sábado, 10 de septiembre de 2016

Heartbreaker LED ZEPPELIN por Nick Hornby



La interpretación tradicional de los jóvenes y su afición por el heavy (o el -nu, o el rap) metal incluye las guitarras como sustitutos del pene, el homoerotismo, y toda suerte de cosas que son signo de perversidad, confusión sexual y neurosis enfermizas y sin tratamiento. Es verdad que pasé un breve período de enamoramiento (no correspondido) del guitarrista irlandés de blues-rock Rory Gallagher; y es verdad que durante los primeros tres o cuatro años de mi vida de fan del rock sólo quería oír cantantes de los que admitirían encantados que comían roedores y/o reptiles. Y aún así sospecho que hay una explicación musical, más que patológica, para mi adhesión juvenil a Zeppelin y a Sabbath y a Deep Purple, básicamente que era incapaz de fiarme de mi juicio sobre una canción. Como uno de esos adultos pretenciosos pero cortos que no van a ver una película si no tiene subtítulos, no quería oír nada que no estuviera bien envuelto en guitarras eléctricas ruidosas y distorsionadas. ¿Cómo iba a saber si no si la música era buena? Las canciones que tocaban al piano o a la guitarra acústica las personas sin bigotes ni barbas (chicas, por ejemplo), personas que comían ensaladas en vez de roedores..., bueno, eso tenía que ser música mala intentando hacerme picar. Ésa debía de ser gente que pretendía ser los Beatles pero no lo era. ¿Cómo podía saberlo si todo estaba así de oculto? No, lo mejor era eludir la cuestión de bueno o malo y en vez de eso quedarme con lo ruidoso. Con lo ruidoso no podías equivocarte demasiado.

También ayudaban los títulos. Los títulos de canciones que no incluían significantes obvios de heavy rock eran como la música sin guitarras ruidosas: alguien podía estar intentando limpiarte el dinero del bolsillo, engañarte para que pensases que era algo que no era. Fíjate en, por ejemplo, Blue, de Joni Mitchell. Bueno, pues yo lo hice, con fuerza, y no me fiaba. Era fácil imaginarse una canción mala titulada "My Old Man" (y sobre todo porque a mi padre le gustaba una canción titulada "My OldMan's a Dustman") o "Little Green" (y no poco porque a mi padre le gustaba una canción titulada "Little Green Apples"); y bien sabe Dios que era imposible decir si el disco era bueno oyendo aquella jodida cosa. Pero las canciones del álbum de Black Sabbath, Paranoia, por ejemplo, eran sólidas, fiables, indicaban de inmediato su calidad. ¿Cómo podía haber una canción mala que se llamase "Iron Man" o "War Pigs" o -eso ya colmaba mi copa- " Rat Salad" ?

Así que, para mí, aprender a disfrutar de canciones más tranquilas -canciones country, soul y folk, baladas interpretadas por mujeres y toca¬das al piano o a la viola o cualquier maldita cosa, canciones con armonías y títulos como "Carey" (porque, ¿a quién que tenga un par de oídos que le funcionen no le encanta Blue?)— no tiene que ver con hacerme mayor, sino con la adquisición de confianza musical, capacidad para juzgar por mí mismo. Parece aveces que, con cada año que pasaba, se me iba quitando una capa de guitarra estruendosa, hasta que finalmente alcancé la fase en la que puedo, espero, distinguir una buena canción de George Jones de una mala. Las canciones así desnudas, sin una puntada de Stratocaster en ellas, dan miedo: tienes que entenderlas por ti mismo.

Y luego, una vez que eres capaz de esto, te vuelves tan perezoso y tienes tanto miedo de tu propia capacidad de juicio como a los catorce años. ¿Cómo puedes saber si un CD es bueno o no? Busca pruebas de un buen gusto tranquilo, ésa es la forma. Busca una carátula muy formal en blanco y negro, indicios firmes de violas, tal vez la aparición especial de alguien con clase, algún título irónico en las canciones, una pegatina con una cita sacada de una crítica en Mojo o en algún periódico serio, tal vez un par de referencias en algún lado a la literatura o al cine y, naturalmente, dejar por completo de escuchar música que toquen unos tipos gritones, con pantalones de cuero y pelambre alborotada. Porque ¿cómo se supone que vas a saber si es bueno o no, si lo tocan de modo tan estridente unas personas con un aspecto tan hostil a la estética de la modernidad sobreentendida?

En algún momento de estos últimos años, descubrí que mi dieta musical tenía pocos hidratos de carbono, y que el riff del rock es esencial para la nutrición, especialmente en los coches y en las giras de presentación de libros, cuando necesitas algo rápido y barato que te ayude a pasar un día muy largo. Nirvana, The Bends y The Chemical Brothers volvieron a estimular mi apetito, pero sólo Led Zeppelin consiguió satisfacerlo; de hecho, si alguna vez tuviera que tararear un riff de heavy metal a algún extraño desconcertado, elegiría el del "Heartbreaker" de Led Zeppelin II. No estoy seguro de que si me pusiera a hacer "DANG DANG DANG DANG DA-DA- DANG, DA-DA-DA-DA-DA DANG DANG DA¬DA-DANG" le ilustraría especialmente, pero sentiría que había hecho lo mejor que me permitían las circunstancias. Incluso escrito de este modo (aunque con ayuda de las mayúsculas) me parece que esa potencia gloriosa e imbécil del tema se transmite sin ambigüedades, eficazmente. Léalo otra vez. ¿Lo ve? Tiene ritmo.

Lo que más me gusta de haber redescubierto a Led Zeppelin -y de escuchar a The Chemical Brothers, y The Bends— es que ya no pueden estar confortablemente acomodados en mi vida. Hoy mucho de lo que consumimos cuando nos hacemos mayores tiene que ver con acomodarse: tengo hijos, y vecinos, y una pareja que sería completamente feliz si no oyera otro riff de heavy metal ni otro golpe a ritmo de rock en su vida; tengo menos tiempo, menos tolerancia para los coñazos, más interés por el buen gusto, más confianza en mi propio juicio. La cultura con la que me rodeo es reflejo de mi personalidad y de las circunstancias de mi vida, que en parte es como debe ser. Durante el aprendizaje de esto, sin embargo, hay cosas que se pierden, también, y una de las cosas que se perdieron —junto con el gusto por, no sé, los dramas de hospital sobre niños y enfermos y el cine experimental— fue Jimmy Page. El ruido que hace ya no es lo que yo soy, aunque sigue siendo un ruido que merece escucharse; es también un recordatorio de que intentar crecer con inteligencia tiene un coste.


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3, verano de 2004.


miércoles, 7 de septiembre de 2016

Las canciones de una vida


Led Zeppelin, Van Morrison, Bruce Springsteen... la banda sonora personal del escritor pop por excelencia.

Nick Hornby (Maidenhead, Inglaterra, 1957) es y será siempre el escritor pop por excelencia. Debe ser también el escritor británico más americano de la historia ("Sólo leo novelas americanas. Sólo veo televisión americana", no se cansa de repetir en cuanta entrevista se le pone por delante). Pero, sobre todo, Hornby, como muchos habitantes de lo que él llama "esta parte del mundo" ("y si has entrado a una librería y has comprado este libro estás viviendo en la parte del mundo de la que estoy hablando"), tiene ojos y oídos únicamente para la música pop. La diferencia está en que no tiene empacho alguno en reconocerlo. Le ha dedicado una novela entera, la sufrida y redentora -y llevada con gran éxito al cine- Alta Fidelidad (Ediciones B, 1995). Y, además, tiene por sana costumbre reservarle un papel protagonista en los argumentos de casi todos sus libros. La otra cosa a la que Nick Hornby parece adicto es a las listas. Cuando Rob Gordon, protagonista de Alta Fidelidad, lanza a diestra y siniestra listas de canciones -cinco mejores canciones de Navidad, cinco mejores canciones sobre cerveza, cinco mejores canciones para tocar en mi funeral-, uno puede atisbar a un joven, atolondrado y todavía nada exitoso Hornby disparando listas entre pintas de cerveza en algún bar londinense. Así que ahora, con 31 canciones (Anagrama, 2004), ha escrito el libro más Hornby que se nos pueda ocurrir. Toda una vida -y más-encerrada en las canciones -en su mayoría norteamericanas- que le han ayudado a sobrevivir. Canciones que lo conmueven sin más, que funcionan a modo de cartografía y diario personal. Lejos de ser un libro de crítica musical, 31 canciones es un viaje de carretera con el estéreo a todo volumen. Y el copiloto, quien acomoda los espejos y cambia las cintas, no es otro que el incansable Nick Hornby.

31 canciones aparece en julio editado por Anagrama. Nick Hornby es además autor de Cómo ser buenos (Anagrama, 2002), Érase una vez un padre (Ediciones B, 1999) y Fiebre en las gradas (Ediciones B, 1996).


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3. Verano 2003

viernes, 2 de septiembre de 2016

Bert Jansch, la emoción en la austeridad


Una campaña de reediciones reivindica al genio escocés que influyó a Paul Simon, Nick Drake, Donovan o Jimmy Page. El magisterio de este icono de la música pop no decayó hasta su último aliento

IGNACIO JULIÀ
24 AGO 2016 
 EL GUITARRISTA ESCOCÉS BERT JANSCH, EN LONDRES EN 1985.

Neil Young le comparó a un Jimi Hendrix que hubiese elegido la guitarra acústica para hacer avanzar el arte de las seis cuerdas. Sin embargo, lo de Bert Jansch (Glasgow, 1943-Londres, 2011) no fue simple virtuosismo, sino pura encarnación de la búsqueda de emoción en la austeridad. En sus grabaciones no hay florituras innecesarias, sí en cambio la pesadumbre del ensimismado apenas aliviada por breves destellos anímicos. Paul Simon y Nick Drake, Donovan y Jimmy Page serán alumnos aventajados y más aplaudidos, pero el maestro mantendrá su insobornable actitud creativa hasta el final. Una presencia musical ignorada por el gran público, cuyo carisma orgánico y ausencia de vana gestualidad merecen reivindicarse en este presente sometido a una ilusoria virtualidad.

'Nicola' (1967)

Así lo confirma la actual campaña de reediciones —media docena de títulos rescatados entre los sellos Sanctuary y Earth, acudiendo a las cintas originales para preservar sus prístinas cualidades—, iniciada el año pasado con su debut, Bert Jansch (1965). Grabado de modo precario a su llegada a Londres, el álbum estaba llamado a ser un hito en la música británica, que en aquel momento vivía un fructífero reencuentro con un acervo tradicional largamente denostado. En su repertorio, guiños al jazz de Charles Mingus cohabitan con los hallazgos de su contemporáneo Davey Graham, otro fundamental guitarrista, y con las taciturnas observaciones de la vida bohemia en la capital de un exilado escocés. Incluye uno de sus temas más conocidos, ‘Needle of Death’, sombría denuncia de los peligros de la heroína. Pese a su dominio del canon folk, el ocasional romanticismo de Jansch evita lo sentimental con la gravedad del trovador sin ínfulas, sobrio transmisor de relatos y sentimientos.
'Birthday Blues' (1969)

Cuando Bert encuentra a su alma gemela, el también guitarrista John Renbourn, los aficionados califican el emparejamiento de ‘’folk barroco’’ y nacen Pentangle. Antes de que la banda debute en 1968, Jansch topará con las demandas del negocio: su tercer álbum, Nicola, acoge guitarra eléctrica, batería y sección de cuerda en algunos temas. Los puristas se escandalizan, pero se equivocan, pues volver a escucharlo es billete sin escalas a un lugar y una época, 1967, en la que el rock experimenta su definitiva cristalización. Sorprende ese halo de disco maldito, pues muchos de los futuros cantautores folk también se avendrían a esa dulcificación en arreglos y orquestación para atraer al público pop. Jansch suena liberado de esas imposiciones en Birthday Blues (1969), que acoge una docena de temas propios donde regresa a las esencias que le nutrían acompañado por la sección rítmica de Pentangle, el batería Terry Cox y el prodigioso bajista Danny Thompson. El mejunje de folk, jazz y rock de la banda madre adquiere aquí otra coloración por el añadido de instrumentos de viento.


'Avocet', de 1979.

Los años setenta observarán el declive folk, pero elepés como Rosemary Lane (1971) y Moonshine (1973) nos recuerdan que Jansch seguía en forma. El primero le capta volviendo a la campiña, armado únicamente de una acústica, para recobrar la sencillez de sus orígenes; el segundo ofrece un sonido más denso, con Tony Visconti al bajo y la esposa de este, Mary, cantando a dúo con Jansch ‘The First Time I Ever Saw Your Face’, de Ewan MacColl. La revuelta punk relegará definitivamente a las viejas glorias del revival folk al circuito de clubes del que habían surgido. Las nuevas grabaciones de Jansch son retrasadas y, en 1977, acepta registrar en Dinamarca una deliciosa colección titulada Avocet, seis radiantes temas instrumentales inspirados en aves acuáticas de las islas. El efecto es iridiscente como los rayos vespertinos sobre una laguna, los sonidos de una naturaleza hermosa e indescifrable colándose entre acordes y punteos, conjurando una gentil potencia expresiva. Reeditado en formato libro con ilustraciones de los pájaros evocados.


'From the Outside', de 1985.

Hasta la fecha, la restauración del legado de Jansch se completa con dos títulos de 1985: el majestuoso From the Outside, que parece mantenerle anclado en la edad de oro del folk, y Colours Are Fading Fast, grabado junto a la que sería su esposa, Loren Auerbach, ampliado en un triple elepé. Por último, una rareza grabada en vivo, Live at the 12 Bar (1996), verifica que el magisterio de este singular músico no decaería hasta su último aliento.

 Babelia nº 1.291. El Pais. 20 de Agosto de 2016.



Muere el ingeniero de sonido Rudy Van Gelder

OBITUARIO

Estrella de los estudios de grabación del sello Blue Note, su toque está detrás de discos míticos como 'A Love Supreme' o 'Walkin''

CHEMA GARCÍA MARTÍNEZ
Madrid 26 AGO 2016
Rudy Van Gelder, en su estudio de grabación. FRANCIS WOLFF

¿Puede un ingeniero de grabación cambiar el curso de la historia?. La respuesta tiene un nombre: Rudy Van Gelder. “Hay algo que llamo el toque Van Gelder”, explicaba Freddie Hubbard. “Para mí, ese toque es la definición perfecta de cómo debe sonar un disco de jazz”. Responsable indirecto, o no tan indirecto, de más de un centenar de obras maestras, el primus inter pares entre los ingenieros de grabación de la historia del jazz falleció el martes, a los 91 años de edad. No se han dado a conocer las causas ni el lugar en que tuvo lugar el suceso.

Había nacido un 2 de noviembre de 1924 en Jersey City, Nueva York. Una existencia anodina como estudiante de optometría: nada noticiable. La vida del preadolescente Rudolph va a dar un giro radical el día en que acuda a un estudio radiofónico junto a un grupo de amigos. El joven cae de rodillas delante de la mesa de mezclas. “Esto es lo que quiero ser”, se dice. Dicho y hecho, por 2 dólares y 98 centavos adquiere un aparato de grabación casero y convierte la sala de estar de sus padres en lo que más tarde va a ser conocido como “el legendario Estudio Hackensack”. Van Gelder -lo que hoy llamaríamos un gafapasta con iniciativa- comienza grabando a los amigos y vecinos, algún músico aficionado… pronto, empiezan a llegarle los pedidos desde Nueva York. Zoot Sims, Phil Urso o Lennie Tristano solicitan sus servicios. Visto lo visto, los padres de la criatura se deciden a abrir una entrada directa desde la calle a su dormitorio con ánimo de no interferir en las grabaciones. La criatura, por lo demás, aún no ha dado el salto: optometrista de día, ingeniero de grabación por las noches. Hasta que una de sus grabaciones cae en manos de Alfred Lion, el cofundador y copropietario de Blue Note Records, en lo que será el comienzo de una vieja amistad y la excusa que el más jazzístico de los optometristas del estado de Nueva York utilizará para emanciparse definitivamente. Tres años más tarde -en 1959-, Van Gelder inaugura su propio estudio de grabación en medio de un bosque, a unos 20 minutos en coche del centro de Manhattan. Todo cuanto contiene el edificio con forma de iglesia ha sido meticulosamente diseñado por el escurridizo y enigmático genio de los botones. Englewood Cliffs –todavía en uso- va a ser su santuario. Van Gelder en persona se encarga de la disposición de las sillas, la decoración y la iluminación, o su ausencia, dependiendo del mood. Busca la complicidad con el artista, que se sienta como en casa, o el club. “Uno iba a grabar con Van Gelder”, sigue Hubbard, “y era como asistir a una representación teatral”.

Es el toque Van Gelder: meticuloso hasta la exasperación, pero deslumbrante, en los resultados. Nadie, sino él, puede posar sus dedos sobre su colección de micrófonos Neumann U-47 fabricados en Alemania (pero, incluso él, debe utilizar guantes de cirujano). Y no solo eso: también ha borrado las marcas del equipo, “por si acaso”, especifica el interesado, sin especificar mucho. Lo que cuenta, en última instancia, es el resultado. Y este no puede ser más elocuente. Discos como A Love Supreme, de John Coltrane, Walkin', de Miles Davis, y Song for my Father, de Horace Silver, pero también Yesterday You Said Tomorrow, de Christian Scott, grabados para los más diversos sellos, llevan la firma indeleble del genial y exasperante ingeniero de grabación. Es el sonido Van Gelder; un sonido duro, no exactamente dinámico, pero sí intenso, cálido, adaptable al artista según sus características. Para muchos, el sonido del Jazz. Con mayúsculas.


El Pais