jueves, 28 de diciembre de 2017

El ritmo de Chicago

 'Blues', jazz y 'rock and roll'. El espíritu de la música tiene un nombre, Chess Records, y una ciudad, Chicago. Allí se forjó la leyenda de Chuk Berry, Muddy Waters o Etta James. Una película, 'Cadillac records', recrea esta historia. Por Diego A. Manrique.

EL ALMA DEL'BLUES'. El legendario cantante de 'blues' Muddy Waters, grabando un disco en Chess Records hacia 1952.


Fue la canción oficiosa de las celebraciones de la toma de posesión de Barack Obama. El propio presidente y su esposa abrieron el baile mientras la diva Beyoncé cantaba At last. Aparte de su lectura sentimental ("al fin, el cielo se ha vuelto azul"), el tema funcionó como cordón umbilical con Chicago, la ciudad que sirvió de plataforma a la carrera política de Obama.

At last era originalmente un número de una película musical de 1941, pero se identifica con la carnosa voz de Etta James. Y Etta fue la gran cantante femenina de Chess Records, una de las cumbres artísticas de la ciudad de Chicago. La del sello Chess es una epopeya fascinante en la que coincidieron dos sectores marginados de la sociedad estadounidense: judíos y negros. En el principio están los hermanos Leonard y Philip Chess (originalmente, Czyc), nacidos en Motele, en Polonia. Llegaron a Chicago en 1928, sin saber inglés pero con ganas de prosperar.





 LOS INICIOS. Las imágenes en color pertenecen a la película 'Cadillac Records', con Adrien Brody como Leonard Chess y Jeffrey Wright como Muddy Waters (arriba), y Beyoncé Knowles en el papel de Etta James.


 ¡Chicago! Dicen que el nombre deriva de una palabra india que significaba "el lugar con mal olor". Se trataba de una ciudad genuina-mente estadounidense: dedicada a hacer negocios, corrompida hasta la médula, orgullosa de sus logros. Los Chess podían haber terminado en la delincuencia, pero desembocaron en el negocio del entretenimiento, otra actividad en la que no contaba el antisemitismo. Ya se sabe que fueron judíos los que crearon Hollywood, pero también -y esto es menos reconocido- los que fundaron las discográficas independientes.




EN 1950 HABÍA 500.000 negros en Chicago. Huidos de los Estados sureños, soportaban la discriminación al estilo norteño: pagaban alquileres más altos que los blancos y tenían peores alojamientos. Pero constituían un mercado sólido, algo que no pasó desapercibido para los Chess. Comenzaron con licorerías y pronto tuvieron un alborotado local nocturno, el Macomba Lounge. Allí aprendieron la jerga del gueto y se habituaron a lidiar con las erupciones de violencia, la prostitución, las drogas. También descubrieron que la música era elemento indispensable en la dieta de los afroamericanos.

Leonard Chess, un inmigrante judío de primera generación, se convirtió en el hombre clave del blues de Chicago cuando esta música rural se electrificó y se codificó en el prototipo que, por ejemplo, los Rolling Stones han utilizado durante cerca de 50 años.
Muddy Waters, de nombre verdadero McKinley Morganfield, fue la sólida piedra sobre la que se construyó Chess Records. Campesino de Misisipi, el folclorista Alan Lomaxle grabó en una plantación y, una vez que se escuchó en el fonógrafo, decidió que prefería ganarse la vida cantando. Instalado en Chicago, advirtió que las tabernas del South Side eran demasiado ruidosas. Se pasó a la guitarra eléctrica y formó un grupo contundente, por donde pasaron futuras estrellas como Jimmy Rodgers, Little Walter, Otis Spann, James Cotton. Cuando viajaron por vez primera a Inglaterra, aterraron al público con su imperiosa música lúbrica.

Y no habían visto nada. Detrás vino otro labrador de Misisipi, Chester Burnett, alias Howlin' Wolf, una montaña de hombre que parecía tener apetitos ilimitados y que traía ecos del Sur profundo. Lo de Lobo Aullador resultaba un apodo perfecto: cuando se oye al Tom Waits más intenso, ahí está la sombra de Chester. Intensamente competitivo, le robaba músicos a Muddy Waters y no le impresionó hallarse en 1971 grabando The London sessions con la aristocracia del rock británico, desde Eric Clapton hasta Ringo Starr. 




EL PRECURSOR DEL ROCK. Chuck Berry fue uno de los pilares de Chess Records. Plantó las bases para el 'rock and rol!' que enganchó al público juvenil. Con Berry y sus canciones a los amores adolescentes, las autopistas y Estados Unidos, se popularizó una música que atrajo a los Beatles y a los Rolling Stones. La Escuela de Chicago dio las primera lecciones a los reyes del rock.
A mediados de los cincuenta, Chess Records era un imán para los músicos negros más ambiciosos. Por recomendación de Muddy Waters, allí se presentó Chuck Berry. Pertenecía a otra generación: nacido en Saint Louis, había pasado por un reformatorio, tenía un oficio (peluquero), sabía leer y escribir. Estaba lo suficientemente integrado en el estilo de vida estadounidense para poder escribir irresistibles odas a las autopistas, al instituto, a los amores juveniles, al mismo país (Back in the USA). Sin pretenderlo, desarrolló la temática esencial del rock and roll y creó himnos al nuevo estilo, de Roll over Beethoven a Rock and roll music, sobre unas estructuras esbeltas e impetuosas.
Con Berry se poetizaba la existencia de los teenagers. En Chess, su única competencia por el mercado juvenil era la de Bo Diddley. Otro nativo de Misisipi, sus ritmos ofrecía un show llamativo: tocaba una guitarra rectangular y contaba con una dama llamada La Duquesa entre sus acompañantes. No tuvo grandes éxitos entre el público blanco, pero el ritmo que lleva su nombre -con resonancias tribales- se infiltró en el rock y allí se ha quedado.
Con genuina inconsciencia, los Chess y sus artistas estaban cambiando el mundo. Sus hallazgos musicales -y literarios- impactaron especialmente en Europa. En su primer viaje a Estados Unidos preguntaron a los Beatles qué querían conocer; respondieron que a Muddy Waters y Bo Diddley. Un reportero expresó el desconcierto general: confundido por el nombre de Muddy Waters [aguas cenagosas], preguntó dónde estaba aquel lugar. Paul McCartney perdió su afabilidad: "¿Ustedes no conocen a su propia gente famosa?".


EN REALIDAD, LOS BEATLES fueron hijos musicales de Chuck Berry, algo ejemplarizado por el antipático incidente de Come together: John Lennon tuvo problemas legales por citar versos de You can't catch me, una de tantas canciones automovilísticas de Berry. Los Rolling Stones eran los verdaderos alumnos de esta Escuela de Chicago. Su mismo nombre deriva de un tema que Muddy Waters grabó en 1950. Y el germen del grupo está en un encuentro de Mick Jagger y Keith Richards en un tren allá por 1960. Los Stones aprovecharon su primera gira por Estados Unidos para conocer el estudio de Chess. Allí grabaron, entre otros temas, un instrumental titulado 2120 South Michigan, que era precisamente la dirección de la compañía.
La leyenda negra de Chess Records está sustentada sobre la realidad. Como todas las discográficas de la época, se esforzaba en pagar lo mínimo a los artistas y no alardeaba de discos de oro, ya que eso hubiera supuesto abrir sus libros a los inspectores de la asociación que certifica las ventas.
Había, sin embargo, muchos matices. Leonard Chess tenía modos paternalistas y cuidaba de sus artistas más allá de lo exigible en una relación contractual. Por ejemplo, su mismo abogado se enfrentaba a las demandas de paternidad que regularmente se presentaban contra Muddy Waters. También se esforzó en proteger a Etta James, vulnerable por su condición de adicta a la heroína: Chess se ocupó de que disfrutara de una casa en Los Ángeles, pero se reservó el título de propiedad, que Etta no recibió hasta después de que Leonard falleciera. "Hizo bien", reconoce la cantante en su autobiografía: "La hubiera vendido."



ESCUELA DE CHICAGO.

Willie Dixon (arriba) y los actores Jimmy Rogers (en el papel de Kevin Mambo), Columbus Short (Little Water)yJeffreyWright (Muddy Waters), en la película 'Cadillac Records'.

Cuando la compañía desapareció, hubo mucha amargura. Bo Diddley, que no rentabilizó su fama, se quejaba de que apenas recibió compensación por los derechos de unas canciones que han tenido mil versiones. Por su parte, Muddy Waters y Howlin' Wolf demandaron a Are Music, la editorial de Chess. Especialmente indignado estaba Willie Dixon, el contrabajista y compositor que ejerció de productor en infinidad de sesiones. Se vengó a su manera, comprando el edificio de la compañía en el 2120 de la Michigan Avenue e instalando allí un museo dedicado al blues de Chicago. Pero Dixon también reconoce que aquella monumental música no hubiera sido posible sin la tenacidad, la tacañería, la energía de Phil y Leonard Chess. Los hermanos se turnaban: uno se quedaba en las oficinas mientras el otro viajaba y se ocupaban de "engrasar" la relación con los locutores radiofónicos, decisivos para su música. Hasta en ese asunto delicado se aprecia la inteligencia de los Chess. A finales de los cincuenta, cuando la "payola" (el pago por radiar determinados discos) se convirtió en escándalo nacional, ellos salieron indemnes: declaraban a Hacienda cada soborno, disimulado como "servicios de consultoría".

EXCEPTO POR ALGÚN atraco, los Chess disfrutaban de un salvoconducto invisible para manejarse por los barrios más hostiles al hombre blanco. Era conocida su filantropía: donaban mucho dinero a Israel, pero también extendían cheques a las asociaciones que exigían plenos derechos para los afroamericanos. Carecían de prejuicios: Bobby Charles, cantante de Luisiana (y compositor del memorable See you later alligator), todavía recuerda el pasmo de los hermanos cuando descubrieron, en su primer viaje a Chicago, que habían fichado -por recomendación del dueño de una tienda- a un artista blanco.

Las luces y las sombras de Chess Records están reflejadas en varios libros. Sus sellos satélites, como Checker y Cadet, se hicieron un hueco en el mundillo del jazz, con bestseller de Ahmad Jamal y Ramsey Lewis. Se adaptaron a la era del soul con gloriosas grabaciones de Etta James, Fontella Bass, Billy Stewart, los Dells, Sugar Pie DeSanto. Hasta comercializaron discos hablados: los sermones de C. L. Franklin (el padre predicador de Aretha).

RESULTA PARADÓJICO que, vista su influencia, se les resistiera el mercado del rock, donde estaban las grandes cifras. Hacia allí intentó reconducirlos Marshall Chess, el hijo de Leonard. Pero Chess Records no tenía la distribución y las conexiones necesarias para jugar en esa división. Las grandes hazañas de Chess se acabaron en 1969. Leonard había adquirido emisoras de radio y deseaba entrar en el negocio de la televisión. Chess tuvo la desdicha de caer en las manos de GRT. Como los actuales gigantes de Silicon Valley, GRT se había enriquecido con un adelanto tecnológico -las cintas de audio- y quería diversificarse. Los Chess aceptaron ceder sus 8.000 masters por un precio más que razonable; como parte del pago recibieron 20.000 acciones de GRT, que resultaron papel mojado.
La historia eterna: los nuevos dueños no entendían las peculiaridades del negocio discográfico y se cargaron el tinglado. El 15 de octubre de 1969, Leonard -que se había comprometido a seguir ejerciendo la dirección- se enteró de que Chess Records estaba sin fondos y no pagaba las facturas de los proveedores: GRT desviaba los ingresos hacia sus propias cuentas. Se indignó, armó una bronca y se marchó de las oficinas. Estaba conduciendo su coche cuando sufrió un ataque al corazón. No era el primero, pero ese día no sobrevivió. Como dijo Muddy Waters en el cementerio, entre lágrimas: "Se acabó, Leonard. Ya no hay compañía, ya no hay nada". Habían terminado dos décadas prodigiosas. La nueva Chess, con oficinas en Nueva York, agonizó y en 1975 fue liquidada por una cantidad ridicula. • 'Cadillac records' se estrena el próximo viernes.

El Pais Semanal Nº 1.690. Domingo 15 de febrero de 2009

La voz rubia del jazz

La canadiense Diana Krall ha protagonizado la gran historia de éxito del jazz en los últimos años. Sus discos de baladas arrasan en las listas de ventas y han logrado cifras millonarias. Guapa, rubia y de largas piernas, su imagen es la representación del triunfo. Por Diego A. Manrique.

Es culpa de 'Los fabulosos Baker Boys' y tantas otras películas, es la herencia de series televisivas como Ally McBeal. Hasta los que nunca han viajado a Estados Unidos lo saben a ciencia cierta: los hoteles, los bares, los clubes nocturnos de aquel país cuentan obligatoriamente con una hermosa-ru-bia-peligrosa tocando y/o cantando al piano temas estándar o clásicos del soul. Y el misterio consiste en averiguar qué tiene de especial la canadiense Diana Krall para elevarse por encima de ese nutrido ejercito de cantantes-pianistas y colocarse en las listas de ventas de medio mundo con un repertorio tan indiscutible como manido.



EL JAZZ DORADO. La imagen de Diana Krall, fotografiada por Bruce Weber, ha sido portada de revistas y de discos.

Sobre ese aspecto volveremos más tarde. Noches atrás, Diana Krall (Nanaimo, Columbia Británica, 1962) presentó su último disco en el reluciente teatro de la Casa de Campo de Madrid y fue todo un acontecimiento social. Allí estaba la artista posando, sonriendo forzadamente al lado del embajador de Canadá (¡click!), de la teniente de alcalde del Ayuntamiento de Madrid Mercedes de la Merced (¡click!), de admiradores de punta en blanco (¡click, click!). Al día siguiente, ya en Barcelona, Diana ofreció un concierto exuberante y explicó su retraimiento en Madrid: "Me pone muy nerviosa un público de periodistas y vips, no me siento natural. Fue un poco enervante que interrumpieran tres veces la primera canción con sus aplausos. Yo necesito silencio, no soy nada gritona". También disculpó su poca alegría en el posterior acto institucional: "Lo siento por el embajador, al que ya conocí cuando estaba en Praga y siempre me ha tratado como una gloria nacional, ¡tengo la Orden de la Columbia Británica! (risita). Es que, al terminar el bis, recibí una descarga eléctrica al tocar el pedal del piano. Me dejó temblando, muy asustada y muy dolorida. Es el riesgo de tocar en locales nuevos, :no han tomado en cuenta los peligros de la electricidad. De hecho, iba a cantar más, pero no me fue posible".

Así que tal vez nos perdimos su versión del incandescente Bésame mucho, una de las canciones que interpreta en el disco The look of love: "¿De verdad que se esperaba que lo cantara? No me atrevo, sé que es una canción muy erótica y me da vergüenza equivocarme en la letra ante un público que habla español. Además, Bésame mucho me trae sentimientos agridulces. Descubrí la canción en México y me fascinó, pero también recuerdo que el viaje terminó desastrosamente; me puse enferma, pero realmente mal: mi pobre novio tuvo que soportarme mientras... Me pasé días entre la cama y el lavabo".

Vaya, también las diosas de la canción sufren la venganza de Moctezuma. Aseguran los mexicanos que el mejor remedio es un buen tequila. "Yo soy más de ginebra y vodka... en combinación. Pero le tengo miedo al alcohol. Todavía era menor de edad cuando me pasé muchas noches tocando ante borrachos. No entiendo esa visión romántica de los locales pequeños. En Canadá, cuando empiezas te contratan en sitios donde el público va a ver los partidos de hockey en pantalla grande y la música no es la prioridad. Y siempre hay un patoso que necesita escuchar una canción que tú odias".

Curioso: el acto de la Embajada de Canadá tras el concierto se distinguió por no ofrecer alcohol más fuerte que la cerveza. "En mi país hay mucha ambigüedad respecto de la industria del alcohol. Se hicieron grandes negocios en los tiempos de la la prohibición, mis compatriotas introducían clandestinamente barcos y camiones cargados de botellas en Estados Unidos". Una de las fortunas canadienses del contrabando está, dicen, en la prehistoria del imperio Seagram, la empresa que adquirió Universal, la compañía que edita los discos de Diana Krall. Pero, puntualiza Diana, Universal ha sido comprada luego por Vivendi, la multinacional francesa que comenzó con el negocio del agua, asi que todo se explica: "Seguro que hay una cláusula en nuestro contrato que especifica lo que podemos beber en público".

¡Paren las máquinas! Gran noticia: Diana Krall tiene sentido del humor. Algo que no se deduce de actuaciones como la de Madrid, donde se mostró envarada y distante, sin la picardía necesaria para humanizar las letras de su repertorio dorado. Se disculpa: "Sencillamente, a veces me gana la timidez. Nunca he sido una persona graciosa; lo paso mal cuando tengo que ir a los programas de Jay Leno o David Letterman, donde se supone que debes tener una lengua muy ágil. Y empeoro cuando estoy de gira: no ves más que el aeropuerto, el hotel y la sala del concierto. Esta es una forma deshumanizada de viajar. Ahora mismo me he enterado que en Barcelona hay una exposición del Picasso erótico y me enfado, me indigna de verdad no tener un par de horas para visitarla".

FOTOGRAFÍA DE JANE SHIREK

Confiesa que, a pesar de los rigores de la gira, resulta terapéutico alejarse una temporada de la ciudad donde reside habitualmente, Nueva York. "Los ataques de los aviones han sacado lo mejor y lo peor de los neoyorquinos. Sí que se agradece esa sensación de unidad, pero molesta mucho el odio que se siente en algunos lugares. Ahora, cruzar la frontera es una pesadilla, aunque no tengas aspecto oriental. Yo suspendí algún concierto, mi disco se editaba el 18 de septiembre y parecía obsceno hacer promoción cuando todavía se buscaban supervivientes. Ahora creo que lo más positivo es cantar, actuar, seguir adelante".

Cuando no está grabando o actuando, Diana pasa temporadas en Vancouver: "Me he comprado allí una casa de campo donde puedo montar a caballo; soy una persona de espacios abiertos, como el resto de mi familia, debe ser cosa de la sangre celta. Y tengo mucha lealtad por Vancouver. Allí, en un festival de jazz que apoya a los músicos jóvenes, me concedieron la beca que me permitió estudiar dos años en Berklee, la escuela de Boston que es la meca para los aspirantes a tocar jazz".

¿Jazz? Los cínicos afirman que lo de Diana Krall no es precisamente un éxito del jazz, que lo que se vende es la imagen de una sirena rubia de largas piernas fotografiada por Bruce Weber, que su música más reciente está tan rebajada por la producción de Tommy LiPuma y los arreglos de Claus Ogerman que apenas merece la calificación de jazz. "Yo creo que si es jazz, especialmente en el directo, pero hemos usado la mercadotecnia del pop para llegar a un público grande. ¿Qué hay de malo en aparecer guapa en una portada, en un video? Detesto toda esa leyenda de los jazzmen malditos. La realidad es que, si tocas jazz profesionalmente, es mejor conformarse con poder pagar puntualmente el alquiler de tu apartamento. Asi que vender discos no es pecado". No lo es, aunque ella es muy consciente de los riesgos de la forma en que ha sido presentada: "Acabo de hacer una gira por Canadá que ha sido bastante amarga. Aunque fue un éxito -The look of love entró directamente al número uno de ventas-, hubo tanta demanda de entradas que tuve incluso problemas para conseguirlas para mis amigos. 

Además, la prensa no dejó de castigarme por la portada de The look of love. Estaban indignados por mis zapatos de tacón de aguja".

Puede que no sea sólo ese detalle; leí en la prensa, en el Calgary Sun, que los plumillas andaban irritados por el hecho de que Diana Krall no concediera entrevistas a los medios escritos canadienses, y de que lo intentara compensar con el envío de una entrevista tipo enlatada en un CD. "Bueno, no puedo pasar mi vida hablando con la prensa. Los canadienses tenemos cierta ambivalencia respecto al éxito en Estados Unidos, está hasta mal visto presumir de ello". No es el caso de Diana: su representante insiste en que, cuando se la presente en el escenario, se mencione que es ganadora del Grammy. "Creo que él lo ve como la confirmación de que la industria americana me acepta, aunque haya cosas más importantes: mi dueto con Tony Bennett abre mi nuevo disco, eso sí que es un honor. Está claro que Estados Unidos es el mercado natural para los artistas canadienses, pero también se deplora que desertemos de Canadá y que nos instalemos allí, aunque toda persona sensata sabe que es algo inevitable. Aún asi, no nos hace demasiada gracia. Canadá necesita una cultura fuerte para no ser devorado por Estados Unidos. Además, no me suelo reconocer en lo que se publica tras una entrevista. En realidad, los periodistas llegan con una idea preconcebida y da lo mismo lo que yo cuente (suspiro hondo) Para muchos, yo soy una bimbo, una barbie con mucha suerte".

Pero... en el fondo del corazón ¿no siente que resulta demasiado facilón el recurrir a canciones-de-toda-la-vida? Un dato: todas las composiciones que graba tienen más años que ella misma. ¿No hay autores contemporáneos que interesen a Diana Krall? "¡Claro que sí! Yo crecí con Supertramp, The Beatles, Queen y todos aquellos grupos que hacían grandes baladas. ¡Y Elton John! Elton me adora y me regaló una canción inédita que compuso con Bernie Taupin. Lo que pasa es que no sé cómo sacarla, no encajaba en The look of love y tampoco en los próximos discos. Sí, mi carrera está planificada para varios años. Seguramente, el siguiente será un disco solo de piano y voz; para el siguiente... mejor me callo".

Incordiemos un poco. Existen otras cantantes canadienses que sí se arriesgan: Holly Colé, por ejemplo, sacó Temptation, un disco entero de composiciones de Tom Waits. "Yo tengo igualmente canciones de Tom que me gustaría interpretar. También se me ocurren cosas de Leonard Cohen o de esa chica nueva, Alicia Keys. Y Joni Mitchell, que es compatriota y una verdadera artista renacentista: escribe, pinta, canta, compone y hasta trabajó con Charles Mingus, Jaco Pastorius, Wayne Shorter, con jazzmen increíbles".

Pero Joni Mitchell exhibía valentía -Mingus no era el ser más amable del jazz- y visión de futuro mientras Diana tiende hacia la nostalgia. En este viaje está leyendo libros sobre las andanzas del rat-pack, la pandilla salvaje de Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. y compañía. "Uno de mis discos favoritos es Sinatra at the Sands, ése en el que Frankie canta en Las Vegas con Count Basie. Cuando lees todo lo que hacían, entiendes los chistes, las presentaciones de Frankie. Siempre que me encuentro con Quincy Jones, que era el director musical, le abrumo a preguntas. No conozco música que tenga más alegría de vivir".

Como el Sinatra de los comienzos, Krall aspira a una carrera cinematográfica. No ocurrirá a corto plazo. "Ya he hecho mis pinitos en series de televisión, pero el cine debe esperar. No te puedes imaginar la cantidad de basura que aterriza en mi oficina. Guiones de chica de campo que llega a Nueva York y triunfa pero no es feliz, de vampiresa de club nocturno que se lía con un gánster cruel y conoce a un guapísimo agente del FBI... no sabes si reírte o llorar. ¿Asi me ven?". Me temo que así ven su carrera, como cuento de hadas. De todos modos, Diana tiene buenos asesores en el mundo del cine: su novio es guionista y ella mantiene una buena relación con Clint Eastwood. Cuando se menciona la película Harry el Sucio, cambia la cara de la artista: "Siguiente pregunta, por favor". Más tarde se disculpa por su brusquedad: "Me ponen nerviosa esos rumores que me relacionan románticamente con Clint. Él, sencillamente, ama el jazz, y he colaborado en las bandas sonoras de sus películas. Soy amiga suya y de su hijo músico, Kyle. Y no, no ha habido nada entre nosotros. Ya sé que es muy mujeriego, pero a mí me gustan los hombres jóvenes. Aunque podría hacer una excepción (carcajada) con Robert de Niro, que también ha utilizado mi música". •

 'The look of love', último disco de Diana Krall, está disponible en Verve/Universal


El Pais Semanal Número 1.320. Domingo 13 de enero de 2002


miércoles, 20 de diciembre de 2017

La sorpresa del rock latino



FOTOGRAFÍA DE ENIAC MARTÍNEZ

Café Tacuba son la nueva gran sorpresa del rock cantado en español. Su libertad creativa les ha hecho ganar este año dos Grammy latinos. En EE UU les llaman los Radiohead latinos, y llegan a decir que si los Beatles hubieran sido mexicanos habrían formado un grupo como éste. Por Diego A. Manrique.

California, septiembre de 2004.
La búsqueda de Café Tacuba nos ha llevado hasta un complejo de locales de ensayo en Burbank, más allá de los inmensos estudios de Warner Brothers. Los mexicanos han ocupado un hangar donde se podría jugar fácilmente un partido de fútbol: deben ensayar su aportación a la gala de los quintos premios Grammy latinos, donde se les empareja con una rotunda banda de nu metal, Incubus (han desechado a otras figuras estadounidenses de mayor peso comercial dispuestas a tocar con ellos). Nadie se siente intimidado, y a pesar de que se usan instrumentos folclóricos de las tierras de Zapata, el encaje resulta sorprendentemente sencillo para un cónclave de 12 músicos. De hecho, la labor está resuelta antes de que llegue la cena, que se ha pedido -como se hace en cualquier estudio de grabación californiano- a partir de un grueso tomo con diversos menús plastificados.

Incubus ya ha desaparecido, pero Café Tacuba y su equipo deciden aprovechar tan abundante comida. Ocurre que, en Los Ángeles, ellos se alojan en un hotel modesto, que no cuenta con servicio de habitaciones. Resulta que ese establecimiento es el que conocieron cuando empezaron a actuar por la gran ciudad, y le han cogido cariño. Ofrece un amontonamiento de apartamentos alrededor de una piscina, un decorado perfecto para alguna película X. "Sí, una vez nos encontramos aquí con un casting de actores porno y daba un poco de tristeza".

Éste es un grupo que no navega bajo la bandera de "sexo, drogas y rock and roll", aunque reconocen que sí, que durante un tiempo viajaron con su reserva de tequila, como hacen Maná y otros mexicanos. Nada en ellos es típico: comenzaron como un entretenimiento de estudiantes (tres de diseño, uno de ingeniería) en México Distrito Federal. Ni siquiera contaban con batería: resolvían la percusión con una caja de ritmos. Corría el año 1989 y el rock comenzaba a abandonar la clandestinidad en México. Su nombre era un manifiesto: "Proviene de Café de Tacuba, un restaurante del DF especializado en comida mestiza. Como nuestra música. Café es palabra -y semilla- que trajeron los españoles, y tacuba era, para los aztecas, el lugar donde crecen los mimbres". Habla Emmanuel del Real, Meme, teclista.

La idea del grupo era revolucionaria: "Decidimos que no íbamos a limitarnos a un estilo, que una rola [canción] podía tener un estribillo pop, un arreglo punki y un puente de son jarocho. Ahora ya somos más formalistas, las variaciones se dan dentro del disco y no dentro de cada canción". Haciendo bueno lo de que México es el verdadero país posmoderno, Café Tacuba ha ido dando pasmosos bandazos. Tras Café Tacuba (1992) y Re (1994), sacaron un disco de versiones, Avalancha de éxitos, donde personalizaban tanto temas de Juan Luis Guerra (Ojalá que llueva café) como de Nacho Cano (No controles), con la participación de David Byrne: el hombre de Talking Heads enseguida les reconoció como almas gemelas. Pocas bandas tenían un repertorio tan poliédrico.

En 1999 dieron la campanada al sacar Revés / Yo Soy. Recuerda Quique Rangel, bajista, que fueron a la compañía con Revés, un disco electrónico e instrumental, que iba acompañado por un vídeo de larga duración: "Estábamos convencidos de que era lo mejor que habíamos hecho, pero en Warner se horrorizaron. Así que grabamos un segundo disco de canciones, Yo Soy, y lo sacaron conjuntamente". 

Ésos son lujos que no se pueden permitir grupos que graban para una multinacional, pero, de alguna manera, Café Tacuba siempre ha gozado de una libertad insólita.

Así, cuando ficharon con Universal en 2002, inauguraron la relación publicando Vale callampa, una colección de -atención- exquisitas interpretaciones de piezas de Los Tres, un desaparecido grupo chileno. En Londres o en Nueva York, alguien que se hubiera atrevido a hacer algo similar hubiera sido fusilado al amanecer, pero ellos convencieron a la compañía de que era una jugada razonable: "Veníamos de un año sabático, y ponernos a tocar temas de Los Tres, que eran buenos amigos nuestros, resultó una buena terapia, que además nos permitió hacer voces a lo Beach Boys, una de nuestras referencias".

Además, Vale callampa recordaba su existencia mientras realizaban su disco más complicado, Cuatro caminos, que se hizo con tres productores de prestigio en diferentes lugares de México y Estados Unidos. Cuatro caminos ha sido un éxito en diferentes países y les ha llevado a los Grammy latinos con cinco candidaturas, aunque ellos recuerdan que ya ganaron en los Grammy generales.

Café Tacuba ya no es el pequeño grupo arty de otros tiempos: tienen baterista y un músico que toca instrumentos mexicanos. Resuelven espléndidamente los directos y quieren mostrarlo por España: "No hemos dedicado suficiente tiempo a España. Estuvimos como teloneros de Celtas Cortos; nos hicimos amigos en México y nos invitaron. Fue chingón, pero quizá no era el mejor público para nosotros". No tienen problemas con actuar en cualquier lugar que se les reclame, con algunas excepciones: "Nos hemos negado a tocar para partidos políticos. Y tampoco hacemos playback en televisión".

La trayectoria de Café Tacuba también ha tenido sus meandros. Joselo Rangel, guitarrista, aprovechó el año sabático para lanzar un disco en solitario, Oso, que fue vapuleado por la crítica mexicana e ignorado por el público. "Ocurrió algo extraño. Los críticos generalmente son muy respetuosos con
Café Tacuba, como si fuera algo intocable, y mi disco les permitió atacar a la banda, aunque fuera a través de mí. Nuestros seguidores se enfadaron, temieron que mi disco confirmara los rumores de la disolución de Café Tacuba. Ahora que eso se ha despejado, quieren comprarlo y ya está descatalogado". Joselo se curó las heridas haciendo música en directo para un espectáculo teatral, un monólogo basado en Frida Kahlo.

Piensa Joselo que la libertad de la que disfruta Café Tacuba es fruto de las ideas claras: "Pusimos las normas des¬de el principio. Al principio dijimos: queremos tocar algo que combine rock y música popular mexicana, sin batería. Era una herencia de la universidad: había profesores que insistían en lo de 'usen sus raíces'. Un par de compañías nos ofrecieron grabar, y se quedaron asombrados cuando les dijimos que eso era prematuro. También se dio algo muy común en México, el tipo todopoderoso que dice: firmen conmigo y yo haré que les graben. Le respondimos: gracias, pero preferimos esperar a que llegue una disquera y negociar sin intermediarios. No fuimos de esos grupos que firman lo primero que se les ofrece, por ansiedad. Estás aceptando sus reglas de juego".

El problema de la falta de evolución, explica, es la cobardía de muchos artistas: "Si no te quieren dejar grabar la música que quieres, rompe con ellos. ¿Qué pueden hacer? ¿Cancelarte el contrato? Bueno, pues sacas los discos por tu cuenta o a través de una independiente. Cuando estudiamos la opción de autoeditarnos, descubrimos que no somos del tipo de personas que disfrutan haciendo negocios, hablando con los distribuidores, controlando el stock del almacén. Así que nos fuimos con la disquera que nos ofreció mayor libertad, la que nos dio el mejor lugar para desarrollarnos".

En su caso les benefició que se plantearan Café Tacuba como un proyecto artístico más que como una forma de vida: "Teníamos padres que respetaban nuestras inclinaciones, aunque no les hiciera gracia que fuéramos dejando los estudios. Algunos de nuestros antiguos compañeros nos envidian; ellos tienen trabajos con horarios rígidos, pero si nos acompañan de gira descubren que el día del músico consiste en dos horas de euforia y muchas de aburrimiento".

El secreto de la longevidad del grupo también tiene que ver con la personalidad de los cuatro tacubos: "Hay un pacto implícito de respetarnos el espacio. Cuando nos separamos tras una gira, cada uno vive su vida; nos enteramos de lo que hacen los otros a través de amigos comunes. A la hora de volver a juntarnos estamos frescos. Nos reunimos en una casa que compramos para trabajar y vamos presentando las nuevas canciones. Es una criba muy curiosa: igual hay una canción muy importante para ti que no impresiona a los demás, o justamente lo contrario. Y luego están las que hacemos todos juntos, donde podemos delirar".

Incluso en un grupo donde se tiende al hermetismo, el cantante forma banda aparte. Rubén Albarrán es un huracán en directo que se encierra en sí mismo cuando baja del escenario. Puede que sea significativo que usara buena parte del famoso año sabático para viajar solo por los rincones más
desconocidos de México: "Fueron tres meses y medio de selva, desierto y sierras. No, no tuve disgustos; siempre te encuentras con gente interesante y amable. Quería ver la realidad de mi
país, y comprobé que sí, que estamos bien pobres y que ha habido mucha devastación ecológica".

Tiene Rubén una curiosa costumbre: cambia de nombre artístico cada poco tiempo. Así, ahora es Sizu Yantro, un personaje que quiere superar sus condicionamientos mentales. "He sido Pinche Juan, una traducción particular de Johnny Rotten, el cantante de los Sex Pistols. Luego fui Cosme, igual que una calle del Distrito Federal donde se vende fayuca, mercancía de contrabando. También he sido Anónimo, Amparo Tonto Medardo, Nrü, Gallo Gas, Rita Cantalagua, Elfego Buendía. Invento criaturas e intento adoptar su personalidad como recurso escénico".

Rubén minimiza el hecho de que los medios estadounidenses aplaudan con ardor la música de Café Tacuba, a los que se compara con Radiohead o con grupos aún más legendarios (según Los Angeles Times, "ésta es la banda que los Beatles hubieran querido ser si hubieran sido mexicanos"). Para él son anécdotas: "Aquí, normalmente tocamos ante público latino, pero también hemos hecho una gira con Beck. No creo que los gringos entiendan a un grupo tan ecléctico como el nuestro, que pasa de una ranchera a un hardcore. A veces estás actuando ante anglos y parece que cada uno está bailando con una música diferente, como si estuvieran oyendo su walk-man particular. Pero siempre te quedarás en una curiosidad, en un cajón de las tiendas que pone "rock en español": por alguna razón, la mayoría de los gringos no puede concebir escuchar música que no esté cantada en inglés".

Aun así, Rubén no renuncia a asombrarles. Al día siguiente, millones de estadounidenses se quedan boquiabiertos al verle actuar con Incubus: sale vestido con un traje rosa y un sombrero-capuchón que le tapa media cara, moviéndose como un endemoniado, ni rastro de la lesión que estos días le hace cojear. Los tacubos tienen que salir un par de veces más al escenario del Shrine Auditorium: ganan en las categorías de mejor canción rock (Eres) y mejor álbum alternativo (Cuatro caminos).

Finalmente, ha llegado la hora de celebrar. Geffen, su discográfica estadounidense, ha alquilado una casa para organizar una fiesta a lo grande: pinchadiscos, aparcacoches, camareros. Juan de Dios Balbi, el mánager de Café Tacuba, ejerce de anfitrión. Lleva una barba de chivo rematada con un nudo y tiene una visión muy nítida de sus representados: "Me parece que son individuos como muchos que andan por ahí fuera. Son tímidos, arriesga¬dos, cautelosos, paranoicos, creativos, intensos, curiosos, amorosos, recelosos, aferrados, serenos, solidarios y guerreros". 

Más información en Internet:  www.cafetacuba.com.mx. El disco 'Cuatro caminos' ha sido
publicado por Universal.


El Pais Semanal año 2004

La casa de música






MUY CABALLERO. Javier Limón, cariñoso con La Negra, a la que ha producido recientemente su disco 'La Negra', una espinita que reconoce que tenía clavada desde hacía diez años.

Javier Limón es el productor del momento. Aparte de grabar a grandes flamencos y firmar discos para Luz Casal o Carlinhos Brown, ha dirigido ideas musicales de Fernando Trueba, como el fantástico y millonario 'Lágrimas negras'. Ahora es el motor de Casa Limón, un proyecto para traspasar fronteras. Por Diego A. Manrique. Fotografía de Javier Salas.
Esto no resulta sencillo de explicar. Casa Limón es un clan internacional, más un concepto musical, más un sello discográfico, más un estudio de grabación. Empecemos por lo palpable. El estudio está en la zona madrilena de Batán y contrasta con esos laboratorios de alta tecnología que aparecen en los reportajes de Cómo se hizo que acompañan a los discos de las estrellas. Aquí no hay pecera, consolas con infinidad de regletas y botones, toneladas de máquinas. Se trata de un espacio austero, sin más decoración que algunos objetos hindúes, un capricho del propietario, Javier López Limón: "Quería que para nada pareciera un sitio para fichar. Aquí se apaga el ordenador y nos relajamos, repasamos lo grabado, sacamos el whisky, igual surge una fiesta".

Nacido en Madrid hace 32 años, Limón exhibe una vida repleta. Se quedó sin padre cuando era un crío y vio a su madre emprender mil negocios para sacar adelante a la familia. Cantó en la escolanía de un colegio de los jesuítas, "el mismo donde voló el coche de Carrero Blanco". Incluso tuvo una temporada neoyorquina: "Me fui a estudiar el equivalente al COU, toda una experiencia: estaba con aspirantes a rockeros y jazzeros, pero también con el hijo del capo mañoso de Queens. No me atrevía ni a mirarlo". Allí cambió de orientación musical: "Había tocado el oboe hasta que me pusieron el aparato de ortodoncia. Además, el oboe, el fagot y el corno inglés son instrumentos de doble caña, difíciles de tocar y que sólo tienen salida profesional en la música clásica". Se llevó a Nueva York una guitarra. "Lo que impresionaba a los yanquis era escucharme un fandango tal como se toca en la zona de Huelva donde nació mi madre. Lo local y lo universal... Me di cuenta de que el lenguaje musical español más exportable es el flamenco".

De vuelta a España, pasó fugazmente por la universidad. Estudió Agronomía, pero huyó al comprobar que aquello tenía más que ver con el engorde de animales y la explotación intensiva de la tierra que con sus ideas bucólicas del campo. Y quiso ser cantaor. Fracasó en el concurso del Cante de las Minas, pero prolongó esa pasión por el circuito internacional más modesto: "Era un descarado, me puse a cantar flamenco en italiano en la plaza de un pueblo cercano a Roma y hasta las abuelas lloraban". También ejerció de cantaor en Corea y Puerto Rico: "Los puertorriqueños se van a trabajar a EE UU, pero ellas se quedan en la isla, con lo que la proporción de mujeres es escandalosa. Con 20 años y un cuerpecito esbelto, yo creía estar en el paraíso de los musulmanes". Limón presume de una libido alta y se declara "obseso del sexo, en pareja o en solitario".

Llegamos a los años noventa. Limón compone para Estrella Morente, Remedios Amaya, Pepe de Lucía, El Potito. Muchas veces no se queda a gusto con el resultado final que se publica en disco. Y se aferra a la oportunidad de producir. "Yo no quería hacer cualquier cosa para vivir de la musica y me estaba decepcionando. Un día, viniendo en el AVE a Madrid, recibí una llamada del Wyoming: habían grabado en directo a Diego el Cigala para 18 Chulos, y estaban empantanados ante el ordenador. Me planté allí con la maleta, tanta era mi ansiedad, y vi que Diego no había tenido su mejor noche. Tenían contratadas dos semanas de estudio y propuse producir unas sesiones nuevas. Y hasta ahora".
  
SIN FRONTERAS. El guitarrista flamenco Niño Josele y la cantante afro-mallorquina Buika, otros dos amigos y colaboradores de la creativa Casa Limón.


Producir flamenco no es sencillo. Lo evidencian sus discos: suelen ser breves, muchas veces ni alcanzan a esos diez cortes que se suponen son lo mínimo en la música popular. Limón salta: "El flamenco es una música muy artesanal y muy densa. En un buen disco de flamenco, aunque sólo tenga siete cortes, hay más ideas musicales que en cinco de pop o de rap. El flamenco es barroco, está lleno de detallitos que duran segundos, pero que te ocupan horas, días enteros. Hay un altísimo nivel de exigencia".
En la producción se reconoce "alumno de Paco de Lucía". "Tiene tantas medallas como guitarrista que olvidamos lo extraordinario que es como compositor y productor. Fue el gran innovador: metió los coros, trabajaba cada pista, impuso la claqueta. Antes, un elepé se hacía en unas horas. Paco meditaba y decidía, partiendo de diferentes tomas, editando cuando todavía no había ordenadores. Un monstruo. Marco con letras rojas los días que paso con él". Muestra fotos hechas durante su estancia en la casa de Paco en Cancún, donde luce como un pirata rechoncho. Mantiene Javier Limón una batalla contra la obesidad, que cree estar perdiendo: "He probado todas las dietas y aquí sigo, con 92 kilos. Me gustaría estar más delgado, eso ayuda a la aceptación social. Y no sufrirían tanto los fotógrafos cuando me hacen reportajes". Siempre zumbones, los flamencos le llaman Barriga Blanca. Lo acepta estoico: "A mí me sobra lo que le falta a [el trompetista] Jerry González".

Ah, el gran Jerry, tan exquisito sobre el escenario como intimidante fuera de él: "Jerry parece un malote de película, pero llegó a Madrid, no tenía hotel y le instalé en casa de mi madre, donde hicieron muy buenas migas". La madre de Javier es la  encargada del catering de Casa Limón: "Cuando tenemos jornadas largas, ella trae comida rica y los músicos están felices". Los Limón tienen concepto de clan: su mujer se ocupa de la editorial musical; la hermana menor, Salomé, es la técnica de grabación. Ella logró, por ejemplo, el espléndido sonido de Boomerang, último disco de los cubanos de Habana Abierta y caso único en el estudio; Casa Limón no se alquila, ya que Javier lo considera su instrumento de trabajo "y el de mis amigos". 

"Las "músicas grandes" son internacionales y nunca pasan de moda"
MEZCLA DE ENERGÍAS. Dos grandes pasiones sobre el escenario, aunque muy distintas: la cantante Buika, un derroche de energía, y un gigante del jazz, el trompetista nacido en el Bronx neoyorquino Jerry González.

 SIN FECHA DE CADUCIDAD. Casa Limón es un laboratorio que trata de lanzar las músicas más internacionales e imperecederas. Con Andrés Calamaro (en primer plano en la foto), Javier Limón (al fondo) trabaja para devolver el tango a la calle, a su punto canalla, sin engolamientos.

Entramos en la dimensión colectiva de Casa Limón: "Aquí no se hacen las mezclas finales, voy a otros estudios donde tienen mesas adecuadas a determinadas músicas. Aquí se mezclan las personas. Nada de fusión o de mestizaje, son diálogos de músicas y de músicos. En Lágrimas negras juntamos a gitanos y cubanos, bajo el poderío de Bebo Valdés y El Cigala. En El cantante, Andrés Calamaro grabó por vez primera sin rockeros. Ahora, Niño Josele ha hecho un disco de temas identificados con el pianista Bill Evans, donde colaboran flamencos y jazzmen. Antonio Serrano está pasando composiciones de Astor Piazzolla a la armónica. Y está terminándose un disco donde Calamaro canta tangos con Josele y otro bicharraco, Juanjo Domínguez".

La praxis de Casa Limón parte de lo que el productor llama la big music. Le brillan los ojos: "Las músicas grandes son las que tienen denominación de origen, pero al mismo tiempo resultan internacionales. El jazz y el blues, claro, pero también la bossa nova, el tango, el fado, el son, el flamenco. Nunca pasan de moda, se entienden en los cinco continentes. Igual no venden mucho, pero son un reproche constante a la superficialidad de la música comercial. ¿Cuántos millones de discos se vendieron de Operación Triunfo?' Nadie los escucha ahora. Sin embargo, vas a cualquier lugar del mundo y los músicos, los artistas de cualquier disciplina, la gente de la calle con gusto, todos conocen Lágrimas negras. Y han salido mil discos que siguen una línea parecida. ¡Es que no hay misterio en lo que hicimos! Piensa en el arroz con frijoles negros, en los huevos fritos con torreznos. Juntamos el jazz, el son, el bolero, el flamenco... sin diluir sus esencias". Sin embargo, no habrá Lágrimas negras II, dicen que por malos rollos internos. Limón, diplomático, especula que "fue un momento único". "La conjunción de la sabiduría de Bebo con la inocencia de Diego, cantando algo totalmente nuevo para él. No sé si se puede recrear esa emoción". Limón ni confirma ni niega los rumores de egocentrismo, de tacañería que han enturbiado el desarrollo en directo de Lágrimas negras. Públicamente, en el mundo del flamenco nadie dice nada negativo de nadie: todos son unos genios, unos artistazos. Limón se lanza a una prolija explicación sobre el largo camino del flamenco hasta su actual respetabilidad, la necesidad de defender lo conquistado, los problemas intrínsecos para encajar en el siglo XXI: "El flamenco todavía anda acostumbrándose a la sonorización. El único que siempre suena bien es Paco de Lucía, que se compró el mejor equipo posible y encima conserva la pulsación de los primeros tiempos, cuando salía a pelo y tenía que hacerse oír en el último rincón de la sala".

Se exalta al pensar que al flamenco
igual le falta ambición, seguridad en sí mismo. "Te encuentras con chavales que se inspiran en lo peor de Sting, Miles Davis, Lenny Kravitz. Coño, no; si has de tener modelos, que sean Bach, Schoenberg, Falla. Calamaro y yo fuimos a ver a Lenny Kravitz en Buenos Aires. Aguantamos poco; era más falso que esos Rolex que te venden en la calle. Nos escapamos hacia San Telmo y nos topamos con ¡un bar flamenco! Tocaban unos muchachos porteños muy correctos, desde Manzanita hasta Camarón, y terminamos subiendo al escenario. Yo con la guitarra, Andrés cantó Estadio azteca, que allí es un himno. Imagina la que se armó".

Medita ensimismado: "Hacer música es lo más grande, mejor que follar. He tenido años, tal vez dos, donde estuve grabando sin parar. Todos los días, incluyendo domingos y festivos navideños. Hasta que decidí que a la familia también debería cuidarla. ¿Sabes lo que decía mi niño cuando veía un piano? Mira, papá, un bebo".

Es la hora del examen de conciencia: "He cometido muchos errores en mis producciones. Me han quedado discos dispersos por querer aprender, por tener la posibilidad de salirme del tiesto. Con Fernando Trueba aprendí que un disco es como una película: necesitas un argumento claro y un desarrollo lógico. No aguantarías una película de terror con escenas cómicas, números musicales, secuencias porno. Me pasó con Corren tiempos de alegría, de El Cigala; aparte de la desdicha de coincidir con el 11-S, es un disco demasiado abierto, que confunde al oyente. Pero cuando desarrollamos algunos de sus aspectos nos salió Lágrimas negras, que fue un fenómeno mundial. Lágrimas negras tenía un concepto que se resumía en una frase y que cualquiera podía asimilar".
Sin embargo, la referencia 01 de Casa Limón ofrece un abanico amplio. "En Limón (Sony-BMG), la unidad viene dada por el repertorio, todo canciones mías. Es un catálogo de posibilidades, un directorio de quiénes están detrás de Casa Limón. Los artistas que han grabado conmigo: Paco, Jerry, Potito, Bebo, Andrés, David Broza, Guadiana, Montse Cortés. Y las chicas para las que he trabajado en 2005: la afro-mallorquína Concha Buika y La Negra". Limón incluso ha hallado una cervecera que patrocina grabaciones y presentaciones en directo, Estrella Galicia, una empresa familiar.

Pero a Javier Limón lo que le excita es hablar de los puentes secretos entre culturas. Puentes humanos: aquellos gitanos esclavizados que, desterrados a Cuba, "terminaron en Matanzas, la ciudad donde se desarrolló la rumba afrocubana". "Cuando lo supe, entendí a Bebo, que insistía en que siempre hubo melodías flamencas en el guaguancó". Ahora está fascinado por las similitudes entre los haikus japoneses y las letras flamencas. ¿Será una herencia de los viajeros nipones que a principios del siglo XVII se instalaron en Coria del Río, junto a Sevilla?

Las investigaciones tendrán que esperar. Limón va a volar hacia Argentina a elaborar con Calamaro la banda sonora de Bienvenido a casa, la nueva comedia de David Trueba. Y rematar el disco de tangos: "Creo que será algo importante, Andrés ha devuelto el tango a la calle, le ha quitado engolamiento". Atesora momentos mágicos de Buenos Aires: "Juanjo Domínguez nos invitó a su ranchito, en el sur de la ciudad. Sacó su guitarra, Andrés se puso a cantar y yo a grabar. Se oyen los ruidos del campo, a su mujer preparando la comida, pero lo vamos a usar en el disco. Va a ser el primer CD que, si lo escuchas con atención, huele a asado". •


El Pais Semanal


viernes, 15 de diciembre de 2017

Los tesoros ocultos de Louis Armstrong

Dos nuevos discos rescatan importante material inédito salido de los archivos personales del trompetista

YAHVÉ M. DE LA CAVADA

13 DIC 2017

Louis Armstrong durante una actuación en Niza (Francia) a finales de los 40. DOT TIME RECORDS

En 1956, el productor de Metro Goldwyn Meyer Sol C. Siegel ofreció un cuarto de millón de dólares a Cole Porter para que escribiese las canciones de la película High Society, un remake musical de Historias de Filadelfia protagonizada por Bing Crosby, Grace Kelly y Frank Sinatra, nada menos. Cuando Porter supo que en la película aparecería también Louis Armstrong, decidió que tenía que escribir una canción en clave de jazz especialmente para él. Así nació Now You Has Jazz, un tema en el que un sofisticado Bing Crosby interactúa con los All Stars de Armstrong explicando qué es el jazz de forma tan ingenua y simple como, desde cierto punto de vista, adecuada. Porque ¿hay algo que evoque mejor el espíritu del jazz a un neófito que aquel infeccioso latido musical que Louis Armstrong cocinó en Nueva Orleans, llevó después a Chicago y, finalmente, a la eternidad?

A Armstrong le llamaban Satchmo por el gran tamaño de su boca, pero muchos músicos y amigos también le llamaban Pops, un apodo que representa perfectamente su papel de padre de gran parte de la música americana moderna y embajador principal del ­jazz que él mismo desarrolló como pocos en la historia del género. Fue la gran Billie Holiday quien aparentemente le adjudicó ese apodo, y es difícil imaginar qué podría sentir la cantante cuando Armstrong, en 1952, le dedicaba un sentido A Kiss To Build a Dream On en un pequeño club de San Francisco, estando ella entre el público. Esa dedicatoria y esa interpretación, junto a muchas otras joyas nunca publicadas del trompetista, se editan ahora por primera vez en The Nightclubs, segundo disco del proyecto con el que el sello californiano Dot Time está rescatando valiosísimo material inédito salido de los archivos privados de Armstrong. Como su propio nombre indica, este trabajo recopila tomas grabadas en un contexto poco documentado del Armstrong de los cincuenta: el de actuaciones en pequeños clubes, al calor de audiencias reducidas y cercanas, todas ellas con diferentes encarnaciones de sus All Stars entre 1950 y 1958, en las que aparecen nombres como Trummy Young, Billy Kyle, Arvell Shaw o dos clarinetistas tan diferentes como Edmond Hall y el ellingtoniano Barney Bigard.

Más interesante aún es la primera referencia de este proyecto, publicada a mediados del presente año: The Standard Oil Sessions, un documento histórico de primer orden que contiene la grabación completa de la música grabada en San Francisco en enero de 1950 para un programa de radio llamado Musical Map of America, en el que algunos artistas populares ofrecían a los oyentes una clase magistral resumiendo la música de la zona de Estados Unidos elegida en cada ocasión. Así, Armstrong grabó algunas de sus piezas más emblemáticas para construir una personal cartografía de la música de Nueva Orleans, en un programa que nunca llegó a emitirse, por razones desconocidas. Los acetatos de aquella grabación fueron entregados al trompetista y ahora ven por fin la luz, mostrándonos a un Armstrong pletórico, acompañado por dos de sus más legendarios colaboradores, Jack Teagarden y Earl Hines. Ambos están, sin duda, entre los músicos que mejor química tuvieron con el trompetista a lo largo de toda su carrera, como demuestran varios de los puntos álgidos de su discografía, desde la entrada de Hines en los Hot Seven de Armstrong en 1927 hasta la creación de los All Stars 20 años después. Esa química casi mágica es el principal ingrediente musical de esta grabación: poder volver a escuchar a Teagarden —uno de los grandes trombonistas del jazz tradicional, además de un carismático e infravalorado vocalista— cantando y tocando mano a mano con Armstrong, dándose la réplica el uno al otro como la pareja perfecta que eran. Un negro de Nueva Orleans y un blanco de Texas mostrando a Norteamérica la esencia de aquel jazz swingueante y contagioso, una música que a esas alturas ya había recorrido todo el país mutando en diferentes encarnaciones y que acababa de dar un nuevo volantazo a su evolución con el frenético bebop.

Armstrong y Teagarden, inmejorablemente acompañados por el piano de Earl Hines, terminan su clase maestra con el origen de todo, el blues, en una interpretación de Back O’Town Blues que rezuma autenticidad por los cuatro costados, con las cascadas de notas de Hines envolviendo las fechorías que narra la letra en boca de Arms­trong, y la sensación de estar ante el glorioso ocaso de una música irrepetible. Por mucho que pueda hoy ser reproducida nota por nota por cualquier intérprete dotado, aquella música está tan anclada a su tiempo que solo adquiere un sentido estricto escuchándola directamente de sus fuentes. Por eso estas reediciones son el mayor hallazgo de arqueología jazzística del año: porque después de Armstrong vinieron muchas cosas, pero ninguna como él.

Louis Armstrong. The Nightclubs. Dot Time Records.

Louis Armstrong. The Standard Oil Sessions. Dot Time Records


El Pais

domingo, 10 de diciembre de 2017

YOUNG MARBLE GIANTS "COLOSSAL YOUTH" 1980 ROUGH TRADE





Hay discos que serían una anomalía en cualquier época en que aparecieran. "Colossal Yottth" es uno de ellos. Aunque se beneficiaron de la libertad de movimientos que garantizaban el post-punk y la new wave británica, Young Marble Giants eran un aparte. La otredad de este trío de Cardiff estribaba en su pequeñísima, vanguardista y particular percepción del pop. Como si de haikus se tratara, los dos gemelos Stuart y Philip Moxham y la dulce Alison Statton reducían las canciones a una mínima expresión poética.

Recogiendo el testigo de Maureen Tucker y Jonathan Richman y avanzándose a Violent Femmes, Aventuras de Kirlian o Beat Happening (a estos últimos les produjo Stuart Moxham parte del álbum "You Turn Me On" en 1992), Young Marble Giants cultivaban un sonido de una vulnerabilidad mágica. Aunque, y ahí reside la gracia, esta debilidad era sólo fachada. El repertorio de "Colossal Youth" estaba armado a conciencia, con firmeza y solidez. Levantaron un puñado de canciones hechas para durar, difíciles de desplomar precisamente porque lo único que enseñaban era lo que había: el andamio.

Éstos son los materiales utilizados por el trío gales: gruesas líneas de bajo, fibrosos rasgueos de guitarra eléctrica (que profetizan al primer Billy Bragg), ritmos pregrabados, teclados inspirados en los instrumentales que acompañaban años ha a la carta de ajuste y ambrosía vocal. La combinación, pocas veces superpuesta, de estos elementos confiere al único disco de Young Marble Giants (existen tres EPs más que posteriormente se adjuntaron a la edición en CD de "Colossal Youth") una exquisita delgadez que nunca más volvieron a conseguir ninguno de su miembros en aventuras posteriores (Weekend, The Gist, Devine & Statton...). O dicho de otra forma, los creadores de este maravilloso episodio piloto jamás volvieron a estar tan cerca de la esencia. Es decir, de la emoción.

JOAN PONS

THE FALL "THIS NATION'S SAVING GRACE" 1985 BEGGARS BANQUET




"This Nation's Saving Grace" es el undécimo disco de los más de treinta que han publicado The Fall hasta la actualidad. Es el tercero con participación decisiva de la californiana Laura Bise, procedente del grupo pop Burden Of Proof. A Laura le gustaban The Fall; y en especial, su hipertenso y volcánico líder, Mark E. Smith. Se cambió el nombre, apareciendo desde entonces como Brix Smith, y se convirtió en la guitarrista de la banda, compaginando esta función con su nuevo proyecto, Adult Net. La doble relación, matrimonial y musical, duró seis años, desde "Perverted By Language" (1983) hasta "Seminal Live"(1989). Además de contar en esa época con una de sus formaciones más estables, The Fall incorporaron sutiles tonos pop al sonido desgarrado y monolítico de sus inicios. Brix jugó un papel importante, aunque los seguidores más puristas del grupo formado en Manchester en 1977 le recriminaran el hecho de suavizar al salvaje Mark.

"Spoilt Victorian Child"y, especialmente, "LA", intensa ración de pop pervertido con coros venenosamente usurpados de un clásico duduá, demostraron que el rock crudo de The Fall podía panoramizar en otras direcciones. La arterial pulsación rítmica del batería Karl Burns y el bajista Stephen Hanley garantizaba la fidelidad al estilo más reconocible del grupo, mientras que los teclados a veces naíf de Simen Rogers y las guitarras de Brix y Craig Scanlon abrían imprevisibles válvulas de escape. Apoyados al principio por John Peel, I The Fall nunca se sintieron deudores de nadie, y pocos, ni ellos mismos, han sabido definir su música. Smith, aun así, declaró en 1994: "Jamás intentamos copiar a otro grupo ni tuvimos la intención de parecemos a nadie, al margen de Can, quizás...". Una de las mejores canciones del disco lleva por título "I Am Damo Suzuki", en homenaje al cantante japonés de Can, y su beat no lo desdeñaría Jaki Liebezeit. Un guiño especial para un grupo que no tiene deudas que saldar.

QUIM CASAS





THE RESIDENTS "COMMERCIAL ÁLBUM" 1980 RALPH







De todos los bichos raros que pueblan el universo musical, ninguno tan freak como The Residents, una célula creativa con base en San Francisco cuyos miembros visten de rigurosa etiqueta y conservan su anonimato gracias a sus famosas máscaras en forma de globo ocular. Su leyenda se empezó a forjar a principios de los setenta, y su imagen, su nombre y su concepto han influido en grupos tan dispares como Devo (sus uniformes), Os Resentidos (esos juegos de palabras) o Daft Punk (siempre ocultos tras alguna máscara). No así su música, que, pese a encontrar ecos en Der Plan, They Might Be Giants o Primus, resulta absolutamente única e inimitable, reflejo de una particular y satírica visión de la idiosincrasia de la cultura pop.

En sus treinta años de carrera, han creado un sinfín de espectáculos musicales de corte teatral, con sus correspondientes discos con  J argumento. Una de las pocas excepciones, publicada en 1980, entre "Eskimo" (1979) y "Mark Of The Mole"(1981), es "Commercial Álbum", más cercano a la tradicional colección de canciones, aunque en realidad se trata de cuarenta jingles de un minuto de duración cada uno, al estilo de los anuncios radiofónicos cantados. Commercial significa anuncio, así que el título del álbum se puede traducir como "Álbum de anuncios" o "Álbum comercial".

De hecho, al reducir la estructura de canción a su mínima expresión (una estrofa, un estribillo y se acabó el minuto) y multiplicarla, crean una sucesión de tonadillas perfectas, tarareables y pegadizas pese a lo marciano de la música. Todo un corpus de melodías infantiles y enfermizas que podrían pertenecer a la versión venusiana de 'Barrio Sésamo', cantadas por voces manipuladas que unas veces parecen duendecillos o enanitos y otras demonios o extraterrestres, y que sin duda influyeron en el debut de They Might Be Giants y en las canciones de Danny Elfman para el film "Pesadilla antes de Navidad" de Henry Selick.

ESTEVE FARRÉS

El día en el que el ‘soul’ se estrelló en un avión

Hace 50 años, se mató Otis Redding. Justo cuando planeaba un giro profesional que partiría del ‘(Sittin' on) the Dock of the Bay’, el tema que le daría un número 1 póstumo

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 9 DIC 2017







Otis Redding posa en 1965. MICHAEL OCHS ARCHIVES EL PAÍS

El 10 de diciembre de 1967, el bimotor Beechcraft H18 de Otis Redding se estrelló en el lago Monona, en Wisconsin. Solo uno de los pasajeros sobrevivió. Las terribles fotos del rescate del cuerpo de Otis, un gigante todavía atado a su asiento, alentaron malsanas teorías conspirativas: había beneficiarios dado que todo lo que grabó para Stax se convirtió en oro. Universalmente, se sintió la frustración de verle desaparecer en la cima de sus poderes, con 26 años, interrumpiendo su proyecto de crecimiento artístico y autonomía profesional.

El avión facilitaba los desplazamientos de un artista que dejaba su base regional (el Sur de Estados Unidos) para atender a una demanda nacional. Aparte de comprar un rancho para su familia, Redding acababa de fundar una discográfica y una editorial, para lanzar a sus protegidos y cultivar repertorio nuevo. Según algunos, se le subió el éxito a la cabeza: “Ese negro ya no cabe en sus zapatos”, decían. Pero el Beechcraft tenía sentido incluso en términos simbólicos: Otis venía de una familia proletaria. Sabía que debía aprovechar la oportunidad: los artistas de soul trabajaban en el duro circuito chitlin’, por cachés modestos; Redding confiaba en establecerse en el mercado del rock, donde el trato y el dinero eran superiores.

No busquen motivos raciales o políticos: era una sensata decisión empresarial. Otis desarrolló su carrera en Stax, discográfica de Memphis cuyos dueños (blancos) fueron desplumados impunemente por los listillos neoyorquinos (blancos) de Atlantic Records. El truco consistía, debió de pensar, en esquivar a los tiburones de cualquier color.

En marzo de 1966, los artistas de Stax giraron por Europa y los Beatles enviaron sus limusinas a recoger a los visitantes sureños en el aeropuerto de Heathrow. Al mes siguiente, Otis incendió el Whisky A Go Go, el club más cool de Los Ángeles. Hubo muchos famosos entre los asistentes, incluyendo a Jim Morrison, cuyos Doors despedirían a Otis con el tema Runnin’ blue.

En 1967, Redding alcanzó una apoteosis en el Monterey Pop Festival. Venciendo sus reticencias —“¿qué es eso de actuar gratis”— arrasó ante el naciente movimiento hippy. Hasta se permitió una broma particular: “Esta es la multitud del amor, ¿verdad?”. En su Georgia natal, los conflictos no se resolvían con flores sino con negociaciones tácitas y, en último caso, a tiros.

El viaje a California le permitió parar unos días, alojado en un barco-vivienda en la bahía de San Francisco. Allí escuchó el disco Sgt. Pepper, de los Beatles; no era su música pero entendió que existían otras maneras de trabajar en el estudio. Sometido a un calendario implacable de bolos, Otis grababa deprisa y corriendo. Su tercer elepé, Otis blue, se hizo en poco más de 24 horas, con una parada para que la banda de acompañamiento actuara, como hacía cada noche, en un local de Memphis.

Carecía de pretensiones de artista. Sus elepés sumaban canciones propias, hits recientes, algún blues y —casi siempre— una composición de su idolatrado Sam Cooke. Si veía interesantes ideas ajenas, se las apropiaba: King & Queen, el chispeante álbum con Carla Thomas, ofrecía la traslación rural de los pulcros duetos de Marvin Gaye con diferentes compañeras del sello Motown.

Otis no tenía una voz tan cremosa como la de Cooke pero sabía sacarla provecho jugando con el fraseo y la dinámica. Si atacaba una balada, aumentaba paulatinamente la intensidad hasta llegar a una verdadera catarsis. En los temas rápidos, funcionaba como el equivalente de un lanzallamas. Asimilaba cualquier canción con facilidad: no había escuchado Satisfaction hasta que su mano derecha, el guitarrista Steve Cropper, le sugirió probarla. Era evidente la afinidad: los autores, Mick Jagger y Keith Richards, se resistieron inicialmente a editarla como single ya que se trataba de un ejercicio de estilo, la aproximación rollinstoniana al contundente sonido Stax.

No le valía cualquier cosa: Bob Dylan le llevó un adelanto de Just Like a Woman y Otis pilló enseguida el concepto. Sin embargo, cuando se enfrentó a la letra, se le atragantó el verso que mencionaba las anfetaminas. Como cualquier veterano de la carretera, conocía el speed pero su nombre oficial no le sonaba musical.

Otis sabía que necesitaba componer más. Solo o asociado a colegas, ya había facturado joyas como These Arms of Mine, I’ve Been Loving you Too Long o Respect (que rebotó, en forma de exigencia feminista, en la majestuosa voz de Aretha Franklin). En California le brotó una canción melancólica que luego remataría Steve Cropper, (Sittin' on) the Dock of the Bay.

En realidad, no se trataba de una ruptura tan radical: recordaba otra pieza introspectiva suya, Cigarettes and Coffee. La letra, eso sí, destapa el estado emocional de un trotamundos, cansado pero empeñado en mantener un rumbo propio. Entre olas y gaviotas, pasa revista a sus vivencias y se despide silbando, sin imaginar que se acababa su tiempo.


El Pais

miércoles, 6 de diciembre de 2017

LO QUE VALE UN ERROR

Imagine que compra un vinilo de Beyoncé, lo pone y, en vez de la diva, se escucha un grupo de punk ignoto. En un mundo normal, pediría que le devolvieran el dinero. En este, puede vender el disco por mucho dinero

TEXTO_Xavi Sancho




A PRINCIPIOS DE 2006, en el foro musical auspiciado por Steve Hoffman, ingeniero de sonido y coautor de Cecilia Ann, el clásico del surf rock que llevaron a la fama los Pixies, un señor de Atlanta compartía con la comunidad de coleccionistas que ahí se congrega algo que le había pasado días antes. El tipo había acudido a una tienda de discos y había adquirido una copia de Remain in light, el maravilloso álbum de Talking Heads. Al llegar a casa, puso el vinilo en el plato. La primera cara, perfecta. Le dio al vuelta y en la segunda, en vez de sonar Once in a lifetime, se oía Telegram Sam, de T. Rex. Tenía en sus manos lo que se conoce como un mispress, un disco tarado. En una cara, Remain in light, en la otra, Slider de T. Rex. "¿Qué hago? Me parece que si lo pongo más veces se cargará el plato giradiscos y creo que si lo cuelgo en eBay van a cachondearse de mí!", escribía. La primera respuesta que recibía fue: "Tíralo".

Más de una década después, el vinilo vive un renacer casi ya transversal. Y como con todas las cosas que vuelven, vuelve con todo, incluidos sus errores. Los vinilos tarados, aquellos que, si
hubiesen sido CD's, podríamos haber usado, al menos, para ahuyentar a las palomas, ahora se cotizan en un mercado a cifras que van mucho más allá de la ironía. El pasado mes, Discogs, el mercado online de compra venta de música más importante, publicaba su lista de discos tarados más valiosos. Lo hacía porque a mediados de septiembre, esos accidentes que casi siempre son atajados antes de llegar a la tienda, se habían hecho mainstream, como certificaba un comunicado emitido por Columbia. El sello anunciaba el error en el nuevo prensado del último largo de Beyoncé. En algunas copias en vinilo de Lemonade, en vez de la música de la diva se escuchaba la de una banda de punk canadiense llamada Zex. Aún es pronto para saber qué cifras pueden alcanzar estos vinilos en el mercado online, pero es muy probable que pronto estén igual de cotizados que clásicos de lo tarado, como el single lanzado en 1988 por la banda de hardcore Gorilla Biscuits, cuyas últimas 90 copias no tienen pegatina en la cara B porque, lo que tiene ser indie, se les acabaron en la fábrica. Esos vinilos están valorados hoy en más de 1.000 euros.

El Pais. Revista ICON Nº45 NOVIEMBRE 2017



domingo, 3 de diciembre de 2017

LAS CANCIONES QUE NUCKY THOMPSON NOS ENSEÑÓ Grace Morales


 BOARDWALK EMPIRE SE PRESENTO EN 2010 COMO un proyecto más que ambicioso. La publicidad nos saturó con un presupuesto disparatado y un equipo técnico y artístico de primera fila. El creador de la serie, Terence Winter, venía con el prestigio de haber sido el responsable de Los Soprano. Ahora volvía con una historia inspirada en las vidas (reales) de los personajes que crearon Atlantic City durante la década de los años veinte. Un momento histórico que se abre con la ley seca y el contrabando de alcohol, el reinado de las mafias, la corrupción política... y se cierra con el crack financiero de 1929. Pero es también la narración del entretenimiento durante el periodo de entreguerras: la vida en torno a las salas de bailes y locales donde se servía alcohol de forma clandestina (los célebres speakeasies). La serie prometía una atención escrupulosa a los detalles y, desde luego, no defraudó. Pero si hay algo que destacar, aparte del sobresaliente guión y las interpretaciones, es la música. La banda sonora de Boardwalk Empire es una obra de arte. El propio Winter ayudó en la selección, pero el trabajo fue encargado a Randall Poster, supervisor musical cinematográfico con experiencia que ha sido premiado ampliamente.





La tarea no era fácil: había que envolver la historia en la música que sonaba en Estados Unidos durante el periodo que abarca la serie, entre 1920 y 1931. Este terreno es un espacio desconocido para la audiencia actual. Ni siquiera había televisión, pero la música pop ya existía. Es un hecho, además, que en los años veinte se encuentran algunos de los sonidos más formidables de la música popular del siglo XX. Randall Poster realizó un gran trabajo, porque equilibró la inclusión de canciones originales con revisiones contemporáneas de las mismas, sin perder en ningún momento la conexión con sus referencias en el sonido. Para la documentación se realizaron visitas a la Biblioteca del Congreso y al Centro Harry Ransom de Austin (Texas), que alberga una gran colección de discos, fotografías y objetos de la cultura norteamericana. La productora contrató al músico Vince Giordano, quien lleva décadas entregado a la difusión de la música de los años veinte y treinta con su grupo, Nighthawks Orchestra, un combo de diez instrumentistas que por esta peculiaridad ha participado en otras series y películas ambientadas en esos mismos años, por ejemplo, El aviador, de Scorsese, o Cotton Club, de Francis Ford Coppola. Giordano, además, es un coleccionista de discos y estudioso de la música de aquella época, que supo perfectamente armar la banda sonora con versiones de su orquesta de grandes clásicos de la era del hot jazz y los éxitos de los veinte.

El actor Steve Buscemi, caracterizado como el tesorero de Atlantic City, Nucky Thompson, abre su pitillera de oro, enciende un cigarrillo y se enfrenta a una playa que se va llenando con botellas de whisky canadiense. De fondo suena un tema vigoroso, «Straight Up And Down», con aires psicodélicos, a cargo del grupo californiano The Brian Jonestown Massacre (1996). Elegida personalmente por Terence Winter como sintonía para la serie, no debió ofrecer muchos visos de verosimilitud. Quizá, pensaron algunos, la serie iba a tirar por el camino de películas con banda sonora anacrónica, como el pastiche Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o las canciones indies en Maria Antonieta (Sofía Coppola, 2006). Nada más lejos de la realidad. Con esta decisión, Winter dejaba claro que su serie era una creación artística, no un documental. Por otro lado, este tema agresivo y melancólico compone un fiel reflejo de la vida del personaje Nucky Thompson. Es la presentación más certera para Boardwalk Empire.

Las cinco temporadas de la serie se estructuran sobre la música que se escuchaba en los años a los que corresponde la acción. Además, con cada año, trama y personajes nuevos, se van incorporando distintos estilos y artistas, con los que se compone una panorámica musical «casi» completa y muy bien escogida de la década (solo faltarían los sonidos rurales, al discurrir la serie en enclaves urbanos). En las primeras temporadas tenemos ragtime y canciones pop con raíces en la tradición irlandesa o alemana (desde mazurcas o polcas al foxtrot, el cakewalk negro y, más adelante, el charlestón), que ejecutaban orquestas con solista y artistas de variedades que eran auténticas estrellas. Es un tiempo de frivolidad tras la guerra, por lo que suenan melodías alegres y estribillos simpáticos, derivados del teatro de vodevil, los shows circenses y la tradición del minstrel, aquel espectáculo que llevó a todo el país las canciones del sur, con una perspectiva, vamos a decirlo suavemente, idílica, con los músicos blancos con la cara tiznada de negro. Triunfan las revistas musicales (las Follies del empresario Florenz Ziegfeld), los seriales radiofónicos. Los actores lo mismo hacen parodia que cantan baladas. Estas «parodias» conforman un género particular conocido como novelty y lo ejecutan orquestas y solistas que aportan sonidos curiosos (clarinetes que imitan los sonidos de animales, inclusión «dadaísta» de bocinas y otros cacharros, etc.). Hasta los jingles de productos comerciales se hacen igual de famosos a través de la radio de lo que lo son en la actualidad.


La serie rinde tributo a los artistas de Hollywood. No podía faltar Al Jonson, de quien se incluye el tema «Avalon», de 1920. El aclamado artista, formando en el minstrel, canta este tema inspirado en las melodías operísticas que utilizaban las orquestas (lo mismo ofrecían un rag que un aria). Personajes como el tenor Enrico Caruso seguían siendo una celebridad, igual que Tito Schipa. La serie incluye una de sus más bellas interpretaciones, «O Lola», de Cavalleria rusticana (claro homenaje a El padrino, de Coppola).

El más popular de entre las figuras de Broadway fue el neoyorquino Eddie Cantor, quien aparece como personaje dentro de la serie, interpretado con gran maestría por el actor Stephen DeRosa. Cantor triunfaba en el teatro y la radio, gracias a sus gestos exagerados y sus canciones cómicas. DeRosa interpreta varios temas de su repertorio, como en el gran final de la primera temporada, con «Life's a Funny Proposition». Los guionistas aciertan de pleno al introducir a Cantor como artista invitado en las fiestas de Nucky Thompson y, además, mientras canta la pegadiza «Old King Tut», que se publicó en 1923, aprovechando los ecos del descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Pero antes de esa fecha las canciones con arreglos «orientales» ya estaban muy de moda, por la película de Rodolfo Valentino El jeque y cierta nostalgia de la literatura de viajes. Hay muchos ejemplos que suenan en la serie: «The Sheik of Araby», un clásico del jazz de 1922, compuesto en el Tin Pan Alley y grabado por el trío Regal; foxtrots como «By The Piramids», de The Happy Six (1919), formidable orquesta de novelty dirigida por Harry Yerkes; «Hindustan» (1921), de la Orquesta de Joseph C. Smith, el grupo que ambientaba la sala de baile del Hotel Plaza de Nueva York, o «Araby», una pieza del mejor hot jazz a cargo de la Orquesta de Fletcher Henderson, grabación de 1924 realizada por un grupo de jóvenes e imparables músicos, Don Redman y Louis Armstrong entre otros.

Como escribió Francis Scott Fitzgerald, los años veinte fueron la «era del jazz». Los músicos venidos de Nueva Orleans y San Luis se establecen en las grandes ciudades y allí mezclan el blues con arreglos contemporáneos. Las orquestas de músicos negros que pueden por fin grabar discos acompañando a solistas femeninas se convierten en un movimiento arrollador. En Boardwalk Empire suenan los primeros éxitos. No falta el «padre» del ragtime, Scott Joplin, el pianista que publicó las primeras partituras del estilo, con un número de 1911, «A Real Slow Drag». Ni tampoco William C. Handy, el autoproclamado «padre del blues» (que no fue padre, a lo sumo, un divulgador del género) con su «Yellow Dog Blues», de 1922. Podemos escuchar el primer disco grabado por una artista negra que llevaba esta palabra —blues— en el título, el millonario «Crazy Blues» (1920) de Mamie Smith. Lil Hardin, por entonces esposa de Armstrong y vocalista de los Red Onion Jazz Babies, interpreta el clásico «Riverside Blues», de 1924. Los Jazz Babies fueron un grupo increíble formado por el pianista Clarence Williams, junto a Sidney Bechet y Alberta Hunter. Una formidable banda que venía del primer Hot Five de Nueva Orleans. La misma canción se incluye en la versión de la banda de King Oliver, la Creole Jazz Band de Chicago, en 1923. Del genio Jelly Roll Morton podemos escuchar «The Crave», grabada en 1937 pero compuesta veinte años antes. El pionero del jazz aporta otras canciones a la serie. Estamos ante los mejores músicos del mundo de aquel momento, y no solo de la música negra.

Por ejemplo, Boardwalk Empire recoge también la explosión de la música hawaiana. En la segunda temporada, concretamente en su agónico final, suena el disco de debut del matrimonio Helen Louise y Frank Ferera, «Hawaiian Hula Medley» (1917). No se trata de una simple anécdota: la técnica del slide guitar e instrumentos como el ukelele de las islas, que venían posiblemente de Portugal y ya se conocían a principios de siglo, se convirtieron en las manos del virtuoso y prolífico Ferera y después en las de otros grandes artistas en un verdadero acontecimiento que marcó el desarrollo de la forma de tocar la guitarra. Otro estilo imprescindible es la música cubana, que aparece en la temporada final, aprovechando la visita de Nucky Thompson a La Habana para cerrar un acuerdo comercial. Además de la soberbia recreación de la capital caribeña en 1931, los sonidos sublimes del Cuarteto Matamoros («Buchipluma Na' Ma'», 1925) y del Sexteto Habanero («Cómo está Miguel», 1927) aportan otro de los pilares de la música de la década.

El pop de los años veinte vivió una época irrepetible. Los compositores del Tin Pan Alley registraron una cantidad de temas inmortales, que desde entonces se han versionado una y otra vez en las voces de diferentes cantantes y estilos. La serie recoge alguno de los éxitos de Irving Berlin y George Gershwin (como «Blue Moonlight», de 1920, en la versión de la popularísima Orquesta de Paul Whiteman, que fue quien estrenó «Rhapsody in Blue», un encargo del director al propio Gershwin). También aparecen las voces de cantantes ahora totalmente olvidados que entonces vendieron millones de discos con sus baladas, caso de Albert Campbell y Henry Burr. Antes de la Gran Depresión, este último grabó cinco mil discos con distintos seudónimos y era un artista increíblemente popular. Lo mismo le sucedió a Gene Austin, uno de los primeros crooners de la música pop, allá por 1925.

El público podía elegir entre los artistas cómicos, estos cantantes «serios» con voz de tenor y también, por supuesto, las intérpretes femeninas, una nueva ola de música y actitud totalmente opuesta a la de la moda victoriana precedente. Bajo la influencia de las variedades nacieron las primeras big hot mama, como Sophie Tucker, May Irwin, Stella Mayhew o Fio Bert. Defensoras de los derechos individuales de la mujer, se mostraban desinhibidas y cómicas, cantando ragtimes con letras sin ningún tapujo sexual, incluso utilizando el blues negro en su repertorio, para escándalo de aquellos que preferían personajes como el de Marion Harris, exquisita cantante de Broadway con una prolífica carrera discográfica, quien, sin embargo, también era feminista y defensora de los derechos civiles de la minoría negra.

Boardwalk Empire se cierra en plena Depresión y también su música: tras el esplendor y la plenitud de los veinte, asistimos al nacimiento de figuras como el actor Rudy Vallee y sus canciones ilusorias para ahuyentar la miseria, y esa colección de canciones supuestamente alegres que sonaban en la radio con esa misma intención, como «Happy Days Are Here Again», interpretada por la orquesta de Ben Selvin (1930). Bing Crosby, que aparece con alguna de sus primeras grabaciones de los veinte, cierra la quinta temporada con un tema memorable, «I'm Through With Love», de 1931.

Para la colección de discos que acompañan a la serie sobre el nacimiento de la ciudad del juego, el equipo de producción convocó a un variado grupo de cantantes. Con el acompañamiento de los Nighthawks, el resultado queda lejos de ser un mero reenacting vintage. Las canciones son ejecutadas en el mismo estilo vital, elegante y absolutamente único en el que se grabaron, tan distinto de la uniformidad pop que se oferta en estos días. Eso sí, las interpretaciones difieren mucho. Por ejemplo, «All By Myself», el número de Irving Berlin de 1924, lo canta Martha Wainwright, ajustándose al tono original. Su hermano Rufus acomete un novelty extremo, capaz hoy de herir ciertas sensibilidades, como es «Jimbo Jambo» (1922), y consigue convertirlo en un confuso medio tiempo dramático. Loudon Wainwright III aporta cordura en sus canciones tradicionales irlandesas, como «The Prisoner's Song» y «Carrickfergus». Annie Clark, aka St. Vincent, interpreta «Make Believe», un estándar de Jerome Kern de 1928, y lo trae a un presente lleno de presagios nada halagüeños. Pokey Lafarge toca sin arriesgar «Lovesick Blues», el clásico de Emmett Miller (1928), celebrado cantante de minstrel, uno de los primeros éxitos del estilo yodel. Neko Case hace su aportación, un poco fallida, con una de las más grandes canciones de la década: el blues «Nobody Knows You When You're Down and Out», un tema de Jimmy Cox, que hizo popularísimo Bessie Smith en 1929. Karen Elson canta de forma correcta «Who's Sorry Now», balada de 1923 que grabó la gran Marion Harris. Matt Berninger, el vocalista de The National, se transforma en crooner fúnebre y se atreve con «I'll  See You in my Dreams», un hit de 1924. David Johansen convierte el número dixie «Strut, Miss Lizzie» en un show a su medida. Patti Smith salva el «I Ain't Got Nobody», tema eterno de los músicos de San Luis de la década de los diez. Elvis Costello ajusta a su inconfundible estilo el «It Had To Be You», un éxito conocidísimo del compositor y director de orquesta Isham Jones, de 1924. Mejor de lo que lo hizo, por cierto, Bob Dylan en su último disco de versiones. Lo mismo hace Regina Spektor con «My Man» de la Mistinguett, que fue llevado a Estados Unidos por Fanny Brice en 1921. Norah Jones cierra el desfile de invitados con «If You Want the Rainbow» (1928), un tema que recupera felizmente a la cantante sureña Lee Morse. Nombres conocidos aparte, lo que brilla de verdad en esta banda sonora son los músicos de Vince Giordano y los ejecutantes contemporáneos de la música antigua: figuras como el británico Keith Nichols, el pianista Ehud Asherie, el percusionista Pedrito Martínez, el clarinetista Dan Levinson, la orquesta de Harry Lubin, cantantes muy jóvenes como Lauren Sharpe (la joven música neoyorquina, que hace una preciosa versión de «Japanese Sandman» al ukelele) o Margot Bingham, clásicas como Katherine Russell o Kathy Brier, y veteranos como Leon Redbone o el guitarrista David Oquendo. Definitivamente, lo antiguo es mejor. Y más divertido. 


El Pais Revista Smart Jot Down número 27. Diciembre de 2017