro grande, por si alguien tenía duda sobre su uso potencial). No aceptaron publicarlo.

Dicen que el carbón puede convertirse en diamantes a la larga. En 2012, Gilmour y Mason revisaron 20 horas de grabaciones e intuyeron que allí podía haber algo. Se hizo cargo de ellas el guitarrista y productor Phil Manzanera, que lo ordenó en cuatro bloques ("como los movimientos de una sinfonía"). Manzanera concibió igualmente un desarrollo narrativo, incluyendo imágenes.

Demasiado prog rock, debieron pensar Mason y Gilmour. Unos meses después pidieron a Youth que trabajara con los dos primeros bloques. Miembro fundador de Killing Joke, lleva décadas haciendo música electrónica y conoce las manías de las superestrellas (graba con Paul McCartney bajo el seudónimo de Fireman). Sin miedo, añadió ritmos, guitarra y bajo.

La intervención de Youth fue la patada en el trasero que necesitaba Gilmour. Agarró los mandos del proyecto y, en la práctica, ha elaborado un disco nuevo, esencialmente sobre los fragmentos que se conservaban del difunto a los teclados (en 'Autumn 68' se inserta un pasaje de Wright tocando el órgano del Royal Albert Hall).

Hemos conocido diversas encarnaciones de Pink Floyd. Una banda que, tras tocar blues, soñó una psicodelia muy inglesa y desembocó en el grupo megalómano de Waters, que transmitía evocaciones ásperas y recriminaciones sociales. The Endless River es la cara plácida de Pink Floyd, con sus evocaciones de viajes espaciales y viñetas paisajísticas. Son preciosas melodías que podrían haber encajado en Atom Heart Mother y Meddle o en los interludios pastorales de The Dark Side of the Moon y Wish You Were Here. Nada suena novedoso, aparte del clarinete oriental de 'Anisina', una aportación del músico israelí Gilad Atzmon, inicialmente convocado para tocar saxo cálido.

Está la voz mecanizada de Stephen Hawking en 'Talkin’ Hawkin', pero solo se ha construido una canción, 'Louder Than Words', la gran producción —coro, cuerdas— que cierra el disco. Con letra de Polly Simpson, esposa de Gilmour, llega la gran confesión: un reconocimiento de que Pink Floyd es/fue una banda disfuncional, incapaz de resolver verbalmente sus conflictos, pero capaz de generar música monumental.

Nadie que alguna vez se haya conmovido con esa faceta de Pink Floyd debería ignorar The Endless River. Otro asunto es cómo comercializan esta música que tanto les ha hecho sufrir. La portada es una nadería naíf que sugiere la algodonosa estética de la película La vida de Pi; imposible creer que no hubiera una propuesta más afilada entre las docenas de ideas que recibieron de agencias publicitarias, y de un Damien Hirst particularmente encantado con el disco.

Puedo imaginar a Roger Waters subiéndose por las paredes (pero mordiéndose la lengua, para no torpedear la lejanísima posibilidad de una reunión). No obstante, hasta Waters reconocerá la astucia para incorporar valor añadido (la caja de lujo, con sus fotos y sus vídeos estáticos) a lo que originalmente eran jam sessions.

Vamos a decirlo finamente: The Endless River evidencia que Pink Floyd no rebosaba genialidad en 1993, aunque poseía un arte tan modesto como único: el equilibrio entre lirismo y grandiosidad. Y, desde luego, ningún grupo de space rock o ambient es tan experto en vestir y vender sus hallazgos.

The Endless River. Pink Floyd (Parlophone).

El Pais

jueves, 16 de octubre de 2014

Beatles y Stones contra los tópicos


Un libro revisa los mitos sobre las dos bandas. La inclinación por una u otra podía revelar opciones de mayor calado, tanto políticas como vivenciales

DIEGO A. MANRIQUE



John Lennon y Mick Jagger. / RON GALELLA / WIRELMAGE

Produce cierto sonrojo:en 2014, seguimos repitiendo la cantinela. Cincuenta años llevamos planteando, masticando, respondiendo la misma pregunta: “Pero tú ¿eres/eras de los Beatles o de los Rolling?”. Se discute, urge reconocerlo, algo más que preferencias estéticas: ambas opciones encarnan estereotipos eternos. Resume John McMilliam: “Los Beatles pueden describirse como apolíneos y los Stones dionisiacos; los Beatles pop, los Stones rock; los Beatles eruditos; los Stones viscerales; los Beatles utópicos, los Stones realistas”.

Tan peliaguda es la cuestión que el inevitable libro sobre semejante locus classicus, Los Beatles vs. los Rolling Stones, ha tardado medio siglo en materializarse y es obra de un historiador. Un académico cuya anterior obra estudiaba la prensa underground (una especialidad que le permite demostrar aquí que ambos grupos proporcionaron gasolina a la insurgencia universitaria de finales de los sesenta) y que evita escrupulosamente pronunciarse.

Quizás a McMilliam le falte picardía: desecha la atracción sexual del manager, Brian Epstein, por John Lennon, olvidando las vacaciones que los dos se tomaron en España en 1963. Tampoco afina al valorar cuestiones puramente musicales, como la atribución de las etiquetas de rock o pop. Los Beatles podían rockear con tanta o más intensidad que los Stones. Se suele olvidar que los Stones tienen una riquísima producción pop; si hubieran desaparecido en 1967, como parecía desear el establishment al condenarles a penas de cárcel, ya habían acumulado méritos suficientes para figurar en el panteón del mejor pop británico. Se libraron, claro, y en 1968, con Beggars banquet, consolidaron el concepto de rock.

¿Importa eso? De alguna manera, aunque el rockismo ya esté desprestigiado, sus ecos privilegian la idea de que los Stones eran auténticos y los Beatles unos vendidos al show business. Sobre el historiador recae la obligación de cuestionar los mitos que encajan con sospechosa perfección. Y McMilliam arremete con gusto contra los tópicos. No, los Beatles —con la excepción de Ringo— no procedían realmente del proletariado. Y superaban ampliamente en experiencia musical y vivencias salvajes a unos aprendices de bohemios como los Stones. Los Beatles se forjaron tocando hasta la extenuación y solo la tenacidad de su representante permitió romper la muralla de prejuicios de la industria musical londinense. Por el contrario, beneficiarios del cambio de paradigma impuesto por los de Liverpool, los Stones ascendieron con asombrosa rapidez. En 31 prodigiosos días de 1963, ven publicada su primera crítica positiva, adquieren un potente equipo de management (Andrew Loog-Oldham y Eric Easton), reciben la bendición de los Beatles y son fichados por Decca Records con un contrato extraordinariamente generoso.

McMilliam enfatiza la anomalía cultural que suponía que un grupo procedente de una ciudad lejana y empobrecida tomara por asalto la capital del reino. El esnobismo londinense queda en evidencia con juicios como el del fotógrafo David Bailey, que trabajó con ambos grupos: “Veía a los Beatles como una boy band, algo muy prefabricado en sus inicios, mientras que los Stones parecían crecer orgánicamente”. En realidad, la superioridad creativa de los Beatles quedó reafirmada según avanzaban los sesenta. Con más o menos reticencia, era asumida por los Stones: Lennon y McCartney les echaron varios cables. Desde proporcionarles una canción, I wanna be your man, para su segundo single, mostrándoles de pasada —prodigiosa revelación— lo fácil que les resultaba componer, a reestructurar We love you, el tema con que los Stones daban las gracias a los fans que les apoyaron en su calvario de 1967.

En el swinging London se insistía en que Beatles y Rolling Stones eran amigos, no competidores. Que su enfrentamiento respondía a estrategias de los gestores de sus carreras. En realidad, los implicados se miraban con recelo. Y todos sabían quién marcaba el rumbo. Un anonadado Lennon se quejaba: “Todo lo que hacemos, los Stones lo repiten cuatro meses después”. Los Beatles fueron decisivos en otros aspectos: aquí se atribuye el desquiciamiento de Brian Jones, hasta entonces purista del blues, al encuentro con la beatlemanía y su irrefrenable deseo de disfrutar de esa adoración. Y, desde luego, su desembarco triunfal en Decca derivó directamente de la equivocación al rechazar a los Beatles en 1962, responsabilidad del directivo Dick Rowe, que no quería repetir su error.

¿Y cómo fue que los exquisitos, los revoltosos, los señaladores de tendencias, terminaran inclinándose por los Stones sobre unos Beatles que, incluso en estado de descomposición, eran capaces de facturar un Abbey Road? En el parteaguas que fue 1968, John Lennon se posicionó contra el sarampión izquierdista con Revolution. Tras ser reconvenido por The Black Dwarf, la revista de Tariq Ali, dio un giro completo y subvencionó al dudoso agitador negro Michael X, aparte de entregar dinero al IRA. Los Stones se contentaron con retratar la turbulencia juvenil en Street fighting man, tan celebrada por la contracultura, que en realidad contenía una cláusula de escape: “¿Qué puede hacer un pobre chico / excepto cantar en una banda de rock and roll? / En el somnoliento Londres / no hay lugar para un luchador callejero”.

Además, los Stones recurrieron a un maquillaje de satanismo. Tras leer El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, Jagger desarrolló una canción definitoria, Sympathy for the devil. Añadan todas las fantasías de orgías, drogas y desdén por la autoridad: los seguidores más inquietos miraban a los Stones esperando reconocerse. Querían y todavía quieren adquirir ese narcisismo de forajidos, sin advertir que carecen de la red de seguridad que protege eficazmente a esos músicos-aristócratas (recuerden: Brian Jones muere cuando ya está fuera del grupo).

Queda la sensación de que Los Beatles vs. los Rolling Stones se cierra prematuramente. McMilliam prefiere analizar la interacción entre ambas bandas cuando las dos estaban en activo; después, la competición se sitúa entre el bonito cadáver de nuestro recuerdo (Beatles) y la máquina que desafía las previsiones de la edad y la rentabilidad (Rolling Stones). Así que si les colocan ante el famoso dilema, respondan como yo: “Ni los Beatles ni los Rolling; soy de los Kinks”.

John McMilliam. Los Beatles vs. los Rolling Stones. Traducción de Ricard Gil Giner. Ediciones Urano. Barcelona, 2014. 286 páginas. 19 euros.


El Pais Babelia 11.10.14

viernes, 10 de octubre de 2014

The king of flamenco reina otra vez


Un festival recuerda en Pamplona a Sabicas, el guitarrista que internacionalizó el arte gitano

LINO PORTELA Pamplona 30 AGO 2014

Sabicas, en un festival de flamenco en 1984. / BERNARDO PÉREZ

El número siete de la calle Mañueta, en pleno corazón de Pamplona, es una antigua casa de tres pisos a escasos 20 metros del Mercado de Santo Domingo. Allí nació Agustín Castellón Campos y ese es el escenario en el que uno de los más geniales e internacionales de los guitarristas flamencos se ganó su peculiar sobrenombre. Cuentan que el pequeño Agustín era un vicioso de las habas y de camino al mercado metía mano en la cesta de la compra para comérselas crudas, con cascara. Le llamaron el niño de las habas. El niño de las habicas… Corría el año 1917 y ya el Niño Sabicas con cinco años aprendía a tocar la guitarra. “Nunca tuve maestro”, dijo en una entrevista el artista, que estos días recibe un homenaje en su ciudad en forma de festival. “Cogí la guitarra, me puse a tocar y ahí seguí”. Cuando en 1990 falleció en Nueva York a los 78 años, este gitano de Pamplona se había convertido en The king of flamenco, el más conocido guitarrista jondo de EE UU, y tenía una vida de película: compartió escenario con las estrellas flamencas de los años veinte y en 1936, al comienzo de la Guerra Civil, se marchó de España —donde nunca más vivió—; triunfó en Argentina, México y en EE UU donde residió y grabó sus discos más importantes. Llenó teatros de Broadway, tocó para Chaplin, Marlon Brando y Gary Cooper e inventó involuntariamente la fusión entre el rock y el flamenco. Pese a que hasta mediados de los setenta fue casi un desconocido en su país de origen, se convirtió en maestro “por correspondencia, a través de sus discos”, como decía Morente, de multitud de flamencos. Sobre todo de Paco de Lucía. “Nosotros somos los transmisores de Sabicas y de su genio. El sonido de esa guitarra es exagerao. Todos le debemos mucho”, dijo el ya desaparecido guitarrista, nombrado por nuestro hombre como “auténtico discípulo”.

Pamplona ajusta estos días cuentas con Sabicas. Desde el martes y hasta mañana la capital navarra rinde homenaje a su embajador en el festival Flamenco On Fire, que ha contado con las actuaciones de Sara Baras, Tomatito, Arcángel, Niña Pastori y José Mercé. Hoy actúan Estrella Morente —que siendo niña cantó para Sabicas—, Josemi Carmona y Pepe Habichuela. Mañana, Kiko Veneno, Tomasito y Los Evangelistas cerrarán este nuevo festival que pretende consolidarse en la ciudad y que curiosamente está organizado por los hermanos Morán (Miguel y José), creadores del más representativo certamen de pop-rock de los últimos 20 años en España: el Festival Internacional de Benicàssim (FIB). “Aprendí a valorar el flamenco cuando trabajé de camarero en Casa Patas en los ochenta”, cuenta Miguel Morán, hasta ahora más acostumbrado a lidiar con artistas de rock independiente que con flamencos. “La figura de Sabicas y su vida servirá como hilo conductor de las próximas ediciones que pretendemos celebrar”.

Y con razón. Porque la biografía del maestro da para mucho. Sabicas fue de aquellos pioneros flamencos que tocaban a pulmón, sin micrófono, porque no había; que con 10 años alegraba las juergas de los señoritos en el tablao Villa Rosa de Madrid, adonde fue a buscarse la vida. Allí se hizo con un nombre y acompañó por toda España a las figuras del momento: la Niña de la Puebla, Imperio Argentina, Estrellita Castro... Hasta 1936. Al comienzo de la Guerra Civil española, Sabicas prefirió poner tierra de por medio antes de ser llamado a filas. “No me fui a América como exiliado”, explicó en una entrevista posterior. “Me fui porque me contrataron. Yo nunca he sabido nada de política, ¡ni quiero saber!”.

Desembarca en Argentina para actuar con la bailarora Carmen Amaya, con la que forma pareja artística y sentimental durante unos años. Triunfan en México, donde el guitarrista tiene dos hijos y se casa con una mexicana (“Me costó dinero y salió por peteneras”, confesó). De 1940 a 1945 viaja por primera vez a trabajar a EE UU con Carmen Amaya. Vuelven en 1956 y Sabicas se queda a vivir en Nueva York. Allí se le conoce como The King of Flamenco y arranca su rica y abundante carrera discográfica (55 discos). Sabicas se hace entonces grande en EE UU mientras que en España pocos recuerdan su nombre.

Sus discos estaban dirigidos al mercado estadounidense (incluido Flamenco on fire, de donde coge el nombre el festival que ahora le homenajea). Entre ellos, Rock encounter, editado en 1970 y que, aunque al propio Sabicas le desagradaba especialmente, fue pionero de lo que ahora se llama fusión. Fue el primer experimento donde la guitarra flamenca de Sabicas se fusiona con el rock del músico Joe Beck. Una revolución, luego seguida por grupos como Smash, Triana o Pata Negra. El disco lo redescubrió en Francia el productor Ricardo Pachón, responsable del también revolucionario La leyenda del tiempo, de Camarón. Años después, Pachón coincidió con Sabicas en Nueva York durante un concierto de Pata Negra. “Ricardo, mira, yo no entiendo nada de esto”, apuntó. “Pues esto lo inventó usted, maestro”, replicó el productor. Sabicas, según cuenta Carlos Lancero en su libro sobre Camarón, levantó las manos al cielo y dijo: “Eso fue cosa de mis productores que eran unos peseteros. ¡Esos discos míos no valen un duro!”.

Las razones por las que Sabicas no volvió a vivir en España tampoco hay que buscarlas en la política. “La principal fue que tenía un miedo terrible a volar”, explica la periodista neoyorquina Estela Zatania, que con 15 años visitó a Sabicas en su casa de Manhattan. “Allí en EE UU ganó mucho dinero y vivía muy bien”. Solo con su guitarra, porque Sabicas nunca aprendió inglés: “Sólo sé tres palabras y no entiendo ninguna”, dejó dicho.

En 1967 por fin supera el miedo a volar y reaparece en España, que ya visitó frecuentemente. En los ochenta le organizan festivales, visita Pamplona y se relaciona con flamencos del momento como Morente, Paco de Lucía o el guitarrista Pepe Habichuela, que el jueves en una mesa redonda recordó su encuentro con el pamplonica: “Era un gitano antiguo. Tenía no sólo una imponente presencia tocando sino también andando por la calle. Le gustaba recordar los viejos tiempos”. José Mercé, tras su concierto del miércoles, también rememoró el momento en que se conocieron: “Yo tenía 13 años y estuvimos tocando en el Café de Chinitas. Era un gitano de postín. Todavía recuerdo el garbanzo de diamante que llevaba en la corbata. Su forma de tocar tenía una fuerza increíble”.


En los noventa, Enrique Morente consiguió el sueño por el que luchaba durante años: reivindicar en España a Sabicas y grabar un disco con él. En 1990 se publica una genialidad donde el cantaor de Granada improvisaba sobre la guitarra del ya enfermo gitano de Pamplona. En su exhaustivo libro La correspondencia de Sabicas (editorial El flamenco vive), el periodista José Manuel Gamboa cuenta que en esas sesiones de grabación, “entre helados y churros”, la pequeña Estrella Morente, con siete años, se puso a cantar una taranta. “Qué maravilla. Niña, cántala otra vez’, dijo Sabicas, que alucinó al escucharla”.

Sabicas no vio publicado aquel disco junto a Morente. El 14 de abril de 1990 murió en Nueva York y fue enterrado en Pamplona, muy cerca de ese lugar donde el genio le robaba las habicas a su madre de la cesta de la compra. El mismo al que Joaquín Sabina le dedicó un soneto: “Ese que va por la Quinta Avenida / con el orgullo de los desterrados / con la mirada del que nada olvida / esas seis cuerdas que tanto han llorado”.












Seis paradas en la profusa discografía estadounidense de Sabicas para sellos como Columbia, Elektra o MGM, que incluye éxitos históricos junto a Carmen Amaya y álbumes pioneros de la fusión de flamenco y rock, como Rock Encounter, junto al también guitarrista Joe Beck.

Pamplona-NY

Agustín Castellón Campos (Pamplona, 1912), Sabicas, se dio prisa en coger la guitarra: a los cinco años ya la tocaba, y a los 10 animaba las fiestas de los tablaos madrileños.
 En 1936 se marcha a Argentina, donde conoce a Carmen Amaya, que será su pareja durante años. En 1956 se afinca en EE UU. Allí se le conoce como The king of flamenco y graba algunos de sus discos más relevantes: Rock encounter (con el rockero Joe Beck) o el recopilatorio Flamenco on fire, entre otros.
 Reivindicado como padre del flamenco fusión por Smash o Triana, Morente graba con él Nueva York Granada. Será su último disco, editado tras su muerte en 1990.


El Pais, sabado 30 de agosto de 2014

domingo, 28 de septiembre de 2014

La secreta historia de Marley por Diego A. Manrique

 El jueves se cumplen 25 años de su muerte. Bob Marley sigue siendo uno de los iconos pop más universales. Sin embargo, entre esa hojarasca del ídolo 'rasta' se suele olvidar su obra musical, en gran parte desconocida fuera de Jamaica. Un libro intenta recuperar ese legado. Por Diego A. Manrique.

WAILERS, 1968. Bob Marley (segundo por la izquierda), junto a su mujer, Rita, y dos miembros de su banda, los Wailers, Peter Tosh y Bunny Livingstone.


Lo saben todos los viajeros avezados: Bob Marley es omnipresente. En un puerto de Polinesia, en una choza perdida por la sabana africana, en un centro comercial japonés, en el rincón más insospechado surge su imagen hirsuta o su vibrante música. En palabras de Andrés Calamaro, "la voz de Marley te toca, primero, por esa fatiguita que conmueve; luego te reconforta, ya que cuenta que en algún lugar del mundo está brillando el sol y la vida es simple".

Para la historia, Bob Marley ha quedado como la primera estrella global surgida de un gueto poscolonial. Y la suya no fue una fama fugaz. Tras su muerte, en 1981, su música se ha difundido más que antes. Legend, recopilación de sus grandes éxitos que Island sacó en 1984, es un pasmoso fenómeno comercial: no ha dejado de venderse, llegando a despachar hasta un millón de copias anuales en algún momento de la década de los noventa. Las sinuosas canciones de Marley son consumidas por sucesivas generaciones que se han apuntado a la liturgia canábica de la teología rastafariana, pero también por gente que sería incapaz de liarse un porro.

La leyenda de Marley ha superado muchas pruebas. Su golosa herencia provocó una catarata de batallas judiciales que aún colean, demandas y resoluciones que son estudiadas en los cursos de propiedad intelectual. Ha sido víctima de la sobreexplotación: cada año se publican discos suyos con alguna curiosidad más o menos inédita, aparte de que se pongan nuevos envoltorios a sus mil grabaciones. Abundantes libros, incluyendo la espinosa autobiografía de su esposa, Rita Marley (No woman, no cry. Ediciones B, 2004), han desvelado aspectos ingratos de su personalidad. A pesar de todo, su reputación ha sobrevivido casi intacta.

FOTOGRAFÍA DE ASHLEY CHIN / OSSIE HAMILTON
 La mujer de Bob Marley, Rita, con sus hijos Sharon, Ziggy, Cedella y el bebé Stephen, en 1971. Juntos tuvieron nueve hijos (siete niños y dos niñas) aparecen en la imagen formaron el grupo Melody Makers.

Una rara imagen de sus inicios (aproximadamente de 1966)

Pero, ay en la recepción de su obra sí se aprecia que Marley tenía origen tercermundista. Muchos de los que todavía compran Legend ignoran que ese disco sólo cubre una parte de su trayecto, de 1973 a 1981, cuando se internacionalizó como profeta tropical. Para cuando Bob fue lanzado por Island Records -una audaz operación dirigida desde Londres por su compatriota Chris Blackwell-, ya llevaba más de diez años grabando exclusivamente para Jamaica y su diáspora. Muchas de sus piezas clásicas se registraron para su público natural y más tarde se reconstruyeron para el mercado del rock. Según sus devotos más puristas, en ese proceso se adulteró su esencia. De hecho, no faltan los que aborrecen parte de los discos millonarios y se concentran en los registros jamaicanos, ingresando en la secta de los coleccionistas dispuestos a pagar fortunas por vinilos con una tirada de, por ejemplo, 50 copias.

Si alguien desea conocer profundamente esa etapa isleña, surge el problema. En realidad, varios problemas anudados. Primero, habituar el oído. Las placas jamaicanas poseen la fuerza de lo auténtico, pero las técnicas de captación del sonido eran allí, en los años sesenta, rudimentarias. Por decirlo suavemente, Bob no se expresaba en estudios equivalentes a los de Abbey Road. Segundo, el negocio fonográfico de Jamaica tiene mucho de jungla, tal


En el faro de Port Royal (Jamaica) en 1968

una imagen de Bob en sus tiempos de estrella de repercusión mundial, tomada en 1979 e el festival Sunsplash, en Jamaica.
FOTOGRAFÍA DE TRAX ON WAX / ASHLEY CHIN / PETER MURPHY

 como quedó reflejado en The harder they come (en España, Caiga quien caiga), la potente película de 1973 que fue, aparte de la eclosión de Marley, la baza decisiva para la aceptación planetaria del reggae. Bob sufrió a bastantes sinvergüenzas del negocio. Al explotar éstos la fama de Marley se multiplican las ediciones, hechas con cuidado o por la patilla: se cambian títulos, se le atribuyen canciones ajenas, se modifican los arreglos para que queden más contemporáneos.

Tercer problema, y no se asusten. La diminuta industria musical jamaicana ostentaba entonces una peculiar economía de subsistencia. Cantantes e instrumentistas solían cobrar por pieza grabada, pero los productores arañaban rentabilidad extra al transformar sus fondos musicales: en la cara B de muchos singles de Marley desaparecía total o parcialmente su voz en mezclas caprichosas, con efectos alucinógenos. Era el dub, invento nacido de la codicia que supuso una extraordinaria revolución conceptual bien aprovechada por los productores occidentales hasta nuestros días: a todos los efectos, la mesa de mezclas se transformaba en un hiperinstrumento que permitía a visionarios como Lee Perry realizar el equivalente sonoro de, por ejemplo, las recreaciones de Velázquez por Picasso.

El grupo en 1969.















Una estampa que definió la década de los setenta. Bob Marley, con 'rastas' y su guitarra Gibson, en las giras que le llevaron por todo el mundo. Fotografía de Peter Murphy

Para enloquecer más la situación, en Jamaica era y es habitual la confección de dub plates, grabaciones exclusivas para determinadas sound systems, las discotecas móviles que servían para difundir el reggae cuando la radio estatal de Jamaica vetaba esa música por sus mensajes o por su crudeza sonora.

Se necesita paciencia y un fiable mapa de carreteras si alguien quiere internarse en la cara oscura de la obra de Marley o hacerse una idea de la realidad comercial que moldeó su arte cegador. La guía podría ser Bob Marley: su legado musical, el libro de Jeremy Collingwood que ahora se vierte al español; a pesar de la torpeza de su traducción, se erige como texto de referencia. En verdad, es un híbrido de discografía comentada y libro visual para la mesa del salón, con abundante material gráfico poco conocido: desde carteles hasta portadas de revistas, incluyendo páginas de la publicación jamaicana Swing. Y fotos emblemáticas, como las que muestran la pasión de Marley por el fútbol (llegó a contratar brevemente como representante al jugador Alian Skill Colé). El balompié fue la causa indirecta de su muerte: una lesión mal curada degeneró en un cáncer invencible. Otras fotos muestran al gran seductor: en el Regine's parisiense, cortejando a una candidata a Miss Mundo; Bob terminaría cohabitando con la ganadora del título, Cindy Breakspeare, y ella sería la madre de Damián, el último Marley que ha triunfado.

Estudiar el legado sonoro de Marley ofrece sabrosas revelaciones. Por ejemplo, que la tríada de sus preocupaciones estaba integrada por la política, la religión y el sexo-amor. Atención: a diferencia de lo habitual, su repertorio se radicalizó según conquistó mercados, con la prédica de su fe rasta y cierta ideología panafricana. Pero Bob aspiró al estrellato internacional y estuvo dispuesto a pagar, aunque regateando, el peaje necesario. De los miembros de los Wailers fue el único que se lo peleó. El más espiritual, Bunny Livingstone, sencillamente no quería salir de Jamaica.

Como trío vocal, los Wailers reconocían su deuda con los Impressions, el grupo que Curtis Mayfield fundó en Chicago, y adaptaron varios de sus temas (pero también de James Brown, que estaba al otro extremo del soul). Bob, que viajó fuera de Jamaica cuando era un desconocido, no ignoraba que existían otras músicas valiosas, aunque fueran ejecutadas por los blancos de la detestada Babilonia: la influencia de Bob Dylan aparecía cuando cantaba con una guitarra de palo; los Wailers grabaron temas de Lennon-McCartney o Sugar sugar, el himno del chicle pop.

Tipo astuto, Marley fue capaz de navegar entre las aguas homicidas de la política jamaicana. A distancia, apoyó a Michael Manley el líder socialista que ganó las elecciones de 1972. Manley comenzó a hacerse carantoñas con Fidel Castro, y la CIA respondió desestabilizando Jamaica al introducir grandes cantidades de armas que repartió entre los gatüleros de la oposición. Puede que esas mismas pistolas con remite estadounidense atentaran contra la vida de Bob en 1976. Un intento de asesinato que, según otras fuentes, obedecía a asuntos turbios del gueto. Para ponerse a salvo, los Marley debieron exiliarse durante año y medio. A Bob no se le escapó la paradoja: en el libro de Collingwood se reproduce la portada de Soul revolution II, elepé primerizo donde los Wailers posan amenazadores con armas cortas y largas, supuestamente de juguete; en Soul rebels, otra edición del mismo disco, los cantantes han sido reemplazados por una taciturna guerrillera que lleva metralleta y enseña sus pechos desnudos.

Marley se enteró de la existencia de Soul rebels durante una visita a Londres. Más que por la funda, su estupor -y la ira consiguiente- vino de comprobar que su ilustre productor, Lee Perry, estaba traficando con sus cintas sin decirles ni una palabra. Obligado a manejarse con ladrones, el joven Marley decidió ser el propietario de sus grabaciones o, por lo menos, de los medios de producción. Los Wailers ya eran autónomos en 1967, cuando los Beatles todavía especulaban con la posibilidad de fundar su propio sello. La primera empresa del grupo fue Wail 'N Soul 'M, que no funcionó, pero que les proporcionó duras enseñanzas, asimiladas para la siguiente aventura independiente, la compañía Tuff Gong, que poseía su propio estudio.

Jeremy Collingwood insiste en su carácter pragmático: supo tratar con los grandes tiburones de la industria musical, incluso volviendo a colaborar con el carismático Lee Perry Para Colligwood, la relación con esos hombres poderosos obedece a una necesidad interna de Bob, que creció sin una figura paterna: apenas conoció a su padre, el militar y funcionario colonial de Liverpool que se casó con su madre para legitimar a su criatura. ¿Psicología barata o percepción aguda? Lo indiscutible es que, en palabras de Collingwood, "su historia es la de una determinación para llegar a conseguir el éxito sin dejar de ser fiel a sus más profundas creencias. Siempre encontró la manera de responder a los reveses de la vida de una manera positiva y a convivir con un mundo imperfecto. Utilizó tanto sus creencias como su pasión para interactuar con el mundo, no para atacar o quejarse. Comprendió el poder transformador de la música y se convirtió en un chamán mundial." •

 'Bob Marley: su legado musical', de Jeremy Collingwood, está editado en España por Blume (192 páginas).


EL PAIS SEMANAL Nº1545 Domingo 7 de mayo de 2006