domingo, 24 de mayo de 2015

La pasión literaria de los músicos de rock


Nick Cave es la cabeza visible de la nueva avalancha editorial: cantantes y compositores que publican libros de ficción. No confundir con la moda de las autobiografías

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 16 MAY 2015

Nick Cave en su despacho en un fotograma del documental '20.000 days on earth'.

En 1988, Nick Cave firmaba copias de su primer librito, King Ink, en Compendium, librería contracultural del barrio de Camden. Fue un acto informal y modesto, que atrajo a una representación del movimiento gótico londinense, todos de negro riguroso, desde las crestas a las botas. Hoy, Cave es autor de Canongate Books, potente editorial independiente del Reino Unido, que publica inmediatamente todo lo que Nick redacta.

Y eso incluye desde su introducción al Evangelio según Marcos a su segunda novela, La muerte de Bunny Munro. Su nueva entrega, The sick bag song, que en España lanza Sexto Piso, junta notas apuntadas sobre —atención— las bolsas para mareo que las líneas aéreas dejan en el dorso de cada asiento.

Hay varias explicaciones para esa producción literaria. Cave asegura que es el resultado de su rutina laboral: cuando no está de gira, acude diariamente a un piso que funciona como oficina, donde se encierra de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Sin embargo, algunos íntimos piensan que Nick todavía necesita demostrar algo a su padre, un profesor de literatura inglesa que lamentó que su hijo se dedicara al rock.



Steve Earle.

Cualesquiera que sean los motivos, el caso de Nick Cave nos recuerda que últimamente se multiplican los músicos que pretenden desarrollar una faceta literaria, más allá de relatos puntuales o textos breves. Dominique A, el ariete de la nouvelle chanson, acaba de sacar su quinto libro, Regarder l'océan, que —entre otros asuntos— explora su necesidad de escribir. Igualmente prolífico es Willy Vlautin, cabecilla de la banda Richmond Fontaine, que retrata a perdedores en sus cuatro novelas; la primera, The motel life, fue llevada al cine por los hermanos Polsky.

Vlautin intenta conciliar su yo musical y su yo literario —Northline inspiró un disco instrumental homónimo, a modo de banda sonora— mientras hay quién pone diques entre una y otra actividad. El cantautor británico John Wesley Harding recupera su nombre auténtico, Wesley Stace, para sus novelas. Dos de ellas están disponibles en español a través de RBA: Infortunio y Habla con George. Para complicarlo aún más, ahora también edita discos con su nombre de pila y formó un grupo fugaz, The Love Hall Tryst, para musicar fragmentos de Infortunio.

En general, suelen solaparse el territorio musical y el literario. Un oyente de Steve Earle se identificará con los relatos de Rosas de redención (La Gamuza Azul) o con su brutal novela, No saldré vivo de este mundo (El Aleph), donde el fantasma de Hank Williams, padre fundador de la moderna música country, convive con Graciela, una criatura propia del realismo mágico.

Mayores ambiciones

Curiosamente, apenas aparece novela de género entre esta oleada de tomos firmados por músicos. Aunque no falten precedentes: el vaquero tejano Kinky Friedman se convirtió en protagonista de su propia serie de novelas policíacas, que tenían el gancho de incluir a personajes reales en la acción. Algo similar hizo Greg Kihn, al introducir a los Beatles en su obra más reciente, Rubber soul. La verdad es que, preguntados por modelos literarios, los músicos suelen mencionar a colegas canonizados, como Cohen, Dylan o Patti Smith.

Es lícito pensar que esta abundancia de títulos con autores musicales ha sido propiciada por el boom de las autobiografías de estrellas. Se trata de un mercado en crecimiento: las editoriales han comprobado el tirón de un nombre famoso. De rebote, Madonna, Gloria Estefan, Bruce Springsteen, Keith Richards y otras figuras han debutado en la categoría de libros infantiles, donde lo mínimo del texto es disimulado entre atractivas ilustraciones.

Otras posibles razones: los músicos actuales están mejor educados y tienen mayores ambiciones creativas que sus antecesores. Es probable que, según disminuyen los rendimientos del trabajo musical, los quehaceres literarios luzcan más atractivos. Puede ocurrir que la famosa triada (“sexo, drogas y rock 'n' roll”) tenga ahora más mito que realidad: la disciplina de escribir ayuda a anclar vidas profesionales marcadas por la incertidumbre.

El tiempo presente, con su fragmentación del público en nichos, facilita igualmente la publicación de autores noveles: se multiplican las editoriales, grandes o pequeñas, interesadas en nombres de culto. Josh Ritter se estrenó con Bright passages, Pete Wentz (de Fall Out Boy) lo hizo con un título robado a The Smiths, The boy with the thorn in his side, Nathan Larson (de Shudder To Think) ya va por la segunda novela, The nervous system.

Y antes de que se nos acabe el espacio, convendría señalar ejemplos nacionales: Antonio Luque, alías Señor Chinarro, relató la esterilidad de la vida en los barrios en Exitus (El Aleph); Julián Hernández, de Siniestro Total, da rienda suelta a su imaginación más perversa en Sustancia negra (Espasa).

El Pais

martes, 19 de mayo de 2015

Manuel Molina, último juglar del flamenco


“Que nadie vaya a llorar, que nadie vaya a llorar, el día que yo me muera. Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena”

Muere el cantaor Manuel Molina

FERMÍN LOBATÓN 19 MAY 2015


El guitarrista y cantaor Manuel Molina, durante el ensayo general de "Alma vieja" que el bailaor Juan Manuel Fernandez Montoya "Farruquito" llevó Teatro Victoria de Barcelona. / ALBERTO ESTÉVEZ (EFE)


Manuel Molina Jiménez (Ceuta, 1948), uno de los artistas que más agitó el flamenco en el último tercio del siglo pasado, se ha ido en la madrugada de este martes 19 de mayo. Y se ha ido con fidelidad a los principios que guiaron siempre su proceder. “Que nadie vaya a llorar, que nadie vaya a llorar, el día que yo me muera. Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena”. Estos versos suyos, tan socorridos para el momento, son parte de una filosofía de la vida que le llevó a afrontar su muerte -había sido diagnosticado de cáncer hace un par de meses- con un singular estoicismo y sin paliativos médicos que la enmascarasen. Muchos más versos fue dejando por los escenarios en sus últimos años, con apariciones puntuales, a veces casi por sorpresa, en espectáculos las más de las veces de otros, especialmente de Farruquito. Con una luz cenital, la barba larga y blanca y la guitarra enarbolada verticalmente, Manuel elevaba su cante al cielo desgranado versos de delicada carga poética y sencillos mensajes. Testigo imprescindible del flamenco de los últimos cincuenta años, había adquirido aspecto de juglar, siempre flamenco, carisma de patriarca y palabra de profeta. Su arte grande se encontraba destilado en dosis pequeñas y de frágil apariencia y se le esperaba con la expectación de asistir a algo escaso e irrepetible, la experiencia de degustar un vino añejo o probar una fruta extraña.

La historia de Manuel Molina había comenzado muchos años antes. Nacido en tierra africana dentro de una familia gitana de arraigada tradición flamenca, aprendió de su padre a tocar la guitarra. De Ceuta pasó a Algeciras, donde compartió años de adolescencia con Paco de Lucía, del que contaba que siempre estaba estudiando. Y por fin, Triana, su patria: “Hay en Sevilla un tesoro que guarda mi corazón / La Giralda, la plazuela, mis amigos y El Tardón”. De carácter inquieto, ya de adolescente protagonizó formaciones como aquella de 'Los Gitanillos del Tardón', junto a Chiquetete y El Rubio. La misma inquietud le levó a codearse con lo más granado del underground sevillano, que lideraba por entonces el grupo de rock progresivo Smash. El productor Ricardo Pachón, que tenía metido en la cabeza el disco que había grabado Sabicas con el guitarrista de americano Joe Beck, vio en ese encuentro la posibilidad de hacer realidad su sueño. La colaboración entre el cantaor y la formación rockera se plasmó a través de cinco temas de fusión que son tenidos como el germen de lo que sería posteriormente el rock andaluz. El más conocido de ellos, 'El Garrotín', pero también los 'Tangos de Ketama' o 'El blues de la Alameda'.

La trayectoria del cantaor, guitarrista y compositor daría un giro radical a raíz de su unión, sentimental y artística, con la cantaora Lole Montoya. “El sol, joven y fuerte / ha vencido a la luna/ que se aleja impotente del campo de batalla”. En 1975 se edita Nuevo día, un disco que vuelve a hacer al flamenco superventas y que, con el ensoñador y colorista lirismo de los versos de Juan Manuel Flores, se convierte en la banda sonora de una naciente autonomía andaluza. A esa primera grabación seguirían más de media docena de discos, aunque serían los más inmediatos -Pasaje del Agua (1976), Lole y Manuel (1977) y Al alba con alegría (1978)- los que tuvieron más trascendencia. El dúo -también la pareja- terminaría rompiéndose, a pesar de un intento de regreso a principios de los noventa. Manuel lo intentaría en solitario en 1999 con La Calle del beso, una grabación que, curiosamente, contó con la coproducción y arreglos de Antonio Rodríguez 'Smash' y con la colaboración de su hija, Alba Molina, un disco de mucha belleza y casi nula repercusión.

El Pais

Adiós a B. B. King, el evangelista del ‘blues’


El músico de Misisipí encarnó el género durante la segunda mitad del siglo XX

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 15 MAY 2015



BB King en los conciertos de los Veranos de la Villa de 2010. / CLAUDIO ALVAREZ


B. B. King, de 89 años, falleció el jueves 14 de mayo en su casa de Las Vegas. El músico, nacido el 16 de septiembre de 1925 en los alrededores de Itta Bena (Misisipí), donde fue inscrito como Riley Ben King, había sido tratado recientemente por su diabetes y su hipertensión. Inevitablemente, sus días finales se vieron enturbiados por conflictos por el control de su fortuna, que enfrentaron a los supervivientes de sus 15 hijos reconocidos y sus numerosos nietos.

Reconocía que no fue un padre ejemplar: estaba constantemente fuera de casa, dando entre 200 y 300 conciertos al año. ¿Su gran hazaña personal? Mantenerse en la cumbre, a lo largo de más de medio siglo. Entre 1949 y 2008, B. B. King fue visitante habitual de los estudios de grabación. Dentro de la música afroamericana, tan ansiosa de novedades, su longevidad profesional resultaba milagrosa. Hombre inteligente, supo rentabilizar su descubrimiento por parte del público blanco e internacional.

Aunque Riley B. King trabajó en los campos sureños, su música tenía vocación urbana y encarnaba la voluntad de ascensión social de los afroamericanos tras el boom de la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, definió su estilo con éxitos como Three o’clock blues, Rock me baby o Everyday I have the blues, You upset me baby: una guitarra expresiva engarzada en una sección de metales que tocaba riffs sencillos, sobre ritmos swingueantes, todo potenciado por una voz cálida y convincente, con ecos de la iglesia. Un arreglador californiano, Maxwell Davis, permitió que todo aquello sonara tan suntuoso como apasionado.

Su cancionero trataba esencialmente de los conflictos hombre-mujer y hablaba del sexo con elegancia (“me encanta la forma en que ella abre sus alas”, explicaba en Sweet little angel). A diferencia de tantos artistas negros que se beneficiaron de la eclosión del rock & roll, B. B. King se quedó en los guetos. Eso incluía lugares como el antro de Arkansas donde dos hombres, peleando por los favores de una tal Lucille, derribaron uno de los bidones donde ardía gasolina, un método habitual para calentar el espacio. Entre las llamas, King logró rescatar su guitarra; su instrumento de trabajo cambiaría pero siempre se denominaría Lucille, como recordatorio de los peligros de las giras... y de ciertas mujeres.

Pero B. B. King también triunfaba en las ciudades. En 1964, se grabaron sus conciertos –hacía varios pases diarios- en un teatro de Chicago. El elepé resultante, Live at the Regal, resultaría clave para la segunda fase de su carrera. Alevines como Eric Clapton se quedaron boquiabiertos ante su conexión emocional con los asistentes y sus solos esculturales. A la guitarra, tenía un timbre personal, su fraseo sonaba natural, sabía contenerse y evitar el exhibicionismo de muchas-notas-y-muy-exageradas.



Los admiradores blancos proclamaban regularmente su adoración y facilitaron que, a partir de 1967, B. B. King entrara en el circuito del rock, sin cambiar esencialmente su música. Había sufrido indignidades tales como que le abucheara una multitud que acudía a ver al guapo Sam Cooke y que consideraba el blues como rémora de “los viejos y malos tiempos”. Así que le encantó que los hippies le escucharan en silencio en recintos como el Fillmore. También engatusó a las multitudes ansiosas que esperaban la reaparición estadounidense de los Rolling Stones en 1969.

La evolución de la música negra le había dejado atrás, aunque intentó adaptarse al fenómeno del soul con elepés como Guess who; incluso dejó que los Crusaders le pusieran ropaje funky en Midnight believer. Su último gran éxito fue el melancólico The thrill is gone (1970), reflexión sobre el desgaste de la vida en pareja. En realidad, desarrolló una doble actividad laboral: lo esencial era mantener el interés de los espectadores internacionales pero sin perder de vista sus oyentes de toda la vida. Podía venir de triunfar en grandes festivales europeos pero no se le caían los anillos por ir a tocar en cualquier modesto club ante matrimonios negros de cierta edad, endomingados para disfrutar de sus electrizantes homilías.

Era gente que conocía lo que había detrás de la estrella: se había culturizado leyendo en los interminables tiempos muertos de las giras; también era un voraz consumidor de discos, con gustos muy ecléctico. Usó su fama para convertirse en publicista del blues, tanto en universidades como en la Casa Blanca. Pero los fieles también sabían que B. B. King se dejaba llevar por un cuerpo bonito y que sus finanzas rondaban los números rojos: problemas con el fisco, demasiada prole a su cargo, la atracción por el juego.

Para esos seguidores, grababa discos digamos que en familia, con amigos como el monumental vocalista Bobby Blue Bland. Su management, sin embargo, potenciaba su perfil mediático, en búsqueda de los cachés altos. En 1988, atrajo a nuevos oyentes al grabar “When love comes to town” con U2. Rentabilizó su prestigio al abrir una cadena de locales, los B. B. King Blues Clubs. De trato afable, también cultivó la amistad con músicos en diferentes países: Raimundo Amador, el argentino Pappo, el italiano Zucchero y, siempre, el discípulo Eric Clapton.



En la segunda mitad de su trayectoria, B. B. King alternó entre discos de capricho y ocurrencias de los zares de la mercadotecnia. Hubo patinazos, como su visita a Nashville (Love me tender, 1982) o el engañoso King of the blues (1989) pero también brilló en el sentido homenaje a Louis Jordan (Let the good times roll, 1999) o en su inmersión en el primer blues (One kind favor, 2008).

Era tan modesto respecto a sus habilidades –y tan buena persona- que hasta trabajó disciplinadamente con, hay que decirlo, mercenarios que no le llegaban a la suela de los zapatos. Con todo, nos deja una discografía enorme que, sumada a biografías y películas, le convierten en el bluesman más documentado de la historia. Y, sin duda, el más querido.


El Pais

sábado, 9 de mayo de 2015

SINIESTRO TOTAL: MIL BURRADAS



¡Asombroso! ¡Qué proliferación de kamikazes punk por todo el país! Doble asombro: casi todos los punkitos españoles no aportan nada —dejando aparte su obvio valor sociológico bla bla bla— puesto que se limitan a recoger los ecos de la insurrección inglesa de 1977, codificada en clisés estúpidos y posturas sin sentido. Pero eso no es el caso de Siniestro Total. Un cuarteto de Vigo que subvierte la estereotipada seriedad del punk con delirios y desvarios. Nada de imprecisiones a la sociedad o de invitaciones al suicidio: Siniestro Total tienen la lujuria metida entre ceja y ceja. "Las tetas de mi novia", "Los chochos voladores", 'Todos los ahorcados mueren empalmados", "Los esqueletos no tienen pilila" son algunos de sus títulos. Claro que también está "La revista" (un amante de la pornografía en situación embarazosa), "Ponte en mi lugar" ("mi pirolito no da más/eres sólo una máquina sexual"), "Fuera las manos chinas del Vietnam socialista" ("¡Ay! chinita, dime que sí/abre el libro rojo para mí") y "Hoy voy a asesinarte" (ella es una ninfomaniaca, claro). De hecho, cantan el jingle de Nocilla —"Es la merendilla/que nos gusta más"— y consiguen que suene... ¡obscena!

Mi amiga feminista les odia("sí, sí te parece divertido pero son bromas a cuenta de la mujer") pero no les preocupa: el primer disco de Siniestro Total fue el best-seller de las independientes durante 1982. Dos de aquellas cuatro canciones están recogidas en nuevas versiones dentro de "¿CUANDO SE COME AQUÍ?" (DRO-014). Son "Ayatollah" y "Matar jipis en las Cíes", que consiguieron irritar a la embajada iraní y poner nerviosos a los supervivientes del hippismo. Pero hay otras 13 canciones irritantes en el LP. Gloriosas bestialidades de un (supuesto) grupo punky. Los mozos del reemplazo de 1983 irán cantando sus grandes éxitos.
D. A. M.


Artículo  publicado en la revista Metal Hurlant nº7, año 1983

domingo, 3 de mayo de 2015

Cantaremos en el tribunal

 Una oleada de sonadas demandas obliga a replantear el escurridizo concepto de creatividad en la música pop

DIEGO A. MANRIQUE 6 ABR 2015


Robin Thicke, condenado por plagio por su exitoso tema 'Blurred Lines'.

Ha sido un golpe donde más duele: en la cartera. Un jurado ha dictaminado que el gran éxito de 2013, Blurred Lines, del cantante Robin Thicke, es un plagio de Got to Give it Up, pieza de 1977 del soulman Marvin Gaye. Y ha calculado la indemnización en 7.300.000 dólares (6.723.328 euros).

En el juicio se vieron comportamientos poco ejemplares. Thicke, acreditado como coautor, trasladó la responsabilidad al productor Pharrell Williams, alegando que, cuando se compuso el tema, estaba bebido y colocado con Vicodina, medicamento adictivo. Thicke cantó y Williams tocó la línea de bajo de ambos temas, intentando convencer al jurado de que existe una nítida raya entre el plagio y el homenaje a la música de una época, con ellos situados en el lado de los buenos, como alumnos de Marvin y demás maestros.





Portada del disco de Marvin Gaye que incluía 'Got To Give It Up'.

Pero no, no hay una frontera clara. Por eso, la condena de Thicke y Williams ha sonado como un gong en los despachos de la industria musical. Desde los ochenta, el pop vive, en descripción del crítico británico Simon Reynolds, la era de la retromanía: de forma rutinaria, se comercializan modas, formas y canciones añejas.

Los veteranos culpan a la tecnología. Efectivamente, ahora tenemos a la disposición millones de canciones, una verdadera Discoteca Universal que facilita el copiar elementos de temas ajenos, de forma inconsciente o voluntaria. Las reglas de la propiedad intelectual no protegen estilos ni ritmos: el posible plagio se disputa sobre similitudes melódicas. La tecnología permite duplicar arreglos, timbres, conceptos de producción. Y la retromanía invita a la imitación total.

En el pop, siempre abundaron los parecidos entre canciones, incluso de diferentes épocas y géneros. De eso derivan los mashups, también conocidos como injertos: sobre la base de una canción se injertan partes cantadas de dos o más temas. Una práctica ilegal, en la que anónimos manitas exhiben sus habilidades para el corto-y-pego. Uno de los actuales productores punteros, Danger Mouse, se dio a conocer con The Grey Album: combinaba rapeos de Jay-Z, pertenecientes su The black álbum, con porciones del doble LP de The Beatles, alias el Álbum Blanco. Disponible en Internet, se descargó millones de veces.

El negocio discográfico ha defendido con fiereza sus fuentes de ingresos. Llegó el el rap y se popularizaron músicas que reciclaban grabaciones añejas: metafóricamente, digamos que el primer hip hop se construyó sobre sampleos de James Brown. En los ambientes de la vanguardia electrónica, se reivindicó el sampler como legítimo instrumento creativo. Pero no coló: tras sonoros encontronazos judiciales, se acepta universalmente que se necesita permiso para usar cualquier pedazo reconocible de un disco ya existente. Consecuencias: el rap, inicialmente arte povera de los guetos, resulta ahora todo lo contrario, una de las músicas más caras de elaborar.

Obviamente, el veto de tomar discos ajenos es aplicable a todo tipo de músicas. Ignorarlo trae consecuencias funestas: el grupo británico The Verve no recibió ni un céntimo de su inmortal Bitter sweet symphony (1997). El error consistió en empapar la pieza con las cuerdas de una versión instrumental de The Last Time, éxito de los Rolling Stones en 1965. En compensación, la empresa propietaria del tema exigió –y consiguió- todos los ingresos derivados de Bitter Sweet Symphony y el cambio de autores. Como veremos, los propios Stones también fueron pillados en falta.

Cuando no se llega a un acuerdo económico para samplear tal fragmento, queda la opción de recrearlo con músicos profesionales. No se paga a la discográfica original pero sí a la editorial que controla la canción. De ahí que los créditos de algunas grabaciones raperas parezcan la alineación de un equipo de fútbol: el primer éxito de Puff Daddy, Can’t Nobody Hold me Down, venía firmado por once personas.

Ningún compositor renuncia al dinero más dulce del negocio musical: el que se gana sin hacer nada, a partir de un lejano momento de inspiración. En teoría, cada vez que una canción suena –en directo, en la radio, etcétera- se genera una cantidad que llega a sus autores, aunque recortada por los “gastos de gestión”.

Las editoriales musicales, sean compañías independientes o apéndices de grandes discográficas, funcionan como silenciosas minas de oro. Lo del silencio se explica por su escaso personal: son oficinas de reparto, que delegan las antipáticas labores de recaudación en organizaciones como SGAE, la francesa SACEM o la alemana GEMA. Aparte, las editoriales buscan maximizar ingresos colocando su catálogo en discos, anuncios, películas. Y se ponen en modo de ataque cuando detectan aroma a plagio.

No nos enteramos de la mayoría de los conflictos. Se pacta una cantidad substanciosa y muchas veces el autor plagiado ni siquiera llega a aparecer en los créditos. Así, Jim Morrison firma como único creador de Hello I love you (1968), de The Doors, a pesar de que Ray Davies, cabecilla de The Kinks, logró que los californianos reconocieran lo evidente: su parecido con All Day and All of the Night (1964), segundo éxito del grupo británico.

Ocurre constantemente. Sam Smith, el triunfador de los pasados Grammy, está obligado a compartir los derechos editoriales de Stay with me con Tom Petty y Jeff Lynne, compositores del desafiante I Won’t Back Down (1988). Smith y sus ayudantes salvaron la honra jurando que la semejanza era casual.

La historia sugiere que mejor no recurrir a los tribunales. George Harrison se empecinó en negar las afinidades entre su glorioso My Sweet Lord (1970) y He’s so fine, primer éxito de las Chiffons. Cuestión de dinero (George era el más tacaño de los Beatles) y también de orgullo: imposible aceptar que su himno religioso derivara de una canción banal, producida de modo industrial. El beatle perdió, aunque el magnánimo juez federal aceptó la posibilidad del plagio subliminal. Humillado, Harrison se sintió paranoico al elaborar canciones nuevas y algunos de sus íntimos sugieren que su carrera como solista descarriló tras ese desastre.

El asunto My Sweet Lord viene a recordar un peligro del estrellato: rodeado de lacayos y amigotes, nadie se atreve a aguar la fiesta señalando algo dudoso en la última “ocurrencia genial”. En 1997, los Rolling Stones iban a publicar Anybody Seen my Baby como adelanto de su álbum Bridges to Babylon. Tenía un sonido moderno, como le gustaba a Mick Jagger, pero Angela Richards, hija de Keith, y sus amigas comprobaron que se podía cantar por encima Constant Craving, el hit de 1992 de K. D. Lang. Rojos de vergüenza, los Stones plantearon la situación a la cantautora canadiense. Lang aceptó no denunciar el “plagio subconsciente” a cambio de participar en los derechos editoriales.

Estamos ante una casuística infinita: rara es la gran figura que no ha chocado con alguna canción. John Fogerty fue acusado de autoplagio: su The Old Man Down the Road (1984) tenía más que un aire a Run Through the Jungle (1970), grabada por su grupo anterior, Creedence Clearwater Revival, perteneciente a otra editorial. Fue una batalla más dentro de una guerra prolongada entre Fogerty y Saul Zaentz, productor cinematográfico que hizo fortuna con los millonarios discos de la Creedence. Armado con una guitarra, Fogerty tocó ambas canciones y demostró que, a pesar de que compartieran estilemas, eran composiciones diferentes.

En eso fracasaron Thicke y Pharrell Williams. La opinión general entre los observadores es que el jurado se movió por impulsos humanitarios: enfrentado a unos triunfadores hedonistas, prefirió entregar el botín –recuerden, 7.300.000 dólares- a los litigantes modestos, los herederos de Marvin Gaye.

Habrá recurso, aseguran. Mientras sigan vigentes las achacosas leyes de la propiedad intelectual, veremos muchas demandas similares. Es una buena noticia para los abogados especializados. Y para los cazadores de posibles plagios, musicólogos o simples personas con buenos oídos: hay faena para los que sepan localizar estructuras sospechosas en los grandes pelotazos y escribir informes periciales. Eso que oyen de fondo no es un instrumento de percusión: son los listos frotándose las manos.

El Pais Domingo 05.04.15

sábado, 2 de mayo de 2015

Música leída


Leo escuchando. Leo 'So What', la biografía de Miles Davis escrita por John Szwed

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 18 ABR 2015




Los músicos Charlie Parker y Miles Davis. / F. DRIGGS COLLECTION / MAGNUM

Leo escuchando. Leo So What, la biografía de Miles Davis escrita por John Szwed, y de vez en cuando interrumpo la lectura para buscar en el gran archivo instantáneo de Spotify los discos que se mencionan en ella. Si estuviera en Madrid podría buscar cedés y vinilos, que me traerían en cada caso el recuerdo tangible de la época de mi vida en la que los compré, de las personas cercanas que me regalaron algunos de ellos. La memoria necesita asideros físicos. Ahora nos damos cuenta de que la música grabada en vinilo se escucha mejor porque se ve en los diseños de las amplias portadas, se toca con los dedos en las fundas interiores de papel encerado y en los filos del disco que aprendimos a sujetar con mucha cautela para no dañar los surcos. Con un buen amplificador, buenos altavoces, un plato adecuado, la música grabada en vinilo está más cerca que nunca de la escuchada en directo. Y es una felicidad para el aficionado ver la lista de los músicos en la contraportada y leer esas notas en las que tanto se aprendía sobre el proceso de la grabación.

Pero no hay por qué renunciar a ninguna ventaja tecnológica, igual que no es preciso hacerse converso incondicional de cualquier última tecnología, o nostálgico porque sí de las que se han ido quedando obsoletas. Hay lugar para los cedés, para los vinilos, para la música que lo acompaña a uno en los auriculares durante una caminata o un viaje y la que suena tan dócilmente en el portátil. Está el peligro de aturdirse con la sobreabundancia, pero no creo que sea más dañino que la realidad antigua de la escasez. Leo la vida de Miles Davis y cada pocas páginas detengo la lectura para buscar un disco en Spotify, una grabación precisa. La lectura está iluminada por la música igual que una película por su banda sonora. Leo páginas espléndidas sobre los primeros tiempos de Miles Davis en Nueva York, con 18 años, recién llegado de San Luis y de la protección algo opresiva de su familia de clase media pudiente. Había venido para formarse como músico clásico en la Juilliard School, pero lo que quería era subir cuanto antes a Harlem o bajar a la Calle 52 para encontrarse a los jazzmen. Recordaba que iba en tal estado de fervor y expectación por la ciudad que a veces caminaba bajo la lluvia sin darse cuenta. Entraba en los clubes buscando a Charlie Parker. Desde la calle oía la música según se acercaba y estaba seguro de que reconocería el saxo alto de Parker en cuanto lo escuchara. Se hace difícil comprender lo jóvenes que eran. Charlie Parker, el maestro, el héroe, la sombra agrandada por la gloria que el Miles adolescente buscaba de día y de noche, tenía solo seis años más que él, 24 en el año en que por fin se encontraron en Nueva York.

Leo y las palabras impresas suscitan imágenes en parte recobradas de documentales antiguos, en parte nacidas del puro impulso verbal. Pero quién puede resistir la tentación de buscar en Spotify los discos de Charlie Parker en los que se escucha por primera vez a Miles Davis, inseguro todavía, aunque no demasiado, ya esbozando su manera limpia de tocar en medio de los sobresaltos acrobáticos del bebop, la pureza de tono que había aprendido con la disciplina clásica, aunque por entonces ya había abandonado la Juilliard School, en parte por impaciencia de sumergirse en el fervor y la libertad y el peligro del jazz, en parte porque sabía que, siendo negro, sus posibilidades de encontrar trabajo en una orquesta sinfónica eran inexistentes.

Escucho con otra atención estos discos que conozco bien: ahora no busco en ellos, como otras veces, el resplandor evidente de Charlie Parker, sino esa trompeta que aparece y desaparece, y a través de esa sigo el rastro de la vida que me cuenta el libro. A diferencia de todos los músicos con los que ahora se relacionaba, Miles Davis venía de una vida de comodidad y privilegio, aunque es probable que lo disimulara ante ellos, y por eso adoptó en seguida los gestos más radicales, las actitudes de desafío, la jerga de la noche, las gafas oscuras en la penumbra de los clubes; también por eso no tardó casi nada en adquirir el hábito que certificaba la pertenencia a aquella sociedad casi secreta que formaban los jazzmen, la heroína.

Pero no es la droga lo que hace a un gran músico, a pesar de tantas historias novelescas de malditismo. Lo que hace a un músico es el talento alimentado y disciplinado por el estudio de la música. A Miles Davis le parecía un insulto que se dijera que un negro, por serlo, estaba más capacitado para tocar jazz. Uno de los méritos del libro de Szweb es resaltar esa obsesión de aprendizaje, estudio, perfeccionamiento, ruptura, que rigió la vida de Davis por encima de cualquier distracción, de cualquier extravío. Se reunía con Bill Evans hacia la mitad de los años cincuenta y escuchaban durante horas los dos conciertos de piano de Ravel, tan influidos por el jazz. Inmediatamente busco en Spotify una grabación que me gusta mucho, Alicia de Larrocha y Leonard Slatkin con la Sinfónica de Boston. Ahora me doy cuenta con más claridad de que esa rareza armónica que flota como una niebla ligera sobre los tiempos lentos de Ravel se ha transmitido a la trompeta de Miles Davis, no solo a la manera de tocar el piano de Bill Evans.

Leo escuchando y escucho leyendo. Leo con la música que está en el libro y escucho con la atención afilada por la lectura. Kind of Blue es una cima insuperable de la música de jazz, de la música, pero uno admira todavía más su categoría prodigiosa cuando comprueba la rapidez con que se grabó, en unos días, en un estudio instalado en la nave de una iglesia desierta, a partir de unos cuantos apuntes esbozados por Davis en hojas sueltas de papel, en reversos de sobres. La amplitud espacial que irradia la grabación es la de esos interiores de iglesia, y es también una propiedad que tuvo casi desde el principio la imaginación musical de Miles Davis: como la de dibujar con muy pocas líneas en anchas hojas de papel, haciendo consciente al oído de cada nota tocada y del silencio que la rodea, sin necesidad de llenarlo todo de sonido. No hay disco de jazz tan popular como Kind of Blue, pero lo que Davis había venido haciendo en los años anteriores y lo que hizo después forma una corriente incomparable que se percibe mucho mejor cuando se siguen los discos, uno por uno, en orden cronológico, en su abrumadora progresión, hasta el gran salto de los años sesenta. Lo que para cualquier otro habría sido una culminación, para Miles Davis era un episodio, un punto de partida.

Interrumpo la lectura, salgo a la calle, pero la música no cesa. En los auriculares del iphone escucho Seven Steps to Heaven. Nadie ha tocado ni cantado I Fall in Love Too Easily como Miles Davis en ese disco. Música y palabras son lo mismo: en el sonido de la trompeta están las inflexiones exactas de poesía de la letra.


So What: The Life of Miles Davis. John Szwed. Simon & Schuster. EE UU, 2002. 496 páginas. 28 euros.


El Pais Babelia 18.04.15


‘Cotton Fields Forever’


Un triple disco explora los ecos musicales de una de las grandes tragedias históricas: el comercio de seres humanos entre África y América

DIEGO A. MANRIQUE

Esclavos liberados, en una plantación de algodón reconvertida en granja. / GETTY

Como dicen en Estados Unidos, es el elefante en la habitación, el monstruo que nadie menciona. La esclavitud o, más exactamente, su legado, está detrás de esas historias de policías acribillando a jóvenes negros, sin olvidar las aterradoras estadísticas sobre la pobreza o la población de las cárceles.

Hablamos de Estados Unidos pero también se podría aplicar a otros países americanos. Con algunas diferencias notables: en EE UU, la esclavitud era un tema tabú que solo se rompió a partir de los combates por los derechos civiles y con la recuperación de la memoria que propició el black power. Al menos, eso afirma Bruno Blum, compilador de Slavery in America (Frémeaux).

Blum explica la mayor presencia de la esclavitud en el cancionero caribeño recordando su superior porcentaje de población con raíces africanas, sin olvidar lo tardío de su emancipación (incluso política: Jamaica solo alcanzó la independencia en 1962). En Estados Unidos, el fin de la esclavitud fue traumático, consecuencia de una guerra civil particularmente encarnizada.

Los periódicos de la época contaron la alegría de los esclavos recién liberados, los desfiles jocosos con que desafiaron a sus antiguos amos. La risa duró poco: las leyes Jim Crow, reforzadas por la intimidación violenta, convirtieron a los negros en ciudadanos de segunda categoría, solo aceptados como iguales en el mundo del espectáculo y, con retraso, los deportes.

En el EE UU segregado, no eran de recibo las canciones sobre la esclavitud o sus consecuencias. Para el gran público, solo colaban si tenían la forma de evocaciones poéticas, y mejor si venían firmadas por profesionales blancos como los Gershwin o Hammerstein-Rodgers. El mercado negro aceptaba canciones de queja si venían envueltas en jerga o sazonadas con humor; en realidad, los guetos urbanos rechazaban las crónicas de penalidades, recordatorios de tiempos infames y supuesto lastre para el ascenso social. Solo el blues evocaba los horrores sureños, las prisiones como Parchman o Angola.

Una antología como Slavery in America habría sido imposible sin la labor de etnomusicólogos como Harold Courlander, aquí representado por sus grabaciones en Haití, y los Lomax, John A. (padre) y Alan (hijo). Comprometido con la izquierda, Alan tenía suficiente labia para conseguir que the man (el amo, el capataz, el sheriff, el director de cualquier institución) le diera permiso para grabar en plantaciones y penitenciarias. Intuyó que allí se cantaba algo muy similar a lo que sonaba en los campos de algodón del siglo XIX y así inmortalizó a hombres que habían perdido hasta la dignidad del nombre: quedaron registrados como 22, Little Red o Hard Hair. En verdad, se trataba de modernos esclavos: eran cedidos por Luisiana o Misisipi a hacendados locales, que disfrutaban así de peones baratos, frecuentemente encadenados y siempre bien vigilados.

Buscando comunidades aisladas de afroamericanos, Alan viajó a St. Simons Island, en Georgia, donde grabó a coros religiosos encabezados por extraordinarios intérpretes como Bessie Jones y John Davis. Las iglesias negras articularon los anhelos de los esclavos, reforzaron la solidaridad de los segregados y, en su momento, serían catalizadoras del cambio. Sus cantos usaban personajes y episodios bíblicos, pero los mensajes llegaban nítidamente a los interesados: spirituals como ‘Go Down Moses’ o ‘Wade in the Water’ funcionaron como consignas en los tiempos del Underground Railway, aquellas redes clandestinas que facilitaban la evasión de los esclavos.





Slavery in America salta entre países y épocas: se trata de un smorgasbord de platos fríos y calientes, salados y dulces. Los documentos sonoros abarcan desde 1914 (una kalenda de Trinidad y Tobago) a 1972 (una quadrille en Guadalupe). Históricamente, cubre desde música hecha en el Congo colonial a canciones del movimiento que predicaba el retorno, físico o metafórico, a África. Se incluyen cantantes que no necesitaban instrumentos (Michel Larue) y vocalistas supremos (Paul Robeson, Sam Cooke) que utilizaban orquestaciones suntuosas. Se evidencia el inmenso poder de comunicación de los predicadores, fueran religiosos (el reverendo J. M. Gates) o políticos (el desdichado Marcus Garvey).


Con sus 92 cortes, Slavery in America no es apto para una escucha trivial. Más bien, es cuestión de picar aquí y allá: imaginen una serie de ventanas que invitan a profundizar en realidades musicales o sociales generalmente ignoradas. Un mago del entretenimiento como Louis Armstrong podía contar historias terribles con una sonrisa; se evitan nombres obvios, como Leadbelly, optando por sorpresas como las canciones de Bo Diddley sobre su bisabuelo esclavo.

Slavery in America se para en los tiempos tormentosos de las batallas contra la discriminación racial (aunque en las manifestaciones se cantaron muchas piezas incluidas aquí). Sí recoge la radicalización de los músicos de jazz, como refleja We insist! Max Roach’s Freedom Now Suite, publicado en 1963, para conmemorar el centenario de la proclamación de emancipación.

Roach contó con el refuerzo del gran Oscar Brown, Jr., cantante y letrista que supo recrear las vivencias de los años terribles con palabras frescas. Está también su texto para ‘Work Song’, de Nat Adderley, donde retrata a un hombre negro y pobre, condenado a cinco años de trabajos forzados tras un atraco con violencia. Aquí se difundió la adaptación hecha a la medida de Raphael, La canción del trabajo. Una grosera manipulación que pretende tranquilizarnos ya que todos somos penados: “El trabajo nace con la persona / va grabado sobre su piel / y ya siempre le acompaña / como el amigo más fiel”. ¿Hace falta añadir que este país, nuestra ensimismada España, nunca se ha enfrentado con su sangriento pasado esclavista?

Slavery in America. Redemption Songs 1914-1972. Musiques issues de l’esclavage oux Amériques. Dirección artística: Bruno Blum. Prólogo de Christiane Taubira. Fremeaux & Associes. Distribuido en España por Karonte. Tres CD y libro de 44 páginas. Precio: alrededor de 30 euros.


El Pais Babelia 02.05.15


Muere Ben E. King, el cantante de ‘Stand by me’

El tema, del que también fue compositor, es la cuarta canción más emitida en la historia de la radio y la tele estadounidense

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 1 MAY 2015 




Ben E. King murió el jueves 30 de abril en su casa de New Jersey, por “causas naturales”, a los 76 años. De nombre completo Benjamin Earl King, el cantante había nacido en Henderson (Carolina del Norte) en 1938, aunque desarrolló lo esencial de su carrera en Nueva York.

Formado musicalmente en la iglesia, King sobrevivió a una época en la que se consideraba que los cantantes eran reemplazables: su grupo, The Five Crowns, se convirtió en 1958 en The Drifters. No fue por arte de magia: con vocalistas como Clyde McPhatter o Johnny Moore, los Drifters habían acumulado abundantes éxitos para Atlantic Records pero el nombre era propiedad de George Treadwell, un músico reciclado en mánager despiadado que pagaba una miseria a los cantantes y les despedía cuando protestaban. De hecho, Treadwell consideraba a los Drifters como una franquicia; tenía varias formaciones actuando por diferentes zonas.

Felizmente para King y sus Drifters, su faceta discográfica recaló en el ambicioso equipo de productores formado por Jerry Leiber y Mike Stoller, que se saltaron las limitaciones presupuestarias impuestas por Atlantic para grabar suntuosas piezas orquestales, como There Goes My Baby (1959) o Save the Last Dance For Me (1960).


Ambos singles llegaron al número uno en Estados Unidos y permitieron a King romper con el implacable Treadwell. Con la complicidad de Leiber y Stoller, se estrenó como solista con una joya romántica, Spanish Harlem, compuesta por Leiber con Phil Spector y publicada a finales de 1961. Se adaptaron detalles de las partituras españolas de Ravel y Debussy a una historia de amor situada en la zona hispana de Harlem.

Fue un feliz ejemplo de la sofisticación del pop neoyorquino, aunque solo llegaría a lo alto de las listas en la voz de Aretha Franklin, en 1971. De todas formas, Spanish Harlem sería eclipsada por Stand By Me (1961). Ben recordaba un añejo spiritual llamado Lord Stand By Me y, experimentando en las oficinas de Leiber y Stoller, el tema fue convertido en una ferviente petición de respaldo contra las adversidades.

Stand By Me se transformaría en una de las canciones esenciales del incierto siglo XX. En los países mediterráneos tuvo más difusión la adaptación de Adriano Celentano, Pregherò, que curiosamente potenciaba el subtexto religioso, para consternación del Vaticano. Celentano grabaría posteriormente otros éxitos de Ben, como Don’t play that song (you lied).


La plegaria siguió rodando: fue la canción elegida por John Lennon para promocionar su disco retrospectivo (Rock ‘n Roll, 1975). Debido a su resonancia emocional, sirvió para dar título a lo que sería uno de los taquillazos cinematográficos de 1986, una película de Rob Reiner rebautizada en España como Cuenta conmigo.

La carrera de Ben E. King sufrió por su indefinición. Profesionalmente, dependía del circuito de casinos y nightclubs, donde se apreciaba su elegancia interpretativa y la variedad de su repertorio. Grabó temas del mexicano Gabriel Ruiz (Amor) o del francés Gilbert Becaud (What Now My Love); participó en el festival de Sanremo y adaptó éxitos italianos como Uno dei tanti, traducida como I (who have nothing). Con cierta tardanza, se incorporó al sonido dominante entre los cantantes negros de los sesenta, cantando What is soul? (1966) y participando en el fugaz supergrupo The Soul Clan (1968).

En 1975, reconciliado con Atlantic Records, retornó a las listas. Acompañado por Carlos Alomar, entonces guitarrista al servicio de David Bowie, y otros músicos jóvenes, King grabó el incandescente Supernatural thing, con sus siete minutos. Dos años después, probó con los escoceses de la Average White Band, en un LP llamado Benny and Us, que generó éxitos menores.

King pudo disfrutar de la inmortalidad de Stand By Me: la canción, potenciada por la película citada y por su uso en una campaña publicitaria, volvió a ser número uno en Gran Bretaña en 1987. Ese mismo año, regrabó Save the Last Dance For me y entró nuevamente en las listas.

También se benefició del fenómeno de la beach music, el equivalente estadounidense del northern soul británico: un movimiento nostálgico, popular tanto en Carolina del Norte como en Carolina del Sur, donde se baila con su variedad melódica del soul. Aparte, King se permitió caprichos como un disco infantil (I Have Songs in My Pocket) y aproximaciones al jazz (Shades of Blue).


El Pais 01.05.15