martes, 18 de noviembre de 2014

Un discreto despliegue de belleza


La saga de Pink Floyd contiene muchas historias feas, pero 'The Endless River' parece un intento de cerrar la trayectoria con una vuelta a sus esencias melódicas

DIEGO A. MANRIQUE 17 NOV 2014



David Gilmour, guitarrista y cantante, y Nick Mason, batería, de Pink Floyd. / HARRY BORDEN

Un bonito gesto, según los incondicionales: Pink Floyd sale de su jubilación para despedir comme il faut al miembro más infeliz del grupo, el teclista Richard Wright, muerto en 2008. Lo hace con un disco suntuoso, The Endless River, que recupera remanentes de 1993.

Aunque también podría ser mala conciencia. En contra de su imagen bucólica, los integrantes del grupo se han mostrado despiadados cuando alguno de sus compañeros ha flaqueado. En 1968, la sustitución de Syd Barrett por David Gilmour fue inevitable: tanto LSD había cortocircuitado las sinapsis del visionario del cuarteto. Pero nunca le olvidaron; se ocuparon de sus necesidades materiales cuando Barrett se refugió en la casa materna de Cambridge.

Algo cambió en 1978, cuando vislumbraron los abismos de la insolvencia financiera. Discretamente, ya que todavía mantenían ciertos aires underground, habían dejado sus ganancias millonarias en manos de unos expertos en inversiones, Norton Warburg, que sorpresivamente anunciaron que todo se había perdido. Fue un robo limpio, típico de la City.

Enfrentados a la urgencia de generar ingresos, Roger Waters impuso sus proyectos y se convirtió en el "cirujano de hierro" de Pink Floyd (“nuestro Stalin”, según el baterista Nick Mason). Pudo exigir —y lograr— el despido de Rick Wright, que no se había mostrado cooperativo durante el doloroso parto de The Wall.

Wright, que no pasaba por sus mejores momentos, quedó a la intemperie. Finalmente sería contratado de nuevo como músico asalariado. Y en ese humillante papel siguió hasta la grabación de The Division Bell, en 1993, cuando Gilmour y Mason le readmitieron como miembro del grupo. Uno más, pero no igual: su porcentaje de las ganancias era menor que el que correspondía a David y Nick. Ya había advertido que esta no es una historia ejemplar.

Pero resultó: Wright recuperó la sintonía con sus jefes y la predisposición a crear, a colaborar, incluso a cantar. Se acumularon los descartes, fruto de improvisaciones tanto en los estudios Britannia Row como en el barco-vivienda de Gilmour.

Disculpen tantas explicaciones: ahora es cuando se complica el asunto. Esos fragmentos inéditos han pasado por cuatro encarnaciones hasta llegar al actual The Endless River. Fueron reivindicados por el ingeniero Andy Jackson, que los encadenó en una pieza esponjosa, bautizada como The Big Spliff (El porro grande, por si alguien tenía duda sobre su uso potencial). No aceptaron publicarlo.

Dicen que el carbón puede convertirse en diamantes a la larga. En 2012, Gilmour y Mason revisaron 20 horas de grabaciones e intuyeron que allí podía haber algo. Se hizo cargo de ellas el guitarrista y productor Phil Manzanera, que lo ordenó en cuatro bloques ("como los movimientos de una sinfonía"). Manzanera concibió igualmente un desarrollo narrativo, incluyendo imágenes.

Demasiado prog rock, debieron pensar Mason y Gilmour. Unos meses después pidieron a Youth que trabajara con los dos primeros bloques. Miembro fundador de Killing Joke, lleva décadas haciendo música electrónica y conoce las manías de las superestrellas (graba con Paul McCartney bajo el seudónimo de Fireman). Sin miedo, añadió ritmos, guitarra y bajo.

La intervención de Youth fue la patada en el trasero que necesitaba Gilmour. Agarró los mandos del proyecto y, en la práctica, ha elaborado un disco nuevo, esencialmente sobre los fragmentos que se conservaban del difunto a los teclados (en 'Autumn 68' se inserta un pasaje de Wright tocando el órgano del Royal Albert Hall).

Hemos conocido diversas encarnaciones de Pink Floyd. Una banda que, tras tocar blues, soñó una psicodelia muy inglesa y desembocó en el grupo megalómano de Waters, que transmitía evocaciones ásperas y recriminaciones sociales. The Endless River es la cara plácida de Pink Floyd, con sus evocaciones de viajes espaciales y viñetas paisajísticas. Son preciosas melodías que podrían haber encajado en Atom Heart Mother y Meddle o en los interludios pastorales de The Dark Side of the Moon y Wish You Were Here. Nada suena novedoso, aparte del clarinete oriental de 'Anisina', una aportación del músico israelí Gilad Atzmon, inicialmente convocado para tocar saxo cálido.

Está la voz mecanizada de Stephen Hawking en 'Talkin’ Hawkin', pero solo se ha construido una canción, 'Louder Than Words', la gran producción —coro, cuerdas— que cierra el disco. Con letra de Polly Simpson, esposa de Gilmour, llega la gran confesión: un reconocimiento de que Pink Floyd es/fue una banda disfuncional, incapaz de resolver verbalmente sus conflictos, pero capaz de generar música monumental.

Nadie que alguna vez se haya conmovido con esa faceta de Pink Floyd debería ignorar The Endless River. Otro asunto es cómo comercializan esta música que tanto les ha hecho sufrir. La portada es una nadería naíf que sugiere la algodonosa estética de la película La vida de Pi; imposible creer que no hubiera una propuesta más afilada entre las docenas de ideas que recibieron de agencias publicitarias, y de un Damien Hirst particularmente encantado con el disco.

Puedo imaginar a Roger Waters subiéndose por las paredes (pero mordiéndose la lengua, para no torpedear la lejanísima posibilidad de una reunión). No obstante, hasta Waters reconocerá la astucia para incorporar valor añadido (la caja de lujo, con sus fotos y sus vídeos estáticos) a lo que originalmente eran jam sessions.

Vamos a decirlo finamente: The Endless River evidencia que Pink Floyd no rebosaba genialidad en 1993, aunque poseía un arte tan modesto como único: el equilibrio entre lirismo y grandiosidad. Y, desde luego, ningún grupo de space rock o ambient es tan experto en vestir y vender sus hallazgos.

The Endless River. Pink Floyd (Parlophone).

El Pais