sábado, 30 de agosto de 2014

Las partituras de Beck, diversión pop


El artista publicó en 2012 'Song reader', un libro que contenía canciones que no llegó a grabar
Ahora las interpretan colegas como Jarvis Cocker, Jack White o Norah Jones

IÑIGO LÓPEZ PALACIOS 28 AGO 2014



Portadas de las partituras incluidas en 'Song reader', editado en 2012.

El nuevo disco de Jack White, Lazaretto, publicado el 10 de junio, ha vendido 60.000 copias en vinilo. Se convierte así, según Billboard, en el álbum más vendido en ese formato desde que Pearl Jam editara Vitalogy en 1994. Esto se celebra como una victoria: los formatos renacen tras dos décadas cuesta abajo.

En realidad no pasa de ser una mera curiosidad. Los formatos son los grandes derrotados tras las guerras digitales. Da igual que hablemos de vinilo, casetes, laser discs, minidisc, DVD, cintas de vídeo…, incluso los archivos MP3 han sido derrocados por la nube. Todos son iguales, los que reinaron y los que apenas llegaron al nivel de meras ocurrencias hoy se encuentran en el mismo sitio: son objetos de museo como las armaduras o las calesas.

Sin embargo, no nos libramos de la nostalgia y por eso el éxito de Lazaretto parece ser tan buena noticia. Posiblemente esto tenga que ver con la edad, que sea un subproducto de esa misma generación que creció comprando en pesetas y que durante años se veía obligada a hacer disimuladamente la conversión mental del precio en euros. Algo que para los nacidos después de 1999 debe de resultar tan curioso y trasnochado como los vinilos que copan estanterías completas en las casas de sus mayores.


La derrota ha sido veloz y por eso la nostalgia se detiene en la música grabada. Existen coleccionistas de discos, pero, al menos en el mundo del pop, no parece haber coleccionistas de partituras. Un día Beck descubrió que antes la música escrita reinaba. Lo recuerda en la introducción de Song reader, el libro-caja con 20 partituras que publicó en 2012. Cuenta el californiano que en 1937 se vendieron en Estados Unidos 54 millones de partituras de Sweet Leilani, una canción de Bing Crosby. “Casi la mitad del país había comprado una hoja de papel con las notas de una canción, y había superado el problema de aprender a interpretarla. Es una de esas estadísticas que ofrece una pista sobre algo fundamental de nuestro pasado”, prosigue el texto.

El pasado para Beck era la canción como producto acabado, igual que para casi todos los que nacieron en un mundo en el que la música se vendía mayoritariamente en formatos grabados. "La música grabada no era tanto una forma de documentar una interpretación como un estilo, con sus trucos y sus técnicas de producción. Una extensión de la imagen de una persona dentro de un sonido concreto".

Beck parece referirse a sí mismo. Bendecido por el éxito desde los 20 años, miembro de la última generación del rock estadounidense, la de los noventa —que tuvo trascendencia social y a la que se le permitió innovar, sin que eso les convirtiera en apestados comerciales—, y consciente al tiempo de que una rentabilidad económica era garantía de libertad artística, Beck Hansen ha sido siempre razonablemente excéntrico. Esa especie de chaval rarito, pero encantador al que todo se le tolera porque nunca saca los dos pies del tiesto. Eso le ha permitido no jugársela nunca a una carta. Jamás ha reeditado el grandioso éxito que fue su primer sencillo comercial, Loser, pero tampoco parece estar obsesionado por la imposibilidad de repetirlo. Es algo que nunca se le ha exigido.

Una suerte para él, porque no es de esos artistas que trabajan en línea recta. Beck asegura que entre el nacimiento de uno de sus proyectos y el final pueden pasar años, en los que los coge y abandona. Este Song reader es la prueba definitiva. Lo que se publica es un disco, patrocinado por una marca de gafas, en el que 20 artistas tocan las 20 canciones que él compuso hace años y vendió en una bonita caja como partituras, a casi treinta euros. Un proyecto para el que se asoció con Dave Eggers, el celebrado autor de Una historia conmovedora, asombrosa y genial o El círculo (que llegará a las librerías españolas en octubre) y editor de McSweeney’s, la revista paradigma de las publicaciones literarias de la modernidad. Ahora los beneficios del disco Song reader irán a 826 National, la fundación educativa y benéfica que fundó Eggers.


Beck publicó las partituras con la intención de que ese material no fuera respetado. Su idea original era que todo aquel que se tomase la molestia de aprender la canción la interpretara a su manera. Aunque en principio, esta afirmación o deseo iba dirigida a los compradores de las cajas originales, con más razón cabría esperar una completa reinterpretación de las partituras por parte de los artistas que participan en el disco de Song reader, gente con perfiles tan personales como Jeff Tweedy, Jack White, Laura Marling o Jarvis Cocker, y estrellas como Norah Jones o Juanes, además de veteranos como Loudon Wainwright III o cantantes semidesconocidos como Lord Huron.

Pero no ha sido así, porque de alguna manera todo el contenido es extremadamente Beck. Es como si ellos se hubieran limitado a poner la voz sobre unos arreglos realizados por el compositor original de los temas. Y eso no es mucho. Beck hace tiempo que parece haber perdido el gancho para hacer grandes canciones. Sus temas son delicados, cada vez más cercanos a lo tradicional, ideales para hacer algo mientras se escuchan, pero carentes de fuerza.

Así que este proyecto tipo cebolla, lleno de capas, que comenzó como una reivindicación del formato de la música escrita, anterior a las grabaciones, termina siendo un producto ideal para ser comprado como archivos digitales independientes. No parece que los fans de Juanes vayan a tener demasiado interés en tener la canción de Tweedy y viceversa.

Es la constatación de que la nostalgia es en muchos casos simplemente una falacia. Lo que ahora se ve como un tiempo mágico era realmente también un invento lleno de relleno, realizado de mala gana, con materiales pobres, en cadena. Al final, todo esto: la caja, las ilustraciones de Marcel Dzama, las horas de estudio… no son más que un entretenimiento, un juego de muñecas rusas, algo intrascendente, con lo que pasar el rato. Pop, en suma.


El Pais, 28 agosto 2014

jueves, 21 de agosto de 2014

La cruzada de Jack White


El exmiembro de The White Stripes bate récords con la edición en vinilo de 'Lazaretto'
Su segundo álbum como solista incluye todo tipo de novedades técnicas

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 20 AGO 2014

El nuevo trabajo de Jack White, 'Lazarreto'.

Alrededor de Jack White (Detroit, 1975), compiten dos interpretaciones. La primera, que puede incluso reconocer sus poderes como guitarrista, le considera un neurótico, obsesionado por desconcertar a sus admiradores y a los medios, aún a riesgo de dañar su música. La segunda, asumiendo las peculiaridades del personaje, prefiere ver a un creador que huye de la rutina como de la peste y que se esfuerza por revalorizar los discos.

En esa última faceta, le va bien. Lazaretto, segundo álbum bajo su propio nombre, está siendo el LP nuevo más vendido desde que se instaló –en 1991, en pleno auge del CD- el sistema Soundscan, que automatiza la información sobre los discos despachados. En su primera semana, Lazaretto alcanzó las 40.000 copias (superando a Vitalogy, con 34.000 ejemplares en 1994, cuando Pearl Jam estaba en la cima).

Teóricamente, las cifras de Jack White solo podrían interesar a estudiosos de las tendencias del negocio musical. Con unas ventas totales de 138.000 copias, la tarta se divide en tres partes aproximadamente iguales para cada soporte: CD, descarga digital y vinilo. Pero nos recuerdan que White ha dedicado abundante energía mental al LP.

La edición Ultra de Lazaretto llama la atención a primera vista. Una de las caras es negro brillante, la otra negro mate. La cara A también incluye un pequeño holograma. Y sólo es el comienzo. Uno de los temas, Just one drink”, tiene una introducción acústica o eléctrica, según caiga la aguja. Cada galleta del disco contiene una pieza inédita, a 78 o 45 revoluciones por minuto: la escucha completa de Lazaretto exige cambiar la velocidad; no es una experiencia pasiva.






Jack White durante un concierto en el mes de junio, en el Bonnaroo Music & Arts Festival de Manchester (Tennesse). / JASON MERRITT (GETTY IMAGES / AFP)

Cierto: Jack White se deleita en desafiar las expectativas de sus seguidores. Igual con sus conciertos: en la anterior gira, llevaba dos bandas de acompañamiento, una femenina y otra masculina: ni los músicos ni el público sabían cuál saldría a tocar una determinada noche.

A veces, y esto da miedo, Jack parece la versión rock de Prince: un maniático del control, veleidoso monarca de una fantasía propia. A White quizás le salve su sentido lúdico. Basta comparar el Paisley Park de Prince, un recinto hermético y kitsch, con el cuartel general de Third Man Records, el actual centro de operaciones de Jack White.

Está situado en el número 623 de la Séptima Avenida de Nashville, una ciudad conservadora pero habituada a las extravagancias del country. Comparado con los delirios indumentarios de algunos vaqueros cantarines, el uniforme de los empleados de Third Man Records parece una opción ascética. La propia operación encaja con el espíritu práctico y la vocación emprendedora de los pioneros estadounidenses.

Third Man Records conjuga (1) una tienda, (2) un local de conciertos/espacio de ensayo con servicio de grabación, (3) oficinas y (4) almacén para los muy variados productos del sello de White. También funciona como garaje para algunos de los vehículos del propietario, desde modelos vintage a un coche eléctrico. Atención: allí no está el estudio profesional donde White graba sus discos oficiales, que ocupa un anexo de su residencia. Pero todo está cuidado al mínimo detalle, desde los suelos –de resina epoxi- a la iluminación del espacio para tocar, bautizado The Blue Room.

Cuando White concibió Third Man Records, sus contables se echaron las manos a la cabeza: “tendrás que girar mucho para compensar las pérdidas”. Hoy, su propietario insiste en que es un complejo rentable. Puede que este hombre tenga algo del toque del Rey Midas: instaló un Voice-O-Graph, una de aquellas primitivas cabinas en las que cualquiera podía registrar su voz. A Neil Young le hizo tanta gracia que allí ha grabado su último trabajo, A letter home.

Cuando las superestrellas deciden montar una discográfica propia, la iniciativa suele morir de inanición y terminar convertida exclusivamente en sello para sus propias referencias. Por el contrario, Third Man Records funciona a tope: versiones en vinilo del ya extenso catálogo de grupos del jefe, sus producciones para otros artistas, discos completos que vienen de fuera, reediciones históricas.

Una ocurrencia feliz son las Blue Series: singles sueltos, protagonizados por artistas visitantes, desde Tom Jones a Michael Kiwanuka, o por insólitos proyectos locales, como Transit, banda formada por trabajadores del transporte público de Nashville. Constantemente, White y sus cómplices experimentan con el soporte. Han publicado maxis transparentes con líquido en su interior, singles fluorescentes, picture discs y hasta grabaciones en placas de rayos X usadas (añejo descubrimiento de melómanos de la URSS, para hacer copias de los prohibidos discos foráneos).

Third Man Records quiere tratar sus lanzamientos como objetos artesanos. Ahí está la preciosa caja de madera que contenía grabaciones hechas por el mítico sello Paramount entre 1917 y 1932. Una línea blues que desarrollan ahora con reediciones en LP, ordenadas cronológicamente, de la obra de Charley Patton, Blind Willie McTell o los Mississippi Sheiks. Puede que sean finalmente objetos coleccionables más que discos para usar pero la intención de base es reivindicar el valor de la música.

Los muy fanáticos –y los inevitables especuladores- se apuntan a The Vault, un club de venta por correo que ofrece rarezas y merchandising. La empresa también tiene una simpática furgoneta que viaja ofreciendo sus productos.

Los enemigos de Jack White –los tiene muchos y variados- dirán que todo son artimañas publicitarias. Con todo, urge reconocerlo: es muy agradable toparse con un músico adicto al trabajo. Y todos podemos identificarnos con alguien que intenta reproducir las sensaciones que tuvo cuando descubrió a sus antecesores en formatos físicos.

El Pais 20 agosto 2014

sábado, 16 de agosto de 2014

El Cigala vuelve al flamenco

El cantaor rinde homenaje a su ídolo de juventud Paco de Lucía




FERMÍN LOBATÓN

El cantaor madrileño ha decidido rescatar la grabación de un recital suyo de 2012 en el Palau de la Música de Barcelona para entregar un nuevo disco flamenco, después de casi diez años en los que ha prolongado su aventura con las músicas de América del Sur. Declara que es su manera de rendir homenaje y dar las gracias al desaparecido Paco de Lucía, al que reconoce como su ídolo de juventud. Y resulta curioso que quien le acompañe sea uno de los guitarristas a los que el maestro señaló como uno de sus predilectos, el jerezano Diego del Morao, el hijo del llorado Moraíto. También son de Jerez las palmas y el cajón lleva el sello de la familia Porrina. Con ese conjunto, el artista amarra el tiempo para navegar por un repertorio de nueve cantes en los que, con orden y una cierta homogeneidad, Cigala echa mano de clásicos como Tomás Pavón en el martinete, Manuel Torre en la malagueña, y Chacón en una taranta que interpretaba Camarón, al que recuerda igualmente por soleá. También hay tangos, fandangos de Huelva o naturales y bulerías. Inconmensurable la del Morao en solitario con falsetas marca de la casa.

Diego El Cigala. En vivo. Vuelve el flamenco. Cigala Music


El Pais Babelia 16.08.14

lunes, 11 de agosto de 2014

Historia de una obsesión a dos voces


El dúo formado por Sílvia Pérez Cruz y Raúl Fernandez Miró dignifica el arte de la versión en ‘granada’, llamado a convertirse en uno de los grandes discos del año

ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS Madrid 10 MAY 2014




Sílvia Pérez Cruz y Raúl Fernandez Miró, fotografiados ayer en Madrid. / LUIS SEVILLANO

Si en Sílvia Pérez Cruz encontramos algo de la madre tierra —profunda, tenaz, intuitiva y volcánica—, en Raúl Fernandez Miró aguarda la agilidad propia de un duende del bosque, ese audaz y apacible catalizador de mil fantasías. Quizá esto explique el fértil matrimonio artístico que estos dos jóvenes catalanes representan y que ahora, de la mano de granada (así, en minúscula), un disco de versiones a dúo, llega a su máxima expresión. Versiones de canciones de músicos tan dispares como Lluís Llach, Violeta Parra, Édith Piaf, Leonard Cohen, Albert Pla, Schumann o Morente cuya autoría se regenera y unifica en un trabajo insólito de voz y guitarra que desde que se presentó a finales de abril en el teatro Tívoli de Barcelona no deja de asombrar.

“Después del concierto del Tívoli tardé una semana en encontrarme bien”, confiesa Raúl. “Interpretar este disco es un esfuerzo físico, mental y emocional enorme”, añade ella. Juntos emprenden un viaje extenuante a un territorio común: el de esa “verdad” musical sin la que aseguran jamás hubiesen seguido adelante con este proyecto. “Hemos encontrado un equilibro nuevo para nosotros y como sabemos que no lo tendremos toda la vida lo vamos a aprovechar”.

El equilibrio al que se refiere Raúl nunca fue fácil y ha requerido mucho trabajo común. Cuando se conocieron, hace ocho años, en el espectáculo Immigrasons, básicamente, no se soportaron. “Parecía imposible juntar nuestras visiones, veníamos de lugares opuestos, chocábamos en todo”, recuerdan. “Yo tengo una idea borrosa de todo aquello”, asegura Pérez Cruz, ganadora del goya a la mejor canción original por Blancanieves. “Solo recuerdo que me afectó mucho no entendernos”. El punto de inflexión llegó en directo: “Un día nos sentamos a hablar para dar por zanjada la colaboración. Pero esa misma noche, durante el concierto, ocurrió algo muy especial que nos hizo olvidar la conversación y continuar”, explica él, que, tras el alias de Refree, ha desarrollado una de las carreras más interesantes de la última década como músico y como arreglista o productor de Kiko Veneno, Nacho Umbert, La Mala Rodríguez, Christina Rosenvinge o Josh Rouse.

Lo que vino después fueron años de indagación individual y de observación mutua. En 2012, Sílvia Pérez Cruz publicaba 11 de novembre, coproducido con Fernandez Miró y compuesto casi en su totalidad por ella. El impacto de la intérprete en el panorama musical español fue sobrecogedor. Joven y guapa, cantaba con una autenticidad y desgarro casi primitivo. Su ancestral grito despertaba la llamada de una tierra que parecía adormecida. “Me limpié por dentro, fue un disco muy fuerte a nivel emocional. Pasé un luto con él. Saqué todo lo que llevaba dentro”. 11 de novembre estaba dedicado a Càstor Pérez, su padre, cantante de habaneras, el hombre a quien había acompañado en el escenario desde pequeña y cuya ausencia aún pivota en torno a su voz y su obra.

Sin aquel duelo jamás hubiera llegado el idilio de granada, ese territorio explosivo (el de la fruta y el de la bomba) en el que dos opuestos están destinados a encontrarse y cuidarse. “Entre nosotros hay un hilo invisible. Si Sílvia no está bien lo noto al momento. Y ella sabe cosas de mí que yo no le he explicado nunca”.

Ella, con una piel curtida desde la infancia (“yo cantaba con mi padre pero me educó mi madre, ella, muy hippie, montó una escuela de arte y me enseñó a ordenar la belleza, a expresarme”), no olvida que desde niña se ha “hartado” de interpretar versiones, que aprendió a hacerlas suyas. Y él (“yo vengo de una formación más clásica, recuerdo a mi abuela tocando el piano en casa”) confiesa que sentía el temor de perder su propia voz al entrar en el paisaje de otros. “No podía ser un disco menor. Y ese miedo ha sido una premisa importantísima para mí. Para hacer una mera relectura de las canciones de otros mejor no hacer nada. Ya hay demasiado plástico a nuestro alrededor”.

Entre uno y otro, en granada la intensidad crece según pasan los minutos y las canciones. Pero ya desde la primera, Abril 74, de Lluís Llach, unos ecos grabados al final nos abren una puerta íntima y secreta: estamos en una reunión familiar y las voces que se escuchan no son las de sus protagonistas. Son las de Glòria Cruz y Càstor Pérez. “Ese momento entre los padres de Sílvia fue inspirador para el disco”, asegura Raül antes de que ella entorne la puerta otra vez con su recuerdo: “Mis padres tocaban juntos, a dúo, hasta que se separaron, muy pronto. Pero una vez, poco antes de que mi padre muriera, nos reunimos. Mi hermana acababa de parir y fuimos a nuestra casa de Portugal, en el Alentejo. Aquel día, después de 20 años, mis padres volvieron a cantar. Aquello era la verdad, la simplicidad y el feeling. Por eso, en la grabación se me escucha decirles: ‘El dúo es la mejor formación del mundo”.

Repertorio singular

Despegando, de Enrique Morente, fue el disco que ayudó al dúo a romper el bloqueo creativo. De él, incluyen dos canciones. Compañero y Que me van aniquilando. Hay un tercer morente, Pequeño vals vienés, versión de Leonard Cohen.
Hay varios temas del cancionero catalán: Abril 74 y Corrandes d’exili de Llach; Mercè, de Bonet, un medley de tres canciones de Albert Pla llamado Albert y el tradicional El cant dels ocells.
De Latinoamérica traen a Violeta Parra, Carabelas nada de Fito Páez y el Acabou chorare de los tropicalistas brasileños Novos Baianos.
Édith Piaf, dos lieder de Schumann y un estándar de jazz completan el álbum.
Grabado hasta tres veces, ordenado de manera obsesiva por los dos, cuidado en el más mínimo detalle, el disco sale a la calle porque cumple la expectativa de ambos. “No hemos parado hasta estar satisfechos. Me gusta usar el símil del baile, estoy contenta con las coreografías, en ellas están los límites y también las virtudes de cada uno”. “En definitiva”, añade Raúl, “hemos descubierto que Schumann no está tan lejos de Albert Pla”.


El Pais, 10 mayo 2014