jueves, 8 de diciembre de 2016

La pequeña revolución de U2

 En 'Songs of innocence' nada se deja al azar, los homenajes y las referencias se suceden en un ejercicio de melancolía



El grupo en su concierto en Barcelona del pasado 5 de octubre. / ALBERT GARCÍA

TONICASTARNADO El disco Songs of innocence (2014) es aquel para el que U2 ha empleado más tiempo. Desde que el grupo dejó listo No Line on the horizon (2009), las ideas iban y venían, a la búsqueda de una pequeña revolución, tras una serie de discos con más músculo, pero con menos riesgo. Adoptaron una decisión en consenso: como inspiración tomaron a los Beatles y a los Rolling Stones de los sesenta; ideas claras y melodías con un patrón definido. En el 13a disco de U2 nada se deja al azar, las referencias y homenajes se suceden, es un ejercicio de pura melancolía. Para que la espera no se hiciera tan larga, ellos dejaban caer una pildora de vez en cuando en forma de aperitivo. Firmaron Ordinary love para la banda sonora de Mándela: Long walk to freedom. La canción estuvo nominada para el Oscar y ganó el Globo de Oro. No es de extrañar que Justin Chadwick eligiera al cuarteto irlandés. Bono siempre ha defendido el papel de Nelson Mándela, que buscaba la paz sin conflictos ni rencor. Invisible es otra pesquisa, era la protagonista del anuncio de la Super Bowl de 2014, y asimismo una toma de conciencia por la lucha contra el Sida.

El proceso de Songs of innocence fue complejo, la elección del productor estuvo hasta última hora en el candelero, al principio como candidatos will.i.am y David Guetta, mantener el pulso electrónico era uno de sus objetivos. Finalmente, del grueso de la grabación se encargaron cuatro productores, el mediático y solicitado Danger Mouse, Paul Epworth (productor de Adele), Ryan Tender de One Republic y Flood.

Bono lo describió como un viaje al pasado, si bien musical¬mente no tiene nada que ver con el post-punk que facturaban en los ochenta. El título del disco alude a William Blake y a sus poemas, inocencia de la juventud, la injusticia social, la pobreza y los conflictos que acarrea la religión.
The Miracle (of Joey Ramone) abre con solemnidad, de no ser por el cantante de Ramones, Bono no cantaría con ese timbre de voz. Song for someone es de las que suma más adeptos, mientras que Iris (Hold me close) tiene un destinatario único, su madre fallecida hace cuarenta años. La violencia en Dublín es el origen de la frenética Raise by wolves, cubre así una de sus obsesiones y una preocupación frecuente para la banda, mientras que This is where you can reach me now es otra señal de agradecimiento, en este caso a The Clash. Para The troubles recluían a la cantante Lykke Li y a su sensualidad, armando un conjunto sólido y dinámico.

A pesar del escepticismo, las críticas fueron en su mayoría favorables. Para presentar el disco, no utilizaron los canales habituales. Aprovecharon un acto promocional de Apple el 9 de septiembre de 2014 para publicar el álbum por sorpresa. Durante un mes y medio se pudo descargar libremente. La copia física de Songs of innocence compensaba a los compradores con una edición especial con extras. La portada, no exenta de polémica y suspicacias. En ella, Larry Mullen Jr. abraza a la altura de la cintura a su hijo. Es un tributo a las de Boy (1980) y War (1983).


El Pais


Un viaje visionario entre el riesgo y el éxito


Estos cuatro irlandeses, a mediados de los setenta, formaron el grupo capaz de hacer sombra a The Beatles en cifras, megalomanía o búsquedas y retos creativos de nivel para enormes audiencias globales

JESÚS RUIZ MANTILLA
28 SEP 2015
Concierto de U2 en Pasadena, California (Estados Unidos).

Cuando Paul McCartney y los cuatro miembros de U2 abrieron el concierto Live 8 en Hyde Park allá por julio de 2005, muchos pensaron que se estaba produciendo una simbiosis de libro. Entonaron Sgt Peppers Lonely Hearts Club Band y en escasas horas, aquella unión por la buena causa del hambre, se había convertido en la mayor descarga que había conocido la red en toda su historia.

Natural. Si actualmente conocemos algo que pueda equipararse en la ya más que legendaria trayectoria del pop rock a The Beatles, son estos irlandeses que a mediados de los setenta formaron el grupo capaz de hacerles sombra en cifras, megalomanía o búsquedas y retos creativos de nivel para enormes audiencias globales.

Hoy, 150 millones de copias de todos sus discos vendidos les contemplan. Aparte de una cantidad ingente de admiradores que les han disfrutado en directo en torno a sus acrobáticas macro puestas en escena. Por no hablar de las alianzas con causa junto a los más dispares líderes globales y sus exploraciones en torno a rentabilizar maneras de redimensionar un negocio como el de la música a través de las nuevas tecnologías: sobre todo uniéndose a un Apple distinto al de los de Liverpool. El que en Silicon Valley había montado Steve Jobs.


Bono durante el concierto 'Live 8' en Hyde Park, simultáneo en varias ciudades del mundo por la erradicación del hambre y la pobreza en África. REUTERS

Pero existe mucho ruido y demasiadas versiones —propias, apócrifas y oficiales— sobre su génesis. Bien es cierto que el escenario fue un instituto de Dublín donde todos ellos fueron a parar de una manera u otra. El Mount Temple Comprehensive School representa para la historia del rock un lugar de peregrinaje. Allí fue donde Larry Mullen Jr, baterista huérfano de madre, colgó un cartel al que se apuntaron Adam Clayton (bajo), Dave Evans, alias The Edge (guitarra) y más tarde Paul Hewson, Bono, para ustedes.

Los dos últimos ya habían pertenecido a alguna banda surrealista y se conocían desde hacía tiempo. De hecho, el cantante había bautizado a su amigo con ese nombre, El filo, cargado de varios motivos: “Por la forma de su cabeza, por su mandíbula, y por una afición desmedida que tenía de andar por los bordes de muros, puentes o edificios muy altos”, contaba en alguna ocasión Bono.

Hewson, ya entonces, demostraba la labia con la que se convertiría en gurú, pero escasas buenas dotes para el canto, como recordaría años después Mullen. Pese a haberse criado con un padre aficionado a la ópera no dio una en la prueba a la que le sometió el baterista. Pero lo que su compañero sí advirtió en él desde el primer momento fue un sobresaliente carisma.

Bono, Clayton y The Edge, componentes de U2, en Madrid. MANUEL ESCALERA

Cantara bien o mal, se sentía, eso sí, con derecho a motear porque era algo que ya había ejercido en torno a sí mismo. Antes de Bono, ha confesado, fue Steinvic von Huyseman, después sólo Huyseman, luego Houseman, después Bon Murray y finalmente terminó afinando hasta adoptar el mote de sus auriculares con apellido: Bono Vox de O'Connell Street. Así hasta quedar simplemente en Bono.

Si quienes fueran a encargarse de la percusión y el bajo provenían de entornos más o menos con gustos normales para la juventud de su época, Bono y The Edge coqueteaban ya con el mesianismo dentro de sectas cristianas como Shalom, compuesta por unos irrefrenables adictos a Cristo que habían adoptado un modo de vida similar al de los cristianos primitivos.

Aunque estos iluminados se mostraban muy posesivos y demandantes con sus miembros, no pudieron evitar que ambos músicos optaran por su inclinación hacia el punk rock de entonces y dejaran conscientemente de entregarse de lleno a las sagradas escrituras para escoger la nada piadosa vía de héroes como Patti Smith o The Ramones.

Pero algo de aquello quedó y los restos produjeron otra simbiosis que explica en gran parte el éxito a escala global de U2. Empezando por los dobles sentidos de su propio nombre. Al pronunciarse en su idioma, “you too”, (tú también), en inglés, viene a decir algo. El mero mensaje se impone a la visión de aquel avión espía que cuentan les proporcionó su futura identidad. El Lockheed U2, derribado días antes del nacimiento de Bono por los rusos, llevaba en sus tripas aquella amalgama de símbolos visionarios que tan buen resultado les dio para que nadie confundiera a la banda con ningún otro aparato o grupo. Salvo en sus inicios, cuando el grupo UB-40 aún podía presumir de algo.

Otra mezcla importante que les definiría al comenzar consistió en dotar de mensaje el primitivo nihilismo del punk, algo que les proporcionaba sentido con la intención de no acabar como carne de desecho maldito. Son conscientes de ello y lo verbalizan tal cual, como le confesó Bono hace un año a Pablo Guimón en un reportaje que apareció en El País Semanal: “Somos una imposibilidad maravillosa. Lo nuestro no tiene ningún sentido. Alguien de nosotros debería haber caído hace tiempo. Morir en un accidente de avión. Alguien debería haber tenido un final mítico. Pero resulta que aún tenemos trabajo que hacer”.

Hoy es el día que celebran seguir juntos y haber encontrado un tronco que los define. Como una prole: con sus broncas, tiranteces y terapias comunes. Con sus desavenencias y sus retos entre los que sobresalen también desde el fondo nombres como su hasta hace poco manager, Paul McGuiness, o recurrentes sabios de estudio, como es el caso de Brian Eno y Daniel Lanois.

Hoy es el día en que se presentan en un cóctel y acaban los cuatro juntos en una esquina. El punto de no retorno en sus vidas en que proclaman que ocurra lo que ocurra, nada los separará, según asegura Adam Clayton. Lo dice con conocimiento de causa y seguro de haber superado, gracias a la ayuda de la banda, sus momentos personales más duros, cuando anduvo enganchado a otras sustancias ajenas y al tiempo tan próximas a la música.

Existen dos etapas creativas mayores en la historia de la banda. Antes de un álbum glorioso como Achtung baby y después. Previos a aquella consciente y urgente reinvención en Berlín, quedan los inicios. La pureza básica del rock en busca de su éxito masivo llegado a costa de ese estado de gracia colectivo que supuso para ellos The Joshua Tree. La clave estuvo en el inconformismo. Cuando ya se sentían caricaturas de sí mismos, borrachos de fama, histeria y reconocimiento, se replegaron tal como cuenta el fascinante documental: U2, from the sky down.

El cambio de rumbo fue radical. Equiparable a la profunda y determinante reflexión que The Beatles ejercieron a lo largo de la creación de Sgt Peppers…, un disco que cambió la historia de la música popular para siempre. Con Achtung Baby, U2 pasaba a formar parte de una posmodernidad consciente. Viajaron desde la artesanía a la tecnología punta, anteponiéndose a una nueva era, con el mérito entonces de no ser plenamente dueños del cambio gigantesco que adoptaban con ello.

 Saltaron sin red hacia el siglo XXI como ningún otro artista de su nivel había sabido hacer. Conservando su base mágica para crear canciones aderezándolas de corrientes novedosas y exclusivas, pero listas, en su manera de ser concebidas, para quedar deglutidas por las masas. Esa dinámica se impuso en discos posteriores a Achtung Baby. Obras que parieron imbuidos en su plena concepción entregada al riesgo, pero donde la aceptación que pudieran lograr y, obviamente lograron, resultaba algo secundario. Este fue el caso de rarezas tituladas Pop o Zooropa.

Pero antes existía una historia que contar. La de aquel cuarteto que se movía en el Volkswagen escarabajo de la madre de The Edge para actuar aquí y allá. La de los muchachos con buen fondo, mejor onda y más talento que sedujeron a un manager capaz de colocarles en poco tiempo dentro de Island Records para grabar lo que fue su primera obra: Boy.

Aquel se reveló como un trabajo de iniciación con misterio. Ya la portada suponía un gancho potente y ambiguo. La imagen de un chico recién instalado en la pubertad atraía por su pureza a todos aquellos a quienes querían atrapar en esencia. Pero también al público gay. Les tildaron hasta de pederastas, pero la nada calculada y dispar reacción imprevista funcionó como extra en aquel lanzamiento y después permitió que se fueran consolidando a costa de otras entregas como October o War, más políticas.

Que jamás dejarían de esquivar el riesgo fue algo que dejó claro un disco como The Unforgettable fire, su primera colaboración con Eno y Lanois. Pero la prueba de que tampoco estaban dispuestos a renunciar a lo máximo vino de la mano de The Joshua Tree: un álbum mítico, mediante el cual se presentaron ante la globalidad gracias a canciones como With or without you, Where the streets have no name o I’m still haven’t found what I’m looking for.

Rattle and Hum supuso para ellos un vómito interior de frustración colectiva. Aunque visto con el tiempo, el disco no está tan mal, no representaba ni mucho menos lo que buscaban entonces. Quizás fuera su espanto ante el éxito, que los dejó abrumados y al borde de la ruptura. El caso es que parecían resueltos a dar un giro radical, algo para lo que decidieron encerrarse en Berlín Este y llevar a cabo la insólita exploración conjunta de Achtung Baby.

Cambiaron su imagen apoyados siempre en el ojo del fotógrafo Anton Corbijn. Conectaron con un magma que mezclaba la necesidad de cambio con una constante frustración de amenaza nuclear. Siguieron fieles a sus creencias personales, pero por medio de Bono, sobre todo, emprendieron una, a veces efectiva, a veces plomiza, movilización en todos los frentes: por el sida, por el combate contra el hambre, por el medio ambiente… Cualquier excusa era buena para reunirse con el Papa, con Clinton, con Bush padre y Bush hijo, con Tony Blair o con Jaques Chirac después de haberle llamado gilipollas tras haberse saltado la moratoria nuclear haciendo pruebas atómicas en la Polinesia.

El presidente de Nigeria, Olusegun Obasanjo conversa con Bono, cantante de U2, durante una sesión del Foro Económico Mundial, en Davos ( Suiza). AP

Siempre se ha sentido un tipo de aficiones diversas el amigo Hewson: “Soy un integrante de un grupo, que escribe, que fuma puros, que bebe vino y lee la Biblia. Un fanfarrón al que le encanta pintar cuadros de cosas que no puede ver. Un marido, un padre, amigo de los pobres y a veces de los ricos. Un activista vendedor de ideas. Jugador de ajedrez, estrella de rock a media jornada, cantante de ópera del grupo de folk más ruidoso del mundo…”.

Y en sus ratos libres, líder global que no parece cobrar cara la foto. Lo hace por gusto. O por mera indignación. “Siento furia dentro de mí, pero he adoptado buenos modales para disfrazarla”.

El caso es que Bono ha explicado muy bien su pasión por la política desde chiquillo: “Soy dublinés. Si toma usted un taxi en el aeropuerto de Dublín, lo más seguro es que el conductor le cobre de más; pero le compensará con un discurso sobre la actualidad. En todos los pubs y todas las casas se habla de política. Recuerdo muy bien que en mi familia las comidas de Navidad acababan con gritos y peleas a causa de ella. Los Hewson preferíamos eso a hablar de religión: mi padre era católico y mi madre protestante. Para evitar la clásica bronca irlandesa entre ambas creencias, dábamos repasos apasionados a la actualidad doméstica e internacional. Cuando crecí un poco, empecé a provocar a mis padres diciéndoles que su cristianismo era una simple rutina, una ficción de respetabilidad burguesa, y que la rebeldía implícita en la vida de Cristo no era visible en sus respectivas fes. Me interesaron mucho, más tarde, la revolución sandinista y la teología de la liberación. En fin, mi interés por la situación del mundo se desarrolló en torno a la mesa familiar”.

El escenario de U2 en Barcelona con su gira 360º. MARCEL.LI SAENZ MARTINEZ

No por esta pasión desatada de su voz descuidaron dar pasos de gigante en sus concepciones del directo. La ingeniería de sus producciones, sin embargo, iba encaminada a dejar patente una pirueta curiosa: que se impusiera siempre su autenticidad musical, muy centrada en la riqueza sin límites de The Edge, acompañada del carisma de Bono. Con la música como tótem, abordaron, volcados en la grandilocuencia y rompiendo límites, sus Zoo Tv Tour, Pop Mart, Elevation y Vertigo Tour, o, sobre todo, su 360º Tour previo a este nuevo iNNOCENCE + eXPERIENCE.

Tampoco dejaron de lado el negocio. Alarmados por la inquietante decadencia de la industria, Bono en persona, tal como cuenta William Isaacson en su biografía de Steve Jobs, decidió aliarse al genio florentino y difícil de tratar de la tecnología. Les unía su disposición a salvar las respectivas cuentas y las de todos aquellos que confiaran en la audacia de Jobs también para apoyar un negocio que se venía abajo. Él pretendía sacar ventaja y crear nuevos modelos de negocio basados en la digitalización y la venta por internet. Antes, lo anterior debía quedar derruido. Pertenecía a los brontosaurios de lo analógico, lo palpable. Carne de melancólico coleccionismo: el disco.

Una criatura inventada por Jobs les seducía: el ya jubilado iPod. Bono quería uno propio… Con su diseño exclusivo, en negro. La ocasión se presentó con How to dismantelate an atomic bomb, un disco crepuscular, cocinado tras otra resurrección exitosa vivida gracias al efectivo Things that you can’t leave behind. Aquella alianza no hacía más que comenzar y, pese a la muerte de Jobs, ha llegado hasta el presente con la polémica acción que emprendieron en el lanzamiento de Songs of innocence. Decidieron descargarlo gratis en todas las cuentas de iTunes.

 La megalomanía había cegado quizás un pequeño detalle: quizás una parte importante de los 500 millones de usuarios no querían contar en su biblioteca con una aportación del grupo. Pidieron perdón, la empresa liderada ahora por Tim Cook puso a disposición de los usuarios una aplicación para no dejar rastro y santas pascuas.

Prueba y error son mantras de nuestra época. U2 han demostrado ser fieles a su tiempo metiéndose en charcos y saliendo de ellos con la misma destreza. Pero no hay duda de que ya forman parte de la historia de la música con mayúsculas, que su rastro es el de un quehacer certero, audaz y basado en una consciente autenticidad: la que despedían aquellos cuatro adolescentes que un buen día quedaron unidos para siempre en sus destinos gracias a un cartel pegado al tablón de anuncios de su instituto.

 El Pais


miércoles, 12 de octubre de 2016

El último trabajo de Lou Reed


Un cofre junta 16 de los álbumes que el neoyorquino publicó entre 1972 y 1986, ahora potenciados por una remasterización brillante

DIEGO A. MANRIQUE
12 OCT 2016



Lou Reed, a principios de los ochenta.  WARING ABBOTT GETTY IMAGES

En sus últimos tiempos, Lou Reed (1942-2013) dejó de hacer canciones. Aparte de la colaboración con Metallica, prefería trenzar música instrumental, en un arco que abarcaba del ruidismo al ambient. Pero no renunció al cuidado de su obra. Con el respaldo de Julian Schnabel, en funciones de escenógrafo y cineasta, rescató su disco más sombrío, Berlin. También supervisó la recuperación de su discografía para RCA y Arista, que ahora nos llega en un mazacote de aspecto funerario, con su póster gigante y su libro de pasta dura.


Hal Willner, productor responsable del proyecto, escribe allí que, escuchando las presentes remasterizaciones, Lou se emocionaba reconociendo detalles que quedaban ocultos en los vinilos; cuatro meses después, estaba muerto. Para compensar la ausencia de sus comentarios, se añaden fragmentos de entrevistas; son apasionantes, pero no olviden que Reed cultivó una relación antagónica con los periodistas y rara vez articuló su proyecto artístico. En 1984 finalmente argumentó que su discografía era el equivalente sonoro de la Gran Novela Americana. Así que aquí tenemos el tomo correspondiente a los años setenta y mitad de los ochenta.

Lo cual no ayuda mucho. Ya sabíamos que Lou poseía una cultura superior a la del rockero medio y que intentó aplicar enseñanzas de Delmore Schwartz, Chandler o Burroughs al formato canción. Pero eso no explica su frustrante trayectoria: alcanzó pronto su cima comercial (Transformer, 1972), gracias al savoir faire de David Bowie y Mick Ronson; hubo luego aciertos ocasionales, entre los experimentos sonoros y las concesiones a la moda-del-momento.

Su personaje público nos fascinaba: el neoyorquino impasible, mezcla de escorpión y animal de compañía. Se empeñó en asegurar que vivía intensamente (“una semana mía es más que un año tuyo”) y le costaría convencernos de que podía ser una persona empática, sensibilizada por problemas sociales y asuntos del corazón. Esas reencarnaciones no aceleraban tanto el pulso.

Hoy sabemos que se exageraba la leyenda del Despiadado Yonqui Bisexual. Sin embargo, fueron miles los que se dejaron arrastrar por la pose, con resultados trágicos. Mucho después, rebosando ira, Lou se preguntaría si aquellos desdichados no sabían distinguir entre el actor y el individuo. Pero el mito del rock asegura que se cantan vivencias. En el caso de Lou, ese equívoco suponía una minusvaloración de su capacidad creativa. Y de su ambición musical, evidenciada en la sucesión de extraordinarios instrumentistas que tuvo a su servicio.

El silencio de los muertos, de tantos muertos, permite ahora escuchar todos estos discos sin lastres y comprobar que sí, que, incluso cuando estaba picajoso o bajo de inspiración, su música contenía los suficientes ganchos para mantener la atención, el pasmo ante su autor.

Con todo, vamos a quejarnos. Esta colección resulta incompleta: faltan dos directos, Lou Reed Live y Live in Italy. Se han quedado fuera muchas rarezas y, caramba, las letras. Puedo imaginarme la respuesta de Lou ante esas objeciones: “Nunca dije que iba a ponerlo fácil”. Así que vamos a quedarnos con una historia que cuenta Hal Willner. Le visitó en sus días finales y le estuvo pinchando música. Willner sabía sus gustos y coló algunas de sus piezas favoritas. En un momento, a Lou se le escaparon las lágrimas. Tipo duro, necesitó disculparse: “Es que soy altamente susceptible a la belleza”.

Lou Reed The RCA & Arista Album Collection Legacy / Sony


El Pais Babelia

Thunder road BRUCE SPRINSTEEN por Nick Hornby




Recuerdo estar escuchando esta canción en 1975 y que me encantaba; recuerdo estar escuchando esta canción y que me encantaba casi lo mismo hace muy poco, hace unos cuantos meses. (Y sí, estaba en un coche, aunque probablemente no iba conduciendo y seguro que no conducía por ninguna autopista de peaje ni carretera ni autovía y el viento no me alborotaba el cabello porque no tengo ni descapotable ni cabellos. No es esa versión de Springsteen). Así que llevo ya un cuarto de siglo adorando esta canción, y la he oído más que ninguna otra, con la posible excepción de... ¿A quién quiero engañar? No hay otras aspirantes. Verán, lo que iba a hacer era suavizar un poco el golpe, meter alguna cosa negra y/o cool (probablemente "Let's Get In On", que considero que es el mejor disco de pop que se ha hecho nunca, y que entraría sin problemas en mi lista de las veinte canciones más oídas, pero no en el número dos. En el número dos -y ahora intento ser sincero— probablemente sería "(White Man) In Hammersmith Palais" de The Clash, pero iría mucho, mucho más atrás. Digamos que he puesto "Thunder Road" 1.500 veces (exactamente algo más de una vez por semana durante veinticinco años, eso me suena más o menos correcto, si tenemos en cuenta las repeticiones del primer par de años); "(White Man) In Hammersmith Palais" se habrá apuntado como unas quinientas audiciones. En otras palabras que no hay verdadera competencia.

Me resulta extraño que "Thunder Road" haya sobrevivido mientras que muchas canciones que podrían considerarse mejores -"Maggie May", "Hey jude", "God Save The Queen", "Stir It Uup", "So Tired Of Being Alone", "You're A Big Girl Now"— me resultan menos convincentes según voy envejeciendo. No es que no pueda ver los fallos: "Thunder Road" es recargada, tanto la letra (como señalaba Prefab Sprout, en la vida hay muchas más cosas que coches y chicas, y no hay duda de que cuando escribes canciones sobre la redención hay que huir de la palabra "redención" como de la peste) como la música..., después de todo, estos cuatro minutos y tres cuartos proporcionaron a Jim Steinman y a Meatloaf toda una carrera. También es como resabiada de una manera que no lo es el propio Springsteen, y si en 1975 el romanticismo maldito no era una cursilada, actualmente sin duda lo es.

Pero algunas veces, muy de vez en cuando, canciones, libros, películas y fotografías expresan a la perfección lo que tú eres. Y no lo hacen necesariamente con palabras o imágenes; la conexión es mucho menos directa y más complicada que eso. Cuando estaba empezando a escribir en serio, leí Reunión en el Restaurante Nostalgia de Anne Tyler y de golpe supe qué era yo y qué quería ser, para lo bueno y para lo malo. Es un proceso parecido al de enamorarse. No eliges necesariamente a la persona mejor, ni a la más sensata, ni a la más guapa; persigues otra cosa. Había una parte de mí que más bien se hubiera enganchado de Updike, o Kerouac, o DeLillo, de alguien masculino, por lo menos, o tal vez de alguien un poco más opaco, y desde luego alguien que utiliza tacos, y aunque todos son escritores a los que he admirado en diferentes etapas de mi vida, la admiración es una cosa muy distinta de la clase de transferencia a la que me refiero. Me refiero a entender —o por lo menos sentirme como si entendiese— cada una de las decisiones artísticas, cada impulso, el alma, tanto de la obra como de su creador. "Esto soy yo", quise decir cuando leí la triste, rica, encantadora novela de Anne Tyler. "No soy un personaje, no me parezco en nada a la autora, no he vivido las experiencias de las que escribe. Pero, aún así, eso es lo que yo siento dentro. Así sonaría yo si alguna vez lograse encontrar una voz". Y acabé por encontrar una voz y fue mía, no de ella; pero, de todos modos, el proceso de identificación fue tan potente que todavía no me parece haberme expresado a mí mismo tan bien, tan completamente como Tyler lo hacía entones en mi nombre.

Así que, aunque no soy americano, ni ya muy joven, odio los coches y puedo comprender que tanta gente encuentra a Springsteen histriónico y grandilocuente (pero no por qué lo encuentran machista o patriotero o tonto: este tipo de juicios ignorantes han atormentado a Springsteen durante la mayor parte de su carrera, y provienen de unos listos que en realidad son mucho más tontos de lo que él ha sido jamás), "Thunder Road" logra de alguna forma hablar por mí. Esto es, en parte —y quizás para mi bochorno—, porque un montón de canciones de Springsteen de ese periodo hablan de
hacerse famoso, o por lo menos de alcanzar cierto reconocimiento público por medio del arte: si el último verso de la canción dice "Me largo de aquí para vencer", ¿qué otra cosa podemos pensar salvo que ha vencido, simplemente gracias a cantar la canción, noche tras noche, ante una cantidad de gente cada vez mayor? (Y ¿qué otra cosa tenemos que pensar cuando en "Rosalita" canta, con inocente, gracioso, conmovedor regocijo "que la compañía de discos, Rosie, acaba de darme un gran anticipo"?). Este sueño de la fama nunca es objetable ni repelente, porque procede de una impaciencia, un ansia artística incontrolable -sabe que le sobra talento y paree sugerir que la recompensa adecuada para eso serían los medios económicos que lo satisfagan-, más que del interés por la celebridad en sí misma. Presentar un concurso de televisión o asesinar al presidente no calmaría para nada esa comezón.

Y, naturalmente —y que nadie le diga lo contrario-, si sueñas con llegar a ser escritor, también hay visiones turbias y asquerosas de la fama unidas a esos sueños; "Thunder Road" era mi respuesta a cada carta de rechazo que recibía, a cada duda expresada por amigos o parientes. Vivían en ciudades para perdedores, me decía, y yo, como yo, me largaba de allí para vencer. (Esas ciudades, por cierto, eran Cambridge —llena de doctores y abogados y profesores perdedores— y Londres -llena de perdedores triunfadores de todas clases-, pero no importa. Ése era el material con que tenía que trabajar, y eso hice.)

Ayudaba mucho que, según pasaba el tiempo y yo no daba ninguna señal de largarme a ningún sitio y desde luego no a la velocidad que insinuaba la canción, "Thunder Road" hacía referencia a la edad, y así se adaptaba a esa falta de impulso hacia delante. "Así que tienes miedo y piensas que quizás no somos tan jóvenes ya", cantaba Bruce, y esa frase me ayudaba incluso cuando yo había empezado a dudar si había alguna magia en la noche: seguí pensando que no era ya tan joven durante mucho, mucho tiempo -décadas, en realidad- e incluso hoy prefiero interpretarlo como una nos¬tálgica observación de madurez más que como el miedo agudo que viene con el final de la juventud.
También ayudó que, en algún momento a principios o mitad de los ochenta, me topé con otra versión de la canción, una grabación pirata de estudio con Springsteen solo con una guitarra acústica (está en War And Roses, los cortes piratas de Born To Run); ahí reimagina "Thunder Road" como un evocador, agotado himno al pasado, al amor perdido y las oportunidades evaporadas y las falsas ilusiones y la mala suerte y el fracaso, y eso funcionaba estupendamente para mí también. De hecho, cuando trato de oír en mi cabeza esa última frase siempre me viene primero la versión acústica. Es lenta y lastimera y totalmente convincente: artista que puede persuadirte de la verdad de lo que canta en cualquier versión es un artista capaz de muchísimas cosas.

Hay otras versiones pirata que pongo y me gustan. Una de las cosas fantásticas de la canción tal como aparece en Born To Run es que los primeros compases, con una armónica jadeante y un precioso piano dolorido, suenan en realidad como refiriéndose a algo acontecido antes de empezar la grabación, algo trascendental y triste pero que no destruye toda esperanza; como "Thunder Road" es el primer tema de la cara uno de Born To Run, el álbum empieza, en efecto, con sus propios créditos al final. En las actuaciones de finales de los setenta, durante la gira Darkness on the Edge of Town, Springsteen llevaba ese efecto al máximo entrando en "Thunder Road" desde una de sus canciones más sombrías y desesperadas,"Racing In the Street", y en la otra produce la sensación de un súbito y glorioso apunte de primavera después de un invierno largo y desolador. En las versiones pirata de esas actuaciones de los setenta, "Thunder Road" puede por fin proporcionar la salvación que su colocación en Born To Run le negaba.

Puede ser que la razón por la que "Thunder Road" se mantiene para mí es que, a pesar de su energía y volumen y coches veloces y cabellos, consigue de algún modo sonar a elegía, y cuanto más viejo me hago más puedo escucharla.

Y si es cuestión de eso, supongo que también yo creo que la vida es algo trascendental y triste pero que no destruye toda esperanza, y puede que eso me convierta en un idiota feliz, pero en cualquier caso "Thunder Road" sabe cómo me siento y quién soy, en definitiva, es uno de los consuelos del arte.


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3, verano 2004


sábado, 8 de octubre de 2016

Caravan VAN MORRISON por Nick Hornby




La magnífica versión de "Caravan" en It's Too Late To Stop Now (el álbum de Van Morrison con que más se disfruta, sin discusión, así que ni se te ocurra discutirlo) me suena como pudiera sonar sobre los títulos de crédito al final de la mejor película que hayas visto en tu vida; y si a ti algo te suena así, entonces seguro que por extensión esto significa que también podrían tocarlo en tu propio funeral. Y no creo que eso sea exagerar demasiado la importancia de la propia vida. No todas las películas tienen que ser como Lawrence de Arabia o Apocalypse Now, y tienes que haber tenido muy mala suerte, al menos en nuestra parte del mundo (y si has entrado a una librería y has comprado este libro estás viviendo en la parte del mundo de la que estoy hablando), para no haber experimentado unos pocos momentos de alegría o pura esperanza o triunfo con los puños apretados o una simple satisfacción en medio de toda la esclavitud y la congoja y el dolor. Para mí "Caravan" reconoce y sintetiza todo eso, y el hecho de que lo que produce todo ese desorden extraordinario sea algo que suena estimulante no significa que la canción sea trillada "Caravan" no es una canción sobre la vida o la muerte por lo que yo sé: es una canción sobre gitanos felices y hogueras y encender la radio y cosas así. Pero en ese pasaje largo, amplio, justo antes del climax, cuando el saxo oscila suavemente entrando y saliendo entre las cuerdas bonitas, ocurrentes, neo-chamber, mientras el piano va salpicando motas altas de blues por encima de todo ello, la banda de Morrison parece aislar un momento en algún punto entre la vida y su continuación, un vestíbulo de entrada grande y barroco a un lugar en el que puedes detenerte y pensar sobre todo lo que se ha ido antes. (Dios. Pánico repentino: ¿podéis oír algo de esto, los que ya tenéis el disco o estáis lo bastante interesados como para comprobarlo? Probablemente no. Pero con este libro —se acabó el pánico- no se pretende que tú y yo compartamos la capacidad de oír exactamente las mismas cosas; en otras palabras no es un libro de crítica musical. Todo lo que espero es que tú tengas tus equivalentes, que pases un montón de tiempo escuchando música y viendo caras en su fuego.) Y aunque no seré yo quien se haga el inteligente, por lo que sabemos, ¿es una arrogancia esperar algunas reflexiones de los amigos y la familia? Después de todo es mi funeral. Y no tienen que pensar sólo en mí; pueden pensar en toda clase de cosas, mientras estén a la altura de la ocasión y la música, y no incluyan rollos de comida, e-mails, calzado, etcétera.

La única cosa que me preocupa en esto de que pongan "Caravan" en mi funeral es la sección de cuerda. ¿Pensará la gente que estoy haciendo alguna concesión a la música clásica cuando lo oigan? ¿Se dirán para sus adentros "Qué pena que perdiera el valor de sus convicciones justo al final, igual que todos los demás"? No quisiera que pensaran eso. A no ser que me suceda algo inimaginable en el próximo par de décadas, me habré pasado una vida entera oyendo más o menos sólo música popular en una u otra de sus formas. (Tengo unos pocos CD clásicos, y además los pongo alguna vez; pero nunca respondo a Mozart o a Haydn como si fueran música, simplemente como algo que hace que la habitación huela distinto durante un rato, como una vela perfumada, y no me gusta tratar el arte de ese modo, sin respeto.) Y tampoco me arrepiento. "Le veré hecho polvo por tener algo que ver con esa inanidad que es el pop, punto final", dijo recientemente un escritor y columnista de prensa famoso por su acidez, al intentar defender a un magnate muy conocido del negocio musical al que acaban de encarcelar, pero este rollo ya lo habéis oído antes.

No tengo idea de si el uso que hace de la palabra "pop" es igual que el mío, si piensa que todo lo incluye, Dylan y Marvin Gaye y Neil Young, es inane. Sospecho que sí. No es una queja que yo haya entendido nunca, porque la música, como el color, o una nube, no es ni inteligente ni no inteligente, simplemente es. Un acorde, el más simple componente básico para la partitura de la más banal y tonta canción es una cosa bella, perfecta, misteriosa y cuando un pelmazo emocionalmente alfabético, sin cultura ni educación ni lecturas, junta un par de ellos, tiene todas las posibilidades de crear algo maravilloso y potente. No quiero leer libros inanes, pero los libros se construyen con palabras, nuestros únicos instrumentos para pensar; todo lo que le pido a la música es que suene bien. A pesar de toda su tosca simplicidad, "Twist And Shout" suena bien -de hecho, cualquier intento de hacerla más sofisticada la haría sonar mucho peor— y yo, fundamentalmente, estoy en profundo desacuerdo con cualquiera que haga equivalentes la complicación y la inteligencia musicales con su superioridad. No funciona así, y por eso quizás estas personas desprecian la música pop, porque es una de las muy pocas cosas que no funcionan así. (También suelen odiar los deportes.) A mí la música clásica no me gusta, y no por ser refinada, no soy un esnob a la inversa. No me gusta (o por lo menos, no me emociona) porque me suena a iglesia, y porque, al menos para mis oídos, no puede ocuparse de los pequeños sentimientos que constituyen un día y una semana y una vida, y porque no tiene voces por detrás ni bajos de ritmo ni solos de guitarra, y porque hay un montón de gente que declara que le gusta y en realidad no le gusta ninguna música (ni ninguna cultura) en absoluto, y porque crecí oyendo algo distinto, y porque no tiene la capacidad de hacerme sentir, y porque no necesito que mi música suene "mejor" de lo que ya suena; un gran solo de saxofón, con ingenio, sus pedos y eructos me basta. Así que en mi funeral se tocará "Caravan".

El único problema es ese largo pasaje que mencioné antes, ese trozo que espero que hará que los asistentes piensen y reflexionen, es ese que..., bueno, de acuerdo, aquí está: es el momento en que Van Morrison presenta al grupo. "Terry Adams al chelo..., Nancy Ellis a la viola..., Bill Elwin con la trompeta..., David Hayes al bajo...". ¿Es demasiado extraño? ¿Puede de verdad la gente salir de mi funeral escuchando una lista de nombres de gente a la que no conocen (ni yo)? He empezado a considerar este pasaje como una especie de reparto metafórico de teatro: por supuesto, no conozco a David Hayes ni a Nancy Ellis, pero, ya sabes..., probablemente conociera a alguien como ellos. Es lo mejor que se me ocurre, y tendrá que servir, porque en esto no voy a cambiar de idea.


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3, verano 2004

sábado, 10 de septiembre de 2016

Heartbreaker LED ZEPPELIN por Nick Hornby



La interpretación tradicional de los jóvenes y su afición por el heavy (o el -nu, o el rap) metal incluye las guitarras como sustitutos del pene, el homoerotismo, y toda suerte de cosas que son signo de perversidad, confusión sexual y neurosis enfermizas y sin tratamiento. Es verdad que pasé un breve período de enamoramiento (no correspondido) del guitarrista irlandés de blues-rock Rory Gallagher; y es verdad que durante los primeros tres o cuatro años de mi vida de fan del rock sólo quería oír cantantes de los que admitirían encantados que comían roedores y/o reptiles. Y aún así sospecho que hay una explicación musical, más que patológica, para mi adhesión juvenil a Zeppelin y a Sabbath y a Deep Purple, básicamente que era incapaz de fiarme de mi juicio sobre una canción. Como uno de esos adultos pretenciosos pero cortos que no van a ver una película si no tiene subtítulos, no quería oír nada que no estuviera bien envuelto en guitarras eléctricas ruidosas y distorsionadas. ¿Cómo iba a saber si no si la música era buena? Las canciones que tocaban al piano o a la guitarra acústica las personas sin bigotes ni barbas (chicas, por ejemplo), personas que comían ensaladas en vez de roedores..., bueno, eso tenía que ser música mala intentando hacerme picar. Ésa debía de ser gente que pretendía ser los Beatles pero no lo era. ¿Cómo podía saberlo si todo estaba así de oculto? No, lo mejor era eludir la cuestión de bueno o malo y en vez de eso quedarme con lo ruidoso. Con lo ruidoso no podías equivocarte demasiado.

También ayudaban los títulos. Los títulos de canciones que no incluían significantes obvios de heavy rock eran como la música sin guitarras ruidosas: alguien podía estar intentando limpiarte el dinero del bolsillo, engañarte para que pensases que era algo que no era. Fíjate en, por ejemplo, Blue, de Joni Mitchell. Bueno, pues yo lo hice, con fuerza, y no me fiaba. Era fácil imaginarse una canción mala titulada "My Old Man" (y sobre todo porque a mi padre le gustaba una canción titulada "My OldMan's a Dustman") o "Little Green" (y no poco porque a mi padre le gustaba una canción titulada "Little Green Apples"); y bien sabe Dios que era imposible decir si el disco era bueno oyendo aquella jodida cosa. Pero las canciones del álbum de Black Sabbath, Paranoia, por ejemplo, eran sólidas, fiables, indicaban de inmediato su calidad. ¿Cómo podía haber una canción mala que se llamase "Iron Man" o "War Pigs" o -eso ya colmaba mi copa- " Rat Salad" ?

Así que, para mí, aprender a disfrutar de canciones más tranquilas -canciones country, soul y folk, baladas interpretadas por mujeres y toca¬das al piano o a la viola o cualquier maldita cosa, canciones con armonías y títulos como "Carey" (porque, ¿a quién que tenga un par de oídos que le funcionen no le encanta Blue?)— no tiene que ver con hacerme mayor, sino con la adquisición de confianza musical, capacidad para juzgar por mí mismo. Parece aveces que, con cada año que pasaba, se me iba quitando una capa de guitarra estruendosa, hasta que finalmente alcancé la fase en la que puedo, espero, distinguir una buena canción de George Jones de una mala. Las canciones así desnudas, sin una puntada de Stratocaster en ellas, dan miedo: tienes que entenderlas por ti mismo.

Y luego, una vez que eres capaz de esto, te vuelves tan perezoso y tienes tanto miedo de tu propia capacidad de juicio como a los catorce años. ¿Cómo puedes saber si un CD es bueno o no? Busca pruebas de un buen gusto tranquilo, ésa es la forma. Busca una carátula muy formal en blanco y negro, indicios firmes de violas, tal vez la aparición especial de alguien con clase, algún título irónico en las canciones, una pegatina con una cita sacada de una crítica en Mojo o en algún periódico serio, tal vez un par de referencias en algún lado a la literatura o al cine y, naturalmente, dejar por completo de escuchar música que toquen unos tipos gritones, con pantalones de cuero y pelambre alborotada. Porque ¿cómo se supone que vas a saber si es bueno o no, si lo tocan de modo tan estridente unas personas con un aspecto tan hostil a la estética de la modernidad sobreentendida?

En algún momento de estos últimos años, descubrí que mi dieta musical tenía pocos hidratos de carbono, y que el riff del rock es esencial para la nutrición, especialmente en los coches y en las giras de presentación de libros, cuando necesitas algo rápido y barato que te ayude a pasar un día muy largo. Nirvana, The Bends y The Chemical Brothers volvieron a estimular mi apetito, pero sólo Led Zeppelin consiguió satisfacerlo; de hecho, si alguna vez tuviera que tararear un riff de heavy metal a algún extraño desconcertado, elegiría el del "Heartbreaker" de Led Zeppelin II. No estoy seguro de que si me pusiera a hacer "DANG DANG DANG DANG DA-DA- DANG, DA-DA-DA-DA-DA DANG DANG DA¬DA-DANG" le ilustraría especialmente, pero sentiría que había hecho lo mejor que me permitían las circunstancias. Incluso escrito de este modo (aunque con ayuda de las mayúsculas) me parece que esa potencia gloriosa e imbécil del tema se transmite sin ambigüedades, eficazmente. Léalo otra vez. ¿Lo ve? Tiene ritmo.

Lo que más me gusta de haber redescubierto a Led Zeppelin -y de escuchar a The Chemical Brothers, y The Bends— es que ya no pueden estar confortablemente acomodados en mi vida. Hoy mucho de lo que consumimos cuando nos hacemos mayores tiene que ver con acomodarse: tengo hijos, y vecinos, y una pareja que sería completamente feliz si no oyera otro riff de heavy metal ni otro golpe a ritmo de rock en su vida; tengo menos tiempo, menos tolerancia para los coñazos, más interés por el buen gusto, más confianza en mi propio juicio. La cultura con la que me rodeo es reflejo de mi personalidad y de las circunstancias de mi vida, que en parte es como debe ser. Durante el aprendizaje de esto, sin embargo, hay cosas que se pierden, también, y una de las cosas que se perdieron —junto con el gusto por, no sé, los dramas de hospital sobre niños y enfermos y el cine experimental— fue Jimmy Page. El ruido que hace ya no es lo que yo soy, aunque sigue siendo un ruido que merece escucharse; es también un recordatorio de que intentar crecer con inteligencia tiene un coste.


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3, verano de 2004.


miércoles, 7 de septiembre de 2016

Las canciones de una vida


Led Zeppelin, Van Morrison, Bruce Springsteen... la banda sonora personal del escritor pop por excelencia.

Nick Hornby (Maidenhead, Inglaterra, 1957) es y será siempre el escritor pop por excelencia. Debe ser también el escritor británico más americano de la historia ("Sólo leo novelas americanas. Sólo veo televisión americana", no se cansa de repetir en cuanta entrevista se le pone por delante). Pero, sobre todo, Hornby, como muchos habitantes de lo que él llama "esta parte del mundo" ("y si has entrado a una librería y has comprado este libro estás viviendo en la parte del mundo de la que estoy hablando"), tiene ojos y oídos únicamente para la música pop. La diferencia está en que no tiene empacho alguno en reconocerlo. Le ha dedicado una novela entera, la sufrida y redentora -y llevada con gran éxito al cine- Alta Fidelidad (Ediciones B, 1995). Y, además, tiene por sana costumbre reservarle un papel protagonista en los argumentos de casi todos sus libros. La otra cosa a la que Nick Hornby parece adicto es a las listas. Cuando Rob Gordon, protagonista de Alta Fidelidad, lanza a diestra y siniestra listas de canciones -cinco mejores canciones de Navidad, cinco mejores canciones sobre cerveza, cinco mejores canciones para tocar en mi funeral-, uno puede atisbar a un joven, atolondrado y todavía nada exitoso Hornby disparando listas entre pintas de cerveza en algún bar londinense. Así que ahora, con 31 canciones (Anagrama, 2004), ha escrito el libro más Hornby que se nos pueda ocurrir. Toda una vida -y más-encerrada en las canciones -en su mayoría norteamericanas- que le han ayudado a sobrevivir. Canciones que lo conmueven sin más, que funcionan a modo de cartografía y diario personal. Lejos de ser un libro de crítica musical, 31 canciones es un viaje de carretera con el estéreo a todo volumen. Y el copiloto, quien acomoda los espejos y cambia las cintas, no es otro que el incansable Nick Hornby.

31 canciones aparece en julio editado por Anagrama. Nick Hornby es además autor de Cómo ser buenos (Anagrama, 2002), Érase una vez un padre (Ediciones B, 1999) y Fiebre en las gradas (Ediciones B, 1996).


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3. Verano 2003

viernes, 2 de septiembre de 2016

Bert Jansch, la emoción en la austeridad


Una campaña de reediciones reivindica al genio escocés que influyó a Paul Simon, Nick Drake, Donovan o Jimmy Page. El magisterio de este icono de la música pop no decayó hasta su último aliento

IGNACIO JULIÀ
24 AGO 2016 
 EL GUITARRISTA ESCOCÉS BERT JANSCH, EN LONDRES EN 1985.

Neil Young le comparó a un Jimi Hendrix que hubiese elegido la guitarra acústica para hacer avanzar el arte de las seis cuerdas. Sin embargo, lo de Bert Jansch (Glasgow, 1943-Londres, 2011) no fue simple virtuosismo, sino pura encarnación de la búsqueda de emoción en la austeridad. En sus grabaciones no hay florituras innecesarias, sí en cambio la pesadumbre del ensimismado apenas aliviada por breves destellos anímicos. Paul Simon y Nick Drake, Donovan y Jimmy Page serán alumnos aventajados y más aplaudidos, pero el maestro mantendrá su insobornable actitud creativa hasta el final. Una presencia musical ignorada por el gran público, cuyo carisma orgánico y ausencia de vana gestualidad merecen reivindicarse en este presente sometido a una ilusoria virtualidad.

'Nicola' (1967)

Así lo confirma la actual campaña de reediciones —media docena de títulos rescatados entre los sellos Sanctuary y Earth, acudiendo a las cintas originales para preservar sus prístinas cualidades—, iniciada el año pasado con su debut, Bert Jansch (1965). Grabado de modo precario a su llegada a Londres, el álbum estaba llamado a ser un hito en la música británica, que en aquel momento vivía un fructífero reencuentro con un acervo tradicional largamente denostado. En su repertorio, guiños al jazz de Charles Mingus cohabitan con los hallazgos de su contemporáneo Davey Graham, otro fundamental guitarrista, y con las taciturnas observaciones de la vida bohemia en la capital de un exilado escocés. Incluye uno de sus temas más conocidos, ‘Needle of Death’, sombría denuncia de los peligros de la heroína. Pese a su dominio del canon folk, el ocasional romanticismo de Jansch evita lo sentimental con la gravedad del trovador sin ínfulas, sobrio transmisor de relatos y sentimientos.
'Birthday Blues' (1969)

Cuando Bert encuentra a su alma gemela, el también guitarrista John Renbourn, los aficionados califican el emparejamiento de ‘’folk barroco’’ y nacen Pentangle. Antes de que la banda debute en 1968, Jansch topará con las demandas del negocio: su tercer álbum, Nicola, acoge guitarra eléctrica, batería y sección de cuerda en algunos temas. Los puristas se escandalizan, pero se equivocan, pues volver a escucharlo es billete sin escalas a un lugar y una época, 1967, en la que el rock experimenta su definitiva cristalización. Sorprende ese halo de disco maldito, pues muchos de los futuros cantautores folk también se avendrían a esa dulcificación en arreglos y orquestación para atraer al público pop. Jansch suena liberado de esas imposiciones en Birthday Blues (1969), que acoge una docena de temas propios donde regresa a las esencias que le nutrían acompañado por la sección rítmica de Pentangle, el batería Terry Cox y el prodigioso bajista Danny Thompson. El mejunje de folk, jazz y rock de la banda madre adquiere aquí otra coloración por el añadido de instrumentos de viento.


'Avocet', de 1979.

Los años setenta observarán el declive folk, pero elepés como Rosemary Lane (1971) y Moonshine (1973) nos recuerdan que Jansch seguía en forma. El primero le capta volviendo a la campiña, armado únicamente de una acústica, para recobrar la sencillez de sus orígenes; el segundo ofrece un sonido más denso, con Tony Visconti al bajo y la esposa de este, Mary, cantando a dúo con Jansch ‘The First Time I Ever Saw Your Face’, de Ewan MacColl. La revuelta punk relegará definitivamente a las viejas glorias del revival folk al circuito de clubes del que habían surgido. Las nuevas grabaciones de Jansch son retrasadas y, en 1977, acepta registrar en Dinamarca una deliciosa colección titulada Avocet, seis radiantes temas instrumentales inspirados en aves acuáticas de las islas. El efecto es iridiscente como los rayos vespertinos sobre una laguna, los sonidos de una naturaleza hermosa e indescifrable colándose entre acordes y punteos, conjurando una gentil potencia expresiva. Reeditado en formato libro con ilustraciones de los pájaros evocados.


'From the Outside', de 1985.

Hasta la fecha, la restauración del legado de Jansch se completa con dos títulos de 1985: el majestuoso From the Outside, que parece mantenerle anclado en la edad de oro del folk, y Colours Are Fading Fast, grabado junto a la que sería su esposa, Loren Auerbach, ampliado en un triple elepé. Por último, una rareza grabada en vivo, Live at the 12 Bar (1996), verifica que el magisterio de este singular músico no decaería hasta su último aliento.

 Babelia nº 1.291. El Pais. 20 de Agosto de 2016.



Muere el ingeniero de sonido Rudy Van Gelder

OBITUARIO

Estrella de los estudios de grabación del sello Blue Note, su toque está detrás de discos míticos como 'A Love Supreme' o 'Walkin''

CHEMA GARCÍA MARTÍNEZ
Madrid 26 AGO 2016
Rudy Van Gelder, en su estudio de grabación. FRANCIS WOLFF

¿Puede un ingeniero de grabación cambiar el curso de la historia?. La respuesta tiene un nombre: Rudy Van Gelder. “Hay algo que llamo el toque Van Gelder”, explicaba Freddie Hubbard. “Para mí, ese toque es la definición perfecta de cómo debe sonar un disco de jazz”. Responsable indirecto, o no tan indirecto, de más de un centenar de obras maestras, el primus inter pares entre los ingenieros de grabación de la historia del jazz falleció el martes, a los 91 años de edad. No se han dado a conocer las causas ni el lugar en que tuvo lugar el suceso.

Había nacido un 2 de noviembre de 1924 en Jersey City, Nueva York. Una existencia anodina como estudiante de optometría: nada noticiable. La vida del preadolescente Rudolph va a dar un giro radical el día en que acuda a un estudio radiofónico junto a un grupo de amigos. El joven cae de rodillas delante de la mesa de mezclas. “Esto es lo que quiero ser”, se dice. Dicho y hecho, por 2 dólares y 98 centavos adquiere un aparato de grabación casero y convierte la sala de estar de sus padres en lo que más tarde va a ser conocido como “el legendario Estudio Hackensack”. Van Gelder -lo que hoy llamaríamos un gafapasta con iniciativa- comienza grabando a los amigos y vecinos, algún músico aficionado… pronto, empiezan a llegarle los pedidos desde Nueva York. Zoot Sims, Phil Urso o Lennie Tristano solicitan sus servicios. Visto lo visto, los padres de la criatura se deciden a abrir una entrada directa desde la calle a su dormitorio con ánimo de no interferir en las grabaciones. La criatura, por lo demás, aún no ha dado el salto: optometrista de día, ingeniero de grabación por las noches. Hasta que una de sus grabaciones cae en manos de Alfred Lion, el cofundador y copropietario de Blue Note Records, en lo que será el comienzo de una vieja amistad y la excusa que el más jazzístico de los optometristas del estado de Nueva York utilizará para emanciparse definitivamente. Tres años más tarde -en 1959-, Van Gelder inaugura su propio estudio de grabación en medio de un bosque, a unos 20 minutos en coche del centro de Manhattan. Todo cuanto contiene el edificio con forma de iglesia ha sido meticulosamente diseñado por el escurridizo y enigmático genio de los botones. Englewood Cliffs –todavía en uso- va a ser su santuario. Van Gelder en persona se encarga de la disposición de las sillas, la decoración y la iluminación, o su ausencia, dependiendo del mood. Busca la complicidad con el artista, que se sienta como en casa, o el club. “Uno iba a grabar con Van Gelder”, sigue Hubbard, “y era como asistir a una representación teatral”.

Es el toque Van Gelder: meticuloso hasta la exasperación, pero deslumbrante, en los resultados. Nadie, sino él, puede posar sus dedos sobre su colección de micrófonos Neumann U-47 fabricados en Alemania (pero, incluso él, debe utilizar guantes de cirujano). Y no solo eso: también ha borrado las marcas del equipo, “por si acaso”, especifica el interesado, sin especificar mucho. Lo que cuenta, en última instancia, es el resultado. Y este no puede ser más elocuente. Discos como A Love Supreme, de John Coltrane, Walkin', de Miles Davis, y Song for my Father, de Horace Silver, pero también Yesterday You Said Tomorrow, de Christian Scott, grabados para los más diversos sellos, llevan la firma indeleble del genial y exasperante ingeniero de grabación. Es el sonido Van Gelder; un sonido duro, no exactamente dinámico, pero sí intenso, cálido, adaptable al artista según sus características. Para muchos, el sonido del Jazz. Con mayúsculas.


El Pais

miércoles, 17 de agosto de 2016

El Cabrero y su visión salvaje

FESTIVAL DEL CANTE DE LAS MINAS

ANTONIO PARRA, La Unión

 José Domínguez El Cabrero lleva más de 50 años sobre los escenarios, desde que participara, en el tardofranquismo, en los primeros espectáculos reivindicativos del grupo sevillano La Cuadra. Y aunque ha perdido facultades (los años no perdonan) mantiene todas las características que le hicieron inmensamente conocido entre públicos diversos, pero especialmente en su Andalucía entre los campesinos que soñaban con ocupar fincas de duquesas y señoritos y reivindicaba aquello de que la tierra es para quien la trabaja.

Aunque tal vez hayan pasado sus mejores años, sigue conservando el favor del público, que todavía jalea sus fandangos al límite, con letras contra todo poder, anarquizantes, fáciles de entender y de aplaudir. Quizás le esté ayudando ahora la nueva situación política, que algunos comparan con los años del tránsito a la democracia,y el hecho de que ha ido adaptando algunas letras a los tiempos que corren.



El Cabrero, durante su actuación en el Festival de La Unión. / PEDRO MARTÍNEZ



Y, sin embargo, más que una postura directamente social su respiración vital va más a la reivindicación de una vida bravia y salvaje, libérrima, serrana y casi animal. De ahí su declaración de principios a veces con el símbolo del macho montes, un subliminal retrato de sí mismo. Hay en su cante y en su actitud algo así como un panandalucismo o una especie de panteísmo laico y social.
Aunque a estas alturas de su carrera ya da lo mismo, no se puede decir que su cante haya sido nunca ni acompasado (a la guitarra le hace el mismo caso que un águila a un stop de carretera) ni templado ni afinado, pero su voz tiene algo atractivo, viril (flamenco, sí) que llega.

Así ocurrió en la madrugada del sábado durante la primera y larguísima de las galas de la 56 edición del Festival Internacional del Can-te de las Minas de La Unión, que abrió el cantaor, también sevillano, Manuel Cuevas, ganador de la Lámpara Minera en 2002. Una actuación excesiva en muchos sentidos, comenzando por la duración, casi dos horas.

Antes, el alcalde de la ciudad minera, Pedro López Milán, entregó el premio Catedral del Cante, reservado a países que han contribuido a la divulgación del flamenco, a Alemania.

Borges escribió unas milongas para ser cantadas, tanto es así que el cartagenero Curro Piñana las encontró muy flamencas y grabó algunas de ellas por soleares, con el permiso explícito de la viuda del genial escritor argentino, María Kodama (por cierto, a Borges le gustaba el flamenco, y a ella, le encanta): "Manuel Flores va a morir / eso es moneda corriente / morir es una costumbre / que sabe tener la gente".

El Cabrero  también  ha adaptado  algún  poema de Borges (tan en el extremo vital y político del cantaor sevillano), como La lluvia, que el cantaor interpreta por bulerías, un tema precioso, conmovedor: "Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa". En La Unión, ¡ay!, no la cantó, aunque sí Luz de luna o Si se calla el cantor, canciones al compás de bulerías donde, curiosamente,   alcanza   siempre sus mejores registros.


El Pais, Revista de Agosto, domingo 7 de agosto de 2016

lunes, 15 de agosto de 2016

PEPE HABICHUELA & JUAN HABICHUELA

La genética del flamenco
POR GUILLERMO ABRIL


EL PATRIARCA Juan Habichuela ha muerto. Les abandonó el 30 de junio. Era un dios de la guitarra. Quizá el mejor acompañando una voz. Juan es su nieto. Habichuela como él. Y granadino. Amamantado en las cuevas del Sacromonte, 27 años:
-Haz un fraseo y yo te acompaño, tío, dice el joven con respeto.
Asiente su tío Pepe. Nacido en 1944. También Habichuela. Hermano menor del difunto. Y ya patriarca del clan. De nombre José Antonio Carmona Carmona, el cabeza de una familia cuyas raíces flamencas se remontan al siglo XIX. En ella convive el pop de Ketama (es padre y tío de sus componentes) con el toque puro; y cuentan hasta ocho guitarristas en activo.

Juan Habichuela y su tío abuelo Pepe Habichuela nunca se habían juntado a tocar. En la imagen, sobre el tablao de Casa Patas (Madrid).

Juan y su tío Pepe nunca habían entrelazado sus instrumentos. Una voluta de humo cruza el escenario. Fuman. Se miran. Ahí van. Uno habla y el otro responde. Cierran los ojos. Serpentean sus dedos. Y algo familiar, casi genético, envuelve la sala. Suenan crios descamisados correteando en el Albaicín, y un féretro breve y lacado que acarrean sobre sus hombros. Suena el paso del tiempo, Granada y sus generaciones, y suena el nieto curtiéndose estos días junto a José Enrique, cantaor, el hijo pequeño de la familia Morente; igual que el abuelo y también el tío acompañaron en el siglo XX el chorro creativo de Enrique, su padre.

Al descender del tablao, los Habichuela guardan la guitarra en el estuche. Hay fotos en blanco y negro de familiares colgadas en las paredes. Las observan como el que se mira en un espejo. El joven Habichuela abraza al patriarca. El reloj sigue su curso. -EPS


El Pais Semanal nº2.081 / Domingo 14 de agosto de 2016

sábado, 13 de agosto de 2016

MASSIVE ATTACK "BLUE LINES" 1991 CIRCA




Aunque la reciente exhumación de incunables del funk, el jazz y la disco music haya rebajado su cotización en términos absolutos, "Blue Lines" sigue siendo el álbum más emblemático de los noventa. Primero porque, entendiendo la creación como un territorio exterior a los supuestos confines del pop (el concepto de grupo), descubrió un modus operandi entroncado con la tradición sound system que flexibilizó los procesos de composición, grabación y post-producción y anticipó la expedición junglista. Segundo porque, patrocinando por la vía electrónica un encuentro de las constantes culturales de la J música del gueto presente, pasada y futura, se; erigió en alternativa sofisticada al visceral maridaje indie-dance que destapó "Screamadelica" (Primal Scream). Y también porque elevó el reciclaje a la categoría de arte en un inteligente ejercicio de retrovisión. futurista, clásico por antonomasia del subterfugio conceptual de la pasada década.

Por mucho que Daddy G, 3D y Mushroom acreditaran únicamente la versión de "Be Thankful For What You've Got (William DeVaughn) que borda Tom Byron -los plagios de "Mambo" (Wally Badarou) y "Stratus" (Billy Cobham) en "Daydreaming"y "Safe From Harm"se solventaron con un mísero porcentaje de autores-, el debut de Massive Attack contiene suficientes argumentos para cerrar esta lista de los mejores discos del siglo XX. A saber: la rehabilitación del legado del reggae-dub encarnado en Horace Andy; la patente de un género, el trip hop, híbrido de hip hop humano, soul crepuscular y texturas cinematográficas, que permitió disfrutar de Tricky (colaborador y coautor de tres temas) y Portishead; un puñado de grandes canciones como "Unifinished Sympathy", cumbre desde la que-pregunten a la vocalista Shara Nelson- se puede precipitar una carrera; y, [ supuesto, la divulgación con todas sus consecuencias de una nueva sensibilidad. The rebirth of the cool. GERARDO SANZ

SLY & THE FAMILY STONE "THERE'S A RIOT GOIN' ON" 1971 EPIC




A finales de los sesenta, Sly & The Family Stone vivían alimentados por la promesa del sueño psicodélico y bajo la utopía del declive del discurso bélico estadounidense. "There's A Riot Goin' On" escribe el despertar de ese mismo sueño. Como si se tratara de la respuesta a la pregunta que había lanzado pocos meses antes Marvin Gaye en "What's Going On", el rayo de que habla Sly Stone redacta los sinsabores de dicha desilusión y de su propio declive personal.

"Poet"evidencia que el funk positivista se había ralentizado y oscurecido. El cinismo, una manera de bajar los brazos ante su desilusión política, se hace evidente en "(You Caught Me) Smilin'".Y "Spaced Cowboy" muestra la débil frontera entre clarividencia y locura. ¿Qué había ocurrido? Tras sus primeros éxitos, Sly sufrió una doble presión de la que no supo salir: la de la discográfica, que le obligaba a sacar cuatro discos en tres años, y la de la comunidad negra, que en pleno auge del black power sentía la necesidad de identificara sus héroes y vio en Sly Stone a un agente de su causa. La cocaína hizo el resto. Nadie mejor que él definió su huida hacia adelante con "Running Away". Sin embargo, "There's A Riot Goin' On" fue el único LP de Sly & The Family Stone que llegó al número 1, gracias a dos singles luminosos nada representativos del tono sombrío general: "Family Affair", una canción sobre el incesto que se mantuvo en lo más alto de las listas durante cinco semanas; y "Running Away", patrón de la cadena de éxitos de Prince en los ochenta. Como dijo Greil Marcus, "la música pop no refleja los hechos tanto como los absorbe". Sly Stone hizo de su música el reflejo de su vida. Y con ella ha dejado el mejor documento de la resaca del idealismo en los sesenta. Fue un producto de los tiempos que creyó encontrar su redención en el hedonismo. Parece un disco roto, pero es enorme. A cambio, su propia salud pagó las consecuencias. CESAR ESTABIEL

lunes, 1 de agosto de 2016

MUERE JOSÉ MENESE Recuerdo de una noche de cante


Unos amigos nos acercamos a La Puebla de Cazalla porque cantaba un hijo grande del pueblo: José Menese

SANTOS JULIÁ
31 JUL 2016
José Menese, en Barcelona en 2001. VICENS GIMÉNEZ

El 66 sería, y también en una noche de verano, cuando en La Puebla de Cazalla se anunciaba un festival de cante. Y allí que nos acercamos unos amigos de Sevilla porque entre los cantaores figuraba un hijo grande del pueblo, José Menese, de quien ya se decían maravillas. Y fue en verdad una noche de las que ahí quedan, de las que nunca se olvidan. Porque además del delirio de la concurrencia cuando José cerró el festival cantando, como es obligado, por martinete, luego, esos amigos lo acompañamos a su casa, nos sentamos en torno a la mesa del comedor y allí, con otros familiares, y haciéndose un poco de rogar, siguió el cante que desbordaba de su poderosa garganta, por todos los palos habidos y por haber. Maestro en la soleá y la seguiriya, era dueño de un decir con gracia inigualable en los cantes menores y el golpe de su palabra y la potencia y hondura de su voz eran sobrecogedoras en el martinete. Tal vez en la memoria se magnifican los momentos inolvidables pero recuerdo bien que aquella noche volvimos a Sevilla, las del alba tal vez serían, con la piel todavía de gallina.

La música callada del toreo, decía otro amigo, otro José, Bergamín. Yo recuerdo ahora a José Menese como la fuerza silenciosa del cante grande. Nadie respiraba al escucharlo, de tan profunda como era la emoción, todo el mundo no ya callado, sino en silencio, acompañando si acaso con alguna palma sorda, la voz que lo llenaba todo. Es cierto que en el 66, siendo verano o invierno, rondaba también en el aire aquella tensión de la protesta por la libertad arrebatada y los derechos conculcados que escritores como Francisco Moreno Galván llevaron a las letras de amor y pena del cante para ampliar su alcance a la lucha política: el cante como arma de aquel antifranquismo de Triunfo o Cuadernos, de comunistas y cristianos en una irrepetible compañía de viaje. Pero no era esa la fuente de la suspensión del alma que José provocaba nada más arrancar por lo que fuera, por peteneras o por soleás, con un tango o una toná. La fuente era su voz, que venía de lejos, de lo jondo, en la estela de Juan Talega o de Antonio Mairena. Y aquella voz, siempre por encima, o por abajo, de las letras, que escuché por primera vez en La Puebla de Cazalla hace ahora 50 años es lo que nunca ha caído, nunca caerá, de mi recuerdo.


El  Pais


sábado, 30 de julio de 2016

Un accidente en el desbarajuste punk


Una caja que incluye un disco de rarezas devuelve a la actualidad a Ultravox, el grupo que cortó con la complacencia de sus bandas predecesoras

RAFA CERVERA
13 JUL 2016

Imagen promocional del grupo Ultravox en 1979.

Fueron un accidente en medio del desbarajuste punk. Ultravox! (en los primeros años del grupo, su nombre terminaba con un signo de exclamación como guiño a los germanos Neu!) no tenían mucho que ver con coetáneos como Sex Pistols o Buzccocks exceptuando el ansia de cambio. “En 1975 podías sentir la energía que se empezaba a generar en Londres y que apuntaba hacia algo nuevo”, explica por correo electrónico John Foxx. Cuando aún se llamaba Dennis Leigh, dejó sus estudios de arte para dirigir sus pasos hacia el rock, fundando Tiger Lily, que en julio de 1976 pasó a ser Ultravox! “Se estaba gestando una nueva escena underground. Todos estábamos desencantados con la complacencia de las bandas que nos precedían”.



Inmediatamente, Ultravox! marcó diferencias con el punk siguiendo los dictados de art bands como Velvet Underground y unos parámetros que destacan especialmente en los tiempos del Brexit. “Creo que nadie sonaba entonces como lo hacíamos nosotros. Como el cine y la música norteamericanos habían sido algo fantástico, Inglaterra había perdido su conexión con la cultura europea. Quería visualizar cómo habría sido la música inglesa si Estados Unidos jamás hubiese existido”. Usaban cajas de ritmo y sintetizadores Moog cuando lo que imperaba era el sonido furibundo de las guitarras. Fueron contratados por Island Records, compañía para la que grabaron tres álbumes mientras Foxx lideró la banda, material que reaparece ahora en una caja con el añadido de un disco con temas en directo y rarezas. “Nuestro productor al principio fue Steve Lillywhite [que acabaría produciendo a Sioux­sie & The Banshees y los primeros discos de U2]. Pero veía a veces a Brian Eno en las oficinas de la discográfica. Me gustaba su trabajo en solitario y lo que hizo con Roxy Music, y le pedí que trabajara con nosotros en el álbum”.



Ultravox! (1977) avanzaba con su sonido la línea que acabaría desarrollando una banda que se inspiraba en el apocalipsis urbano descrito por J. G. Ballard y William Burroughs. Un rock futurista que acentuó su querencia por los sintetizadores con Ha! Ha! Ha! (1977), publicado cuando el punk ya había mutado en corrientes como la new wave o su secuela más experimental, el pospunk, que tenía en Ultravox! a uno de sus precursores. “La prensa musical no supo ver que en 1978 el punk había terminado y se perdió el nacimiento de una nueva generación de grupos y movimientos que fueron propagándose por toda Inglaterra. La evolución musical estaba siguiendo su ciclo natural. La energía y rabia del punk no se habían diluido, simplemente se estaban transmutando en una forma electrónica mucho más fría”.

Otra de las características que hicieron de esta formación un caso aparte fue un romanticismo que afloraba brevemente a través de baladas mutantes como ‘My Sex’ y la poética ‘Hiroshima Mon Amour’, donde los sintetizadores adquirían cada vez mayor protagonismo. Foxx determinó registrar el que sería su disco final con la banda (firmado con el nombre del grupo ya despojado del signo de exclamación) en Alemania, con Conny Plank, productor de Neu! y Kraftwerk. El resultado de aquellas sesiones fue Systems of Romance (1978), más emparentado con la electrónica que los anteriores. Pero Foxx ya no deseaba seguir perteneciendo al grupo y así lo hizo saber durante una gira por Estados Unidos. “No quería verme sujeto por más tiempo a las obligaciones de estar en una banda. El hecho de haber sido un estudiante de arte me hizo ver que el proyecto que había sido aquel grupo ya era algo tangible. Había llegado el momento de hacer otra cosa”.





Fue una despedida sin acritud. Foxx dejó que sus excompañeros siguieran adelante con el nombre de Ultravox; un año después, ya con Midge Ure como vocalista, alcanzarían un gran éxito comercial con Vienna. Por su parte, Foxx debutaba en solitario con Metamatic, uno de los primeros discos del pop británico grabado con instrumentos electrónicos. “Necesitaba saber qué ocurriría si usaba solo una caja de ritmos y sintetizadores. Hacer lo opuesto a un grupo de rock. Algo desapegado y frío”. En cuestión de meses, una nueva generación de músicos británicos seguía sus pasos, investigando ese “canon europeo” celebrado por Bowie en 1976 en la letra de ‘Station to Station’.


The Island Years. La caja contiene Ultravox!, Ha! Ha! Ha!, Systems of Romance y Rare Retro. Caroline / Music As Usual.


El Pais, Babelia nº1.285, 9 de julio de 2016