sábado, 27 de diciembre de 2014

TALKING HEADS "REMAIN IN LIGHT" 1980 SIRE



Al principio se creó el ritmo. Después ya vinieron las teorías, las espirales discursivas de David Byrne pronunciadas con la mirada fija y movimientos epilépticos, hombreras, edificios y comida. Desde los comienzos, la música del primero trío y después cuarteto art-punk más intelectual del CBGB había sido sobretodo puro ritmo, entrelazado con una combinación de filosofía contemporánea y dadá.

Pero si la aceleración de los dos primeros discos del grupo, "Talking Heads: 77"(1977) y "More Songs About Buildings And Food" (1978), ya había demostrado que el mundo siempre puede ir más deprisa de lo que parece posible, los ambientes polirrítmicos de "Remain In Light" desarrollan una corriente de punk, funk, ritmos africanos y electrónica pionera tan rica y densa que es imposible no dejarse arrollar por ella. La superposición y los contrapuntos de voces, las guitarras estridentes y una percusión omnipresente construyen una explosiva mezcla que se advertía en "I Zimbra", aquella fantasía percusiva que abría su tercer disco, "Fear Of Music"(1979), y que será mucho más evidente en el LP de colaboración entre David Byrne y Brian Eno, "My Life In The Bush Of Ghosts" de 1981.

La mano de Eno, productor y coautor de todas las canciones de "Remain In Light", es evidente en su proclamación del credo de la música africana, al parecer para desgracia de Tina Weymouth, cuyo magnífico primer disco junto a Chrls Frantz con Tom Tom Club, que se publicaría al año siguiente, demostraría una cierta escisión estilística en el seno de Talking Heads.

El gran hallazgo de "Remain In Light" es que su fascinación afrocaribeña no desemboca en un sonido exótico, sino introspectivo: un ejemplo de mestizaje original, vital e inteligente, donde encajan perfectamente piezas tan diversas como la dinámica "Born Under Punches (The Heat Goes On)"y la elegiaca "Listening Wind", canciones que desafían la estructura tradicional estrofa-estribillo-puente desplazándose en una carrera Infinita hacia adelante en lo que se ha considerado una síntesis energética de lo erudito y lo corpóreo. Este movimiento perpetuo de los puntos de referencia sirve de marco perfecto para la expresión de la pérdida de la identidad, con unas letras enigmáticas y surrealistas que evocan una sensación de desorientación y perplejidad.

Un tema característico del siglo XX, la vulnerabilidad frente a un gobierno todopoderoso -"Born Under Punches (The Heat Goes On)"-, se expresa mediante una potencia rítmica invulnerable que obliga al hombre corriente a doblegarse al movimiento frenético de la vida contemporánea, como un pelele que sólo actúa por reflejo y es incapaz de reconocerse en el espejo. Así de indefensos se sienten el protagonista de "Crosseyed And Painless", sometido a cambios de aspecto inexplicables, y la desorientada voz del gran himno funk sobre el absurdo del triunfo social "Once In A Lifetime" ("Y tal vez te encuentres en una casa preciosa, con una esposa preciosa /y tal vez te preguntes: 'Pero, ¿cómo he llegado yo aquí?'"-, "Dejando pasar los días", responde el coro, impasible).

Con el contrapunto vocal de la apoteósica "The Great Curve", el disco alcanza unos niveles de actividad absolutamente desbordante y caótica, tan paranoica y desconcertante como adictiva. Pero la explosión de este trabajo es engañosa; al igual que "Fear Of Music", "Remain In Light" es un álbum más oscuro que sus predecesores. Tras la exuberancia rítmica, aparece el trasfondo lúgubre: el disco se ralentiza a partir de "Houses In Motion"(magnífico delirio de trompeta de Jon Hassell), la electrónica de "Seen And Not Seen"y,sobretodo, "The Overload", un cierre apocalíptico que evoca a Joy División en su descripción del "suave derrumbamiento de todas las superficies".

LAURA SALES


LEE SCRATCH PERRY "ARKOLOGY" 1997 ISLAND JAMAICA





Unos le llaman genio, y otros loco. Consideraciones médicas aparte, Perry ha sido uno de los grandes creadores musicales de la era moderna, un aventurero del sonido que en su viaje ha llevado la música jamaicana hasta el espacio exterior y ha incendiado las mentes de las generaciones posteriores. Productor, autor, intérprete y padre del dub junto a King Tubby, el excéntrico Perry, aún en activo, vivió su época más fértil en el estudio Black Ark, que construyó con sus propias manos en 1974 y que incendió en 1979 por motivos nunca esclarecidos. El modesto estudio, instalado en el jardín trasero de su casa, en Kingston, fue escenario de los mayores descubrimientos de Perry en materia de producción y zona franca para cualquier buen rastafari con una canción que cantar. Allí nacieron algunos de los mejores álbumes jamaicanos de los setenta -"War Ina Babylon" de Max Romeo, "Police & Thieves" de Junior Murvin, "Super Ape" del propio Lee Perry-, un género que difícilmente superó el formato de single de 45 rpm.

El triple CD "Arkology" es la recopilación por excelencia de ese período. Incluye temas del propio Perry y producciones para algunas de las mejores voces que pasaron por el estudio (THE HEPTONES, MAX ROMEO, JUNIOR MURVIN, THE CONGOS...), además de sus versiones instrumentales, los dubs, imprescindibles para calibrar la magnitud del trabajo de "Scratch". Como productor de canciones de reggae, tenía un talento indiscutible. Guiando a su banda, The Upsetters, con la firmeza de un director de orquesta, el meticuloso Perry lograba el groove y la atmósfera adecuados para cada cantante, del más místico al más tórrido. Pero era en el terreno de los instrumentales donde más brillaba su magia.

Su audacia en la búsqueda de nuevos sonidos y su dominio de ios ritmos se conjuraban en infinitos viaje sónicos a mundos extraños que nadie, ni él mismo, ha conseguido igualar.

 ROGER ROCA

ERIC DOLPHY "OUT TO LUNCH!" 1964 BLUENOTE





Hace unos años, los responsables del sello Blue Note seleccionaron "Out To Lunch!" entre las veinticinco referencias indispensables de su catálogo, demostrando así que la herencia artística de Eric Dolphy (1928-1964) trasciende los límites estrictos del free jazz: la suya fue (es) música libre de ataduras, atemporal y clásica en el sentido más noble de la palabra. Obra canónica del jazz de vanguardia de su época, "Out To Lunch!" es también el disco más cálido, sincero, libre y personal de Dolphy, y casi su memorable epitafio: luego, apenas tuvo tiempo de registrar unas pocas sesiones en Europa, compiladas a título postumo en los álbumes "Last Date "(1964) y "Unreleased Tapes " (1964), antes de morir prematura e inesperadamente en Berlín, a causa de un coma diabético, el 29 de junio de 1964.

En "Out To Lunch!" se encuentran todas las constantes del estilo radicalmente original de Dolphy, un auténtico virtuoso del saxo alto, la flauta y el clarinete bajo, que ya había brillado al máximo nivel acompañando a John Coltrane, Charlie Mingus y Ornette Coleman en discos tan esenciales como "Africa Brass", "The Great Concert Of Charlie Mingus" y "Free Jazz", respectivamente, así como al frente de su propio combo (básicamente, en el sello Prestige). Éste es el Dolphy más abstracto e ingenioso, el más brillante y complejo, pero también el más íntimo y accesible, capaz de rendir tributo a su admirado Thelonius Monk en el tema "Hat And Beard" para derretirse a continuación en piezas de rara belleza formal como "Something Sweet, Something Tender" o "Straight Up And Down".A los mandos el equipo de gala de Blue Note (el productor Alfred Lion, el ingeniero de sonido Rudy Van Gelder) y una formación que hoy sabemos de lujo (Freddie Hubbard, Bobby Hutcherson, Richard Davis y Tony Williams), rematando un trabajo deslumbrante, que todavía se percibe como la extraña obra maestra de un bendito heterodoxo.

LUIS LAPUENTE

viernes, 26 de diciembre de 2014

T-REX 'THE SLIDER" 1972 T.REX WAX .




El flower power había terminado de forma abrupta. La realidad resultaba ser mucho más dura de lo que pensaban los hippIes idealistas de los años sesenta. Pero allí estaba Marc Bolan (1947-1977) para alimentar los sueños de los desencantados. La "T.réxtasis" prendió como la pólvora y la gris sociedad británica de la época fue sacudida por la electricidad malsana de este trovador del glam. Escuchar ahora este disco (cuya inquietante fotografía de portada, por cierto, fue realizada por Ringo Starr) significa recuperar la excitación de un momento histórico que para muchos es irrepetible.

Grabado entre París y Copenhague y producido por con esmero por un inspirado Tony Visconti, quien metió violines y cuerdas entre todos sus resquicios, "The Slider es una obra maestra sin desperdicio alguno. Un disco cargado de imágenes poéticas tan absurdas como fascinantes y poblado por una galería de personajes estrambóticos (Purple Pie Pete, Telegram Sam, Baby Boomerang) surgidos de la imaginación obsesiva de Bolan.

La combinación perfecta de violines y ritmo machacón de "Metal Guru", el folk cósmico de "Main Man"y "Spaceball Ricochet" (recordando su época como Tyrannosaurus Rex), el glam metal de "Buick Mackane"o "Chariot Choogle", el aliento blues de "Rabbit Fighter"o los riffs infecciosos de "Rock On" (tan copiados por Gary Numan) son algunos de los momentos estelares de este extraordinario álbum.

Pero "The Slider" pasará a la historia por gemas como la que le da título ("cuando estoy triste, me deslizo", dice Bolan), ese "Ballrooms Of Mars"que Radio Futura convirtieron en himno de la movida ("Divina") o el monumental "Telegram Sam", fabricado con el mismo excelso material que dio origen a otros sueños de pop húmedo no incluidos en este disco como "Hot Love", "Ride A White Swan", "Children Of The Revolution" o "Get It On".

 LUIS LLES

TRICKY "MAXINQUAYE" 1895 FOURTH & BROADWAY





Adrián Thaws, Tricky, no tenía miedo a nada. Y al mismo tiempo lo temía todo: "¿Cómo puedo sentirme seguro/en un mundo... que cambia continuamente?". Paradoja tras paradoja, "Maxinquaye" es una obra erigida esencialmente sobre la contradicción, el encuentro de extremos en el seno de una producción que trasladaba Bristol a otro nivel: una tierra extraña, bastarda, del todo desconocida, donde el hip hop y el punk, el Industrialismo y el pop perfecto -ojo al sample de "Moonchild" (Shakespeare Sister) en "Overcome"- coagulaban en una pasta húmeda de claroscuro y misterio. Un proyecto que no creó escuela porque, por fortuna, todavía hay algunas cosas que no pueden falsificarse. No sería posible reproducir de forma artesana algo tan profundo y salvaje, esa síntesis orgánica, natural e Imprevisible de opuestos.

Hay momentos de mirada cruda y a la encía, como "You Don't" o el reto de un "Black Steel" (Public Enemy) llevado al rock de combate, pero el meollo de esta obra maestra se sitúa en el insólito paisaje de temas como "Hell is Round The Corner"-usando el mismo sample de Isaac Hayes que Portishead en "Glory Box"- o el single "Aftermath", ante los que sólo cabe la inquietud de no saber qué pasará, si es mejor correr o rendirse. También la esquizoide "Strugglin'"("Dimeporqué estoy aquí... /Me tachan de chalado... /Creo que soy más normal que la mayoría") y "Suffocated Love"se sumergen en la unión absorbente de suciedad (fango) y candidez (terciopelo), de violencia (Thaws escupe) y caricia (Martina susurra), de cariño y distancia: "La cuido pero nunca nos besamos".

El quorum filosófico de "Maxinquaye" -cuyo título contrae el nombre de Maxine Quaye, la madre que Tricky perdió a los 4 años- parece la toma de conciencia de que, a pesar de algunos ratos de plétora, todos estamos solos y confusos en nuestras comunes soledad y confusión.

JUAN MANUEL FREIRÉ

TIM BUCKLEY "STARSAILOR" 1970 STRAIGHT





Advertencia: escoger este disco como el mejor de TIm Buckley (1947-1975) no significa que estemos ante el más disfrutable. Esa etiqueta corresponde más a "Soodbye And Hello" (1967) o a "Dream Letter. Live In London 1968"(1990). En "Starsailor" encontramos a un artista ambicioso, harto de las limitaciones del folk hippy.

En pleno dominio de los alumnos de Bob Dylan, siempre tan volcados en las letras, Buckiey decide jugar a la contra. Dueño de una voz potente, respaldado por un grupo dispuesto a explorar, confió el rumbo de "Starsailor" a dos brújulas que no garantizaban llegar a buen puerto: la adoración por John Coltrane ("que sabe contar historias sin palabras') y el impacto estético del "In A Silent Way" de Miles Davis ("porque busco lo mismo que ese disco: inventar nuevas formas de escribir canciones').

Pero "Starsailor" no es jazz-folk, sino el ordago de un cantante voraz que busca fundir influencias en un todo moldeable, que luego maneja de la forma menos cerebral posible (entre sus intereses, hablaba de música oriental, percusiones latinas y compositores clásicos y de vanguardia). Comencemos por lo sencillo: la majestuosa "Song To The Siren". Con tono doliente, sobre un destello de guitarras, alcanza un sonido épico y a la vez intimista. Tremendos versos sobre océanos vacíos y amantes aislados. Para muchos, su cima creativa. Ya en otra dimensión, tenemos "Starsailor" (la canción), construida solamente con la voz de Buckiey desdoblada en dieciséis pistas. No hay desarrollo rítmico o melódico, sólo energía espectral que intenta flotar por la habitación. Extenuante y esquizofrénica. A su lado, la sencilla "Moulin Rouge"'(dos minutos para silbar) huele a broma naíf.

En los otros seis cortes domina la improvisación, con la voz en primer plano. No por exhibicionismo, sino por ser el instrumento más denso, más expresivo, más caliente. Al intentar describir cada pieza, se advierte que están unidas por más de lo que las separa. Todas avanzan a golpe de espasmo, poniendo la intensidad por encima de la forma. En algunos momentos, el cantante torrencial roza lo demencial.

¿Quiere Buckiey trascender géneros o rescatar impulsos pre-musicales? Sea como sea, ofrece delirio y disolución, con crescendos y parones imprevisibles (dicen que marcado por Cathy Berberian, heterodoxa cantante de ópera). Un disco desafiante, romántico, inaprensible, que el crítico Simón Reynolds situó como precusor del post-rock (por usar elementos convencionales de forma no convencional). Un mundo aparte en treinta y seis minutos. VÍCTOR LENORE

martes, 23 de diciembre de 2014

Bob Dylan alardea de músculo literario


‘Tempest’, esperado disco del artista estadounidense, se encuentra entre lo más llamativo de la dilatada producción del cantautor, que vuelve al ‘folk’ y al ‘blues’

DIEGO A. MANRIQUE Madrid



Bob Dylan en el Festival de Benicàssim, este julio. / ÁNGEL SÁNCHEZ

La numerosa parroquia dylaniana tiene el 11 de septiembre una cita reconfortante: Sony edita en todo el mundo Tempest, el álbum que hace el número 35 en la discografía en estudio de Bob Dylan. Es su primera colección de canciones originales desde Together through life, de 2009, y su publicación está siendo tratada como un genuino acontecimiento cultural; el hombre tiene 71 años. Ofrece diez piezas modeladas en estructuras clásicas del blues y el folk, con duraciones que oscilan entre los 14 minutos del tema principal y los tres minutos y medio de Soon after midnight. Es decir, Dylan en libertad, sin cortapisas.

Si la música tiene un aroma old school, el lanzamiento obedece a las reglas del moderno marketing: elegir el 11 de septiembre significa ser el primer trabajo de una gran figura en la línea de salida tras las vacaciones de verano (en general, las superestrellas prefieren retrasarse unas semanas, para estar más presentes para el suculento mercado navideño). Ya se usó la misma fecha en 2001 para Love and theft, con el resultado de que el disco quedó inicialmente enterrado por la conmoción de los atentados de Al Qaeda.

El equipo de Bob Dylan sabe hacer las cosas. Alienta la polémica sobre la escultura de la portada o la posible referencia shakesperiana del título. Aprovecha la publicidad cruzada: ha negociado el uso de canciones de Tempest en una serie televisiva, Strike back: vengeance. Y se ha ocupado de racionar las escuchas del nuevo trabajo entre periodistas de diferentes medios. La consiguiente sensación de exclusividad dispara los superlativos: el crítico británico Alan Jones ha otorgado a Tempest diez puntos (sobre diez), lo que significa una obra maestra, qué digo, una creación perfecta.

No lo es pero puede satisfacer las esperanzas de cualquier fan del Dylan tardío. Se trata de canciones intemporales: una historia de ferrocarriles (Duquesne whistle), una crónica de venganza (Pay in blood), el retrato de un pueblo maldito (Scarlet town), el desenlace fatal de un triángulo amoroso (Tin angel) y hasta ese clásico del cancionero popular anglosajón que es el desastre del Titanic (Tempest), actualizado con algún guiño a Leonardo DiCaprio. Incluso Roll on John, una elegía para John Lennon, encaja en el patrón de baladas consagradas a héroes caídos.

Tras someterse a las exigencias de productores incordiantes, como Daniel Lanois, Dylan prefiere ocuparse ahora de esas delicadas labores, bajo el seudónimo de Jack Frost. A principios de año, se calzó el sombrero de productor en un estudio discreto y confortable: Groove Masters, en la localidad californiana de Santa Mónica. Cocinó con ingredientes conocidos. Convocó a los mismos instrumentistas que le respaldan en su gira interminable: el baterista George O. Receli, el bajista Tony Gartier, los guitarristas Charlie Sexton y Stu Kimball y el mago de la steel guitar Donnie Herron. Como único invitado, David Hidalgo, de Los Lobos, encargado de añadir detallitos de violín, acordeón y guitarra.

Como productor, Dylan no se come el coco. Da tratamiento preferente a su voz áspera, que ocasionalmente suena como si el artista hiciera gárgaras con lejía. Cantando con autoridad y deleite, Bob clava unas letras torrenciales. Sus músicos tienen que seguirle discretamente y no hay muchos márgenes para filigranas. Excepto por los chispeantes aires a lo Jimmie Rodgers de Duquesne whistle, se trata de estructuras que estos veteranos seguramente podrían tocar hasta dormidos. Un tema como Early roman kings evoca el imperioso Hoochie coochie man, de Muddy Waters. De hecho, como en alguna otra ocasión, debería estar firmada a medias por Dylan y el muy legendario bluesman de Chicago. Aunque aquí solo hay una pieza donde se comparte la autoría: en el citado Duquesne whistle, Dylan ha vuelto a requerir los poderes narrativos de Robert Hunter, quien fuera letrista habitual de los Grateful Dead.

Cabe imaginar el sobresalto de Hunter, hippy irredento, al ver la transformación en imágenes de su historia. El vídeo promocional, que firma Nash Edgerton, prescinde de las evocaciones ferrocarrileras: son las desdichas de un tonto romántico, cuyos intentos de seducir a una bella terminan con episodios de una violencia tan cruel que parecen salidos de cualquier serie de HBO o AMC. El único alivio del clip es el paseo callejero de un Dylan grotesco, escoltado por criaturas de la noche de Los Ángeles.

Aparte de ese capricho audiovisual, en Tempest mandan las letras. Daniel Lanois seguramente no le habría dejado intacto el tema que bautiza al disco, una avalancha de folios sobre el Titanic. Con aires irlandeses (el transatlántico se construyó en Belfast, recuerden), Dylan retrata sentimientos y reacciones de los infelices pasajeros. A lo largo de casi un cuarto de hora, apenas hay desahogos instrumentales y Bob no se preocupa de minucias como el estribillo o el posible coro cervecero. Se trata sencillamente de Dylan alardeando de músculo literario, un tour de force que ojalá se reconstruyera para el directo.

El Pais 1.09.2012

Cuando Joe Cocker era la poderosa voz del exceso

OBITUARIO

El músico se ganó un lugar de honor en el rock de la contracultura por sus primeros discos y su legendaria actuación en el festival de Woodstock


FERNANDO NAVARRO 22 DIC 2014



 

Joe Cocker, en 1977. / GETTY

Como esa voz que retumbaba en los altavoces hasta parecer que iban a estallar en With a little help from my friends, la inocente y bella composición de los Beatles a la que insufló litros de sangre y todo un universo de rabia y nueva energía, el mejor Joe Cocker, el más legendario, fue el excesivo. Antes de que todo el planeta le conociese como un superventas, la garganta que había incitado como pocas al deseo carnal en la contagiosa canción de la película Nueve semanas y media, capaz de encarar cualquier composición del estilo que fuera, gracias a la hábil combinación de su vozarrón y la experiencia, el cantante británico fue representante de un soul fiero e imbatible, que encajaba a la perfección en el agitado mundo del rock de los sesenta.

Tuvo algo de hazaña que Cocker entrase en el olimpo de la contracultura de los sesenta desde el soul, un estilo alejado de la psicodelia y la experimentación eléctrica, tan propia de los puntales sonoros del verano del amor. También que se dedicase a ello en Reino Unido cuando todos sus compañeros de generación andaban entre el rock y el blues. Pero si lo hizo fue por un carácter musical rompedor y adictivo desde que debutó en 1969 con dos álbumes impactantes como With a little help from my friends y Joe Cocker!

Entre los surcos de esos artefactos, se hallaba un verdadero soulman, una garganta blanca con el pundonor de las negras, que como los grandes maestros del género, entre los que se pueden citar influencias directas como Ray Charles u Otis Redding, tenía su propia fórmula para hacer de canciones de otros sus propias armas emocionales, bañadas de un poderoso dramatismo. Unas veces, reducía su ritmo como en Just like a woman de Bob Dylan o Bird on wire de Leonard Cohen, otras fraseaba, como si en el púlpito de una iglesia sureña estuviese, como en Something de The Beatles o Delta lady de Leon Russell y en otras aceleraba todo hasta enloquecer de éxtasis como en With a little help from my friends de The Beatles.


Ese éxtasis era el que reclamaba la generación contracultural de los sesenta antes de estallar en mil pedazos, como esos sueños adolescentes que terminan por convertirse en un chiste de adultos. Por eso, su actuación en directo en el famoso festival de Woodstock es tan recordada como la de Jimi Hendrix y se incluyó como lo mejor del multitudinario evento. Porque la otra virtud de Cocker fue llevar al escenario todo su soul desgarrado.

Con su imagen de tipo enmarañado y descuidado, moviéndose como poseído por un diablo bendito del ritmo, el músico nacido en Sheffield, que, a diferencia de muchas estrellas británicas de los sesenta, era de origen obrero y fue fontanero antes que cantante, representaba todo el tormento de su propia música tensa, dramática y pasional. Aparte de la grabación del festival de Woodstock, el disco en directo Mad Dogs & Englishmen, publicado en 1970, muestra el poder de esa voz cavernosa y llena de nervio. Para rematarlo, en aquellos primeros años, Cocker, que pecaba de violento, llevaba un desastroso estilo de vida que abrazaba todos los excesos de la época con las drogas y el alcohol. Como con su música, no tenía término medio, recreándose en el extremo.

Tras una travesía en el desierto, sobrevivió a sus propios excesos. Ayudado por un concienzudo manager, Cocker se ajustó desde los ochenta a las expectativas de una industria que sabía que esa voz grave podía amoldarse a baladas para todos los públicos. Por sus cuerdas vocales, empezaron a caer clásicos como When a man loves a woman o What becomes of the broken hearted. También las bandas sonoras que le llevaron al mayor de los éxitos como las de las taquilleras películas Oficial y caballero con Up where I belong o Nueve semanas y media con You can leave your hat on.

Ya sólo gastaría la imagen de dandi maduro, como salido de un anuncio de una marca de ropa de lujo, que cantaba el emotivo You're so beautiful en el homenaje a Diana de Gales. Pero si a un Joe Cocker hay que reivindicar, por mucho que seamos cientos de miles los que alguna vez quisimos ser Mickey Rourke contemplando en vivo y en directo a Kim Basinger durante los poco más de cuatro minutos que dura You can leave your hat on, tiene que ser al joven desatado de los sesenta, a esa encarnación del exceso sentimental que hizo que una canción de los mismísimos Beatles sea ya su patrimonio, nuestro himno de la amistad, una fortaleza contra el desamparo.


El Pais 22.12.2014

sábado, 13 de diciembre de 2014

Syd Barrett siempre estuvo ahí


Una novela indaga en el genio y el enigma del fundador de Pink Floyd, banda que solo lideró en su primer álbum, de la que fue expulsado y en la que dejó una huella enorme


Por Ricardo de Querol


Syd Barrett en 1969. Foto: Redferns Gems

EN EL OLIMPO DE LOS JÓVENES ÍDOLOS caídos del rock, Syd Barrett ocupa un lugar tan brillante como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison o Brian Jones, quienes dejaron bonitos cadáveres después de una breve e influyente trayectoria en los años sesenta. La diferencia es que estos murieron a los 27 años, víctimas de los excesos del final de la década prodigiosa, pero Syd Barrett no falleció hasta 2006, cuando tenía 60 años, tras pasar la mayor parte de su vida en un retiro casi monacal en casa de su madre. Barrett fue el fundador de Pink Floyd en 1966, un líder carismático y rompedor. Pero sus compañeros, hartos de sus desvarios, le despidieron en 1968, con solo 22 años, y abandonó toda vida pública en 1974, aislado por una enfermedad mental que se atribuye al consumo del LSD, entonces en boga, pero cuyas raíces podrían ser anteriores. El misterio en torno a él agigantó su figura.

Una novela del italiano Michele Mari (Milán, 1955) indaga en el Pink Floyd perdido y sostiene la tesis de que Barrett siempre estuvo ahí, que su huella y su imaginario permanecieron en la obra de la banda. Y, menos comprobable, que su sombra persiguió sin tregua al grupo, que el complejo de culpa, casi freudiano, por su caída atormentó a sus com-pañeros todo este tiempo. Rojo Floyd (que edita en español La Bestia Equilátera) pertenece al género de la biografía novelada, ficción agarrada a la realidad, y es el resultado de una rigurosa investigación sobre el personaje con todas las licencias literarias que hagan falta y unas cuantas más.

"Syd era anarquista en cada una de sus fibras, no sabía ni remotamente qué es la disciplina, todo lo reducía a la burla, pero nosotros sabíamos que solo así podía liberar su talento", dice de él un Nick Masón de ficción, el de los cuatro que expresa menos afecto por él. El Nick Mason de verdad había narrado con toda la crudeza en otro libro (Dentro de Pink Floyd, Ma Non Troppo, 2007) cómo se resolvió su despido. "En el coche, de camino, alguien dijo: '¿Recogemos a Syd?', y la respuesta fue: 'No, joder, no vale la pena'. La decisión fue completa-mente cruel, igual que nosotros".

Desde que compusiera y cantara en 1967 casi todas las canciones de The Piper at the Gantes of Dawn, el álbum de debut de Pink Floyd y un hito del rock psicodélico, Syd Barrett es una leyenda. Sus canciones de inspiración lisérgica, con ambientes espaciales, efectos sonoros de la vida real y letras surrealistas causaron sensación: Arnold Layne, See Emily Play o Astronomy Domine. Tenía un punto pop que se perdió con él, una falsa inocencia como la de los Beatles, que trabajaban en el estudio de al lado en Abbey Road. No fue capaz de aportar más que una canción al segundo álbum de la banda, A Sauceful of Secrets. Se encerró en su impenetrable cerebro. En el escenario se quedaba abstraído sin aviso, o tocaba una misma nota sin parar, así que le tema que apoyar otro guitarrista, su amigo David Gilmour, que acabó sustituyéndole del todo. Aceptó su expulsión sin rechistar, y sus excompañeros le ayudaron a editar dos discos en solitario, menos comerciales, antes de desaparecer por completo. Sin él la banda viró hacia el llamado rock progresivo y el art rock bajo la mano de hierro del bajista Roger Waters. Se impone un sonido envolvente y cuidadísimo que culmina en esa obra perfecta que es The Dark Side of the Moon (1973). El ausente Barrett es el "diamante loco" al que dedicaron el disco Wish you were here (Ojalá estuvieras aquí) en 1975. De aquellas sesiones queda su última reunión: Syd apareció de visita, tan  ido, tan gordo y tan rapado (hasta las cejas) que sus colegas dicen que les costó reconocerlo. La música que grababan —él no sabía que en su honor—le pareció "rara" y "vieja". Luego vino The Wall (1979), ópera rock en la que Waters vuelca sus fantasmas y obsesiones sin que puedan distinguirse de los de su antes compañero. En 1983 Waters daba por terminada la banda sin contar con que, a partir de 1987, reaparecería sin él y encabezada por Gilmour para dejar otros dos álbumes de estudio y bastantes directos de montaje mastodóntico. Syd Barrett murió en 2006 y Rick Wright, el teclista clave para ese sonido envolvente que durante años había sido humillado y degradado a empleado, lo hizo en 2008, ambos por cáncer. La publicación ahora de The Endless River, doble álbum con material de 1993, es el adiós oficial de Pink Floyd.

En la línea del Lennon de David Foenkinos (un falso monólogo del Beatle poco antes de su muerte), Michele Mari reúne todo lo que se sabe de Barrett, pero en su caso sin que el protagonista diga una palabra. Mejor así. Desfilan un sinfín de personajes: sus cuatro compañeros de banda, familiares, estudiantes de Cambridge, el casero, colaboradores secundarios y otras estrellas de su época como David Bowie, Eric Clapton o los fantasmas de Stuart Sutcliffe (fundador de los Beatles fallecido en Hamburgo) y Brian Jones (el Stone muerto en su piscina). Incluso le recuerda Johnny Rotten, cantante de los Sex Pistols, que hoy responde al nombre de John Lydon. Es sabido que, en el agitado Londres de los setenta, Rotten posaba con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había escrito "I hate" (Yo odio a...). Pára los punks, Pink Floyd simbolizaba lo que no debía ser el rock: solemne, pretencioso, esnob. Pero Rotten decía que habría fichado a Syd Barrett para su banda. Por su actitud, por su descaro. No es el único que mete a Pink Floyd en esa categoría de bandas que solo al principio merecían la pena.

Rojo Floyd se basa en un relato coral y muy fragmentario, que da al lector los elementos a través de los cuales debe componer su propio retrato de Syd Barrett como un rompecabezas. El narrador cambia cada par de páginas, en forma de "confesiones, testimonios, lamentaciones, interrogaciones, exhortaciones, informes, una revelación y una contemplación". Cada cual se expresa en su lenguaje y tiene su visión. Hay partes cariñosas hacia Barrett, algunas de admiración, otras que intentan pinchar el mito o le desprecian por su descenso a los infiernos. El formato funciona: la lectura resulta ágil. La tesis de unos Pink Floyd obsesionados con su compañero puede parecer excesiva, pero es cierto que en las letras de Waters hay continuas referencias a la locura, a lo lunático, al aislamiento y a ese mundo de animales de fábula que Barrett tomó de su libro favorito, El viento en los sauces, de Kenneth Grahame.

Habría sido atrevido que la novela se introdujera en aquella enigmática mente. Sobre la raíz de su desequilibrio no acaba de haber una versión concluyente. Sus compañeros lo consideraban esquizofrenia. Un estudio publicado en 2007 en The American Journal of Psychiatry sostiene que su genio derivó a un estado psicótico, pero ese camino ya lo seguía antes de probar el ácido, ingrediente estrella de la ola psicodélica que, venida de California, estalló en 1966, el año de Revolver y Pet Sounds.

¿Fue el éxito de Pink Floyd el problema de Barrett? Mari abraza una interpretación que explicaría la culpa de sus compañeros. El pecado original de la banda, según esa versión, fue explotar sin límite su creatividad, hacerle componer canciones rápido y bajo presión. Sus excentricidades serian al principio una coraza frente a eso, hasta que su frágil cerebro terminó de quebrarse un fin de semana de junio de 1967 del que se sabe poco. Para la EMI, los únicos Pink Floyd fiables eran los demás. Un personaje de la novela lo tiene claro: "A Syd Barrett no lo echaron porque había enloquecido: enloqueció porque lo estaban echando". •

Rojo Floyd. Michele Mari. Traducción de Eugenia Leva. La Bestia Equilátera. Buenos Aires, 2013. 256 páginas. 25 euros (digital: 6,6).

El Pais Babelia 13.12.14

lunes, 8 de diciembre de 2014

Frank Zappa en su pulpito


La autobiografía del músico retrata a un eterno disidente que despotricaba como nadie



Frank Zappa, en un concierto en Madrid en 1988. Foto: Ricardo Gutiérrez

La verdadera historia de Frank Zappa. Memorias
Frank Zappa con Peter Occhiogrosso
Traducción de Manuel de la Fuente Soler y Vicente Forés López Malpaso.
Barcelona, 2014
352 páginas. 22,50 euros

Por Diego A. Manrique
MEMORIAS. PUBLICADO EN 1989, este libro de Frank Zappa se adelantó a la avalancha de autobiografías del rock. Aunque no proporcionó realmente un modelo a imitar: se trata de una combinación personalísima de vivencias y reflexiones (que fácilmente podríamos describir como diatribas). Y nadie despotricaba con tanta elocuencia como Zappa. Se hizo un poco de aquella manera: durante tres semanas, Frank charló con Peter Occhiogrosso en su casa de Los Ángeles. El músico marcó el territorio que quería cubrir e ignoró el resto. Por ejemplo: su primer matrimonio (y consiguiente divorcio) se resuelve en cuatro líneas. La ruptura con Don Van Vliet, alias Captain Beefheart, apenas es mencionada, aunque no se priva de señalar las deficiencias profesionales de su antiguo "mejor amigo".

Occhiogrosso era y es un periodista especializado en asuntos religiosos; uno lamenta que careciera del instinto para rastrear pistas musicales. Así, se menciona una visita de Hendrix a los Zappa y no sabemos de qué hablaron, aunque sí que a Jimi se le desgarraron los pantalones ("verdes de terciopelo") y Gail Zappa se los cosió. ¿Uh? Afortunadamente, Frank es explícito al detallar su infancia y juventud. Entendemos el ramalazo misántropo que le caracterizaba al evocar los Estados Unidos que le vieron crecer, en localidades cercanas a bases militares o laboratorios donde se producían armas químicas. El precio de destacar en ambientes tan conservadores era alto: allá por 1964, fue detenido en Cucamonga como pornógrafo, cuando un policía encubierto le convenció para que grabara una cinta con ruidos sexuales.

Zappa se deleita en desinflar los mitos que rodean a su personaje de rey de los freaks y pasa a sus causas favoritas. Entre dibujos de estética underground, nos cuela transcripciones de sus declaraciones en tribunales, comités del Congreso, asociaciones diversas. Y sí, puede que sumar ese material fuera una forma cómoda de dar tonelaje a un libro que se quedaba peligrosamente liviano, pero en esas páginas nos encontramos al mejor Zappa: mente rápida, deleite en el uso del lenguaje, el polemista implacable. En detrimento de su perfil de creador, se convirtió en el principal ariete contra la intromisión de Tipper Gore y otras damas puritanas de Washington en el contenido de las letras de rock y rap (no dejó de señalar que las prohibiciones no parecían aplicarse a la música country), algo que desembocó en las etiquetas que estigmatizan a determinados discos. Denunció la rendición de la RIAA, la asociación gremial de las discográficas. Detectó el carácter débil y la tolerancia al chanchullo del esposo de Tipper, el entonces senador Al Gore, que en las elecciones de 2000 terminaría rindiéndose ante George W. Bush tras el pucherazo de Florida.

Se fue a la tumba (1993) odiando a Reino Unido, al que consideraba "un país del Tercer Mundo" por su sistema judicial y su prensa sensacionalista. Para su desdicha, dado que su principal aspiración era ser reconocido como compositor contemporáneo, chocó una y otra vez con el sistema de encargos institucionales y los vicios laborales de las orquestas sinfónicas. A pesar de que fueran objeto de sus parodias, prefería a los músicos de rock, elegidos por su precisión y reflejos para la improvisación. Señalaba algunas de las prácticas más detestables de la industria discográfica, aunque los artistas que grabaron para sus sellos, Bizarre y Straight, también se sintieron maltratados.

Zappa aceptaba el papel de iconoclasta nacional, pero ejercía de estadounidense con sentido común. Políticamente, encajaba en lo que allí llaman "libertario": máxima tolerancia en cuestiones morales y antipatía por la presencia del Gobierno en la vida de los ciudadanos. Apostaba por la eliminación del impuesto sobre la renta a cambio de un IVA a escala nacional. Recordaba que EEUU se fundó bajo el principio de separación entre Estado e Iglesia; reservaba su veneno más letal para los telepredicadores. Resultó un buen padre: sus hijos siguieron viviendo en la casa familiar después de alcanzar la mayoría de edad. Ayudaban, cierto, sus ritmos vitales —trabajaba durante la noche— y que su esposa, Gail, asumiera las funciones de gestora de su carrera. Como genuino inconformista estadounidense, convirtió su arte en una pequeña industria doméstica: vendía discos, vídeos, partituras.

Iba veloz de lo micro a lo macro: en las páginas finales, esbozaba una forma de vender música por suscripción, usando los canales de la televisión por cable. No le tomaron en serio, pero el modelo habría servido para la era Internet. Y. uno no puede dejar de especular sobre la actitud de Zappa ante la Red de redes. Desde luego, habría tolerado mal el intercambio gratuito de su música: en 1991, sacó Beat the boots, una caja que contenía reproducciones de seis de los bootlegs (discos piratas) que circulaban por el mercado negro. ' Pero se habría carcajeado ante la futilidad final de los afanes censorios de la derecha religiosa estadounidense. •


El Pais Babelia 06.12.14



Una Motown después de la Motown


Holland, Dozier y Holland crearon una factoría propia de éxitos 'soul' tras desligarse de Hitsville. La aventura no salió del todo bien, pero una caja de 14 discos recupera sus joyas

FERNANDO NEIRA



Holland, Dozier y Holland. / MICHAEL OCHS ARCHIVES (GETTY IMAGES)

Los aficionados a la música negra han estado preguntándose durante años por una enigmática mujer de nombre Edith Wayne. Irrumpió a finales de los sesenta en el sello discográfico Invictus y figuraba como coautora de algunos de sus éxitos más memorables, desde Give me just a little more time, de Chairmen of the Board, a Band of gold, por Freda Payne, la truculenta historia de un hombre que no logra consumar su matrimonio en la noche de bodas. Nadie aclaró nunca si conocía en persona a la misteriosa Edith y no consta ninguna fotografía suya, por lo que con el tiempo se ha llegado a la conclusión tácita de que esta dama era en realidad un pseudónimo para la fabulosa tripleta de compositores que integraban Eddie Holland, Lamont Dozier y Brian Holland. Pero la pintoresca historia de la tal Wayne es solo un ejemplo más de las muchas cosas atípicas y fascinantes que a estos magos de la música soul les acontecieron cuando decidieron desvincularse de la factoría Motown.

Corre el año 1968 en los cuarteles generales de Hitsville, el chalecito de Detroit donde se cocina El sonido de la joven América. Tres de los más brillantes compositores de la casa se reúnen con el fundador y gran jefe del imperio Motown, Berry Gordy, para exponerle sus quejas. Los hermanos Holland y su amigo Lamont integran uno de los equipos de escritura de canciones más memorables en la historia de la música popular, a la altura de lo que Burt Bacharach y Hal David significan en el ámbito del pop ligero o Jerry Leiber y Mike Stoller rubricaron para el rock primigenio de Elvis Presley o The Coasters. La firma de H-D-H está detrás de casi todo el catálogo de The Four Tops, incluye joyas para Martha Reeves (Nowhere to run), Junior Walker (How sweet it is to be loved by you) o Isley Brothers (This old heart of mine is week for you) y ha definido para siempre la fórmula de los grupos femeninos con docenas de piezas para las Supremes de Diana Ross. Pero los creadores de todos estos títulos se sienten infravalorados. Gordy, que confía ciegamente en sus propias fuerzas (y en autores-intérpretes como Marvin Gaye o Smokey Robinson), desoye sus quejas. Y las sucesivas discusiones concluyen en divorcio.


A partir de ahí se desarrolla un episodio no siempre bien recordado entre los amantes del soul, el rhythm & blues, el funk y demás latidos rítmicos negroides. El laureado trío instaura The Creative Corporation con el objetivo explícito de disputarle la supremacía a la mismísima Motown bajo dos denominaciones discográficas, Invictus y Hot Wax, a las que en 1972 se sumará una tercera, Music Merchant. Los fundadores incluso se dotan de su propia base de operaciones en Detroit, un antiguo cine en Meyers y Grand River, con rutilantes músicos de estudio. Y ellos mismos escogen a los artistas llamados a convertirse en las estrellas que hagan sombra a Stevie Wonder, The Temptations o los Jackson 5. La aventura, qué duda cabe, acaba en fracaso. Pero entre medias quedan una docena de grandes éxitos puntuales, centenares y centenares de canciones más que solventes y unos cuantos artistas en ningún caso merecedores del olvido.

Toda esta historia se documenta ahora en un proyecto editorial fabuloso, Holland-Dozier-Holland, The Complete 45s Collection, un artefacto de 14 discos, 288 canciones y casi 17 horas de música que opta a figurar entre los fetiches más adorables de la temporada para los coleccionistas discográficos. La caja (de precio razonable para sus dimensiones) incluye absolutamente todas las caras A y B que publicaron los ilustres extrabajadores de la Motown en sus nuevas formulaciones: 96 sencillos para Invictus, 44 para Hot Wax y 17 bajo la etiqueta de Music Merchant. Sumémosles varias rarezas y hasta 16 acetatos inéditos y nos encontramos, en efecto, ante una monumental orgía para completistas.

Los líderes de la revolución de H-D-H estaban llamados a ser Chairmen of the Board, con Norman Johnson y su enfática dicción (a lo Jackie Wilson en Reet petite) al frente de la banda. La mencionada Give me just a little more time fue un éxito muy notable que se prolongó con otros dos títulos fantásticos pero demasiado miméticos, You’ve got me dangling on a string y Everything’s Tuesday. Freda Payne, Laura Lee o Eloise Laws fueron grandísimas solistas de trayectoria efímera y el trío femenino Honey Cone (One monkey don’t stop no show) no tenía nada que envidiar a The Supremes. George Clinton enriqueció la escudería de Invictus con sus flamígeros Parliament y otras bandas, desde Flaming Ember a 100 Proof Aged in Soul, quizás habrían merecido mejor fortuna. Incluso Lamont Dozier y Brian Holland terminaron publicando algunas espléndidas grabaciones propias como Holland & Dozier.

¿Por qué Invictus y sus hermanas pequeñas, Hot Wax y Music Merchant, no lograron el lugar que la historia le ha reservado a Motown, Stax o incluso Philadelphia International Recordings? Probablemente porque las demandas interpuestas por Berry Gordy les hicieron mucho daño, ya que Holland, Dozier y Holland no pudieron firmar sus composiciones ni producciones hasta 1971. Y seguro que también por errores propios, impensables en una fábrica de éxitos tan metódica como Motown. Hoy asombra comprobar, por ejemplo, que Chairmen of the Board relegasen en 1970 Patches a una cara B, un tema que pocos meses después le proporcionó un Grammy y el número 1 a Clarence Carter. El trío fundador tampoco supo adaptarse a los tiempos y Lamont Dozier acabaría desligándose de los Holland en 1972. Pero pese a todos los errores de cálculo, patinazos y frustraciones varias, impresiona el legado casi oculto de esta "segunda Motown" que aflora tantos años después con esta antología abrumadora.

Holland-Dozier-Holland, The Complete 45s Collection está publicado por Harmless/Demon Music


El Pais Babelia 22.11.14