miércoles, 15 de marzo de 2017

Capitol Records, el templo de los músicos de estudio por Diego Manrique

Sinatra, The Beach Boys, Miles Davis, The Beatles… Todos ellos formaron parte de Capitol Records, uno de los sellos más importantes del siglo XX. Con la industria tradicional en declive, la discográfica cumple 75 años.



Frank Sinatra dirige una orquesta en el estudio B de la Torre Capitol (1958).


LUNES 13 DE MARZO DE 2017

ES PARTE ESENCIAL del skyline de Hollywood. Desde 2006, la Torre de Capitol Records está reconocida como monumento histórico-cultural de Los Ángeles. Lo merece: aparte de su arquitectura modernista, el edificio sintetiza la lejana grandeza de una industria típica del siglo XX: el negocio discográfico.

Ya sabemos que la era digital minimizó todo aquel entramado global: las grandes tiendas de discos ahora venden ropa; los antiguos estudios de grabación se han reconvertido en apartamentos de lujo; las sedes de compañías multinacionales han encogido y caben en unos pisos de algún rascacielos.

Pero el edificio de Capitol se mantiene fiel a sus objetivos originales: allí todavía se elabora música y se lanzan artistas; incluso, se gestionan los catálogos de muchas figuras emblemáticas del siglo pasado. La Torre todavía provoca asombro, con los turistas divididos entre los que creen ver una tarta extravagante y los que reconocen una pila de discos. Solo algunos veteranos comprenden que es el testimonio de los días de gloria, cuando el espíritu emprendedor de los californianos se manifestaba en la voluntad de hacer de Los Ángeles la capital mundial del entretenimiento.

Atención: Estados Unidos acababa de entrar en guerra, pero eso no impidió que, a comienzos de 1942, tres caballeros quedaran para una comida de trabajo. Dos tenían conexión con la música: el letrista Johnny Mercer y Glenn Wallichs, dueño de la gran tienda de discos Music City. El tercero era Buddy DeSylva, productor de cine que coincidía en lo esencial con sus amigos: intolerable que, para negocios musicales, Los Ángeles dependiera de discográficas con base en Nueva York. Debían competir en ese terreno.


Una réplica de Ringo Starr sobre la Torre Capitol, en 1974.

Así nació Capitol Records, que milagrosamente sorteó el racionamiento bélico y la huelga del Sindicato de Músicos, creciendo cada año. La compañía carecía de complejos: grababa country & western, pero también jazz avanzado, de Miles Davis a Stan Kenton. Aunque su base eran vocalistas refinados: Sinatra, Nat King Cole, Peggy Lee. Todo con aroma de calidad y aire de modernidad.

Capitol aspiraba a centralizar sus departamentos bajo un mismo techo. Glenn Wallichs, que se quedó como director general, contrató a Welton Becket, uno de los arquitectos más audaces de California. Wallichs se indignó cuando se le propuso un edificio circular. Modificó su postura cuando vio los números: una planta redonda ofrecía más superficie útil que la de una construcción rectangular, aparte de suponer un considerable ahorro en costes. Y, vaya, en la ciudad del showbiz, nunca está de más llamar la atención.


The Beatles, en casa de su mánager, Brian Epstein, celebran en 1967 el lanzamiento del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, editado por Capitol.

Y claro que impresionaba. Trece pisos, coronados por una falsa antena de radio: una flecha metálica con una luz que emitía la palabra “Hollywood” en código morse. Abajo estaban tres estudios de grabación. Espacios asimétricos, diseñados con ayuda de músicos de la casa –como el guitarrista Les Paul– y reforzados con extraordinarias cámaras de eco.

El sonido era un gran argumento a la hora de vender. El negocio se había desplazado a los elepés, que ofrecían una experiencia estética de media hora como mínimo. Sinatra fue de los primeros en explorar las posibilidades del nuevo soporte, con canciones seleccionadas a partir de un concepto (los viajes, la noche, la soledad). Capitol también copó mercado con sus grabaciones de musicales y bandas sonoras.

A todo esto, había nuevos dueños. Cuando se inauguró la Torre, en 1956, la mayoría de Capitol había sido adquirida por la británica Electric and Musical Industries, alias EMI. No obstante, los californianos conservaron su autonomía. De hecho, Capitol funcionaba tan libremente que estuvo a punto de perder al mayor fenómeno musical de los sesenta, algo que compensaría sobradamente la marcha de Sinatra en 1961. Urge disculparlos. Desde Los Ángeles, la música pop británica parecía una cosa de parientes pobres: iba a remolque de las tendencias estadounidenses. No se sintieron impresionados por los primeros discos de The Beatles; ellos ya tenían otro combo vocal-instrumental, The Beach Boys, que cosechaba éxitos desde 1962. Desesperado, el mánager de los británicos cedió los derechos a pequeñas compañías, Swan y Vee-Jay. Hasta que el presidente de EMI mandó a un emisario a la Torre, ordenando que se pusieran las pilas.


El grupo The Knack posa para el álbum 'Get the Knack? en 1979. 

Nat King Cole, en la sesión de fotos para After Midnight (1956).

En 1964, para desesperación de los Beatles, Capitol saltó al otro extremo: troceaban los discos que venían desde Londres, para crear elepés exclusivos para el mercado estadounidense. Uno de ellos, Yesterday and Today, resultó polémico: los Beatles vestidos de carniceros, con trozos de carne y muñecos despedazados. ¿Una referencia a la guerra de Vietnam? Hubo que retirarlo del mercado y reemplazarlo por otra portada más anodina. Solo a partir del Sgt. Pepper’s (1967), sus discos en Capitol fueron exactamente iguales a los que sacaba EMI en el resto del mundo.

Ocurría que Capitol no conectaba mucho con la naciente contracultura. Aunque ficharía a grupos como Quicksilver, la Steve Miller Band o The Band, sus mayores triunfadores durante la segunda mitad de los sesenta fueron espléndidos cantantes vaqueros (Merle Haggard, Buck Owens, Glen Campbell) y sofisticados vocalistas de nightclubs como Lou Rawls o Nancy Wilson.


El guitarrista Les Paul y Mary Ford, en el programa The Ed Sullivan Show, en 1951.
La cúpula se renovó en 1971: entró Bhaskar Menon, el Indio Loco, uno de los más brillantes ejecutivos de EMI. A Menon se le atribuye la conversión de la empresa en una verdadera multinacional, abierta a todos los géneros musicales, con lanzamientos a escala global. Su especialidad eran los retos: cuando supo que Pink Floyd abandonaba Capitol, quiso demostrar lo que podían hacer con su última entrega, The Dark Side of the Moon. Un grupo procedente del underground terminó despachando 15 millones de copias de ese disco… solo en Estados Unidos.

Otros posteriores superventas de Capitol fueron Bob Seger, Natalie Cole, The Knack, Tina Turner, MC Hammer, Garth Brooks, Norah Jones, Katy Perry. Desdichadamente, todo se torció con la crisis que trajeron los nuevos modos de consumo musical. En 2007, la endeudada Capitol-EMI fue devorada por Terra Firma, un fondo de inversiones particularmente torpe que, en menos de cuatro años, hundió lo que había sido una de las grandes discográficas del planeta.


La vocalista de jazz Nancy Wilson, en Hollywood Boulevard (Los Ángeles).
Universal Music compró los restos del naufragio; la intervención de la Unión Europea obligó a que parte de los activos pasaran a Warner Music. Sorpresa: estos nuevos amos entendieron perfectamente el valor simbólico de Capitol, que en la actualidad funciona como un sello de Universal y todavía ocupa la Torre (aunque los actuales propietarios sean una gestora inmobiliaria neoyorquina).

La Torre está hoy aprovechada al máximo. Tras el 11-S, cerró sus puertas a visitantes curiosos, pero ahora incluso se realizan conciertos en su terraza, transmitidos vía Internet. Sus estudios son obligatorios para artistas que quieren recuperar el sonido de los años dorados. Allí volvió Sinatra para grabar sus Duets; otros inquilinos recientes han sido Robbie Williams, Charles Aznavour, Bob Dylan.



Los artistas Glen Campbell y Bobbie Gentry, en 1968 en la calle Vine de Hollywood, al lado de la sede de Capitol Records.

En 2017, Capitol celebra sus 75 años de vida. Se han reeditado en vinilo 75 títulos fundamentales; para otoño, se anuncia una serie documental. Y ya está disponible un libro colosal (pesa más de seis kilos), editado por Taschen para celebrar la efemérides con deslumbrantes fotos que ilustran estas páginas. El prólogo viene firmado por Beck, hoy artista de Capitol. Un nativo de Los Ángeles que sitúa la Torre como “un lugar entre el arte y el comercio, entre el jazz y el rock and roll, entre la edad de oro, la decadencia urbana y el renacimiento”. Ojalá lo último sea cierto.

75 Years of Capitol Records, con textos de Barney Hoskyns, Reuel Golden y otros, ha sido editado por Taschen.

Por Diego Manrique

El Pais Semanal nº 2.111/ Domingo 12 de marzo de 2017

jueves, 2 de marzo de 2017

Guitarra contra microchip por Diego A. Manrique

Basta con tener las orejas minimamente limpias de prejuicios para coincidir con el diagnósticos de los enteradillos: mucha de la más vibrante música popular de, digamos, los últimos veinte años ha sido confeccionada para las pistas de baile. Ahora mismo, en los noventa y encarando el final de siglo, las mayores sorpresas sonoras vienen de las producciones digitales, del laborioso trabajo en estudio de geniecillos y chiflados que están modificando constantemente las fronteras de lo conocido.

Black Grape mezclan rock y dance con acierto y éxito de ventas.


Lo malo, lo peor de algunos de estos “altísimos” iluminados –y de buena parte de sus paladines- es que vienen arrollando con su novísima religión y sus esfuerzos misioneros pasan por hacer tabla rasa de todo lo anterior: “el rock ha muerto” o similares frases tajantes. Mire usted, me permito dudarlo. De la misma forma que el auge de las bebidas inteligentes no va a terminar con la demanda de rioja o de ron caribeño: el paladar humano se niega a las dietas cerradas o a los consejos de tipos-listos-que-saben-lo-mejor-para-ti.

Cierto, hay almas audaces que solo consumen músicas sintéticas, en pro de mantener su autoimagen de gente modernísima. El resto de los mortales tiene una visión más templada de sus necesidades. Saben que la música de baile tiene, en buena parte, un objetivo funcional y que no sirve para otros momentos del día. Que su contenido literario es minimo y que no tiene la capacidad de indagación psicológica, el poder de la resonancia emocional que poseen tantas canciones de rock y de pop y de otros mil estilos contemporáneos.

Luegos están las carencias básicas. Muchos de los “conciertos” de techno no pasan de ejercicios colectivos de aerobic; las necesidades de programación destierran la posibilidad de la sorpresa, la espontaneidad, la genialidad inesperada. Y no hablemos de las “actuaciones” de rappers, lo más parecido a una función colegial de fin de curso.

Y el anonimato. La misma naturaleza de la industria del baile conspira contra la construcción de héroes. Sí, héroes y villanos: la estrella del rock sirve como espejo moral, como fantasía compensatoria, como emblema. Por mucho que idolatres a tal o cual manipulador de beats, acudir a verles y encontrarte con un obrero especializado que maneja con soltura botones parapetado tras cacharros carísimos… hmmm, no resulta especialmente excitante.

Pero yo, la verdad, no juego a Esto o lo Otro. Prefiero apostar por los injertos de la dance en el rock (o viceversa). Muchos de los discos favoritos de los últimos tiempos –Primal Scream, Black Grape, The Prodigy- recurren a esa operación y me encantaría que el procedimiento no fuera olvidado por los Dr Frankestein de este final de milenio.

Articulo publicado en la revista Jeans Cult Nº45. Revista Trimestral Marzo 1996