viernes, 22 de marzo de 2019

El tesoro oculto de Aretha Franklin

Se estrena 'Amazing Grace', la filmación de Sydney Pollack de los dos conciertos que en enero de 1972 dio la reina del 'soul' en una iglesia en Los Ángeles

GREGORIO BELINCHÓN

Enviado especial a Berlín 16 FEB 2019

La culpa fue de las claquetas, en realidad de que no las hubiera. Culpa de la inexperiencia en un rodaje de un concierto de Sydney Pollack, que no usó claquetas -probablemente para no molestar a Aretha Franklin- y nunca logró sincronizar las imágenes con el sonido. Durante décadas, la filmación estuvo guardada en cajas, sin que Pollack supiera muy bien qué hacer con aquellas cintas imposibles de montar. Solo la cabezonería de Alan Elliott, a quien cedió Pollack el material antes de fallecer en 2008 de cáncer de páncreas, y la muerte de la reina del soul, que siempre prohibió el estreno de la película ("No tenía ganas de hablar conmigo del proyecto", cuenta Elliott), han logrado sacar a la luz Amazing Grace, el testimonio de los dos días de enero de 1972 en que Franklin se encerró en una iglesia en Los Ángeles y grabó uno de sus álbumes más famosos, en el que volvía al gospel -y además en directo con público- tras arrasar en el soul.

En Berlín, donde se ha proyectado en la sección Oficial fuera de concurso, junto a Ellliott, que en los títulos de crédito aparece como productor y realizador, aunque no como director -la familia de Pollack no quiere que aparezca su nombre, estaba en la rueda de prensa Joe Boyd, productor musical, el hombre que estuvo allí durante el desastre, y que explicó claramente lo que ocurrió: "Warner y Atlantic llegaron a un acuerdo. Aretha tenía dos contratos, como artista musical y como estrella cinematográfica, porque en aquel momento estaba en su apogeo. Me contrataron para buscar el equipo, reunir una banda, buscar el Coro Comunitario del Sureste de California... Unos días antes me llaman de Warner y me dicen que la filmación, que iba a acompañar como publicidad al lanzamiento del disco en directo, no la haría yo sino Sydney Pollack, que obviamente tenía más nombre que yo y era muy fan de la artista. Pero que no sabía lo complicado que es filmar la música, y por eso la fastidió". En pantalla se ve a veces a Pollack, despistado, dando órdenes sin sentido a los cinco cámaras, que se mueven a veces sin criterio. "Tras la primera noche me llamó el montador"; recuerda Boyd, "y me dijo que el material no valía para nada porque Sydney no sabía dirigir ese material. Pollack fue muy amable, se involucró mucho y le dolió que fracasara el proyecto".

Lo que ahora se ve en los 87 minutos de Amazing Grace es, sencillamente, emocionante. Se va a su padre, el reverendo C. L. Franklin, que le dedica unas orgullosas palabras a su hija y a su música. Un miembro del coro empieza a llorar mientras la acompañan en el tema que bautiza al documental, 11 minutos vibrantes que acaban con más músicos y público en lágrimas. Al fondo se vislumbran a Mick Jagger y a Charlie Watts. Franklin renuncia a interpretar sus grandes éxitos y canta temas gospel, la música de sus raíces, de su infancia. Elliott cuenta: "La fama es, hoy en día, una bestia distinta. Me subyaga la idea de que la mujer más famosa del momento se encerrara dos días en una iglesia, sin acompañantes, representantes ni managers, sin esconderse tras gafas de sol, solo a cantar. Hoy no veríamos eso. Hoy me parece imposible".

Para Elliot, Amazing Grace es algo más que una grabación de un concierto. "Es un filme sobre la mortalidad. Yo creo que a Aretha le hubiera gustado, porque incluso acabamos como hizo ella, con el primer tema que grabó en su vida". Y sobre su relación con Pollack, y los problemas que ahogaron a la película durante décadas, explicó: "Me llamó, me pasó el material, y siempre hablamos de forma abstracta de sus aprietos. Un día me dijo que se bajaba del proyecto, que dejaba en mis manos aquel tesoro. Y un mes más tarde se murió".

Pero queda Amazing Grace. Hay mucho más material, como por ejemplo entrevistas con los asistentes, como Jagger, aunque es inservible. No importa, solo con lo visto, con la energía y emoción, con los momentos de éxtasis musical en que la pantalla logra atrapar ese algo intangible, la espera ha valido la pena.

El Pais

Abrigo de visón, manitas de cerdo

Aretha Franklin tuvo una racha extraordinaria pero luego se desaprovecharon sus dotes

DIEGO A. MANRIQUE
17 AGO 2018

Esta historia de Aretha Franklin ocurre en un hotel de lujo neoyorquino. La cantante hace su entrada en el hall, con sus joyas y su abrigo de visón; ha estado de compras y aprieta contra su pecho una bolsa grande de papel de estraza. De repente, la bolsa revienta y su contenido se desparrama por el suelo encerado. Empleados y clientes se quedan horrorizados. Son productos de casquería y despojos: tripas, intestinos, morros, orejas, patas de cerdo. Como si nada tuviera que ver con ella, Aretha continúa andando hasta el ascensor y, sin mirar atrás, sube hacía su suite.


En la anécdota, intuimos a la verdadera Aretha. Una estrella capaz de dedicarse a cocinar la sabrosa comida sureña, la llamada soul food, en un hotel de Manhattan. Y también la diva altiva, preparada para ignorar los desastres causados por sus modos imperiales. La querencia por lo auténtico revela la profundidad de sus raíces, ese pozo de góspel ancestral –sin olvidar el blues- que ella utilizaba para exorcizar sus dolores íntimos.

Y luego estaba la superestrella. Ella usaba sus exigencias como recordatorios de su naturaleza sobrehumana. Enemiga del aire acondicionado, hacía sufrir a los privilegiados que habían pagado cantidades desmesuradas para verla en directo. Su fobia a los aviones era la excusa perfecta para frustrar a los promotores europeos, que alegaban inútilmente que también se podía cruzar el Atlántico en barco.

Europa siempre ha sido una solución para artistas afroamericanos en momentos delicados de su carrera. Pero Aretha no buscaba la respetabilidad que proporcionan los escenarios británicos o franceses. Ella jugaba en otra liga, la del show business estadounidense, en tiempos donde eran pocas las mujeres que aspiraban a la Primera División. La rivalidad se establecía en cifras de venta, condiciones de contratos, honores oficiales, incluso en intangibles que solo ellas podían calibrar.


Homenaje a Franklin, este jueves en Hollywood. AFP EPV

Sin embargo, no se discutían los méritos musicales. Y es posible que en eso también Aretha llevara ventajas. Según reconoció Jerry Wexler, uno de los hipsters de Atlantic que pilotaron su gran lanzamiento en 1967, ella era perfectamente capaz de producirse a sí misma y, de hecho, lo hizo en muchas de sus grabaciones. Solo que Wexler y compañía no le daban crédito, supuestamente para que no se le subiera a la cabeza.

Una excusa miserable, que oculta la lucha por las royalties de producción y el deseo inconfesable de aprovecharse de las inseguridades de Aretha. Como cualquier otra cantante, ella necesitaba retos y contrincantes musicales de altura, como se evidenció en Sparkle, el elepé de 1976 donde colaboró con Curtis Mayfielfd.

A partir de 1980, tras su fichaje por Arista, Aretha se habituó al automatismo de trabajar con productores acomodaticios -Narada Michael Walden, Luther Vandross. Michael Powell- que aseguraban tener el pulso del éxito: simplemente, ella tenía que aportar su voz monumental. Se deslizaba hacia la era de los duetos, que engolosinaban a los programadores de radios y que generaban éxitos tibios. Uno puede soñar que algún día se monte un Núremberg para juzgar a los responsables de juntarla con Puff Daddy o Kenny G.


El Pais