miércoles, 18 de mayo de 2016

El picaro que siempre caía de pie


El mundo de la tarántula ofrece una catarata de aventuras donde el Pablo Carbonell actual contempla, más divertido que arrepentido, las trastadas del cantante y humorista pretérito


Los Toreros Muertos: Many Moure, Guillermo Piccolini y Pablo Carbonell, en 1987.

Por Diego A. Manrique
MEMORIAS. ES SABIDO QUE, en España, el hippismo llegó tarde y mal. Sí, hubo minorías que, en pleno franquismo, se apuntaron al fenómeno vía Ibiza, pero Pablo Carbonell pertenece a una variedad tardía de los niños de las flores: el freak, criatura con avidez de experiencias químicas y sexuales, que se benefició del descontrol social que siguió a la muerte del dictador.

Los freaks eran, son, hippies sin ilusiones de cambiar el mundo, generalmente libres de bagaje intelectual. A partir de 1975, nos llegó abundante información sobré la insurgencia contracultural, pero quedó sepultada entre la fiebre política, como testimonia la evolución de la revista Ajoblanco. De cualquier modo, los freaks eran más de praxis que de teoría.

Conviene recordar que Carbonell nació en Cádiz (1962). Es decir, que creció en un clima amable, donde se tolera cierta extravagancia y se venera el ingenio verbal; el título de su libro deriva del malapropismo de la madre de un compañero actor, que pretendía referirse al mundo de la farándula.

El mundo de la tarántula ofrece una catarata de aventuras, puntualizadas por reflexiones en cursiva donde el Carbonell actual contempla, más divertido que arrepentido, las trastadas del Pablo pretérito. Se lo puede permitir ya que si hay una revelación en el libro, es la prodigiosa potra del protagonista. Desde el principio, no se reconoce límites: con una carpetilla de chistes, se presenta en Barcelona e intenta ser fichado por la editorial Bruguera; con igual frescura, en compañía de Pedro Reyes, transforma un tosco espectáculo de mimo callejero en pasaporte para entrar en, eh, la tarántula.

Aterriza en Madrid  cuando esta es una ciudad en flujo. Con total desfachatez, se instala en el piso de Wyoming hasta que el anfitrión le explica "que hay unos sitios que se llaman pensión donde por muy poco dinero alojan a la gente". Se cuela en La bola de cristal, hace papeles en películas y por serendipia se encuentra al frente de Los Toreros Muertos.

Muchos nunca encontramos el punto a ese grupo. Pero funcionó extraordinariamente en Hispanoamérica, ya predispuesta al gamberreo español por Hombres G. Allí, Los Toreros Muertos se encuentran tocando en grandes recintos y —noche inolvidable— en una fiesta de los Ochoa, narcos colombianos. Se benefician de la tolerancia general: comparten discográfica con Isabel Pantoja, que tenía motivos para considerar que él nombre del grupo era ofensivo.

Carbonell sobrevive a todo. A la cocaína, que reemplaza a aquellos ácidos que le llevaban a vagar semi-desnudo. A los vetos de la industria musical, tras sonados enfrentamientos con el omnipotente Rafael Revert. Al enfado de la madre de su primera hija, que le encuentra en la cama con un amigo. Sencillamente, es indestructible.

Su candor le protege en sus etapas como reportero de televisión, actor de cine e incluso director (con Atún y chocolate, película mal entendida en su refugio favorito, Zahara de los Atunes). El último tercio de El mundo de la tarántula se parece a tantas memorias de famosos, con sus desfiles de fabulosos personajes que indefectiblemente se muestran ingeniosos y humildes. Carbonell sale de ese pantano con un agridulce viaje a los orígenes: la crónica de la vida y muerte de su hermana Nuria, aquejada del llamado síndrome de Prader Willi. En su comportamiento, Pablo encuentra la admirable inocencia del ser no contaminado por las convenciones sociales.

Dos formas de entender El mundo de la tarántula. Como una estimulante aportación a la (escasa) bibliografía de la contracultura española, además contada en primera persona. Alternativamente, como el retrato de un histrión con una flor en el culo: hasta Los Toreros Muertos se reúnen regularmente para dar conciertos lucrativos.

El mundo de la tarántula Pablo Carbonell Blackie Books Barcelona, 2016, 374 páginas, 19,90 euros


domingo, 8 de mayo de 2016

Anatomía de un piano por Christopher Payne


Tan poderoso como una orquesta y tan sensible como un arpa horizontal, el Steinway es un piano de leyenda. La fabricación industrial y la artesanía convergen en el proceso de producción de un instrumento concebido a mediados del siglo XIX por un migrante alemán que se estableció en Nueva York.


El sonido de un Steinway proviene de la armonía entre 12.000 piezas que lo componen.


04 DE MAYO DE 2016

EL Steinway no es un piano, es un steinway. Ha mutado la marca a sustantivo, asumiendo un papel hegemónico entre los instrumentos de su familia. Y de todas las familias, porque un Steinway es una orquesta de 88 teclas, pero también una delicada arpa horizontal. Glenn Gould sostenía que estaban vivos. Y el maestro Fabbrini, afinador de cámara de tantos solistas, se preocupaba siempre de dejar la tapa semiabierta para que pudiera respirar, reponerse del esfuerzo en el silencio. El milagro del superpiano o del metapiano se remonta a 1853, cuando Heinrich Engelhard Steinweg arraigó en Manhattan el negocio que había abierto en Hamburgo con un socio, Friedrich Grotrian, del que se desvinculó. Y también se desvinculó de su propio apellido. Lo hizo más eufónico, de Steinweg a Steinway, prolongando la fama del instrumento a la gloria de sus hijos y pactando con el diablo una fórmula de sonido que apenas ha variado desde 1880 y que se ha demostrado inimitable.


Zona de la factoría donde se montan las cajas de resonancia. Todas iguales, pero todas diferentes. No hay un Steinway igual a otro.

El instrumento se expone a la prueba de estrés de un aparato de rotación donde se ensambla el arpa. Se observa en la imagen el hallazgo del cordaje.






El vientre del Stenway es la caja de resonancia, concebida con la madera de un abeto de Alaska (pícea de Sitka) que predispone la calidez del sonido.



Louis, del departamento de restauración, enfrascado en la reparación de una pata.



Gwendolyn es una de las empleadas que se encargan de equilibrar las teclas.

Las 88 teclas predisponen a una extrema sensibilidad en la pulsación, pero siempre con la asombrosa intensidad.


Dan y Ryan, dos obreros de la fundación OS Kelly, de Ohio, que trabaja para Stenway desde 1938.


Como una criatura mitológica , el piano nace del fuego, de una forja donde adquiere forma el bastidor del instrumento.


Un piano en el vestíbulo de la histórica factoría Stenway and Sons en Astoria (Nueva York), que pronto cumplirá 160 años.

El Pais Semanal Nº 2.066 / Domingo 1 de mayo de 2016