sábado, 23 de abril de 2016

La milonga del vinilo

DIEGO A. MANRIQUE

17 ABR 2016 -




Algo me inquieta del Record Store Day, que se desarrolló el sábado. Aunque las tiendas de discos tengan toda mi simpatía, me alarma que la oferta de su Día internacional pivote sobre objetos, no sobre música. Seamos serios: no parece esencial que se lance el último álbum de Motörhead en tres colores diferentes, que se publiquen picture discs de añejos temas de Bowie o que se saquen conocidas grabaciones de Coltrane para el sello mafioso Roulette en un elepé de 25 centímetros.

Ningún problema con su existencia: todos hemos pillado discos por tratarse de piezas raras/atractivas. Pero resulta preocupante que la música quede reducida a mero fetiche. Estos días, IMC Unlimited, empresa dedicada a investigación de mercados, hacía público un sondeo sobre los compradores británicos de vinilos. Casi la mitad reconocía que no escuchaba los discos que adquiría (de hecho, un siete por ciento ni tiene tocadiscos ni planea adquirir uno). Compran por puro coleccionismo, para decorar habitaciones con sus bonitas portadas o, en el mejor de los casos, para manifestar compromiso con la música y los músicos.

Todo es compatible. Los adictos al vinilo chequean las novedades mediante YouTube o el streaming. Y agradecen esos vinilos que llevan también una tarjeta que permite su descarga digital. Es falso el dilema de “esto o lo otro”; en la vida real, la mayoría alternamos lo analógico y lo digital.

Se entiende la estrategia de las discográficas y las tiendas: apuestan por el vinilo, imposible de copiar. Y la jugada ha funcionado, convertida en seña de identidad generacional: el grueso de los compradores tiene entre 18 y 44 años. No es una batalla ganada: sorprende el escaso número de mujeres que consumen vinilo.

Con todo, detecto un planteamiento insensato: la promoción de las virtudes del vinilo se acompaña con la vituperación del CD (“solo sirven para espantar a las palomas”). Están repitiendo la codicia de las multinacionales, cuando quisieron enterrar el vinilo para priorizar un producto con un superior PVP.

No tiene sentido. El CD es igualmente un soporte físico, que lleva la información complementaria (aunque en tamaño diminuto) y supera al vinilo en calidad sonora, maniobrabilidad y, muy importante, ligereza; lo dice alguien que acumula dolores de espalda tras décadas acarreando vinilos.

Así que no todos los profesionales celebran el boom del vinilo. La semana pasada hice una prueba: grabé un programa de radio exclusivamente con vinilo; toda la música que sonó, incluyendo sintonía y cortinillas, estaba en discos. Fue muy pesado: demasiados parones. Por la falta de costumbre, abundaron los errores. Costaba localizar las canciones si estaban en elepés con numerosos cortes.

Más grave aún. Concentrado, escuchando con auriculares, descubrí algo que no molesta cuando pones discos en casa: la maldita fritura, los chasquidos. Y la importancia de la masterización: no suena igual un single de Etta James prensado por Hispavox en 1968 y el mismo tema en la edición del sello original, Chess Records. Resumiendo: me lo pensaré mucho antes de repetir el experimento. Romanticismos, los justos.

viernes, 22 de abril de 2016

Llanto púrpura por el genio de Prince


La muerte a los 57 años del músico de Minneapolis causa una conmoción global

DIEGO A. MANRIQUE

Madrid 22 ABR 2016

Permitánme usar las mayúsculas: fue el Gran Músico de su generación. Da la casualidad que Prince,  hallado muerto este jueves, compartía año de nacimiento (1958) con Michael Jackson y Madonna. Como ellos, su ambición parecía ilimitada pero, en el caso de Prince Rogers Nelson, estaba respaldada por una inmensa capacidad creativa: podía grabar en solitario, tocando todos los instrumentos e incluso cambiando de voz. Era tan prolífico que acumuló centenares de temas en el archivo de Paisley Park, su Xanadu de Minneapolis.

Su paleta musical abarcaba desde el funk implacable al pop psicodélico, pasando por el rock duro; en disco, solo se le resistió el rap. La exhibición de su talento resultaba tan apabullante que, en 1977, Warner le concedió plena libertad para autoproducirse, algo impensable para un desconocido que todavía no había cumplido los 20 años. Tras cinco discos contundentes, ascendió a artista global en 1984 con Purple rain, la banda sonora de una película que mitificaba sus comienzos y la escena de Minneapolis. Le acompañaba The Revolution, significativamente una banda mixta en sexo y raza: Prince ignoraba las reglas, incluyendo las ortográficas.

Resumiendo: los ochenta fueron suyos. Michael pudo vender más discos y, sin duda, Madonna ocupó más espacio mediático pero, musicalmente hablando, nadie podía compararse con Prince. Se reinventaba con lanzamientos como Around the world in a day (1985) o Sign o’ the times (1987). Parecía multiplicarse, gracias a las canciones que interpretaban Sheena Easton, Sinèad O’Connor o las Bangles; a través de su sello, Paisley Park Records, facturaba variaciones sobre sus hallazgos y hasta rescataba a predecesores tipo George Clinton o Mavis Staples. Brevemente, pareció que el sonido del momento se cocinaba en Minneapolis, con sus discos y los que producían antiguos compañeros, como el tándem Jimmy Jam-Terry Lewis.

Pero el imperio tenía pies de barro. Convertido en director de sus propias fantasías, firmó dos películas que resultaron caprichos autocomplacientes: Under the cherry moon (1986) y Graffiti Bridge (1990). Pincharon, al igual que muchos de los discos que sacaba en su sello. Warner Music cortó la financiación y comenzó un enfrentamiento que dejó en mal lugar a ambas partes.


Prince en una imagen de 1990. David Brewster AP

Esencialmente, Warner pretendía regular la incontinencia creativa de Prince, para someterla a planes de marketing: la compañía había demostrado que podían devolverle al nº 1 con la música de Batman. Pero Prince se declaró en rebeldía: sacó discos de mala gana, cumpliendo su contrato con material de relleno. A la larga, esto derivó en una desconfianza total hacia las grandes discográficas, actitud que ha contribuido a obscurecer su carrera durante los últimos veinticinco años. El celo por defender su arte convirtió a Prince en un personaje difícil de tratar, con una tendencia funesta a irritar a sus fieles más activos. Daba bandazos y se explicaba mal. Apostó por Internet y luego renegó: últimamente, parecía haber desaparecido de YouTube o Spotify.

Sabíamos poco sobre la persona que había detrás. Era reacio a las entrevistas, convertidas a veces en enigmáticas performances. El libertino de los primeros tiempos, que provocó la movilización de la esposa de Al Gore y demás damas bienpensantes de Washington, se reconvirtió en Testigo de Jehová, aunque lanzaba suficientes guiños para sugerir que no obedecía rigurosamente las leyes de su religión. Había anunciado un libro autobiográfico que uno imaginaba que sería otra pirueta evasiva.

Lo que conviene saber es que, aunque de modo espasmódico, continuó editando música extraordinaria, no siempre promocionada adecuadamente ni disponible en todos los puntos de venta. Le salvó, claro, la potencia de sus directos, principal fuente de ingresos y territorio libre de limitaciones. Allí exhibía su poderío como guitarrista y su magnetismo como líder de banda. Se trataba de conciertos extensos e imprevisibles, que podía prolongar con jam sessions en otro local.

En esas noches mágicas te olvidabas de todas sus incongruencias y decidías que sí, que no había un artista comparable. Una salvaje mezcla de Jimi Hendrix y James Brown, un sintetizador de la mejor música afroamericana de la segunda mitad del siglo XX que, y no deberíamos sorprendernos, también amaba a cantautoras eruditas como Joni Mitchell. Nos queda su misterio, el eco de sus prodigios, un hueco imposible de rellenar.


El Pais


lunes, 11 de abril de 2016

Juerga flamenca en Nueva York


Jackson Browne y Raúl Rodríguez se unen en el espectáculo ‘Song y Son’. El músico de EE UU confiesa su fascinación por el duende, que descubrió con una casete de Morente y Sabicas

FERNANDO NAVARRO

Nueva York 4 MAR 2016

Jackson Browne y Raúl Rodríguez, en su actuación del jueves por la noche dentro del espectáculo 'Song y Son', en Nueva York. ÁNGEL RODRÍGUEZ

Pasadas las tres de la mañana nieva en Nueva York pero en el interior de un pequeño bar, el Saju Bristo, al oeste de la calle 44, a unos minutos andando de Times Square, la temperatura no puede ser más alta. Hay griterío, coro de voces, compás de palmas, bailes eufóricos, sillas de madera utilizadas como cajones improvisados y una guitarra española que no para de sonar alegre en las manos de Raúl Rodríguez, líder del grupo Son de la Frontera e hijo de la brava Martirio, al que acompaña en el canto su amigo Paco Abadía. En la ciudad que nunca duerme hay jarana flamenca nocturna, liderada nada más y nada menos que por el que nadie esperaba en un fiestorro de esencia andaluza: Jackson Browne, uno de los compositores más respetados y queridos por el público y la crítica estadounidenses y abanderado del pop-rock californiano.

Browne no para de soltar “olés” y de grabar con el móvil sin soltar su vaso de whisky. Hay motivos para la celebración. Hace apenas cinco horas el músico, nacido en Alemania pero nacionalizado estadounidense, y Rodríguez han triunfado por segunda noche consecutiva en el Festival de Flamenco de Nueva York, que han inaugurado con el espectáculo Song y Son, presentado para la ocasión y que lleva el delicioso cancionero de Jackson Browne al terreno flamenco.


“Hay una conexión especial de mis canciones con el flamenco gracias a que Raúl me lo hizo ver. Ponía atención en el ambiente que hay en ellas para moldearlas”, dice Jackson Browne (Heidelberg, 1948) tras acabar la prueba de sonido antes de su segunda actuación en The Town Hall, donde se han agotado las 1.500 entradas para las dos noches.

El compositor norteamericano y el guitarrista andaluz se conocen desde finales de los noventa. Rodríguez era guitarrista de Kiko Veneno cuando este versionó Take It Easy, el mayor éxito de Browne a través de la repercusión mundial que le dieron The Eagles. Su creador quedó maravillado con la libre versión de Veneno llamada Tú tranquilo. Entablaron amistad. “Hemos tenido un contacto muy rico a pesar de la distancia geográfica, generacional y artística”, afirma Raúl Rodríguez (Sevilla, 1974). Desde entonces han ido compartiendo conocimientos a medida que Browne alimentaba su pasión por el flamenco.

Sentado sobre una butaca del teatro, él mismo se encarga de recordar cómo se quedó de impresionado cuando un amigo de Barcelona, donde tiene un piso, le regaló un casete de Enrique Morente con Sabicas. A partir de ahí, la música flamenca “adquirió valor” en su oído. “La guitarra española es bella”, dice Browne. “Hay unas tonalidades distintas. La expresión parece como más libre en el flamenco”, añade. Con un pañuelo corsario rojo, Rodríguez asiente con la cabeza y habla sobre este proyecto que empezó a coger forma hace un año, después de que leyese a Jackson recomendar el disco de Son de la Frontera como lo mejor del año en una entrevista en la revista musical Mojo. Trabajaron “poco a poco”, con contacto por correo electrónico y con sesiones de ensayo en Barcelona. “Lo importante era que no sintiera violencia de que los ritmos flamencos entraran dentro, que pudiera cantar sus canciones con su propia naturaleza”, explica el guitarrista, “pero tenía que sentir que el ADN del flamenco pudiese entrar dentro de la canción norteamericana, del lenguaje del rock, el country y el folk”.





Raúl Rodríguez y Jackson Browne en las butacas del teatro The Town Hall de Nueva York. Alycia Kravitz

Se fueron proponiendo canciones y trabajaron con las que tenían una lectura más cercana a “la ética flamenca”. “Lo que más me llamó la atención es la percusión y la batería. Es totalmente distinto. Es más sofisticado que en el rock”, confiesa el compositor estadounidense. “Antes de estos conciertos en Nueva York, ya había tocado These Days o For Everyman adentrándome en este estilo. Por ejemplo, en Barcelona con Raúl y en Madrid con Raimundo Amador. Había alma en ellas”.

MÁS INFORMACIÓN
CRÓNICA DEL CONCIERTO: La música americana y el flamenco se abrazan en Nueva York
Sobre el escenario de The Town Hall, Browne, el mismo tipo que apadrinó a los Eagles y al que admiran Neil Young, Bruce Springsteen o Tom Petty, goza con las partes instrumentales de sus canciones en las guitarras flamencas de Rodríguez y Mario Mas y con toda la atmósfera de pellizcos mediterráneos de la percusión de Pablo Martín y Alex Tobías.

Es flamenco pero también son. El cantante estadounidense destaca el conocimiento de Rodríguez para empastar los sonidos andaluces con el legado cubano y caribeño. “Para mí todo esto tiene que ver con uno de mis héroes personales, Ry Cooder. Hay más grandeza en la música cuando cruza fronteras. Cooder demostró que hay una unión posible entre Nueva Orleans y Cuba”, explica Browne. “Somos un país que viene de bluesmen como Skip James y, desde él, puede haber una conexión hasta con The Ramones. Por eso, me interesan estas conexiones”, sentencia.

El espectáculo acaba con el público en pie y una gran ovación. El proyecto que nació de la admiración mutua y sin ninguna pretensión tiene previsto moverse por festivales flamencos de Chicago y Los Ángeles. Luego, tal vez se pasee por España y por Europa. “Sí, cómo no”, dice Browne en castellano.


Jackson Browne, a la izquierda, charla con Willie Nile antes del concierto.

En la madrugada de Nueva York, la fiesta no se acaba. El músico neoyorquino Willie Nile, que ha tocado con Bruce Springsteen, The Who o Ringo Starr, le dice a Browne: “Ha sido fabuloso”. Y Jackson Browne, dando palmas, se pone a cantar Volando voy, la canción con la que han cerrado el concierto. La juerga flamenca, apadrinada por el autor de Running on Empty, no ha hecho más que comenzar.

CANTE Y BAILE A LA SOMBRA DE LOS RASCACIELOS
El músico estadounidense Jackson Browne, autor de canciones inolvidables como Stay o Running on Empty y el español Raúl Rodríguez abrieron durante las noches del miércoles y el jueves el Festival de Flamenco de Nueva York, que se celebra en distintas localizaciones de la ciudad hasta el 19 de marzo. Ambos presentaron el espectáculo Song y Son, que lleva el rico cancionero del músico californiano hasta los sonidos de la guitarra española. 
Otros platos fuertes de esta cita neoyorquina son el debut, ayer, de Vicente Amigo en el prestigioso Carnegie Hall o los espectáculos Improvisao, de Farruquito, y Nómada, de la Compañía Manuel Liñán, ambos los días 10 y 12 de marzo respectivamente en el New York City Center.
En el Joe’s Pub también hay recitales de Rocío Márquez (5 de marzo), Nelida Tirado (día 6) y Nino de los Reyes (día 19).


lunes, 4 de abril de 2016

ROCK Y COMUNISMO por Diego Manrique


El Comité Central de la URSS en los cincuenta alertó contra el poder corruptor de las guitarras eléctricas, un símbolo de libertad con una rica historia en él bloque soviético

Las fiestas anuales del PCE, en la madrileña Casa de Campo, figuraban en la agenda de los más obsesivos entre los coleccionistas españoles de rock. En los puestos se vendían elepés a precios muy bajos. Los encargados de aquellas tiendas destacaban los discos de rock, con un orgullo que venía a decir "estamos a la última". En realidad, estaban a la penúltima. Entre tanto jazz-rock polaco y rock sinfónico húngaro, se evidenciaba el desfase, un retraso estético que se complicaba por la pobreza del envoltorio. Pero el contenido, los vinilos, tenía nivel: músicos excelentes, grabaciones correctas, ambición creativa. Y comunicaban la gran historia secreta: el rock había prendido tras el telón de acero.

Con grandes diferencias, es cierto. En Bulgaria, Rumania o Cuba se reprimía a los músicos y a sus seguidores de pelos largos. Por el contrario, la RDA se esforzaba en desarrollar equivalentes a las estrellas de la RFA, una política de Estado que se concretó en el llamado Ostrock (rock del Este). Yugoslavia permitía la coexistencia de potentes escenas musicales en serbio, esloveno o croata. Checoslovaquia, con su base industrial, proveía instrumentos musicales —incluyendo sintetizadores— a los otros países del Comecon.

En ninguna de esas repúblicas soviéticas era posible expresar la disidencia política mediante canciones. Después de que los tanques laminaran la Primavera de Praga en 1968, fueron purgados los artistas que simpatizaban con el "socialismo de rostro humano" de Dubcek. Todavía asombra la perversidad utilizada: para acallar a la cantante Marta Kubishova, se falsificaron unas fotos pornográficas, a instancias del director de su compañía. Una jugada digna de la historia universal de la infamia discográfica.

Se obedecía al impulso paranoico de Moscú. Hay constancia de reuniones del Comité Central de la URSS donde se trató la invasión del rock and roll en los cincuenta. Se decidió, naturalmente, que se trataba de una jugada de EE UU, un plan concebido para corromper a las juventudes soviéticas.

Estos jóvenes se mostraron más que dispuestos a ser corrompidos, y demostraron ingenio tecnológico. Descubrieron un nuevo soporte para difundir los discos que se colaban por las fronteras: los roentgenizdat, conocidos coloquialmente como "huesos" o "costillas". Las grabaciones occidentales se copiaban sobre placas usadas de rayos X y se vendían por un rublo.

Más enojosa fue la pasión por construir guitarras eléctricas. En grandes ciudades soviéticas, costaba encontrar teléfonos públicos que funcionaran: se robaban sistemáticamente los micrófonos, y eran reciclados como pastillas para aquellos instrumentos primitivos. Para las cuerdas se experimentaba con cables metálicos. El sonido tiraba hacia lo horroroso pero, vaya, se trataba precisamente de hacer ruido.

Los burócratas podían impedir los conciertos, aunque eso significaba empujarlos a la clandestinidad de las actuaciones montadas en lugares apartados, donde todo podía pasar. Podían incluso, asombrosa decadencia, bailar el twist. En pleno delirio, se llegó a argumentar que el twist era un ejemplo de onanismo belicista; en la RDA se intentó combatirlo con el lipsi, un baile de pareja sobre ritmos caribeños. Fue promocionado hasta 1962, cuando el presidente Walter Ulbricht, en un alarde de modernidad, se atrevió a marcarse unas contorsiones de twist.

Concierto de The Rolling Stones en Varsovia en 1967. Cezary Langda (PAP /CAF)

 El dilema de las autoridades tenía difícil solución. En los países que lindaban con Occidente, se colaban las ondas "capitalistas" y era perfectamente posible estar al día de las novedades pop. Aseguran que en las profundidades de la URSS, dependiendo de la eficacia de las interferencias, era posible escuchar Radio Liberty, la BBC y la Voice of America, que programaban esa música prohibida entre sus espacios de noticias.

El diagnóstico era claro: aquellas canciones empujaban al individualismo y la promiscuidad sexual (y, aunque no lo supieran, también a las drogas, con infernales mezclas de medicamentos y alcohol). Con el tiempo, diseñaron una estrategia de control: transigieron con grupos que hacían pop y rock, encuadrados en organizaciones estatales y cuidadosamente vigilados. En general, se les disuadía de cantar en inglés, aunque esa regla se fue olvidando cuando se pretendió exportar figuras locales.

La solidaridad obligaba a que las naciones comunistas intercambiaran grupos, sobre todo en los Festivales de la Juventud. La fraternidad se extendía a artistas foráneos: invitado a la RDA, el asturiano Víctor Manuel llegó a grabar todo un LP, Spanien. Pero las variedades más fuertes se les indigestaron. En 1967 los Rolling Stones dieron dos conciertos en Varsovia. Aparte de los problemas técnicos —debido a las diferencias de voltaje, tuvieron que tocar con el equipo de Czerwono-Czarni, un grupo de Gdansk—, en la calle hubo enfrentamientos con algunos centenares de fans que no consiguieron entradas. El experimento no prosperó; cuando los Stones se ofrecieron a tocar en Moscú, fueron rechazados de mala manera. En la URSS, ni siquiera se toleraba a los Beatles: solo se publicaron sus elepés en 1986, ya en plena era de Gorbachov, reconocido admirador de John Lennon.

Para los departamentos de propaganda del partido, fue una bendición la llegada de Dean Reed, rebautizado "el Elvis rojo". Nacido en Denver (Colorado), Reed era un cantante de serie B que se radicalizó ideológicamente durante sus estancias en Chile y Argentina. Guapo y bocazas, llegó a enviar una carta abierta al escritor Solzhenitsyn, acusándole de menospreciar los avances sociales de "la patria del comunismo".

Reed terminó viviendo en Berlín Este, grabando en Praga y actuando por todo el bloque soviético. Gozaba de prebendas insólitas y rodó películas como El cantor, sobre el asesinado cantautor Víctor Jara. Aunque en EE UU se le consideraba un desertor, nunca renunció a su pasaporte y anualmente pagaba allí sus impuestos. Se suicidó en 1986, una muerte extraña que ha alimentado teorías conspirativas. Reed es la personalidad más estudiada del pop del Pacto de Varsovia: hay libros, documentales y un plan de rodar un biopic, impulsado por Tom Hanks.

Ahora resulta vital la labor de sellos como el madrileño Vampi Soul, que está recuperando material de Supraphon, la compañía gubernamental de la antigua Checoslovaquia, con recopilaciones de Marta Kubisova o The Matadors. También ha publicado a The Plastic People of the Universe, el grupo opositor por antonomasia; su condena a la cárcel provocó la protesta de Václav Havel y del mundo intelectual, en la llamada Carta 77, semilla de la futura Revolución de Terciopelo. Para entonces, el rock ya era sinónimo de la libertad denegada.

Pero quedan muchas historias por excavar. Por ejemplo, la de aquel rockero que pretendió matar a Mao Zedong. Lin Liguo, alias Tigre, hijo de un mariscal, pudo paladear el rock occidental y considerarlo alimento espiritual. Desde la cúpula de las Fuerzas Aéreas, preparó en 1971 un golpe de Estado que fue detectado. El Tigre y su familia escaparon rumbo a la URSS, pero su avión se estrelló en Mongolia. Sí, me hago cargo: ni siquiera Hollywood aceptaría un guión tan improbable.


El Pais, suplemento Ideas, domingo 3 de abril de 2016