jueves, 31 de diciembre de 2015

THE STOOGES "FUN HOUSE" 1970 ELEKTRA




Sólo por dar ideas a quienes vinieron después, Iggy Pop ya se merece algún tipo de Olimpo. Pues, aunque a día de hoy resulta imposible cuantificar su Influencia en el estallido punk británico, nadie puede negar que The Stooges cambiaren el rumbo del rock. Surgieron en plena resaca acida y, aunque levantaron una mínima parte de la expectación que rindió el hippismo, su carrera hay que considerarla como un extraño germen de virulencia brotado en el entorno industrial de Detroit mientras en California los militantes del pacifismo apenas empezaban a sacudirse la empanada mental.

Un individuo delgado, nervioso, problemático, obsesionado con los trances de Jim Morrison, lidera The Stooges. Con su rock mínimal, directo y bronco, han grabado un primer disco, "The Stooges"'(1969), que expulsa al exterior un cúmulo de sexo chungo y mal rollo sin sutilezas ni medias tintas. Prodigio de explicitud, en él es palpable una agresividad inédita en el rock. Porque, hasta 1970, el rock era tenido como una actividad peligrosa, sí, un descarriamiento temporal que tentaba al universitario medio estadounidense, tan ávido de rebeldía pasajera. Un pasatiempo bucólico, un entretenimiento hormonal, si quieren.

Pero a partir de Iggy, el rock cambia de estatus. Ahora puede llevarte directamente-sin requerir el paso previo por la lujuria o una alucinación de colores- a la destrucción. Basta con rememorar los shows de The Stooges para testimoniar que ni arte ni chufas, lo que primaba era ia visceralidad. En la cumbre de su histrionismo, Iggy lo mismo se vomitaba encima que recogía cualquier insulto del público y se lanzaba sobre él a que le partieran la cara. Igual que se sajaba el pecho con un cuchillo, se sacaba el miembro para restregarlo por los amplificadores. Y siempre empachado de pastillas, de heroína o de alcohol, siempre dejando a su neurosis arrasar cualquier atisbo de serenidad emocional.
"Fun House", igual que su sucesor-el terrible "Raw Power" (1973), acreditado a Iggy And The Stooges-, atestigua a las claras el infierno personal de Iggy, así como la adicción a la heroína del grupo. El disco es un magma de energía, un tratado ruidista que, más que configurar una propuesta expresiva, buscaba sacudirse de encima todo el cúmulo de mala sangre. Comienza arisco y rasposo con "Down On The Street", pero contenido dentro de lo que cabe. Vano espejismo porque en "Loose"ya irrumpen todos los Instrumentos en disonancia: el recitado de Iggy, por momentos sexual, por momentos rabioso, pero siempre exagerado; ese bajo intimidatorio creando tensión en primer plano a cargo de Dave Alexander; la batería hábil y enérgica de Scott Asheton; y el aguijón de las seis cuerdas de Ron Asheton -pieza fundamental en el sonido de la banda-, que tan pronto reiteraba sus calambrazos esquemáticos con inmediatez como se desataba en largos solos, sangrantes y alucinatorios. En "TV. Eye"'son evidentes los desgarradores aullidos de Iggy, así como la confusión general, que precisa de una coda para terminar de expandirse: "Dirt", la canción más dinámica del disco.

Sólo queda la traca final: "1970", que los Sex Pistols debieron de examinar antes de propasarse con la Reina Madre; el reverso funk desalmado, pleno de saxofones y gruñidos que es "Fun House"; y, finalmente, "LA. Blues", apocalipsis ruidista que hiela la sangre. Ni que decir que la carrera del grupo fue breve. Tras "Raw Power", a Iggy lo destrozaron las adicciones y la depresión, y tardó varios años en renacer; Dave Alexander acabó en la tumba; y los Asheton escaparon hastiados de tanta locura.
¿Para qué entra uno a un restaurante? Para que le sirvan una buena chuleta. ¿Y para qué se escucha un disco de rock? Pues para empaparse de sudor, de brutalidad, de energía. Para sentir el palpito mismo del peligro por el mero placer de sentirse vivo. Aunque sólo sea en el rock, la autodestrucción es eso.

ROBERTO VALENCIA

THE CURE "DISINTEGRATION" 1989 FICTION




Y Robert Smith dijo: volvamos a los orígenes. De 1983 a 1988 lo había probado todo para apartarse del filón oscuro: música de baile, swing, toques de flamenco, pop sedoso, instrumentos de viento. No habían faltado canciones espléndidas como "The Walk", "Close To Me" o "Just Like Heaven", pero los ecos de la trilogía "siniestra", conformada por "Seventeen Seconds"(1980), "Faith" (1981) y "Pornography" (1982), no habían remitido. Diez años después de su debut, The Cure miraban hacia atrás sin un ápice de ira, más bien lo contrario. Para celebrar una década en activo, nada mejor que retomar las líneas maestras de su sonido aunque con ligeras, leves, variaciones. "Disintegration" no fue un regreso acomodado a la música de antaño ni repitió formulariamente los trazos del pasado, pero demostró que la característica estética Cure seguía vigente.

"Disintegration" es la obra más homogénea del grupo británico desde la citada trilogía. La atmósfera de las canciones, igual de triste o estremecedora (como la esquiva nana "Lullaby"), cuenta con el valor añadido de unos arreglos más pop que entroncan con el primer disco de la banda, "Three Imaginary Boys"(1979), lo que le convierte en perfecta síntesis de lo mejor de Smith y compañía; "Love Song"es un buen ejemplo. La ruptura amorosa es el tema central. Las fotos, retratos del engaño, sustitutos imposibles del sentimiento truncado, aparecen una y otra vez. Los versos de Smith son de una sencillez que hiere: "Nunca hubo nada que deseara más en el mundo que sentirte en lo más profundo de mi corazón /Nunca hubo nada que deseara más en el mundo que no sentir nunca la ruptura", lamenta al final de "Pictures Of You" "Por muy lejos que esté, siempre te amaré / Por mucho que me quede, siempre te amaré", canta en "Love Song". Y la guitarra vuelve a ser oblicua, perezosa; nihilismo hipnótico y minimalismo repetitivo atrapado entre las seis cuerdas.

QUIM CASAS

LAURIE ANDERSON "BIG SCIENCE" 1981 WARNER BROS.




Laurie Anderson, nacida en Chicago en 1947, siempre se ha destacado como una fantástica equilibrista del lenguaje escénico, y sus juegos a dos bandas son los que, todavía ahora, pero sobre todo en el refulgente arranque de su carrera (iniciada en el circuito de performances del Manhattan bohemio y culto de finales de los setenta), le han permitido tener postrado a ese abanico de público que se desvive por el pop con desvíos cultos (electrónica de laboratorio, poesía, composición contemporánea) o, en el camino inverso, por la música de cámara con muchos e irresistibles ganchos melódicos.

Sobre el papel, el planteamiento teórico de "Big Science" podía parecer cosa de locos: sirva como ejemplo la canción "Born, Never Asked", que con ese violín a lo Tony Conrad o Philip Glass aparece en primera instancia más apta para una ópera de diseño post-moderno, con escenografía de Robert Wilson, pero que en su cadencia sencilla, armada como mucho rock del momento en dos acordes y poco más, se dejaba escuchar con una fluidez inusual. Y otra bendita anomalía: el single "O Superman (For Massenet)"estaba inspirado en un aria de la ópera "Le Cid" del francés Jules Massenet estrenada en París en 1885, y a la vez remitía a un mito pop como Superman, en un brillante ejercicio de contrastes muy habitual en la futura compañera de Lou Reed; sorprendentemente, se convirtió contra pronóstico en uno de los primeros best-séllers de la música electrónica.

En conjunto, así es "Big Science", un derroche de tecnología y tradición -sintetizadores contra violín, melodía contra atonalidad, opacidad intelectual contra sencillez popular- donde los lenguajes de la academia, el underground y una emergente música de consumo donde iba a ser tan importante la forma como el fondo se fundían permitiendo diferentes lecturas, todas definitorias de una estética única y, todavía, irrepetida. Fue ciencia (musical), pero sobre todo grande. 

JAVIER BLÁNQUEZ

lunes, 28 de diciembre de 2015

Muere el cantaor de flamenco Manuel ‘Agujetas de Jerez’


El artista, de 78 años, defendía el cante antiguo, el más puro y la memoria oral

FERMÍN LOBATÓN 26 DIC 2015



 El cantaor Manuel Santos Pastor 'Agujetas', en una imagen de 2010. / EDUARDO ABAD (EFE)

El cantaor Manuel de los Santos Pastor, Agujetas de Jerez, ha fallecido a la edad de 76 años, este 25 de diciembre, en el Hospital del Servicio Andaluz de Salud (SAS) de Jerez, donde ingresó en la tarde del jueves. La capilla ardiente con sus restos estará instalada en el Cabildo municipal de Jerez, durante este sábado, de 10 a 17 horas, antes de su sepelio que tendrá lugar una hora más tarde.

Aunque el dato de su edad no es fiable al no existir documento que certifique su fecha de nacimiento, ese mismo hecho de la ausencia de documentación podría ilustrar en parte lo que él significaba para el flamenco: algo quizás de otro tiempo que se va extinguiendo con la marcha de personas como él. Una forma de entender este arte como expresión vital heredada de padres a hijos por transmisión oral. Un cante antiquísimo asociado a los oficios de los gitanos que en él y en unos pocos elegidos alcanzó dimensiones de arte y grande.

De Agujetas, en cualquier caso, siempre se obvió ese dato de su edad. Él no la tenía. Gitano de porte elegante y apariencia distinguida, por él no parecían pasar los años. Casi tampoco por su cante, que siempre transmitía ecos antiguos, por más que en los últimos años hubiese quien dijera que perdía fuerza. No. Para su forma de cantar, la fuerza era secundaria. Su capacidad para transmitir encontraba apoyo en otros cimientos como la hondura y verdad de su decir.

Haber escuchado a Manuel Agujetas cantar es algo que puede ser calificado de experiencia única sin temor a la exageración. Su forma de presentarse ante el público era singular e impredecible. Siempre con tandas cortas de los estilos que le eran más propios (soleares, fandangos seguiríyas…), su cante podría tornarse imprevisible, pero muy mal se tenían que poner las cosas para que no dejase perlas a lo largo del camino.

En una actuación, se podía levantar tras un par de tercios para volver quizás sobre el mismo estilo. Podía discutir con el tocaor o contar historias para ubicar los viejos romances que interpretaba, herencia de su padre Agujetas El Viejo, gran depositario de estos estilos tan antiguos. De él heredó Manuel no solo los romances sino todo, como sus hermanos (Juan, Paco, Diego y Luis), también cantaores de tradición. De entre ellos, Manuel ha sido el único que se dedicó integra y profesionalmente al cante, apoyado tal vez por su carácter, su genialidad y puede que también, por un tiempo favorable, el de los años setenta del pasado siglo, unos años en los que conquista Madrid y comienza una dilatada carrera discográfica de más de una docena de obras.

Entre los discos cabe destacar su debut de 1972, Viejo cante jondo, con la producción de Manuel Ríos Ruiz. También su participación en la Magna Antología del Cante Flamenco que dirigiera José Blas Vega o el histórico Agujetas en París, de 1996, con un cantaor pletórico y en plenitud. Del mismo tiempo, Agujetas en La Soleá, un disco grabado en directo que recogía la singularidad de su decir.

Sus últimas grabaciones proceden del año 2012, cuando deja su antología Agujetas, historia, pureza y vanguardia del flamenco. También, el mismo año, participó en la obra colectiva VORS Jerez al cante junto a Manuel Moneo, Fernando de la Morena, Juan Moneo El Torta, Luis El Zambo y Capullo de Jerez. Esta grabación propició su actuación tanto en el Festival de Jerez de 2013 como en la Bienal de Sevilla de 2014. De esas actuaciones no se puede olvidar la ronda inicial de martinetes (otro de sus cantes) en Jerez, compartiendo escenario con los Moneo y El Zambo. O sus seguiriyas en Sevilla, en las que el artista, quizás sabedor del mal que portaba, parecía dejar constancia de un legado que ahora queda en la garganta de sus dos hijos, Dolores y Antonio, ambos cantaores.

La ciudad que siempre fue asociada a su nombre, aunque no se sabe a ciencia cierta si nació en Jerez o en Rota, le supo reconocer en 1977 cuando recibió el Premio Nacional de Cante Flamenco de la Cátedra de Flamencología. Posteriormente, una avenida recibió su nombre y, en la actualidad, el consistorio jerezano estudia la ubicación del monumento que para él ha esculpido el artista plástico Antonio Vico.

De carácter indómito, su cante era tan insobornable como él mismo. De su personalidad queda buena constancia en entrevistas de prensa, en las que no se callaba nada, o en el documental Agujetas, cantaor, que en 2000 dirigió Dominique Abel. En cualquier caso, su cante y su persona quizás pertenecían ya a otro tiempo que con su marcha se va extinguiendo de manera irreparable.

Manuel de los Santos Pastor protagoniza uno de los momentos más intensos de la película Flamenco, de Carlos Saura, interpretando un martinete en el que muestra la pureza de su cante.

El Pais

viernes, 18 de diciembre de 2015

Cuando la música aprendió a mentir

Desde hace 100 años se discute ferozmente sobre el impacto de la tecnología de grabación en la música y en el modo en que la usamos. Por Diego A. Manrique




La etnógrafa Francés Densmore graba al jefe del pueblo indio de los pies negros en 1916. Foto: Library of Congress

HOY, NADANDO EN un océano de música, nos cuesta concebir un tiempo en qué ese masaje sonoro universal no fuera una prioridad. Thomas Edison creó el fonógrafo en 1987 como máquina para conservar voces de hombres ilustres y personas queridas; hombre práctico, luego imaginó usos para la moderna oficina o los tribunales. En realidad, pasarían 20 años antes de que decidiera utilizarlo para la comercialización de música. El sonido y la perfección subraya que la evolución de la música grabada ha sido todo menos lineal. Triunfaron innovaciones dudosas pero que aportaban comodidad; la captación y reproducción del sonido ha propiciado encarnizados enfrentamientos.
Tomen nota de los sucesivos choques. Los cilindros de Edison contra los discos de Emile Berliner, la grabación acústica contra la eléctrica, las pizarras contra los vinilos, los microsurcos que giraban a 45 rpm (singles) contra los de 33 (elepés), el monoaural contra el estéreo, la alta fidelidad contra los discos sin alardes, la cásete contra el LP, las grabaciones analógicas contra las digitales, el vinilo contra el CD, el MP3 contra los formatos de alta definición (del WAV de Microsoft al Pono que patrocina Neil Young). Y no olvidemos la pauta actual de consumo, ese streaming que, aseguran, desmotiva la compra de música (e incluso las descargas ilegales). Curioso: la desmaterialización coincide con la edición de monumentales box sets retrospectivos.

Por la entelequia del "sonido perfecto" pelearon visionarios y mercenarios, luditas y tecnófilos, inventores y empresarios. Todos ellos invocaron a un comodín invencible, un concepto inefable: la presencia. Es decir, la humanidad de la grabación, su calidez, su autenticidad. Resulta pintoresco que aún discutamos sobre la verosimilitud de lo grabado en la era del Pro Tools, que no requiere la presencia simultánea de los músicos en un estudio; de hecho, es muy posible que no exista un estudio como tal y que los músicos sean ilustres cadáveres, movilizados para nuevos servicios me-diante el sampler. Tan cómodo software ayuda a explicar que cualquier banda del presente sufra si se ve obligada a tocar y cantar como hacían, por ejemplo, los Beatles. Aquí se recuerda el apuro de los Kaiser Chiefs cuando intentaron grabar 'Getting Better' con la mesa de cuatro pis¬tas usada en Abbey Road para el original. Greg Milner ha desarrollado un tratado erudito que (mayormente) evita que nos asfixiemos con la terminología científica; sabe devolvernos a tierra con ingeniosas metáforas e increíbles historias de per¬sonajes obsesivos. Recrea las tone tests, aquellas pruebas donde se comparaba la música en vivo con su versión enlatada. Inauguradas por Edison en 1915, hoy nos parece irreal que alguien pudiera confundir a los músicos y cantantes presentes con sus frágiles ecos en el Diamond Disc Phonograph. Pero debemos computar el brillo cegador de la tecnología: cualquier "nuevo aparato" tiende a obnubilar nuestros sentidos.

En El sonido y la perfección, Edison es encumbrado también por sus criterios sobre lo deseable en una grabación. Otro favorito de Milner es Steve Albini, que rechaza el título (y las royalties) de productor por razones morales: los numerosos grupos que desfilan por su estudio de Chicago se van con un retrato analógico de lo que allí tocaron, sin artificios.

Aunque Milner mantiene pretensiones de imparcialidad, se muestra más cómodo entre la militante minoría que aspira al ideal de las tomas escasamente manipuladas. Pero ese ascético planteamiento es simplemente otra opción estética más: desde la implantación del magnetofón (la máquina que "enseñó a la música a mentir", acusa Milner), pocos creen que un disco deba contentarse con atrapar una buena interpretación en vivo; ni siquiera los registros live se libran de la cirugía posterior.

A partir de los años cuarenta, el disco va adquiriendo estatus de creación artística autónoma, liberada de imitar a la naturaleza. Nadie alegaría hoy que el teatro tiene más autenticidad, más (otra vez la palabra) presencia que el cine. Los discos y los conciertos son, urge reiterarlo, campos diferentes a partir de una misma materia prima. Ese descubrimiento del potencial de lo grabado deriva esencialmente de la música pop; fueron sus genios en la sombra (Les Paul, Phil Spector, King Tubby, el Bomb Squad) los que ampliaron la frontera de lo posible. De alguna manera estaban legitimados por el director Leopold Stokowski, que percibió lo absurdo de pretender encerrar en surcos lo ocurrido en una sala de conciertos, o el pianista Glenn Gould, que terminó construyendo sus interpretaciones mediante el corto-y-pego de la cinta magnética. Algo similar hizo Miles Davis: sus discos eléctricos eran collages .confeccionados —por Teo Macero— a partir de improvisaciones o composiciones apenas esbozadas. Milner no se limita a los estudios de grabación. Recordemos otra obviedad: la música del último siglo ha sido un cóctel de arte, comercio y ciencia. Por El sonido y la perfección desfilan inventores holandeses, ingenieros militares estadounidenses, ejecutivos japoneses, empleados de la Bell Telephone Company, investigadores alemanes, informáticos, fanáticos y chiflados.




Los Beatles, en las sesiones de Sgt. Pepper's, de 1967. Foto: Apple Corps

Debe agradecerse la labor del traductor, el músico Yuri Méndez, enfrentado a términos sin equivalentes en español, como loudness, indispensable para entender los motivos de qué tanta música digital (¡o publicidad televisiva!) nos suene agresiva. El libro gana puntos por conservar el índice y sumar un epílogo urgente, escrito por Milner para sumar un epílogo urgente, escrito por Milner para la edición española. Por el contrario, se prescinde casi totalmente de las notas, que servían como bibliografía e invitación a profundizar en recovecos fascinantes.

En El sonido y la perfección, el autor deja abundante territorio virgen. No menciona audacias como el sonido cuadrafónico o las reconstrucciones digitales de pizarras a cargo de Robert Parker. Tampoco dedica mucho espacio a los dilemas del almacenaje y la conservación en soportes condenados a la obsolescencia. Sí recoge el rumor de que la Iglesia de la Cienciología atesora miles de discursos de su fundador, L. Ron Hubbard, preservados en discos de titanio en una cripta subterránea a prueba de cualquier holocausto nuclear; el archivo contiene gira-discos que funcionarían por energía solar. Tal vez solo sobrevivan las cucarachas, pero podrán aspirar a ser iluminadas por la palabrería de Hubbard. •

El sonido y la perfección. Greg Milner. Traducción de Yuri Méndez. Léeme Libros / Lovemonk. Madrid, 2015.437 páginas. 19,90 euros.


El Pais Babelia nº1254 / 05.12.15

UN AS EN LA MANGA POR DIEGO A. MANRIQUE



  OcultoEl artista con barba y peluca postizas en un
concierto en 2004, en el Essence Music Festival de Nueva
Orleans. 


Parafraseando a Mario Vargas Llosa, deberíamos preguntarnos: ¿en qué momento se jodio la carrera de Prince? Digamos que fue hacia 1993, cuando exigió ser identificado por un símbolo impronunciable. Tras el choteo inevitable, los medios decidieron rebautizarle "el artista antes conocido como Prince".

Había cierto método en su locura. Algunos sugieren que real¬mente creía que, cambiando de nombre, anulaba el acuerdo firmado con Warner Bros. Al final, resolvió sus compromisos contractuales sacando cinco álbumes entre 1994 y 1996. Discos comercial-mente poco atractivos, que recordaban el conflicto original: Warner quería dosificar sus lanzamientos, dado que sus ventas iban en descenso desde 1989, cuando llegó al número uno con la banda sonora de Batman, gracias al músculo promocional de Hollywood.

Nadie discute el talento de Prince, capaz de grabar discos enteros en solitario, tocando todos los instrumentos y cambiando incluso de voz. Sin olvidar su eclecticismo: sin esfuerzo, salta del funk al rock o al pop. Otro asunto es que supiera cómo prolongar el interés del gran público, atraído por Purple Rain y los extraordinarios álbumes que vinieron a continuación.

El problema: su contrato resultaba oneroso para Warner, ya que incluía financiar su sello particular, Paisley Park Records, que no generaba éxitos. Y Prince se negaba a mirar las cuentas. Existen técnicas para mantener la visibilidad, la reputación de un artista cuyas ventas pasan por un bache; son argucias legítimas que dominan precisamente las multinacionales.



Provocador
En el centro, en un concierto en Miami en
2007, exhibiendo su lado más sensual que hoy intenta difuminar.


Por el contrario, Prince se independizó y tomó decisiones equivocadas. Editó abundantes discos de los que pocos se enteraron (se vendían por correo o a través de pequeñas distribuidoras). También publicó material vistoso en potentes compañías -EMI, Arista, Columbia, Universal, ¡y hasta volvió con Warner!- que esperaban asegurarse sus servicios a largo plazo. Y no: para el siguiente proyecto, probaba con otra discográfica. Parece disfrutar tomándolas el pelo: pactó con Sony la distribución mundial de Planet Earth (2007) sin avisar que se iban a regalar millones de copias con el periódico británico The Mail on Sunday. Extremadamente celoso de sus derechos, sus empleados patrullan Internet para evitar que aparezca cualquier vídeo o audio que no sea oficial. Ha amenazado con demandas millonarias a los sitios web que aglutinan a sus fans.

Los directos son el as que esconde en la manga. En el show business estadounidense se susurra que Prince suele ser el promotor de sus propios conciertos: alquila recintos y espera que funcione el boca a boca. Y funciona: los fieles saben que sus actuaciones son imprevisibles, torrenciales. Así, sin pagar a intermediarios o hacer publicidad, se lleva mayor porción de la tarta que sus colegas.

Hasta rentabiliza sus legendarias apariciones aftershow. Antes se trataba de un desahogo: tras actuar en un espacio grande, buscaba un local pequeño para tocar a capricho. Ahora esas actuaciones íntimas están anunciadas y tarifadas con entradas de precios astronómicos. Aquí tampoco hace excepciones en cuestiones de copyright: cuando algún espectador vip saca el móvil, es inmediatamente expulsado por su servicio de seguridad.



Inicios. 
 Imagen de Prince en 1981, el momento en
que estaba construyendo el llamado "sonido Minneapolis".



El Pais Semanal nº 2.046 / 13.12.2015

martes, 8 de diciembre de 2015

Guía básica para entender el funk


Publicado por Emilio de Gorgot


James Brown. Foto: Corbis.


Antes de empezar, dejemos algo en claro: si le gusta a usted ser feliz, el funk es la música más maravillosa del mundo. ¿Es esto una afirmación subjetiva? Sí, pero da igual. Una afirmación no necesita ser objetiva para ser cierta. Pero bueno, no he venido a soltar una ristra de canciones para hacer proselitismo. Sucede que en cuestión de estilos musicales, creo que hay pocos términos que se empleen con tan poca precisión como el término funk. Con mucha frecuencia lo he visto aplicado de las maneras más incorrectas imaginables. Quizá usted crea que esto es ponerse purista, pero como veremos más adelante, los puristas del funk sí tienen motivos para ser puristas. Es decir, uno puede discutir sobre si una canción es más rock que pop, o más jazz que blues, etc., porque no siempre hay líneas demasiado claras entre distintos estilos. Sin embargo, resulta fácil detectar cuándo se está diciendo erróneamente que una música es «funky». Porque el funk se basa en un principio fundamental muy sencillo, y todo lo que no cumpla ese principio no puede ser funk. Ese principio fundamental es el siguiente: On The One.

Aunque el reinado del funk queda ya lejano (1970-77, más o menos), su influencia ha sido enorme. Y lo mejor que podemos hacer para reivindicarlo es definirlo. Explicar en qué consiste, explicar cómo surgió, y recordar cómo fue James Brown quien le dio forma, cambiando la música negra para siempre. Además, una vez usted sepa lo que es el funk, verá el mundo de otra manera, porque de repente habrá música que es funk y habrá música (menos molona) que no es funk. Para explicarlo, hablaremos de algunos conceptos musicales muy sencillos, que podrá entender incluso quien jamás haya leído una palabra sobre solfeo. Los entiendo hasta yo, con eso está dicho todo.

El compás 4/4, el backbeat y el downbeat

Si sintoniza emisoras de radio al azar, es muy posible que buena parte de música que escuche haya sido compuesta según un patrón rítmico concreto, el compás 4/4, llamado «cuatro por cuatro» o «cuaternario». La música se puede componer según distintos tipos de compases, y el 4/4 es el más habitual en estilos como el blues, el jazz, el rock, el rhythm & blues, el country, el pop, etc. Pero, ¿en qué consiste el compás 4/4? Fácil: imagine que escucha una canción y empieza a seguir el ritmo dando palmadas. Pues bien, si la canción está escrita en un compás 4/4, las palmadas se agruparán de forma natural en grupos de cuatro, por lo que las contaríamos así: «un, dos, tres, cuatro / un, dos, tres, cuatro». Veámoslo mejor con un ejemplo. En el siguiente vídeo tenemos a un batería tocando un ritmo de 4/4. Vemos en la pantalla unos números de colores que cuentan los tiempos que hay dentro de cada compás («un, dos, tres, cuatro / un, dos, tres, cuatro») y un número blanco que indica la cantidad total de compases transcurridos. En cuanto usted vea el vídeo entenderá instantáneamente el sistema y cómo cada compás (número blanco) se compone de cuatro tiempos (números de colores):



Fácil, ¿no? Existen, por supuesto, otros patrones rítmicos. Por ejemplo, un vals no sigue el patrón 4/4 sino el 3/4, con tres tiempos en cada compás («un, dos, tres / un, dos, tres»). Algunos estilos, como el vals, están muy asociados a un patrón concreto, pero muchos otros no. Por ejemplo, la mayoría de canciones country están escritas en 4/4, pero también hay muchas compuestas en 3/4 y de hecho existe un baile llamado precisamente country waltz. Lo mismo sucede con el rock. La mayor parte está escrito en 4/4 pero existen piezas que contienen otros ritmos. Veamos dos canciones de los Beatles. que pertenecen a un mismo disco. Mientras que «Ticket to Ride» es un típico 4/4, «You’ve Got to Hide Your Love Away» es un 3/4. Otros ejemplos: la sintonía original de Misión: Imposible está compuesta siguiendo otro patrón, el de 5/4, como podrá comprobar al escucharla y contar «un, dos, tres, cuatro, cinco / un, dos, tres, cuatro, cinco». También hay canciones con compás 7/8, como «Money» de Pink Floyd, en la que contaríamos los tiempos así: «un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete / un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete». Mucha variedad de patrones rítmicos, como verán. Incluso existen patrones compuestos que son más complejos. Estas canciones no pueden ser interpretadas en otro patrón distinto al original sin cambiar considerablemente su naturaleza. Al escuchar una canción no solemos fijarnos en el patrón rítmico, pero es muy importante porque define lo que estamos escuchando. Bien, de momento nos bastará saber que el funk siempre se interpreta con compás 4/4. Puede haber rock, country o música clásica en 3/4, 5/4, etc. Pero no puede haber funk que no sea 4/4. Sin embargo, esto no es lo que lo define.

Volvamos al vídeo del batería. Está tocando un 4/4. Pero hay varias maneras de tocar un 4/4. Un compás musical se parece a una palabra porque podemos acentuar uno o más tiempos. El batería del ejemplo toca compases de cuatro tiempos, pero acentuando los tiempos segundo y cuarto. Es decir: si tenemos en cuenta la acentuación, contaríamos los tiempos así: «uno, DOS, tres, CUATRO / uno, DOS, tres, CUATRO», haciendo énfasis en los tiempos más marcados. A esto lo llamamos backbeat, y hasta los años sesenta era la forma de acentuar más habitual en la música negra estadounidense. Pero no era la única. Algunas canciones acentuaban sobre todo el primer tiempo del compás (downbeat). Veamos un par de ejemplos previos a los años sesenta, en un mismo estilo. Chuck Berry solía usar el ritmo backbeat (un, DOS, tres, CUATRO). La batería marca el compás como en el vídeo de ejemplo que vimos más arriba. Pero también teníamos a Little Richard y canciones como «Lucille» (UN, dos, tres, cuatro). En «Lucille», la batería es similar, pero la manera en que el resto de la banda interpreta el tema hace que el énfasis se traslade al primer tiempo. Si la diferencia le parece muy sutil como para notarla, no se preocupe. Es normal. En aquellos tiempos los músicos negros estadounidenses no se preocupaban demasiado en marcar esa diferencia tan clara e inequívoca que ningún oyente quedase sin percibir que se estaba haciendo algo distinto.

En cualquier caso, no por acentuar los compases de manera diferente dejamos de considerar que ambas canciones pertenecen un mismo género, el rock and roll. Pues bien, algo similar ocurría dentro del rhythm & blues y el soul, de donde el rock and roll venía. La mayor parte de la música soul acentuaba los tiempos segundo y cuarto, pero en Nueva Orleans no era raro que se acentuase el primer tiempo del compás, sobre todo por influencia de la música caribeña. Tampoco en este caso resultaba fácil de percibir la línea divisoria entre una canción downbeat y otra backbeat. El cambio de acentuación era considerado un mero recurso, una herramienta más del lenguaje musical, una manera como cualquier otra de enfocar una canción.A nadie se le pasaba por la cabeza que la manera de acentuar un compás podía convertirse en la piedra angular de todo un nuevo estilo musical con personalidad propia. A nadie, claro, hasta que llegó el Soul Brother Number One.

On the One!

Hasta 1963, James Brown grababa soul y rhythm & blues siguiendo los patrones rítmicos más tradicionales. Esto es, el backbeat. Por entonces era ya un artista de éxito y destacaba por su entrega en directo y por la expresividad de su voz, pero en cuanto al ritmo su música no era muy distinta de la que hacían otros muchos por la misma época. Un, DOS, tres, CUATRO. En 1964, sin embargo, decidió que iba a empezar a grabar canciones acentuando el primer tiempo de cada compás. No sabemos muy bien por qué tomó esa decisión y existen varias versiones al respecto. Lo cierto es que llegó a sentir, casi a modo de revelación, que no solamente debía introducir el downbeat en su vida, sino también darle un protagonismo que antes nunca había tenido en la música negra. Lo que sabemos, porque lo dijo el propio Brown, que aquella revelación se produjo bajo la influencia de la música de Louisiana y también del mencionado Little Richard, algunos de cuyos antiguos músicos había contratado él mismo para su banda. Aquel 1964, pues, publicó una canción en la que abandonaba el backbeat y hacía que sus músicos acentuasen el primer tiempo:



Habrán notado que esta fue era la semilla para temas tan célebres como «I feel good». Sobre el papel, estas eran canciones de estructura muy tradicional, con los tres acordes típicos del rhythm & blues. Pero empezaban a sonar distintas debido al enorme énfasis sobre el downbeat que James Brown había empezado a exigir a sus músicos, quienes contaban después que en los ensayos les insistía constantemente en ello, diciendo una y otra vez «On the one! On the one!». Esto es, que tocasen en el uno. Pero esto todavía no era algo exactamente nuevo. La novedad llegó cuando empezó a añadir a estos temas un pasaje instrumental sobre un único acorde donde el ritmo adquiría un papel muy predominante. Tanto, que se convertía en el centro de la canción por encima de melodías y estribillos. Partiendo de elementos que ya existían, James Brown estaba empezando a crear algo nuevo, que los propios músicos de la banda bautizaron como The One. Esto, ahora sí, es el nacimiento del funk. Podemos escucharlo, por ejemplo, en la segunda mitad de «Papa’s got a brand new bag».

La principal importancia histórica de James Brown, aquello por lo que se le considera un auténtico visionario, fue el descubrimiento de que podía crear un nuevo tipo de música MUY bailable utilizando el 4/4 downbeat como base, cuando hasta entonces se pensaba que el backbeat era más indicado para hacer bailar a la gente. James, en un periodo de meses, reventó esa hipótesis. Para adecuar sus nuevos temas a los nuevos patrones, pidió a sus músicos una serie de cambios de concepto que llevaban impresa la marca del genio, demostrando la brillantísima precisión de su visión musical. Para empezar, le dio un inédito protagonismo a la sección rítmica (batería y bajo), permitiéndoles usar ritmos más complejos a los que el resto de instrumentos debían adaptarse. Hasta entonces una canción soul era, como dice la propia palabra, algo donde la parte cantada predominaba sobre todo lo demás. Incluso los temas instrumentales imitaban la estructura de melodía principal y armonías de acompañamiento. James Brown, simple y llanamente, se cargó ese presupuesto.

No solamente la batería y el bajo iban a mandar, sino que los demás instrumentos (vientos o guitarras) empezaron a ejercer más como acompañamiento rítmico que como acompañamiento armónico. James Brown pretendía que el patrón rítmico final, que en sus canciones era cada vez más complejo, debía ser conseguido mediante el entrelazado de todos los instrumentos, no solamente con la batería. De repente, la función percusiva de cada instrumento pasó a ser la principal, excepto en el caso del bajo, cuyos dibujos empezaron a caracterizar las canciones tanto o más que la parte vocal. Las propias letras de Brown se volvieron más rítmicas, con frases más cortas, en ocasiones compuestas de un par de palabras, y con constantes exclamaciones que parecían un instrumento percusivo más. Todo iba en favor del predominio del ritmo. Tanto era así, que las estructuras de acordes se iban simplificando. Mientras en las canciones soul era habitual tener (como mínimo) un par de acordes para la estrofa y un tercero para el estribillo, Brown rizó el rizo de la simplicidad. Empezó a componer sobre un único acorde o, como mucho, un acorde para la estrofa y otro para el estribillo o puente. Entre 1966 y 1967 fue publicando canciones como «Cold Sweat», y empezó a resultar evidente que James Brown había creado un estilo propio que todavía no tenía nombre. Esto ya no era exactamente soul tradicional. El soul era básicamente música gospel con letras no religiosas, pero Brown ya no hacía algo que podía relacionarse ni remotamente con una iglesia. En su funk pasaban cosas entonces tan raras como que el bajo tocase más notas y con más sentido melódico que cualquiera de los demás instrumentos. Y sobre todo, el enorme, marcadísimo énfasis en el primer tiempo.



Como Isaac Newton formulando la gravedad donde otros veían únicamente movimientos dispersos de planetas, el Padrino descubrió una teoría que permitía usar el compás 4/4 downbeat para unificar un montón de recursos musicales dispersos en un universo propio. El nuevo estilo tuvo un éxito inmediato. James Brown siguió perfeccionando el nuevo estilo con lanzamientos a cada cual más irresistible y revolucionario: «I can’t stand myself», «I Got the Feeling», «Licking Stick», «Say it Loud (I’m Black and I’m Proud)», hasta rayar la perfección con «Mother Popcorn», «Sex Machine» o «Superbad». Con todos estos temas, puso la música negra patas arriba. Literalmente. Solamente en Estados Unidos surgieron cientos de bandas (varias en cada ciudad de mediano tamaño) que imitaban su nuevo estilo. Porque todos los músicos tuvieron claro que aquello era un nuevo estilo; no fue invento de la prensa, ni de los críticos. La música hablaba por sí misma. Hacia 1970, cuando se editaron estos últimos cortes, James Brown ya había establecido el nuevo estándar musical de la comunidad afroamericana. De repente, tocar en backbeat parecía algo anticuado y el soul, si no pasó completamente de moda, al menos sí pasó a un segundo plano.

No se sabe quién bautizó al nuevo género. El propio James Brown publicó en 1969 una canción llamada «Ain’t it Funky Now», pero para entonces el término ya se usaba para definir la música que él acababa de inventar. En el slang afroamericano, la palabra funk significaba «apestoso», refiriéndose a una persona con fuerte olor corporal. El término nació entre músicos, por lo que no resulta difícil deducir que el adjetivo «funky» empezó a ser empleado, aunque de forma positiva, para definir a un músico que se entregaba sobre los escenarios y terminaba con la ropa empapada en sudor. El propio James Brown solía decir que el sudor de un músico al ejecutar esta música demostraba su entrega y concentración. Y el nuevo estilo, bailable y enérgico, requería entrega. Se han barajado otras interpretaciones, como el parecido entre funk y fuck (follar), pero no son más que producto de la casualidad. El funk, evidentemente, es una música de fuerte carga sexual (y más en las discotecas negras donde actuaban los grupos de la época) pero el significado de la palabra como «apestoso» estaba bien establecido desde antes.

Sly & The Family Stone

Entre 1967 y 1970 muchos músicos, famosos y desconocidos, empezaron a grabar canciones inspiradas en el nuevo estilo de James Brown. Algunos, en general grupos poco conocidos, le copiaban abiertamente para poder tocar en directo. Otros se limitaban a tomar prestado el patrón rítmico downbeat, o se inspiraban en su manera de usar los instrumentos de forma percusiva. También fueron muchos los que introdujeron sus propias ideas en el funk. Pero, aparte del propio James Brown, ningún músico tuvo tanta importancia para el desarrollo temprano del funk como Sly Stone. En su primer álbum, en 1967, ya grabó un tema con énfasis muy marcado en el primer tiempo, aunque era tan frenético que más que funky sonaba a gospel repleto de estereoides. En cualquier caso, el énfasis en el primer tiempo del compás puede notarse ya desde el momento en que, antes de empezar el tema, la banda dice «loose, two, three, four!» (UN, dos, tres, cuatro). Es más que seguro que, por la fecha en que fue grabado, Sly lo grabó influido por James Brown.



Sly & The Family Stone. Foto: Corbis.

Un par de años después, en su cuarto LP, Sly demostró que no solamente había interiorizado el funk sino que lo estaba metabolizando para crear también un sonido propio. Había, sí, predominio de la sección rítmica y uso percusivo de los instrumentos… casi todo el arsenal de James Brown estaba presente. Sin embargo, mientras James Brown iba destripando sus canciones de melodías y armonías hasta casi la desnudez, Sly Stone había empezado a seguir el camino inverso. Imitaba la sencillez de las estructuras básicas, pero se las arreglaba para revestir esas estructuras de una mayor riqueza armónica sin renunciar por ello a la naturaleza bailable y directa del funk. Si James Brown era un cirujano que destripaba el ritmo hasta los huesos, Sly Stone era un pintor que recogía esos huesos y los adornaba pintándolos con sus alegres paletas de colores. En otras palabras: Sly Stone creó una segunda variante de funk. Esto puede percibirse en la la canción «Stand»: al principio no es una canción funk, sino más bien hippiosa, pero… ¡esperen a escuchar ese final! Es funk, sobre un solo acorde, pero hay algo más colorido, más caleidoscópico, que lo que James Brown estaba haciendo. También funky era la canción «Sing a Simple Song», donde una base rítmica muy, muy funky no impide que Sly y su banda lo llenen todo de texturas y colores, aunque esta vez con más cambios de acordes.

Este funk alternativo de Sly llevó a que en 1970 publicase la canción que establecería definitivamente su influencia en la década siguiente. Estaba basada en un único riff que se repetía todo el tiempo, sin cambio alguno, pero una vez más la estructura monocorde no impedía que el tema sonase armónicamente rico. Porque si no lo he dicho ya, Sly Stone era un genio con mayúsculas (Miles Davis, en una ocasión, lo definió como «mi único igual») y podía hacer ese tipo de cosas sin que nada sonase recargado o sobrante:



«Thank You» también fue extraordinariamente importante porque el bajista de la Family Stone, Larry Graham, aplicó en ella una técnica que acababa de inventar, el slap bass. Consistía en golpear una cuerda contra el mástil para que produjese un sonido muy percusivo. «Thank You» es la primera canción registrada en la que puede escucharse el slapping y, siendo el bajo el instrumento rey del funk, esto es tanto como decir que este tema era un hito histórico. Por entonces Graham todavía lo tenía en mantillas, pero años después, cuando ya grababa bajo su propio nombre, demostró al mundo cómo debía usarse. Sin Larry Graham la música funk tampoco hubiese sido lo mismo. En cuanto a Sly, siguió expandiendo los límites del funk y de hecho la inmensa mayoría de bandas funk de la década se parecían más a The Family Stone que a la banda de James Brown. Su mejor época llegó hasta 1973, cuando los entrelazados rítmicos que componía para su banda llegaron a un fascinante nivel de barroquismo pero sin perder un ápice de groove. En 1975 todavía grabó un buen disco, pero por desgracia la adicción a la cocaína lo apartó del negocio musical, y mientras James Brown todavía continuaba en buena forma, Sly sencillamente desapareció de la escena.

El final del reinado del funk y la llegada de la Disco Music

En cuanto a música negra se refiere, la década de los setenta fue la década del funk, lo cual terminó de quedar claro cuando alguien como Stevie Wonder grababa algo como «Superstition». En las discotecas negras no se bailaba otra cosa y en cualquier barrio había un puñado de chavales cuya mayor ilusión era la de tocar el bajo, instrumento que había ganado la batalla como fetiche musical preferido de la juventud a la hasta entonces todopoderosa guitarra eléctrica. La importancia del funk no se limitó a los Estados Unidos. En todo el mundo surgieron artistas del estilo. Fuera de Estados Unidos hubo canteras muy brillantes como Brasil o Nigeria, donde a veces se mezclaba el funk con la tradición local, pero también surgían grupos tan puristas que resultaban indistinguibles del original norteamericano. Parliament/Funkadelic (donde militaban varios exmiembros de la banda de James Brown, liderados por George Clinton, gurú de la fusión entre funk, rock y psicodelia), Kool & the Gang (los favoritos de James Brown en los setenta), Ohio Players (banda con uno de los directos más aplastantes de todos los tiempos), Earth Wind & Fire, The Meters (de Nueva Orleans, mostraban mucha influencia del prefunk anterior a James Brown), Tower of Power… la lista es infinita. También bandas europeas como Average White Band o, por citar al más celebre funker africano, el inconmensurable Fela Kuti y sus fusiones que, partiendo del funk, terminaron siendo también un estilo propio, el afrobeat. En fin, hubo demasiadas bandas importantes y de calidad como para ponerse a citarlas todas. Si añadimos los artistas que hicieron funk de manera esporádica, como el citado Stevie Wonder, necesitaríamos toda una enciclopedia. Artículos habrá en el futuro.

A mediados de la década, sin embargo, el funk se encontró con un inesperado rival: la música disco. No entiendan mal lo que voy a decir, porque la música disco también me gusta, pero esta nació como un sucedáneo descafeinado del funk. Buena parte del público blanco tenía (y sigue teniendo) problemas para bailar el funk, especialmente cuando las bandas negras empezaron a complicar los entrelazados rítmicos. El que los músicos solo estén obligados a acentuar el primer tiempo de cada compás permite que durante el resto del compás pueden dedicarse a meter contratiempos y juguetear con ritmos inusuales. Aunque muchos músicos blancos, por ser músicos, habían entendido y asimilado el funk, no sucedía lo mismo con una buena parte del público. La música disco fue un descubrimiento comercial porque usaba la filosofía minimalista del funk, al cual imitaba de manera superficial en cuanto a arreglos e instrumentación, pero abandonaba el «UNO, dos, tres, cuatro» y volvía al «uno, DOS, tres, CUATRO», más familiar para el público blanco tenía más asimilado gracias al rock y el pop.

Hacia finales de la década, algunos músicos funk se pasaron al disco para aprovechar el tirón, otros continuaron tocando funk pero haciendo la jugada inversa: imitando al disco en lo superficial. También hubo músicos del funk que consideraron (con razón) la música disco como el enemigo e incluso llegaron a escribir canciones burlándose del nuevo estilo. Su aversión al disco era muy comprensible. La música disco era mucho más artificial, reduciendo a niveles mecánicos lo que para las bandas de funk había sido cuestión de sentimiento, de sensibilidad y de groove. A nivel musical no había comparación posible. En los años ochenta, el funk ya no reinaba pero permaneció en primera línea gracias a artistas como Prince y también gracias al hip hop, que en esencia era un hijo callejero del funk y usaba en su mayor parte el mismo patrón rítmico del funky (el hip hop de entonces, no el de ahora). Poco a poco, sin embargo, la influencia funk en la música popular se fue diluyendo. Hoy en día poca gente se interesa por las raíces del estilo, y como decía al principio he podido ver la palabra «funk» aplicada a estilos musicales que son menos funky que el bolso de Esperanza Aguirre, pero así son las cosas. Yo, modestamente, lo menos que puedo hacer es revindicar el funk por lo que realmente es y decirles que investiguen en la década de los setenta, para empezar, porque podrán encontrar tantos buenos grupos y tantas buenas canciones que se sentirán felices durante mucho tiempo. Ya he incluido algunos en artículos pasados y desde luego seguiré incluyendo más en artículos futuros, pero de momento quedémonos con una frase que es tan importante como E=MC2 o «pienso luego existo». Esa frase es, por descontado, «on the one!!».

No me crean a mí, crean a Bootsy Collins, antiguo bajista de James Brown (él grabó el bajo en «Sex Machine») y de Parliament/Funkadelic. Tomen papel y bolígrafo. Si no está en el uno, amigos, no es funk. Así de simple.


Artículo de la revista Jot Down