lunes, 31 de agosto de 2015

Los dioses paganos de ‘Sticky Fingers’


Los Rolling Stones desempolvan su archivo con la reedición de su disco más popular al que suman descartes

IGNACIO JULIÀ 29 AGO 2015



Portada original de 'Sticky Fingers'. / EL PAÍS

¿Por qué los Rolling Stones siguen pareciendo relevantes a su edad? Por una visión del negocio que les hizo transmutarse en una marca, un logotipo de carnosos labios rojos, ungidos en leyenda de rebeldía y hedonismo. Aquella chulesca y un tanto depravada mitología, amortizada con creces en corporación multimillonaria, se sustenta en una ristra de canciones feroces o arrastradas, guirnalda de grandes éxitos que fue penetrando a consecutivas generaciones por su frescura y arrebato, su acento en el roll además del rock y, muy especialmente, por una rejuvenecedora ausencia de sentimentalismo. Sus rocanroles primaban el descaro; las baladas nunca lloriquearon. Esa actitud glamurosa y desafiante, exuda un sentido de la aventura que el rock perdió hace mucho. Ellos, hoy franquicia de sí mismos, también.

¿La razón? Hay una fina línea entre esa primigenia voluntad transgresora, la convicción de que una canción no debe apartar la vista ante la realidad por insatisfactoria o controvertida que se manifieste, y la megalomanía que les ha mantenido creativamente en piloto automático durante décadas. Empiezan a cruzar ese ecuador cuando en 1971 se ven liberados del sello que les había lanzado en 1963, Decca, y publican quizás su álbum más popular, Sticky Fingers. Una victoria amarga: el tiburón que les ha representado en la finalización del abusivo contrato acaba quedándose con los derechos de todo su material. Aquella patraña de Allen Klein abrió los ojos al Mick Jagger empresario e inició el proceso que le ha hecho un lince de las finanzas.


La desaparición del fundador Brian Jones, fallecido en 1969, exigía una nueva concentración musical. El sustituto, Mick Taylor adquiere presencia central, dotando al nutritivo repertorio apilado para Sticky Fingers de un nuevo filo, vigorosamente rasposo, estilosamente fluido. Brown Sugar o Bitch palpitan todavía como rijosos pedruscos, las baladas Wild Horses y Dead Flowers resuenan a country apátrida. En su conjunto, el álbum arrojaba al oyente la juvenil obsesión por la Norteamérica mítica de unos chicos londinenses de posguerra cuyo cantante imita desvergonzado el acento sureño. Es un canto a una tierra imaginada —irreal pero palpable— mientras giraban viejos discos de blues. Buscando la savia original, visitaron unos estudios de Alabama, Muscle Shoals, para empaparse de la autenticidad que allí se cocía. Fue un breve bautismo, pues el montante del álbum se registraría en Inglaterra.

Hasta el último surco, Sticky Fingers desprende esa mezcla de crudeza y elegancia, dominio y relajo, que jamás volverían a alcanzar; el siguiente, Exile on Main St. (1972), tendrá un halo legendario, pero aquí suenan más centrados. En el exultante rhythm and blues de Sway y la inmersión latina You Can't Hear Me Knocking; el ominoso intermedio instrumental de la desgarrada Sister Morphine y la evanescencia de Moonlight Mile. Muestras de una exuberante, impávida humanidad, en la que la vida del artista en la carretera conduce al hastío, al exceso con sustancias y alcohol, y esa ansiedad sexual siempre acuciante, animal. Si lo que ha conservado rozagantes estas canciones es la supresión emocional fruto del abotargamiento y el egoísmo, quizás la eternidad de Sticky Fingers, certificada cima del rock generalista, se deba a un inesperado equilibrio que, por momentos, deja auscultar el pálpito de un corazón, canallesco pero humano.

Rock desaliñado y fanfarrón, impúdico y escabroso, pura genitalidad, es lo que vendían. Desde la misma portada, creada por Andy Warhol, aquel tronco viril cuyos tejanos troquelaban una funcional cremallera. Al bajarse, la ropa interior apenas camuflaba el vistoso atributo del modelo. No pasó la censura española, pero sí burló su inopia: el diseño alternativo que propusieron desde Londres, una lata de melaza de la que brotan unos dedos pringosos, en referencia al título, resultaba más soez que la jugada pop-art. Ningún censor captó aquel eufemismo gráfico, restituido en la más lujosa versión 2015 de Sticky Fingers. Otra bien surtida operación con formatos para todos los bolsillos; la estrategia de la industria discográfica para muñir un legado histórico expoliado por la omnívora realidad digital

Celosos de sus archivos, en esta ocasión Jagger y Richards desentierran algunas legendarias migajas. Una gustosa toma de Brown Sugar con Eric Clapton y Al Kooper a la guitarra —desechada por Jagger, que insistió en regrabarla—, una versión acústica de Wild Horses, y otros tres esbozos de aquellas sesiones. Hay también cortes en vivo, de un concierto de presentación que finaliza con Honky Tonk Women, último single entregado a Decca. En estos destellos documentales, el lascivo pavoneo de un juvenil Jagger, en Live with Me o una pletórica Midnight Rambler, supura verdad. Suenan todavía verídicos, sudorosos como el mejor rock, dioses paganos en construcción.


Puro sonido Stones, una cima del rock

Éxito y poder. El álbum causó sensación: fue número 1 en Estados Unidos y Europa. Con los Beatles disueltos, se estrenaban los setenta con los Stones inaugurando su propio sello discográfico, Rolling Stones Records, y convirtiéndose en el grupo más poderoso del planeta.

Mick Taylor y cía. Fue el primer trabajo sin Brian Jones, fundador del grupo, que fue sustituido por un gran guitarrista como Mick Taylor. Pero el nuevo sonido Stone, el más reconocible de su carrera, también se debe al órgano de Billy Preston o el saxo de Bobby Keys.


El Pais 29 de agosto de 2015



martes, 25 de agosto de 2015

MINOR THREAT "COMPLETE DISCOGRAPHY" 1990 DISCHORD




No fueron los primeros, pero sí los que llegaron con más intensidad y claridad a una generación que se sentía débil y quería reaccionar. Sabían que no eran más que una amenaza menor ("We're just a minor threat", cantaban en la canción que lleva como título el nombre del grupo), pero mejor eso que quedarse con los brazos cruzados y asentir a todo. Es importante sublevarse para cambiar las cosas, pero también para existir, para ser alguien que piensa y no se conforma con lo que supone la gran mayoría. Piensa por ti mismo frente a la manipulación de los gobiernos, las multinacionales, los media... Música como una excusa para hablar claro, para lanzar un mensaje político-social contundente; lo que importa es el mensaje.

"Complete Discography" es la recopilación, en orden cronológico, de las canciones que lan MacKaye, Jeff Nelson, Lyle Preslar, Bryan Baker y, más tarde, Steve Hansgen grabaron bajo el nombre de Minor Threat entre 1980 y 1983. Desde "Filler", que abre esta compilación y que formó parte del primer EP de la banda, hasta "Salad Days", del último single que grabaron, pasando por los temas del mini-álbum "Out Of Stop" (realizado en enero de 1983 pero publicado en junio de 1984). En total, tres años de trayectoria resumidos en veintiséis canciones: se disolvieron justo cuando el grupo estaba en su mejor momento, cuando el nombre de Minor Threat sonaba como claro estandarte del hardcore norteamericano de principios de los ochenta. Coherencia por encima de todo.

MacKaye, a pesar de haber montado y engordado el vehículo perfecto para trasmitir su discurso, apocalíptico a veces, cínico, sarcástico y provocativo en la mayoría de ocasiones, no soportó la idea de ser famoso y decidió disolver un grupo que apenas había empezado. Necesitaba tiempo.

Aunque al repasar su legado en "Complete Discography" hablar de variedad es exagerado, sí que este álbum es un referente perfecto para entender no sólo el mensaje del grupo sino también los inicios del hardcore cómo género y su paulatina evolución hacia una mayor complejidad compositiva, de la que marcaron claramente las pautas los de Washington DC. Algunas de sus primeras canciones como "I Don't Wanna Hear It" o "Straight Edge"son totalmente on the face, crudas hasta lo impensable, sencillas (tres acordes y menos de un minuto por canción), y tan sumamente agresivas que dan miedo. Una actitud beligerante que no se diluye en la recta final de su trayectoria, aunque las composiciones adquieren una estructura más compleja, con cambios de ritmo, partes instrumentales, algún que otro solo de guitarra y, sobre todo, un mejor sonido. También en ellas introducen más instrumentos, como guitarras acústicas, y unas interpretaciones y unos arreglos más estudiados. "Out Of Step", "Good Guys' (Don't WearWhite)", "Betray" o "ThinkAgain"son buenos ejemplos del rápido aprendizaje de una banda que no tuvo tiempo de demostrar más.

A pesar de la gran calidad de su música y de lo que ésta ha significado para más de una generación (o puede que precisamente por ello), Minor Threat serán recordados en muchas reseñas superficiales como el grupo que dio nombre y, en cierto modo, ideales al movimiento straight edge. Aunque no hay duda alguna de que MacKaye es un hombre inteligente y un gran comunicador, lo sigue demostrando en Fugazi y al frente de Dischord, ni él mismo podía esperar que una de sus canciones, "Straight Edge", provocara tanto revuelo en el mundo del hardcore. El mensaje de MacKaye fue malinterpretado por muchos, que tomaron la letra de la canción para construir una intolerante forma de vida en la que ni se bebía alcohol, ni se tomaban drogas ni se practicaba sexo promiscuamente. Por encima de todo esto, "Straight Edge" es uno de los mejores temas de la historia del hardcore. "Complete Discography", a su vez, es un documento indispensable para entender la música de las últimas dos décadas.

RAÜL FERNANDEZ

SUICIDE "SUICIDE" 1977 RED STAR




"Suicide" es el resultado de casi un lustro de irrefrenable acción y reacción, de búsqueda en el submundo de la vanguardia y la agitación neoyorquina de un lenguaje que, quizá sin pretender un plan maestro pero sí la diferencia con sus contemporáneos -hasta cierto punto, uno de los impulsos que movieron a los primeros punks no punks-, Alan Vega (voz, letras, actitud peligrosa y desafiante sobre el escenario) y Martin Rev (instrumentos; concretando más, un desvencijado sintetizador de primera generación especialmente tratado para repartir ruido) necesitaban sacar al exterior para reafirmarse como individualidades.

Suyo fue el vía crucis de los malditos: tardaron varios años en poder editar lo que durante meses y meses habían mostrado en el circuito de locales underground, muchas veces soportando estoicamente la lapidación verbal y el rechazo de un público que no entendía, o no quería entender, su propuesta. Pero a ojos de la historia ha sido el triunfo de los pioneros, los genios y, por ende, los vencedores: hoy, Rev y Vega, todavía en activo y con capacidad de molestar, ven cómo sus primeros pasos los aprovecharon bien desde los fundadores del synth-pop británico hasta miniaturistas del minimalismo electrónico como Pan Sonic, y está claro que sus canciones y, sobre todo, sus sonidos fueron cimiento preciso para una casa que nunca ha dejado de crecer.

¿Y qué es "Suicide" esencialmente? Para empezar, este impresionante debut es una buena síntesis del art-rock, el art-punk y el art-todo de aquellos convulsos setenta en la Gran Manzana; es decir, una detallada exposición de agitaciones intelectuales tipo The Velvet Underground, militancia minimalista, vestimenta a rebufo del declive del glam, como unos New York Dolls desarrapados, así como amplia cultura amasada en bibliotecas, museos y librerías de segunda mano. También es el primer disco donde la sencillez, la velocidad (como mínimo, velocidad de pensamiento, que acaba siempre siendo más válida y útil que la de manos y pies) y el angst adolescente se manifestaba con el único instrumento en que nadie había pensado: el sintetizador.

Paralelo al desarrollo de la escena industrial, previo al pop electrónico europeo que a los pocos meses harían arrancar The Normal y The Human League y, aunque dispuesto a vivir por el futuro, profundamente conocedor del pasado -en temas como "Johnny", que más que otra cosa parece rockabilly, "Cheree"y "Ghost Rider" resuenan los espíritus de Buddy Holly, Joe Meek y Elvis Presley, a quien Vega siempre se le quiso parecer en imagen y aura-, el debut de Suicide apabulla por lo radicalmente nuevo que suena, incluso hoy y aquí, monocorde y agresivo ("Frankie Teardrop", diez minutos de espasmos y alaridos salpicados por lo que parece el torno de un dentista), dulce y acogedor ("Girl", pequeño y velado "momento Kraftwerk"), serio y consciente de que las bromas, la pompa o los golpes en el vacío habla que dejarlos para otros.

Con el tiempo, y visto que su lenguaje -refrendado a lo grande con un excelente segundo disco- empezaba a crear escuela, algunos han querido tomar el testigo, recoger la antorcha de Suicide. Pero eso, por mucho que haya quien se empeñe (Alee Empire, por ejemplo), emularles ya no será posible-, aquélla fue una época irrepetible y Rev y Vega fueron el reflejo de un vértigo que no se sabía hacia adonde podía llevar (algo que, por otra parte, acentuaba su singularidad como banda): y por ende, su primer disco permanece como una de esas raras joyas que, al fin y al cabo, no se sabe lo que son aparte de que son mucho, muchísimo, demasiado. Un puñetazo certero en el bajo vientre de una sociedad que no quería ver la realidad tan agriamente retratada ni que se les proyectara el futuro de una manera tan cruda, palpitante, descarnada. El futuro tal como iba a ser.

JAVIER BLÁNQUEZ

domingo, 23 de agosto de 2015

SCOTT WALKER "SCOTT 3" 1969 PHILIPS





La imagen es un hombre de mutismo incipiente, un hombre abatido, de mirada oscura, un hombre incomunicado y tranquilo dentro de su burbuja demasiado pequeña, de esa habitación que está cercada por los recuerdos. De puertas adentro medita una continuación de la vida, pero se cansa. De un lado está Scott Walker y su reserva gris, caótica, perfecta; del otro, la realidad extraña, distante.
Con su tercer largo Walker parecía alojarse definitivamente en las suites de la melancolía y la depresión, escribiendo baladas de muerte para el regocijo de las almas que viven mundos paralelos, demasiado paralelos, que sólo saben hablar a través de los libros o las canciones. Noel Scott Engel (su nombre real) terminaba de oscurecer su exacerbado romanticismo, ralentizaba sus valses y teñía de incógnito la narrativa de "Scott" (1967) y "Scott2"(1968) para enterrar del todo su imagen de ídolo adolescente-Philips no pudo encontrar singles para el disco; se preveía el ostracismo que llegaría con la salida de "Scott 4"(1969), la obra que terminó de distanciarlo de las grandes audiencias- y perfilar con perfidia su arte de llorar, el toque de cristal en las mejillas, que diría Belén Gopegui. Devenía perturbadora, siempre, su amargura.

Acudiendo de nuevo al cancionero de Jacques Brel (ese vals mortuorio en "Sons Of"; ese "Funeral Tango" para cabaret fantasma; aquella "If You Go Away" de pegada sentimental infalible), superponiendo sus propias composiciones sobre el material ajeno, Walker exploraba sensitivamente en este disco -si salvamos la épica western a lo Ennio Morricone de "We Came Through"-el peso
fatal de la nostalgia y escribía elegías pesimistas con los temas del desamor, el envejecimiento, la llegada del desencanto.

Así se marchita un alma: en "Two Weeks Since You've Gone" uno de los dos se marcha ("Han pasado dos semanas desde que te fuiste /Y me parezco al vagabundo /que rebusca entre los cubos de basura'); en "Copenhagen"ya sólo queda una sombra de lo que ese amor fue ("Nuestro amor es una vieja canción/para carruseles de niños'); y, sin fe, en "Rosemary"el autor reconoce oblicuamente su flojedad -su incapacidad, su falta de valentía- para tomar fuerzas y empezar con el reto de la vida desde cero ("Esto es lo que deseo/un nuevo arrebato de vida/Pero mi abrigo es demasiado fino/mis pies no volarán /y observo el viento /y veo otro sueño volando').

De la pena al vacío en un disco amenazador y mortal que, contra lo volátil, nunca perderá sangre aunque pasen cien años.

JUAN MANUEL FREIRÉ

El Rollo remasterizado


Hace 40 años, Chapa Discos acogió el rock español, tan emergente como incomprendido, de la Transición. Ahora se reeditan 17 de aquellos álbumes. Por Juan Puchades







A MEDIADOS DE LOS años setenta, el incomprendido nuevo rock español intentaba salir del underground al que parecía condenado sin infraestructuras que lo sustentaran. Inicialmente el sello Gong, filial de Movieplay, dirigida por Gonzalo García-Pelayo, echó una mano lanzando el álbum colectivo ¡¡Viva el rollo!! (1975), piedra de toque del movimiento conocido como El Rollo, y grabando a formaciones como Burning, Tílburi y Triana, pero pronto se orientó hacia la canción de autor, y del proyecto rockero inicial solo permanecerían los sevillanos Triana. Detrás de ¡¡Viva el rollo!! estaba el locutor radiofónico Vicente Romero, Mariscal, empeñado en crear una plataforma discográfica que sirviera para acoger a nuevas bandas de todo el país. Finalmente, convenció a la dirección de Zafiro, discográfica de capital español y vinculada al Opus Dei, para dar forma a un sello que aglutinara a esos grupos que no lograban acceder a los estudios de grabación y sobrevivían en directo como buenamente podían.

En 1977 vio la luz la primera referencia del nuevo proyecto: el homónimo debut de Asfalto, al que siguieron un single de Tequila y el estreno de los progresivos Bloque. Había nacido Chapa Discos (uno de los nombres barajados fue Caña, pero se impondría el de los tapones metálicos de los populares botellines, con un logo que recordaba al de Coca-Cola y que daría juego visual en las galletas de los vinilos, reproducidas siempre en negro, gris y rojo), bajo la dirección de Romero y orientada hacia el emergente rock nacional en todas sus formas. Detalle destacable, pues la historia parece vincular su catálogo casi exclusivamente con el rock urbano o el heavy, pero en sus bulliciosos orígenes el criterio artístico fue muy holgado.

Las primeras referencias de Chapa contaron con magros presupuestos y un esquema fijo: 50 horas de grabación por elepé en el estudio Audiofilm de Madrid, con producciones esencialmente dirigidas por el propio Romero con ayuda de Luis Soler (Teddy Bautista no tardaría en sumarse como productor de Leño y Topo, realizando una notable labor), pues los directivos de Zafiro, aunque dieron el visto bueno al sello, no estaban en absoluto convencidos de su rentabilidad, y sus intereses eran completamente opuestos al rock.















Tratado de rock (marginal)

Sin embargo, con imaginación, energía y buenas canciones, de allí salieron álbumes que hoy son canónicos del rock español, como los estrenos de Asfalto y Topo (escisión de los primeros), los padres del rock urbano; Leño (ahí dejaron toda su imprescindible discografía), Mermelada (su Coge el tren era un tratado de caliente rock bluesero de escuela clásica), el primero español del argentino Moris (Fiebre de vivir, obra capital a ambos lados del Atlántico), Cucharada (una banda de rock ácido y transgresor con Manolo Tena en sus filas), o el estreno en largo de Tequila (Matrícula de honor, que, grabado para Chapa, se editó bajo otra marca más noble de Zafiro, Novóla). Pese a la calidad de aquellos primeros lanzamientos, el rock en nuestro país en aquel periodo previo a la década de los ochenta era bastante marginal, y las ventas de Chapa Discos no resultaron, por tanto, demasiado abultadas, pero fueron obras básicas para testimoniar un panorama inquieto en pleno estreno de libertades.

El sello funcionaba casi como una factoría contracultural dentro de Zafiro (aunque férreamente vigilado por esta), cuidando las portadas de los álbumes y lanzando periódicamente recopilatorios que servían de esencial apoyo comercial para la marca o para testar a nuevas formaciones (la serie Viva el rollo). Abierto a todo tipo de propuestas estéticas, por allí pasaron los catalanes Tapimán (rock clásico) y Borne (onda layetana rock), los alicantinos Mediterráneo (funk pop latino), los valencianos Tarántula (rock progresivo), los cordobeses Mezquita (rock andaluz), los madrileños Ñu (hard rock), Los Elegantes (mod), Paracelso con El Gran Wyoming (rock humorístico), los punkis y seminales Kaka de Luxe... Sin embargo, desde 1981 y con los rotundos debuts de Barón Rojo y Obús, fue decantándose abiertamente hacia el rock duro y el heavy, dadas las buenas ventas de aquellos elepés. A lo largo de los años ochenta, perdido el espíritu transgresor y libérrimo que había sido su enseña y descolgada del rock más joven de la nueva década (incluso abierta e innecesariamente enfrentada a él), la discográfica poco a poco fue languideciendo. Atrás quedaban montones de discos esenciales para comprender el rock español en los últimos años setenta y en el primer tramo del siguiente decenio, cuando convivió con la nueva ola y la movida.

El tiempo sacaría a la luz el comportamiento poco ejemplar de Zafiro para con los artistas que allí habían grabado: desprecio, contratos leoninos, registro a su nombre de la marca de algunos grupos, obligación de renunciar a derechos de autor a cambio de cartas de libertad... Chapa había nacido con vocación rompedora, pero ese sentimiento había sido secuestrado por las peores prácticas empresariales. Décadas después, los siguientes propietarios del catálogo discográfico, BMG, trataron de subsanar muchas injusticias.

Ahora, para celebrar el 40s aniversario de Chapa Discos (la cuenta siempre se ha hecho desde 1975, año del lanzamiento de ¡¡Viva el rollo!!, que, aunque editado por Gong, se considera la semilla del proyecto), Sony Music ha reeditado 17 de aquellos álbumes en exquisitas ediciones limitadas en vinilo, remasterizando las grabaciones (deuda pendiente) y respetando los diseños originales de las portadas: Asfalto (Asfalto), Bloque (Bloque), Leño (Leño, En directo, Corre, corre), Topo (Topo), Mermelada (Coge el tren), Cucharada (El limpiabotas que quería ser torero), Moris (Fiebre de vivir), Kaka de Luxe (Las canciones malditas), Tequila (Matrícula de honor, por fin se edita bajo la marca para la que fue grabado), Barón Rojo (Larga vida al rock & roll, Volumen brutal, Barón al rojo vivo) y Obús (Prepárate, En directo, Poderoso como el trueno). •

EL PAÍS BABELIA 22.08.15

lunes, 3 de agosto de 2015

1965: el año que cambió el pop

Los discos ‘Rubber soul’, de los Beatles, y ‘Highway 61 revisited’, de Bob Dylan, convirtieron el LP en el soporte principal, mientras el folk-rock difundía mensajes y James Brown inventaba el ‘funk’

DIEGO A. MANRIQUE 3 AGO 2015

La banda británica The Rolling Stones durante su actuación en el programa 'Thank Your Lukcy Stars', en Reino Unido, en 1965. / DAVID FARRELL (REDFERNS)

En febrero, se publicaba 1965: The most revolutionary year in music,un libro ambicioso y provocador. Su autor, Andrew Grant Jackson, experto californiano en los Beatles, argumenta que 1965 supuso la mayoría de edad para la música pop, una creatividad mágicamente sincronizada con los cambios sociales y políticos que iban a definir el resto de la década.

Cierto, 1965 fue un año de vacas gordas. Los Rolling Stones facturaron su primer clásico inoxidable, una canción insolente y sexual llamada (I can’t get no) satisfaction. Alentado por el naciente folk-rock, Bob Dylan volvió a los instrumentos eléctricos de su juventud y lanzó Like a Rolling Stone, que dinamitaba las convenciones sobre el lenguaje, el tono y la duración de un single de música pop. The Who publicaban un himno desafiante, My generation.

De repente, el pop era la nueva frontera, donde se podían hacer fortunas. Andy Warhol se convertía en el productor oficial de un ceñudo grupo neoyorquino, The Velvet Underground. Nada sabía Andy de producir un disco, pero iguales carencias tenía Andrew Loog-Oldham ¡y había catapultado a los Rolling Stones! Para la sociedad biempensante, resultaba escandaloso que aquellos mocosos extravagantes ganaran tanto dinero: repasen The first tycoon of teen, el perfil de Phil Spector trazado por Tom Wolfe.

Sigilosamente, en 1965 se manifiestan rupturas que transformarían el futuro perfil sonoro. En temas de The Yardbirds (Heart full of soul) y The Kinks (See my friend) se colaba la música de India; el sitar y otros instrumentos del subcontinente aparecían en la banda sonora instrumental de Help!, segunda película de los Beatles. En pleno esplendor de sellos como Motown y Stax, un James Brown que iba por libre inventaba el funk con Papa’s got a brand new bag, convirtiendo a todos sus instrumentistas en máquinas de ritmo. B.B. King desplegaba su magia comunicativa en Live at the Regal, que sería su tarjeta de presentación entre el público blanco. Al otro extremo, el jazzman John Coltrane introducía una espiritualidad hipnótica con A love supreme.

Una competencia sonora saludable

Era the British invasion.Los medios estadounidenses caracterizaron la llegada de los Beatles en términos militares, como si continuara la guerra de 1812. Sin embargo, no hubo animosidad entre los músicos de uno y otro lado del Atlántico.

Bob Dylan inició a los Beatles en la marihuana. Pero más decisivo fue el ejemplo dylaniano en la exploración del espacio interior y la sofisticación literaria. Por su parte, Bob tomaba nota del impulso que un arreglo eléctrico daba al cancionero ancestral, como The house of the rising sun en versión de The Animals.

A hard day’s night, primera película de los Beatles, convirtió al rock a muchos folkies estadounidenses. David Crosby y Jim McGuinn, de The Byrds, devolvieron el favor en una fiesta en Los Ángeles, donde se tomó LSD y se habló del virtuoso Ravi Shankar.

Antes de Internet, los mensajes iban y venían en los discos. Tras devorar Rubber soul,Brian Wilson decidió que los Beach Boys debían crecer y concibió su deslumbrante Pet sounds. Lennon y McCartney acudieron al estreno de Pet sounds en Londres; tras la escucha, compusieron Here, there and everywhere como primera respuesta a los californianos.

Resulta pasmoso que, girando constantemente, los principales artistas consiguieran tiempo y energía para grabar cada año dos elepés. En 1965 lo hicieron los Beatles, Otis Redding, los Stones, Donovan, los Byrds, los Kinks, Johnny Cash, los Temptations; las Supremes y los Beach Boys llegaron a publicar tres elepés. Claro que semejante estajanovismo musical tenía los días contados. Aunque James Brown no se dio por enterado: en 1966, sacaría ¡media docena de elepés!

Tal productividad derivaba del aprovechamiento máximo de unas grabadoras que hoy resultan increíblemente primitivas, con dos, tres o cuatro pistas. La ecuación se completaba con la extraordinaria eficiencia de técnicos y, si eran necesarios, músicos de alquiler. Nada de experimentar: en el estudio, se entraba a matar. Otis blue se hizo en 24 horas, en un prodigio de sintonía y sudor: Otis Redding no había escuchado a los Rolling Stones pero grabó su Satisfaction con un ardor que ni podían imaginar Mick Jagger y Keith Richards.

Al mismo tiempo, los Beatles se olvidaban del taxímetro del estudio e instauraban el nuevo paradigma. Su Rubber soul ofrecía 12 canciones originales, abundantes en audacias, que venían a proclamar el “estos somos ahora y aquí estamos”. Alardeaban de flexibilidad —alma de goma— y retrataban indirectamente el cambio de la guardia en el país de Isabel II. Tras 12 años bajo el partido conservador, llegaba una juventud educada y consumista, con dinero fresco en los bolsillos, celosa de sus libertades en sexo y que tanteaba las posibilidades de las drogas.

Los Beatles y sus seguidores (es decir, todo el resto del universo pop, desde Los Brincos españoles a Los Shakers uruguayos) poseían la suficiente arrogancia para exigir expresarse mediante el long-player. Podían grabar singles de dos canciones para no perder el contacto con los fans más juveniles pero la liga se jugaba en los discos largos. Ray Davies afirmaba: “Yo giro a 33 rpm”. Pete Townshend especulaba con componer óperas rock, obras que narrarían una historia compleja y que necesitarían, qué barbaridad, elepés dobles.





El grupo británico The Who, con John Entwhistle, Roger Daltry, Keith Moon y Pete Towhshend, durante un concierto frente a la Torre de Londres, en 1965. / RUE DES ARCHIVES (CORDON PRESS)

En Estados Unidos, el dilema entre LP y single no era tan dramático: el nivel de vida permitía que los adolescentes compraran rutinariamente discos grandes (de hecho, Capitol, editora de los Beatles, recortaba las ediciones británicas para rapiñar referencias exclusivas para el mercado estadounidense). Además, muchos músicos punteros, de los Byrds a Lovin’ Spoonful, procedían del mundillo del folk, donde se funcionaba con el álbum, siguiendo el modelo conceptual de Folkways Records.

La entronización del LP era mala noticia para productores pop como Phil Spector. Para él, un álbum equivalía a “dos éxitos más diez basuras de relleno”. Tal cinismo era compartido secretamente en la industria pero revelaba una peligrosa incapacidad para adaptarse. La fórmula del muro del sonido fue explotada por antiguos artistas suyos, como los Righteous Brothers, o por Johnny Franz e Ivor Raymonde, que en Londres confeccionaron apabullantes dramas para los Walker Brothers. Productores y compositores astutos encontraron otros filones. Así, Tom Wilson, cómplice de Dylan, que añadió fondo eléctrico a The sound of silence, sin avisar a sus autores, Simon & Garfunkel. O Serge Gainsbourg, cantautor fracasado que descubrió el mercado pop con sus canciones para France Gall.

Con todo ¿cabe afirmar que 1965 fue el año más revolucionario de la música popular, como proclama el citado Andrew Grant Jackson? Resulta perfectamente defendible, incluso razonable. Pero esperen a los próximos años y verán similares hipérboles atribuidas a 1966, 1967, 1968…

El Pais


La última bacanal del siglo XX

Tras la disco music había creatividad sonora, subversión sexual y democracia en movimiento. El periodista Peter Shapiro ha reconstruido esa historia. Por Diego Manrique




ESTA ES LA historia de un arrebato colectivo: millones de personas se lanzaban regularmente por un tobogan de sexo, drogas y baile. Cada fin de semana, durante la segunda mitad de los años sesenta, se hacían realidad espejismos de la década anterior: el amor libre, la reunión dé las tribus. Pero, más que el hippismo, el modelo a imitar era la gloriosa promiscuidad del mundo gay. De principio, los heterosexuales comenzaron por apropiarse de su combustible sonoro: la disco music.

En contra del mito, no eran simplemente productos de laboratorio, de elaboración industrial. Hubo mucho de eso, cierto, pero Peter Shapiro, obsesivo periodista británico, se ha empeñado en rastrear la pista de los innovadores, identificar a los catalizadores, buscar las conexiones. Hablamos de una música genuinamente internacional: aunque estadounidense de origen, generó ricas variedades alemanas, francesas o italianas. Fue más mestiza que cualquiera de sus predecesoras: en su génesis y en sus sucesivas redefiniciones participaron negros, blancos, hispanos y, desde luego, europeos.

Hay épica en esta historia de la disco music. Shapiro" retrocede a la II Guerra Mundial, para recoger la leyenda de los swing kids alemanes y los zazous franceses, que desafiaban la vigilancia del Tercer Reich y se juntaban para disfrutar del prohibido jazz.

En posguerra, prosperaron los lugares donde se bailaba con discos. Pero el concepto de discothéque evolucionó decisivamente en Nueva York, entre finales de los -años sesenta y principios de los setenta. Hubo un impulso tecnológico: la popula-rización de las mesas de mezcla y los pla-tos de velocidad variable, que facilitaban enlazar discos; los potentes equipos de amplificación y la ambientación lumínica fueron herencia de los conciertos de rock.
Con todo, la principal novedad era la presencia de un público ansioso de bailar, integrado inicialmente por gais que huían de los guetos homosexuales (antros de ma¬ñosos, como el Stonewall Inn, escenario dé los simbólicos disturbios de 1969). Para satisfacer a estos bailarines hedonistas, brotó la figura del pinchadiscos audaz, que ofrecía selecciones insólitas a la vez que asumía la necesidad de satisfacer las ex¬pectativas primarias: el desfogue y, even-tualmente, el ligue.

Obviamente, todas las culturas han generado y usado músicas para bailar. La aportación de visionarios como Tom Moulton o Walter Gibbon consistió en reconstruir grabaciones de funk y soul para alargarlas y aumentar su eficacia en las pistas de baile; primero lo hicieron con cintas caseras, cortando y pegando, y más adelante, ya por encargo de las discográficas, a partir de los másteres. Moulton también descubrió el soporte de los maxis, vinilos de 12 pulgadas que permitían una pasmosa dinámica.

Se creaba así un fértil feedback entre consumidores, pinchadiscos, productores y músicos. La disco music vivió una asombrosa etapa de esplendor, facilitado por la citada porosidad entre la subcultura gay y el gran público. Compartían estimulantes: la cocaína llegaba por toneladas desde Colombia.

Por si había dudas respecto a la consigna de carpe diem, la ciudad de Nueva York agonizaba en una crisis económica que anunciaba un cercano apocalipsis urbano. Se bailaba al borde del precipicio.
¿Qué hacer entonces? Exacto, lo que están pensando. Gracias a los anticonceptivos, se trataba de la primera generación que rompió la cadena que unía sexo y reproducción. No había certidumbres políticas: evaporadas las utopías contraculturales, quedaba el cinismo generado por el Watergate y Vietnam. El descreimiento era general. ¡Tantas paradojas! Aquella orgía era amenizada por rotundas voces surgidas de las iglesias. Voces no siempre flexibles: de Donna Summer a Sister Sledge, muchas se quejaron por las situaciones indecentes, los turbios sentimientos que debían escenificar.

Según los moralistas, la era de la disco music acabó con la presidencia de Ronald Reagan y, de forma definitiva, con el conocimiento universal del sida, que liquidó la era del sexo casual. Peter Shapiro recuerda que antes ya se había manifestado una agria reacción, pilotada por fundamentalistas del rock que disimulaban mal su homofobia y un racismo primario. En junio de 1979, se anunció en Chicago un partido de béisbol que incluía en el intermedio un Disco Demolition Derby: la destrucción ritual de vinilos de disco music aportados por los espectadores. Salieron demasiados demonios juntos: el público se desmadró y destrozó el campo.

A distancia, se intuye un consenso paranoico: la disco music combinaba apellidos raros (¿Moroder? ¿Cerrone? ¿Bellotte?) y pieles tostadas. Su praxis estaba demasiado sexualizada, marcada por el modo de vida gay. A partir del verano de 1979, los medios estadounidenses se enfriaron respecto a las discotecas. El mercado discográfico, saturado de lanzamientos, se contrajo. El Studio 54 neoyorquino cerró en febrero de 1980, con una fiesta bautizada "El fin de la moderna Gomorra". Ironía y desafío: los dos propietarios marchaban a cumplir una condena de cárcel, por evasión de impuestos.

Naturalmente, se exageró la defunción de la disco music. Volvió, eso sí, al underground, antes incluso de que el pánico al sida cerrara locales a mansalva. Pero ya residía en Nueva York la que sería máxima diva del pop de final de siglo: Madonna, chica disco entonces y ahora. Y en Europa no hubo ninguna glaciación: ajena a las dudas estadounidenses sobre la masculinidad nacional, siguió chapoteando en la disco music. Ahí están los frutos: el triunfal Random Access Memory, de los franceses Daft Punk, editado en 2013, ofrece una rutilante síntesis de todo lo bailado en los años febriles.

Un aviso final: La historia secreta del disco merecía una edición más cuidada. Han desaparecido la discografía, la bibliografía, el índice y las (escasas) fotos. Shapiro es un escritor florido y descriptivo: la traducción resulta increíblemente farragosa y, con frecuencia, el lector debe hacer el ejercicio de intentar imaginar el original en inglés, para deducir el sentido. Es recomendable leerlo pausadamente y con una playlist ecléctica al alcance. •

La historia secreta del disco. Sexualidad e integración racial en la pista de baile. Peter Shapiro. Tra-ducción de Agostína Marchi. Caja Negra Editores. Buenos Aires, 2014.412 páginas. 25 euros.

Playlist escogida por Diego Manrique disponible en la versión web del artículo, en www.Babelia.com.

El Pais Babelia nº1236  01.08.15