miércoles, 12 de octubre de 2016

El último trabajo de Lou Reed


Un cofre junta 16 de los álbumes que el neoyorquino publicó entre 1972 y 1986, ahora potenciados por una remasterización brillante

DIEGO A. MANRIQUE
12 OCT 2016



Lou Reed, a principios de los ochenta.  WARING ABBOTT GETTY IMAGES

En sus últimos tiempos, Lou Reed (1942-2013) dejó de hacer canciones. Aparte de la colaboración con Metallica, prefería trenzar música instrumental, en un arco que abarcaba del ruidismo al ambient. Pero no renunció al cuidado de su obra. Con el respaldo de Julian Schnabel, en funciones de escenógrafo y cineasta, rescató su disco más sombrío, Berlin. También supervisó la recuperación de su discografía para RCA y Arista, que ahora nos llega en un mazacote de aspecto funerario, con su póster gigante y su libro de pasta dura.


Hal Willner, productor responsable del proyecto, escribe allí que, escuchando las presentes remasterizaciones, Lou se emocionaba reconociendo detalles que quedaban ocultos en los vinilos; cuatro meses después, estaba muerto. Para compensar la ausencia de sus comentarios, se añaden fragmentos de entrevistas; son apasionantes, pero no olviden que Reed cultivó una relación antagónica con los periodistas y rara vez articuló su proyecto artístico. En 1984 finalmente argumentó que su discografía era el equivalente sonoro de la Gran Novela Americana. Así que aquí tenemos el tomo correspondiente a los años setenta y mitad de los ochenta.

Lo cual no ayuda mucho. Ya sabíamos que Lou poseía una cultura superior a la del rockero medio y que intentó aplicar enseñanzas de Delmore Schwartz, Chandler o Burroughs al formato canción. Pero eso no explica su frustrante trayectoria: alcanzó pronto su cima comercial (Transformer, 1972), gracias al savoir faire de David Bowie y Mick Ronson; hubo luego aciertos ocasionales, entre los experimentos sonoros y las concesiones a la moda-del-momento.

Su personaje público nos fascinaba: el neoyorquino impasible, mezcla de escorpión y animal de compañía. Se empeñó en asegurar que vivía intensamente (“una semana mía es más que un año tuyo”) y le costaría convencernos de que podía ser una persona empática, sensibilizada por problemas sociales y asuntos del corazón. Esas reencarnaciones no aceleraban tanto el pulso.

Hoy sabemos que se exageraba la leyenda del Despiadado Yonqui Bisexual. Sin embargo, fueron miles los que se dejaron arrastrar por la pose, con resultados trágicos. Mucho después, rebosando ira, Lou se preguntaría si aquellos desdichados no sabían distinguir entre el actor y el individuo. Pero el mito del rock asegura que se cantan vivencias. En el caso de Lou, ese equívoco suponía una minusvaloración de su capacidad creativa. Y de su ambición musical, evidenciada en la sucesión de extraordinarios instrumentistas que tuvo a su servicio.

El silencio de los muertos, de tantos muertos, permite ahora escuchar todos estos discos sin lastres y comprobar que sí, que, incluso cuando estaba picajoso o bajo de inspiración, su música contenía los suficientes ganchos para mantener la atención, el pasmo ante su autor.

Con todo, vamos a quejarnos. Esta colección resulta incompleta: faltan dos directos, Lou Reed Live y Live in Italy. Se han quedado fuera muchas rarezas y, caramba, las letras. Puedo imaginarme la respuesta de Lou ante esas objeciones: “Nunca dije que iba a ponerlo fácil”. Así que vamos a quedarnos con una historia que cuenta Hal Willner. Le visitó en sus días finales y le estuvo pinchando música. Willner sabía sus gustos y coló algunas de sus piezas favoritas. En un momento, a Lou se le escaparon las lágrimas. Tipo duro, necesitó disculparse: “Es que soy altamente susceptible a la belleza”.

Lou Reed The RCA & Arista Album Collection Legacy / Sony


El Pais Babelia

Thunder road BRUCE SPRINSTEEN por Nick Hornby




Recuerdo estar escuchando esta canción en 1975 y que me encantaba; recuerdo estar escuchando esta canción y que me encantaba casi lo mismo hace muy poco, hace unos cuantos meses. (Y sí, estaba en un coche, aunque probablemente no iba conduciendo y seguro que no conducía por ninguna autopista de peaje ni carretera ni autovía y el viento no me alborotaba el cabello porque no tengo ni descapotable ni cabellos. No es esa versión de Springsteen). Así que llevo ya un cuarto de siglo adorando esta canción, y la he oído más que ninguna otra, con la posible excepción de... ¿A quién quiero engañar? No hay otras aspirantes. Verán, lo que iba a hacer era suavizar un poco el golpe, meter alguna cosa negra y/o cool (probablemente "Let's Get In On", que considero que es el mejor disco de pop que se ha hecho nunca, y que entraría sin problemas en mi lista de las veinte canciones más oídas, pero no en el número dos. En el número dos -y ahora intento ser sincero— probablemente sería "(White Man) In Hammersmith Palais" de The Clash, pero iría mucho, mucho más atrás. Digamos que he puesto "Thunder Road" 1.500 veces (exactamente algo más de una vez por semana durante veinticinco años, eso me suena más o menos correcto, si tenemos en cuenta las repeticiones del primer par de años); "(White Man) In Hammersmith Palais" se habrá apuntado como unas quinientas audiciones. En otras palabras que no hay verdadera competencia.

Me resulta extraño que "Thunder Road" haya sobrevivido mientras que muchas canciones que podrían considerarse mejores -"Maggie May", "Hey jude", "God Save The Queen", "Stir It Uup", "So Tired Of Being Alone", "You're A Big Girl Now"— me resultan menos convincentes según voy envejeciendo. No es que no pueda ver los fallos: "Thunder Road" es recargada, tanto la letra (como señalaba Prefab Sprout, en la vida hay muchas más cosas que coches y chicas, y no hay duda de que cuando escribes canciones sobre la redención hay que huir de la palabra "redención" como de la peste) como la música..., después de todo, estos cuatro minutos y tres cuartos proporcionaron a Jim Steinman y a Meatloaf toda una carrera. También es como resabiada de una manera que no lo es el propio Springsteen, y si en 1975 el romanticismo maldito no era una cursilada, actualmente sin duda lo es.

Pero algunas veces, muy de vez en cuando, canciones, libros, películas y fotografías expresan a la perfección lo que tú eres. Y no lo hacen necesariamente con palabras o imágenes; la conexión es mucho menos directa y más complicada que eso. Cuando estaba empezando a escribir en serio, leí Reunión en el Restaurante Nostalgia de Anne Tyler y de golpe supe qué era yo y qué quería ser, para lo bueno y para lo malo. Es un proceso parecido al de enamorarse. No eliges necesariamente a la persona mejor, ni a la más sensata, ni a la más guapa; persigues otra cosa. Había una parte de mí que más bien se hubiera enganchado de Updike, o Kerouac, o DeLillo, de alguien masculino, por lo menos, o tal vez de alguien un poco más opaco, y desde luego alguien que utiliza tacos, y aunque todos son escritores a los que he admirado en diferentes etapas de mi vida, la admiración es una cosa muy distinta de la clase de transferencia a la que me refiero. Me refiero a entender —o por lo menos sentirme como si entendiese— cada una de las decisiones artísticas, cada impulso, el alma, tanto de la obra como de su creador. "Esto soy yo", quise decir cuando leí la triste, rica, encantadora novela de Anne Tyler. "No soy un personaje, no me parezco en nada a la autora, no he vivido las experiencias de las que escribe. Pero, aún así, eso es lo que yo siento dentro. Así sonaría yo si alguna vez lograse encontrar una voz". Y acabé por encontrar una voz y fue mía, no de ella; pero, de todos modos, el proceso de identificación fue tan potente que todavía no me parece haberme expresado a mí mismo tan bien, tan completamente como Tyler lo hacía entones en mi nombre.

Así que, aunque no soy americano, ni ya muy joven, odio los coches y puedo comprender que tanta gente encuentra a Springsteen histriónico y grandilocuente (pero no por qué lo encuentran machista o patriotero o tonto: este tipo de juicios ignorantes han atormentado a Springsteen durante la mayor parte de su carrera, y provienen de unos listos que en realidad son mucho más tontos de lo que él ha sido jamás), "Thunder Road" logra de alguna forma hablar por mí. Esto es, en parte —y quizás para mi bochorno—, porque un montón de canciones de Springsteen de ese periodo hablan de
hacerse famoso, o por lo menos de alcanzar cierto reconocimiento público por medio del arte: si el último verso de la canción dice "Me largo de aquí para vencer", ¿qué otra cosa podemos pensar salvo que ha vencido, simplemente gracias a cantar la canción, noche tras noche, ante una cantidad de gente cada vez mayor? (Y ¿qué otra cosa tenemos que pensar cuando en "Rosalita" canta, con inocente, gracioso, conmovedor regocijo "que la compañía de discos, Rosie, acaba de darme un gran anticipo"?). Este sueño de la fama nunca es objetable ni repelente, porque procede de una impaciencia, un ansia artística incontrolable -sabe que le sobra talento y paree sugerir que la recompensa adecuada para eso serían los medios económicos que lo satisfagan-, más que del interés por la celebridad en sí misma. Presentar un concurso de televisión o asesinar al presidente no calmaría para nada esa comezón.

Y, naturalmente —y que nadie le diga lo contrario-, si sueñas con llegar a ser escritor, también hay visiones turbias y asquerosas de la fama unidas a esos sueños; "Thunder Road" era mi respuesta a cada carta de rechazo que recibía, a cada duda expresada por amigos o parientes. Vivían en ciudades para perdedores, me decía, y yo, como yo, me largaba de allí para vencer. (Esas ciudades, por cierto, eran Cambridge —llena de doctores y abogados y profesores perdedores— y Londres -llena de perdedores triunfadores de todas clases-, pero no importa. Ése era el material con que tenía que trabajar, y eso hice.)

Ayudaba mucho que, según pasaba el tiempo y yo no daba ninguna señal de largarme a ningún sitio y desde luego no a la velocidad que insinuaba la canción, "Thunder Road" hacía referencia a la edad, y así se adaptaba a esa falta de impulso hacia delante. "Así que tienes miedo y piensas que quizás no somos tan jóvenes ya", cantaba Bruce, y esa frase me ayudaba incluso cuando yo había empezado a dudar si había alguna magia en la noche: seguí pensando que no era ya tan joven durante mucho, mucho tiempo -décadas, en realidad- e incluso hoy prefiero interpretarlo como una nos¬tálgica observación de madurez más que como el miedo agudo que viene con el final de la juventud.
También ayudó que, en algún momento a principios o mitad de los ochenta, me topé con otra versión de la canción, una grabación pirata de estudio con Springsteen solo con una guitarra acústica (está en War And Roses, los cortes piratas de Born To Run); ahí reimagina "Thunder Road" como un evocador, agotado himno al pasado, al amor perdido y las oportunidades evaporadas y las falsas ilusiones y la mala suerte y el fracaso, y eso funcionaba estupendamente para mí también. De hecho, cuando trato de oír en mi cabeza esa última frase siempre me viene primero la versión acústica. Es lenta y lastimera y totalmente convincente: artista que puede persuadirte de la verdad de lo que canta en cualquier versión es un artista capaz de muchísimas cosas.

Hay otras versiones pirata que pongo y me gustan. Una de las cosas fantásticas de la canción tal como aparece en Born To Run es que los primeros compases, con una armónica jadeante y un precioso piano dolorido, suenan en realidad como refiriéndose a algo acontecido antes de empezar la grabación, algo trascendental y triste pero que no destruye toda esperanza; como "Thunder Road" es el primer tema de la cara uno de Born To Run, el álbum empieza, en efecto, con sus propios créditos al final. En las actuaciones de finales de los setenta, durante la gira Darkness on the Edge of Town, Springsteen llevaba ese efecto al máximo entrando en "Thunder Road" desde una de sus canciones más sombrías y desesperadas,"Racing In the Street", y en la otra produce la sensación de un súbito y glorioso apunte de primavera después de un invierno largo y desolador. En las versiones pirata de esas actuaciones de los setenta, "Thunder Road" puede por fin proporcionar la salvación que su colocación en Born To Run le negaba.

Puede ser que la razón por la que "Thunder Road" se mantiene para mí es que, a pesar de su energía y volumen y coches veloces y cabellos, consigue de algún modo sonar a elegía, y cuanto más viejo me hago más puedo escucharla.

Y si es cuestión de eso, supongo que también yo creo que la vida es algo trascendental y triste pero que no destruye toda esperanza, y puede que eso me convierta en un idiota feliz, pero en cualquier caso "Thunder Road" sabe cómo me siento y quién soy, en definitiva, es uno de los consuelos del arte.


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3, verano 2004


sábado, 8 de octubre de 2016

Caravan VAN MORRISON por Nick Hornby




La magnífica versión de "Caravan" en It's Too Late To Stop Now (el álbum de Van Morrison con que más se disfruta, sin discusión, así que ni se te ocurra discutirlo) me suena como pudiera sonar sobre los títulos de crédito al final de la mejor película que hayas visto en tu vida; y si a ti algo te suena así, entonces seguro que por extensión esto significa que también podrían tocarlo en tu propio funeral. Y no creo que eso sea exagerar demasiado la importancia de la propia vida. No todas las películas tienen que ser como Lawrence de Arabia o Apocalypse Now, y tienes que haber tenido muy mala suerte, al menos en nuestra parte del mundo (y si has entrado a una librería y has comprado este libro estás viviendo en la parte del mundo de la que estoy hablando), para no haber experimentado unos pocos momentos de alegría o pura esperanza o triunfo con los puños apretados o una simple satisfacción en medio de toda la esclavitud y la congoja y el dolor. Para mí "Caravan" reconoce y sintetiza todo eso, y el hecho de que lo que produce todo ese desorden extraordinario sea algo que suena estimulante no significa que la canción sea trillada "Caravan" no es una canción sobre la vida o la muerte por lo que yo sé: es una canción sobre gitanos felices y hogueras y encender la radio y cosas así. Pero en ese pasaje largo, amplio, justo antes del climax, cuando el saxo oscila suavemente entrando y saliendo entre las cuerdas bonitas, ocurrentes, neo-chamber, mientras el piano va salpicando motas altas de blues por encima de todo ello, la banda de Morrison parece aislar un momento en algún punto entre la vida y su continuación, un vestíbulo de entrada grande y barroco a un lugar en el que puedes detenerte y pensar sobre todo lo que se ha ido antes. (Dios. Pánico repentino: ¿podéis oír algo de esto, los que ya tenéis el disco o estáis lo bastante interesados como para comprobarlo? Probablemente no. Pero con este libro —se acabó el pánico- no se pretende que tú y yo compartamos la capacidad de oír exactamente las mismas cosas; en otras palabras no es un libro de crítica musical. Todo lo que espero es que tú tengas tus equivalentes, que pases un montón de tiempo escuchando música y viendo caras en su fuego.) Y aunque no seré yo quien se haga el inteligente, por lo que sabemos, ¿es una arrogancia esperar algunas reflexiones de los amigos y la familia? Después de todo es mi funeral. Y no tienen que pensar sólo en mí; pueden pensar en toda clase de cosas, mientras estén a la altura de la ocasión y la música, y no incluyan rollos de comida, e-mails, calzado, etcétera.

La única cosa que me preocupa en esto de que pongan "Caravan" en mi funeral es la sección de cuerda. ¿Pensará la gente que estoy haciendo alguna concesión a la música clásica cuando lo oigan? ¿Se dirán para sus adentros "Qué pena que perdiera el valor de sus convicciones justo al final, igual que todos los demás"? No quisiera que pensaran eso. A no ser que me suceda algo inimaginable en el próximo par de décadas, me habré pasado una vida entera oyendo más o menos sólo música popular en una u otra de sus formas. (Tengo unos pocos CD clásicos, y además los pongo alguna vez; pero nunca respondo a Mozart o a Haydn como si fueran música, simplemente como algo que hace que la habitación huela distinto durante un rato, como una vela perfumada, y no me gusta tratar el arte de ese modo, sin respeto.) Y tampoco me arrepiento. "Le veré hecho polvo por tener algo que ver con esa inanidad que es el pop, punto final", dijo recientemente un escritor y columnista de prensa famoso por su acidez, al intentar defender a un magnate muy conocido del negocio musical al que acaban de encarcelar, pero este rollo ya lo habéis oído antes.

No tengo idea de si el uso que hace de la palabra "pop" es igual que el mío, si piensa que todo lo incluye, Dylan y Marvin Gaye y Neil Young, es inane. Sospecho que sí. No es una queja que yo haya entendido nunca, porque la música, como el color, o una nube, no es ni inteligente ni no inteligente, simplemente es. Un acorde, el más simple componente básico para la partitura de la más banal y tonta canción es una cosa bella, perfecta, misteriosa y cuando un pelmazo emocionalmente alfabético, sin cultura ni educación ni lecturas, junta un par de ellos, tiene todas las posibilidades de crear algo maravilloso y potente. No quiero leer libros inanes, pero los libros se construyen con palabras, nuestros únicos instrumentos para pensar; todo lo que le pido a la música es que suene bien. A pesar de toda su tosca simplicidad, "Twist And Shout" suena bien -de hecho, cualquier intento de hacerla más sofisticada la haría sonar mucho peor— y yo, fundamentalmente, estoy en profundo desacuerdo con cualquiera que haga equivalentes la complicación y la inteligencia musicales con su superioridad. No funciona así, y por eso quizás estas personas desprecian la música pop, porque es una de las muy pocas cosas que no funcionan así. (También suelen odiar los deportes.) A mí la música clásica no me gusta, y no por ser refinada, no soy un esnob a la inversa. No me gusta (o por lo menos, no me emociona) porque me suena a iglesia, y porque, al menos para mis oídos, no puede ocuparse de los pequeños sentimientos que constituyen un día y una semana y una vida, y porque no tiene voces por detrás ni bajos de ritmo ni solos de guitarra, y porque hay un montón de gente que declara que le gusta y en realidad no le gusta ninguna música (ni ninguna cultura) en absoluto, y porque crecí oyendo algo distinto, y porque no tiene la capacidad de hacerme sentir, y porque no necesito que mi música suene "mejor" de lo que ya suena; un gran solo de saxofón, con ingenio, sus pedos y eructos me basta. Así que en mi funeral se tocará "Caravan".

El único problema es ese largo pasaje que mencioné antes, ese trozo que espero que hará que los asistentes piensen y reflexionen, es ese que..., bueno, de acuerdo, aquí está: es el momento en que Van Morrison presenta al grupo. "Terry Adams al chelo..., Nancy Ellis a la viola..., Bill Elwin con la trompeta..., David Hayes al bajo...". ¿Es demasiado extraño? ¿Puede de verdad la gente salir de mi funeral escuchando una lista de nombres de gente a la que no conocen (ni yo)? He empezado a considerar este pasaje como una especie de reparto metafórico de teatro: por supuesto, no conozco a David Hayes ni a Nancy Ellis, pero, ya sabes..., probablemente conociera a alguien como ellos. Es lo mejor que se me ocurre, y tendrá que servir, porque en esto no voy a cambiar de idea.


Publicado en la revista FNAC ClubCultura #3, verano 2004