sábado, 11 de enero de 2020

Rock y coches: autopista al paraíso

'Mi vida al volante', de Neil Young, una historia de redención, evidencia la simbiosis entre el rock y los automóviles. Una interacción que ha generado un riquísimo cancionero

DIEGO A. MANRIQUE

Iban juntos: el rock & roll y el automóvil. En la década de los cincuenta, el coche era la columna vertebral de la industria estadounidense. Había transformado el modo de vida y hasta el concepto de ciudad, con la dispersión de la clase media en suburbios de casas unifamiliares. Hoy conocemos las consecuencias: degradación de los barrios urbanos, contaminación, aumento de la obesidad.

Pero esas eran preocupaciones para un futuro lejano: los rebeldes del rock & roll no se planteaban cuestiones de desigualdades sociales, problemas medioambientales o de salud. El coche representaba el primer paso para la emancipación, la posibilidad de ligar, la materialización de una libertad reprimida por los adultos. Un asunto serio, incluso en canciones humorísticas: en ‘Summertime Blues’ (1958), uno de los conflictos del protagonista deriva de la prohibición paterna de utilizar el coche.

Sería una cantera ina­gotable, especialmente durante los cincuenta y principios de los años sesenta. Abundan las antologías panorámicas y tal vez la más accesible en Europa sea Crazy ‘bout an Automobile, editada por Ace Records. Contiene lo que muchos consideran el anticipo del rock & roll: de 1951, ‘Rocket 88’, atribuido a Jackie Brenston & His Delta Cats (en realidad, Ike Turner y su banda). Son 25 artistas, incluyendo a Chuck Berry.

Berry tuvo su primer éxito con ‘May­bellene’ (1955): “As I was motorvatin’ over the hill / I saw Maybellene in a Coup de Ville / a Cadillac a-rollin’ on the open road / nothin’ will outrun my V8 Ford”. Atención: dos coches y un verbo propio, to motorvate, para designar el conducir por placer, sin ningún objetivo. Hasta que Maybellene aparece con ese Cadillac que sugiere un superior origen social. Chuck pisa el acelerador e intenta alcanzarla ya que duda de su fidelidad; la mujer motorizada ha adquirido independencia sexual.

El productor, Leo­nard Chess, no captó esa densidad argu­mental; sencillamen­te, atendía a la demanda de un naciente mercado: “Los chicos querían un ritmo fuerte, coches y amor juvenil”. Pero resultó ser la piedra fundamental de la mitología del rock and roll, en la que Chuck Berry fue lo más parecido a un poeta.

Que conste que el músico del siglo XX no siempre soñó con coches. El tren fue esencial para la difusión de la música hill­billy, el blues, el jazz. El ferrocarril traía una prosperidad teórica y la posibilidad real de huir, desde el sur rural y segregado hasta el norte urbano e industrializado, con sus ofertas de trabajo bien remunerado. Todos los artistas tenían al menos una canción sobre trenes —busquen las cuidadas antologías del sello Rounder— y era obligación de los armonicistas imitar a las locomotoras.

La idea del transporte colectivo fue abandonada en posguerra: un tejido industrial hormonado por el esfuerzo bélico se volcó en la producción de coches de exuberantes carrocerías y motores poderosos. Y Detroit se transformó en el corazón del sueño americano. Curioso: la gran discográfica local, Motown Records, no facturó demasiadas canciones automovilísticas. Una decisión de su fundador, Berry Gordy Jr., que ordenó a sus letristas centrarse en lo más universal: los sentimientos amorosos; las referencias al entorno, a las preferencias de consumo podían resultar excluyentes.

Gordy vendía “the sound of young America”: rechazaba la segmentación por razas, clases o tribus urbanas. Ciertamente, el coche generaba subculturas. En el sur de California, prendieron los hot rods: ­autos tuneados para un clima amable y mayores velocidades. Los Beach Boys y sus colegas del sonido surf pusieron fondo a ese anhelo; luego negarían haberse comprometido con semejantes banalidades, pero hay colecciones como Greatest Car Songs que juntan las vibrantes canciones motorizadas que llevan la firma de Brian Wilson.


Los lowriders encarnaban otra pasión californiana: creaciones de chicanos que modificaban la suspensión hasta que sus coches, pintados con colores eléctricos, parecían bailar al capricho de sus conductores. Audaces en el uso de su sistema hidráulico, sus propietarios iban a lo seguro en cuestiones musicales: doo wop, soul sedoso, rock chicano. Hasta la aparición del grupo War no hubo canciones específicas que reflejaran semejante empeño proletario.

Capítulo aparte merecen los coleccionistas de classic cars, una especie relativamente común entre figuras del rock que crecieron mirando a Estados Unidos y su cultura popular. Jeff Beck fue seguramente el más dotado de los guitarristas ingleses surgidos en los sesenta: la leyenda negra dice que descuidó su música en momentos cruciales, consagrado a la puesta a punto de los vintage cars que iba comprando.

Nacido en Toronto en 1945, Neil Young pertenece a esa afortunada generación que ha vivido en primera fila los 60 años de evolución del rock, comenzando con la eclosión de Elvis Presley. Su amor por los coches clásicos contiene elementos de carencia y envidia: la industria automovilística en Canadá estaba protegida por altos aranceles, lo que convertía a los modelos made in USA en rarezas y objetos del deseo.

El segundo libro autobiográfico de Neil se titula Special Deluxe: Mi vida al volante (Malpaso Ediciones). No existe nada parecido en la desbordante bibliografía del rock: 70 años contados a través de los ­automóviles. Como en todo lo firmado por Neil Young, urge decidir si se trata de una obra sólida o si estamos ante un capricho aberrante, fruto de esos empecinamientos que caracterizan al personaje. Diría que se salva por los pelos: uno extrae un retrato razonable de Neil y sus motivaciones; cosa nada frecuente, hasta explica el sentido de muchas de sus canciones.

Imaginen: alguien enamorado de los más aparatosos productos de Detroit se traslada a EE UU y descubre que están a la venta por cantidades ridículas. No siempre son víctimas de la obsolescencia planificada: sufren la presión comercial que empuja a adquirir el “coche del año”. Con un rancho a su disposición, tiene espacio para acumular una flota de haigas. Es su restauración lo que convierte su coleccionismo en capricho de millonario.

Mi vida al volante es finalmente una historia de redención. Una amiga de su hija le acusa de hipocresía: a pesar de sus mensajes ecológicos, conduce monstruos que expulsan toneladas de dióxido de carbono. Young decide predicar con el ejemplo: transformar su Lincoln Continental de 1959 en un vehículo híbrido, movido por electricidad y biocarburante. La crónica del empeño contiene suficiente material para una comedia tipo Cheech & Chong.

En algún momento, asume la realidad: un hippy nada puede contra los lobbies del petróleo y la industria automotriz. Y termina reivindicando a Henry Ford: su Ford T funcionaba con gasolina, queroseno y etanol; también fue pionero en experimentar con coches eléctricos y carrocerías derivadas del cáñamo índico. A pesar de su antisemitismo, decide Neil, Ford es uno de los padres secretos del rock & roll.

Special Deluxe: Mi vida al volante. Neil Young. Traducido por Abel Debritto. Malpaso. Barcelona, 2015. 372 páginas. 22 euros.


El motor según Neil Young y otros rockeros

Las imágenes del libro 'Neil Young, una vida al volante' y algunas portadas de discos que rinden homenaje al automóvil




1 Ilustración de Neil Young para 'Special Deluxe: Mi vida al volante'

2 Portada del disco de Beach Boys 'Greatest car songs'

3 Ilustración de Neil Young para 'Special Deluxe: Mi vida al volante'

4 Portada del disco de Ry Cooder 'Crazy 'Bout An Automobile'

5 Ilustración de Neil Young para 'Special Deluxe: Mi vida al volante'

6 Portada del disco de Chuck Berry 'Motorvatin-22 rock 'n' roll classics'

7 Ilustración de Neil Young para 'Special Deluxe: Mi vida al volante'

8 Portada del disco 'Hot Rod Rockabilly'

9 Ilustración de Neil Young para 'Special Deluxe: Mi vida al volante'



El Pais Babelia Nº 1.250 07/11/2015

sábado, 4 de enero de 2020

A José Monge Ricardo Pachon

29 MAY 2016

El productor sevillano nunca vio tan feliz a Camarón de la Isla como durante la creación de ‘La leyenda del tiempo’.


MI QUERIDO José, Camarón está muerto. Yo casi. El tiempo va recordándome que he tenido amigos inmortales. El primero, sin duda, tú. Te conocí cuando tenías 13 años y te buscabas la vida en la Venta de Vargas. Al verte tuve la sensación de haber conectado con un ser especial de esos que, como dicen de Federico García Lorca, vienen rodeados de un aura mágica.

Podría ponerme nostálgico si no supiese que la nostalgia es la esperanza al revés. Y tú, José, como los inmortales, estás destinado a llenar la vida de esperanza.

Hace poco, durante una de esas tertulias que los aficionados hacemos por universidades, instituciones o peñas flamencas, me plantearon una pregunta complicada: cómo tú, después de haber grabado nueve discos de flamenco clásico acompañado nada menos que por Paco de Lucía, habías grabado un álbum tan raro como La leyenda del tiempo.

De pronto vinieron a mi mente los viajes en coche que hicimos en los setenta. Los festivales, los hoteles, los encuentros con Rockberto de Tabletóm, con Silvio y, sobre todo, con ese pastor del rebaño llamado Juan El Camas.

Después de meditarlo respondí que la explicación tenía solo tres letras: LSD. Decir esto en una reunión de biempensantes aficionados tenía su cuota de riesgo que suplí, creo que airosamente, contando la aventura de tu vida y tu relación con esas sustancias naturales que llamamos drogas.

Cuando compartíamos techo en Madrid, solo bebías güisqui. Ganabas 2.000 pesetas diarias cantando en Torres Bermejas y al salir repartías parte de tu sueldo con los flamenquitos que no habían tenido suerte. Después fueron llegando todas las drogas para el cuerpo, para el cansancio o la desesperación, como la cocaína y la heroína, estigmatizadas por el comercio ilegal, la adulteración y la marginalidad.

Y aparecieron las drogas para la cabeza como el LSD o la mezcalina, que estaban fuera de los circuitos comerciales y marginales porque sus efectos incidían en la creatividad, el amor libre, el desprecio a la guerra y al capitalismo salvaje y a la necesidad de vivir acorde con la naturaleza: sex, drugs & rock & roll.

Con La leyenda del tiempo iniciaste un lenguaje nuevo para el flamenco del siglo XXI. Cuando te viniste a Sevilla para preparar el disco, ya teníamos tres bases militares americanas y por allí se coló la revolución californiana, con su literatura, su poesía, su música y su LSD. Te sorprendió que la tradicional Sevilla se hubiese convertido en una ciudad extraña, llena de melenudos y hippies. Y en esa marmita de creatividad y desinhibición cayó José Monge, Camarón de la Isla, que perdió hasta el apellido.

Para terminar quiero decirte que jamás te vi tan feliz, tan alejado de las drogas duras y tan integrado como en aquel proyecto que Tomatito bautizó como “de una panda de locos”.

La leyenda del tiempo bajó la venta de tus discos y tuvo la peor acogida de los medios de comunicación. También el rechazo inmediato de los gitanos fue tan unánime que un día me dijiste con esa sonrisa pícara gaditana: “Ricardo, el próximo disco, de guitarritas y palmas”. En el fondo los dos sabíamos que La leyenda entraría en la historia del flamenco.

Te preguntarás dónde está el flamenco del siglo XXI, y no tengo más remedio que confirmar la profecía de don Antonio Mairena: “Todo lo que el flamenco gana en extensión lo pierde en profundidad”. José, hoy solo nos queda el consuelo del espectáculo. Tú pagas tu butaca y, sobre el escenario, podrás disfrutar, casi siempre, de la epidermis del flamenco.


El Pais Semanal Nº 2.090 29/05/2016

miércoles, 1 de enero de 2020

Bob Dylan y los bárbaros


Javier Cercas

6 NOV 2016

El Nobel otorgado al cantante y poeta conlleva un peligro: que los músicos compongan pensando en la alta cultura y pierdan la frescura gamberra.


PUES SÍ: yo también creo que la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan podría ser una catástrofe; pero no lo creo por lo mismo que lo creen quienes han protestado por su concesión. Dylan es un escritor enorme: la prueba es que cuando Allen Ginsberg lo escuchó por vez primera, allá por los años sesenta, comprendió de golpe que aquel chaval mejoraba cuanto él y los demás poetas beatniks habían estado haciendo, y trató de sobrellevar esa evidencia agridulce con un proverbio oriental: “Si el discípulo no es mejor que el maestro, entonces es que el maestro no es bueno”; la prueba es que Nicanor Parra, que merece el Nobel tanto como lo mereció Ginsberg, declaró que una sola de las líneas de Dylan merece todos los Nobel de Literatura; la prueba es que sólo escritores mediocres o académicos (o ambas cosas a la vez) han lamentado el Nobel de Dylan; la mejor prueba es el montón de canciones inolvidables de Dylan. Dicho esto, ¿por qué podría ser una catástrofe que se le haya concedido a Dylan un premio que merece de sobra? Pues porque el Premio Nobel, que literariamente no tiene la menor importancia, socialmente tiene mucha: tanta que el de Dylan significa la canonización del rock, su elevación –según ha escrito uno de los herederos legítimos de Dylan: Joaquín Sabina– a la categoría de alta cultura.

Es una de las cosas más peligrosas que le puede ocurrir a un arte. El lugar ideal del arte está lejos de los museos, de las academias, de las universidades, de los críticos, de todo lo que goce del prestigio de la alta cultura; el impulso del arte más fecundo es el impulso bárbaro y sin reglas de un arte nuevo, caótico, salvaje y popular, no restringido por el prestigio intimidante y los preceptos de la alta cultura. Es lo que ocurrió con la novela moderna desde su origen hasta finales del siglo XIX y principios del XX, cuando empezó a considerarse un arte noble; hasta entonces no lo era: a mediados del XIX las novelas de Dickens o Balzac no pasaban de ser, para los cultos, entretenimientos frívolos; y, a juicio de la élite de su época, El Quijote era un best seller sin importancia escrito por un autor sin importancia. No se engañen: quienes hoy se escandalizan por el Nobel a Dylan son los mismos que, de haber existido el Nobel en el siglo XVII, se hubieran escandalizado si se lo dan a Cervantes (o a Shakespeare, que en su época apenas era considerado literatura, más o menos como Dylan ahora). No estoy diciendo que a partir de principios del siglo XX no se hayan escrito grandes novelas; digo que ha sido mucho más difícil escribirlas, y que sólo han conseguido hacerlo quienes han llevado a cabo una operación casi heroica: asimilar toda la tradición novelística y, sin dejarse intimidar por su complejidad, su sofisticación y su prestigio cultural, recuperar la frescura, la libertad y el espíritu bárbaro y popular que poseía la novela cuando era todavía un arte sin prestigio y el novelista sólo estaba pendiente de satisfacerse a sí mismo y a sus lectores. Es algo que ha ocurrido con casi todas las artes; con el cine, por ejemplo. John Ford y Alfred Hitchcock eran poco más que simples artesanos de la industria de Hollywood y el cine poco más que un entretenimiento de barraca de feria hasta que en los años sesenta un grupo de jóvenes franceses proclamó que el cine es un arte tan digno como la novela y Ford y Hitchcock dos grandes artistas, y de ese modo canonizaron el cine y obligaron a los cineastas futuros a bregar con problemas parecidos a los que desde décadas atrás afrontaban los novelistas.

¿Ocurrirá lo mismo con rock and roll? ¿Es la canonización de Dylan y su elevación a la cátedra de la alta cultura un presagio de que está a punto de ocurrir? ¿Empezarán a componer los músicos pensando en los museos, en las academias, en las universidades y en los críticos, y añadirán las restricciones de la alta cultura a las que ya les impone el mercado? ¿Van a perder la visceralidad feliz, la gozosa barbarie y la frescura gamberra que todavía conservan? No lo sé. Lo que sí sé es que, el día que eso ocurra, el rock estará muerto. Y nosotros estaremos de luto.


El Pais Semanal Nº 2.093 06/11/2016