miércoles, 20 de marzo de 2024

Green Day, el segundo advenimiento

La vuelta del mítico grupo de los noventa con un álbum notable como Saviors es la punta de lanza del regreso del punk pop a escala global.

Por Xavi Sancho

De izquierda a derecha, el batería Tré Cool, el cantante y guitarrista Billie Joe Armstrong y el bajista Mike Dirnt, miembros de Green Day, en una imagen promocional. Emmie America (Warner Music)

El pop se ha convertido en algo que se rige mayormente por sensaciones, como el tenis. Si crees que lo vas a lograr y si haces creer -o tu sello y tu campaña de marketing logran hacer creer- que lo vas a lograr, seguramente lo logres. El talento, la técnica y la inspiración son secundarios de la capacidad para fabricar un escenario favorable. Durante las semanas previas al lanzamiento de Saviors, el disco número 14 de Green Day, la maquinaria alrededor de uno de los más longevos y exitosos combos de punk pop estadounidenses ha lanzado mensajes anunciando una vuelta al espíritu punk de sus primeros años al inicio de la década de los noventa y al compromiso político que marcó su segundo advenimiento en 2004 con el imperial éxito de su disco anti-Bush, American Idiot.

En el caso de que apelar a la nostalgia y prometer un retorno a una era feliz no fuera suficiente, durante semanas se nos ha vuelto a recordar que el sonido, la actitud e incluso la estética (si esto último existe) de Green Day están muy de moda. Si tienes más o menos 30 años, lo sabes porque escuchas a Olivia Rodrigo, Willow, Yungblud o Machine Gun Kelly. Si tienes más de 30, porque en algún momento del último par de años eres susceptible de haber visto en directo a Blin-182, Sum 41 o Simple Plan. Curiosamente, si tienes los mismos años que los miembros de Green Day, es muy probable que no te hayas enterado de todo esto. Instaurada la sensación de que este disco va a ser un éxito, el álbum, lanzado el 19 de enero y producido por el mítico Ron Carvallo, obviamente, lo está siendo.

Saviors arranca con la canción más Green Day que Green Day tal vez haya escrito nunca. "The American Dream Is Killing Me" es un compendio perfecto del sonido de aquel Dookie de 1994 con el que se convirtieron en superestrellas y de la política que definió American Idiot. Es un temazo. Si esta fuese aún aquella banda que actuó en una casa ocupada de Vila-real ante 150 personas o en el centro cívico La Báscula de Barcelona ante 50 en los años previos a firmar por un sello grande, los otros 14 cortes que componen el álbum hubiesen sido ligeras variaciones de este y el resultado hubiera sido absolutamente contracultural, casi situacionista. Magnífico y punk. Pero Green Day es una banda demasiado mayores (los tres ya cincuentones) como para entregar un álbum solo con perdigones acelerados como "Look Ma, No Brains", melodías juguetonas como la de la estupenda "Livin´in the 20´s" o melancolía punk de primera división como la que marca "Coma City". Nadie pasa de hacer giras por el circuito europeo de casas ocupadas a salir en la MTV solo con eso, ni siquiera en aquellos lejanos e idealizados años noventa. Así, el disco debe entregar su requerida dosis de rock de estadio, baladas de mechero y medios tiempos de melodía prestada. En fin, todo ese tacticismo que tan buenos réditos les ha dado siempre que se han olvidado de aquella lejana ambición suya de tener su London Calling o, en su defecto, su Sandinista.

Cuenta la leyenda que todo sucedió en apenas tres semanas de 1994. Una noche estaban tocando en el Garatge Club de Barcelona y, en un pispás, se encontraban presentando su candidatura a superventas en el escenario de Woodstock. Aquel fue un año extraño, acaso el último en el que han coincidido tantas y tan opuestas subculturas musicales en pleno apogeo. El grunge de Soundgarden y Peral Jam, el britpop de Oasis o Blur, el trip hop de Massive Attack y Portishead o piedras fundacionales del hip hop moderno publicadas ese año por Nas o Beastie Boys. Para colmo, en abril fallecía Kurt Cobain. Aunque aparentemente desconectados, todos estos discos y todos estos artistas conformaban un perfecto ecosistema de escenas creadas para complementar las otras o, directamente, como reacción contra ellas. Pero aquella última gran fiesta de las escenas -tribus urbanas para la planta joven de El Corte Inglés- tuvo un invitado inesperado y absolutamente descontextualizado: el punk pop de Green Day.

Con la solitaria ayuda de The Offspring, la versión sitcom de los de Billie Joe Armstrong, debían encontrar un sitio en medio de ese mar de tiburones. Contra todo pronóstico lo lograron, y eso sucedió porque la respuesta a la seriedad y al nihilismo del grunge que llegó en forma de britpop jamás sedujo a las audiencias estadounidenses, ni tampoco a las que habían mamado rock desde la cuna. Entonces, como la necesidad de desengrasar seguía ahí y el público había descubierto que, después de todo, tampoco tenía tantas ganas de morirse bajo la lluvia de Seattle, el punk pop de Green Day pescó en los mares en los que Blur y Oasis naufragaron. Y dominaron el planeta cantando temas sobre odiarse a sí mismo, jajaja, en respuesta a aquello que había arrasado hasta la fecha, que era cantar canciones sobre odiarse a sí mismo, bang bang.

Curiosamente, toda la relevancia que se le busca a Green Day hoy en día no tiene nada que ver con aquello sucedido hace 30 años, sino con el gran advenimiento del punk pop de principios de este siglo, la primera gran catarsis milenial. La era de American Pie, de las bromas homófobas y ese espíritu de instituto que dicen que es el que ha seducido a la generación Z, a quienes la pandemia, robó esos años y que busca ahora recuperarlos, ya sea escuchando a Olivia Rodrigo -la verdadera jefa de todo esto, con quien Green Day han dicho que les gustaría colaborar-, Willow o incluso alguna de las bandas de K-pop como Tomorrow x Together, que se han apuntado a este sonido y esta forma de entender la vida y el ancho de pantalón.

Si bien Blink-182 ha tenido que deconstruirse porque, si la muchachada piensa que Friends era ofensivo, iba a alucinar con las letras de esa gente, las nuevas generaciones de artistas punk pop ya saben que no se hacen bromas sobre pedos, y no porque impliquen banalizar el cambio climático. No se hacen bromas sobre pedos porque, simplemente, no hacen gracia. Un revival no solo es nostalgia, también puede ser corrección.



Green Day

Saviors

Reprise / Warner


El Pais. Babelia nº 1.679. Sábado 27 de enero de 2024


lunes, 18 de marzo de 2024

Kim Gordon, nihilismo de ciencia ficción

Por Laura Fernández

Existe una novela sin la que el nuevo disco de Kim Gordon (Rochester, Nueva York, 70 años) no sería el mismo. El nuevo disco de Kim Gordon, la reina del no wave, la histórica cofundadora del buque insignia del noise, Sonic Youth -junto a su ex, Thurston Moore-, es su segundo álbum en solitario. Su título es The  Collective (Matador/PopStock!). "El título es algo que saqué de esa novela", dice Gordon. El libro es lo nuevo de Jennifer Egan, La casa de caramelo. Una de las poderosas, y oscuras -profundísimas, distorsionantes- canciones del disco se llama así. "No sé, creo que l álbum tiene un rollo de ciencia ficción por esa novela. Aunque no es el único libro que me ha inspirado cosas esta vez. Hay otra, y es una que hacía mucho que quería leer y que por fin leí: El amante, de Marguerite Duras", confiesa.

Kim Gordon, excomponente de Sonic Youth. Danielle Neu

Es una mañana cualquiera de un día de febrero en Los Ángeles. Gordon está en su casa, relajada y en extremo abierta a hablar de todo tipo de cosas. "Me encanta la nueva temporada de True Detective. Jodie Foster es alucinante", dice. Y también: "He visto un montón de buen cine este año. Me encantó Pobres criaturas, pero también Anatomía de una caída, y La zona de interés, y Fallen Leaves. Es curiosísimo lo de Fallen Leaves porque es una comedia romántica, pero es una comedia romántica a la finlandesa, con ese encanto maldito, esa tristeza". La charla tiene lugar por videollamada. En la pared, a su espalda, hay un enorme cartel de la película Made in USA, de Jean-Luc Godard, y un puñado de pequeños cuadros, dispersos, aquí y allá. Luce el sol. ¿Por qué hacía tanto que quería leer El amante? "Por el tiempo que Duras pasó en Vietnam cuando era niña", responde.

"Yo pasé un año en Hong Kong de pequeña. Y ella, Duras, nació en Saigón (el actual Ho Chi Ming). Creció allí y siempre había tenido curiosidad por lo que contaba en El amante. Es una gran novela. La película también es muy buena. Supongo que de alguna forma inspiró parte del álbum, y de manera muy directa una canción, "Three House", relata. El tema en cuestión es una etérea y electrizante evocación, un peso desdibujado, un aullido distorsionado de guitarras metálicas que no acaban de encontrarse. Y una pieza indispensable de un disco que, como dice la artista inglesa Josephine Pryde -buena amiga de Gordon-, suena, por momentos, "radiactivo" -especialmente en "Shelf Warner", pura inquietante calma dub-, parece poner orden al pensamiento invadido del presente.

Un orden que es pura interferencia. O listados de cosas por hacer, o de, simplemente, cosas. Como ocurre en "Bye, Bye", el primer sencillo del disco. El videoclip lo protagoniza su hija, Coco Gordon Moore. Y lo que en él se ve es una huida. A la chica huyendo de casa, y luego entrando en sitios como gasolineras a coger las cosas de las que su madre está hablando -pasta de dientes, un cepillo-, de manera que el video es en sí una especie de cortometraje, o pieza artística. "Bueno, la cineasta (Clara Balzary) es amiga, y me había hablado de una idea para un corto que quería hacer con mi hija, y de repente era perfecta para la canción, así que lo hicimos. Me dijo que la cosa era pensar en alguien que está escapando de una secta, o de su casa. Como estamos en Los Ángeles, le dije, está escapando a la vez de las dos cosas. De su casa, y de la secta de la vida en los suburbios", dice, y se ríe.

Justin Raisen (Lil Yachty, John Cale, Yeah Yeah Yeahs) está otra vez tras los mandos -ya fue el productor de No Home Record, su primer disco en solitario, en 2019-, y suena aquí aún más sólido, y en algún sentido, libre. Hay, por todas partes, dañadas construcciones dub y trap en las que los collages de palabras intuitivos de Gordon brillan, a su muy oscura, opaca, manera. "Supongo que me ha salido un disco un poco nihilista", afirma. También dice que la composición ha sido hasta cierto punto libre. "No voy cargada de libretas componiendo por ahí, ni nada de eso. A veces simplemente las palabras salen de mi boca. Sin más. Otras, hago listas, y las encajo en lo que me sugiere lo que Justin propone. Lo interesante en este álbum es el papel de las guitarras. Les dimos total libertad. Quería que el álbum tuviera ese espíritu. Algo que captase el momento", expone.

Eso pese a que haya en él, como en la novela de Egan, un toque al presente desde un futuro "tan cercano que ya casi está aquí". Un futuro ficticio en el que no sólo estamos siendo dominados por los algoritmos, sino que estamos decidiendo alejarnos de nosotros mismos hasta el punto de vivir las vidas de otros. "De eso trata el libro. Hay una aplicación que te permite entrar en la mente de otros, y tener acceso a sus recuerdos. Lo que te pide a cambio es que subas todos sus recuerdos para que otros puedan usarlos", explica. "El título, The Collective, es también algo que me inspiró la novela. La música es un colectivo del que formar parte", dice. Algo que hoy está domesticándose. "Si eres perezoso sólo vas a escuchar ciertas cosas. Es difícil explicar el concepto punk a los chavales de hoy. No va de cómo vistes, sino de no preocuparse por formar parte del status quo", dice. En ese sentido, valora el papel de Billie Eilish, que está ofreciendo a los más jóvenes "algo distinto".

Kim Gordon podría ser una suerte de exploradora del abismo, un abismo sonoro que busca precisamente eso: romper con cualquier tipo de idea preconcebida, destruir la norma, todas las normas. "Sí, a veces me digo que estamos haciéndola una intervención al mundo", dice. Antes de colgar, habla de feminismo. "I´m a Man", una de las canciones, trata "de todos esos hombres que creen que el feminismo les ha arruinado la vida". "Bromeo con Nancy Reagan y la época en la que los hombres iban de protectores y salvadores, ¡se creían cowboys!", dice, divertida. "Me encanta, porque no ha sido el feminismo el que les ha arruinado nada, ha sido el capitalismo, y no se dan cuenta. Es cómico. Si han perdido su papel porque se han convertido en consumidores, y es así como el capitalismo los necesita: insatisfechos, perdidos".




Kim Gordon

The Colective

Matado/PopStock

El Pais. núm. 1.686. Sábado 16 de marzo de 2024


miércoles, 17 de enero de 2024

El disco maldito de R.E.M

R.E.M.
Up (25th Anniversary Edition)
Craft/Concord/Music As Usual


Cuántos discos de éxito mayúsculo envejecen mal y cuántos fracasos estrépitos acaban siendo considerados joyas incomprendidas en su tiempo.
Up, el 11º disco de estudio de R.E.M., es de los segundos. En 1998 alienó a los fans del grupo, desconcertados al no encontrar en él los hits cristalinos de antaño, y tal vez dejó a la banda a la deriva, abocada a la disolución futura. Cuando se cumplen 25 años de su publicación, este álbum maldito aparece en edición deluxe, remasterizada y ampliada con un segundo disco inédito que incluye el concierto que el grupo grabó en 1999 para la serie Party of Five -algo no tan inhabitual por aquel tiempo, cuando The Flaming Lips tocaban en el Peach Pit de Sensación de vivir-, lo que nos ofrece una segunda oportunidad para apreciar sus virtudes.

Up fue un reflejo de la crisis existencial de R.E.M. Tras la sucesión de triunfos planetarios de Out of Time y Automatic for the People, seguidos de la incursión en un rock más sucio con Monster y en el sublime claroscuro de New Adventures in Hi-Fi, Up era un disco de reinvención. El grupo, surgido del pospunk de los ochenta, nunca aspiró a llenar espacios; fueron finisecular hacia la electrónica de grupos como U2 o Radiohead impulsó a R.E.M. -amputados de su batería Bill Berry, víctima de un aneurisma cerebral- a rodearse de cajas de ritmos y un puñado de loops, con dos productores de moda, Pat McCarthy y Nigel Godrich, a los mandos.

Puede que nunca superaran este revés. Se separaron en 2011 tras cuatro álbumes olvidables, exceptuando algún último coletazo de genio como "Imitation of Life". La recepción que mereció Up resulta comprensible: era un disco pensado para borrar pistas, casi una tabula rasa, en la que la vertiente melódica ("Daysleepeer" y "At My Most Beatiful", que parece escrita por o para Brian Wilson) se va extendiendo para dejar lugar a un pop anguloso y abstracto, contaminado por la melancolía ("The Apologist", "Sad Professor") y por una poesía marciana y abstrusa ("Diminished", "Parakeet", "Lotus" o la alucinante "Hope"). El único reproche: no poder retroceder en el tiempo para escucharlo otra vez en un discman.

Álex Vicente


El Pais. Babelia nº 1.677. Sábado 13 de enero de 2024



jueves, 28 de diciembre de 2023

De la tradición oral a la música barroca

Retrato promocional del cantaor Sebastián Cruz. GERÓNIMO NAVARRETE

FERMÍN LOBATÓN

23 DIC 2023

El Cante está ya hecho”. La sentencia, muy recurrente, podría suponer una firme llamada al respeto de la ortodoxia o un directo rechazo a su contraria o a posibles innovaciones. Pero, paradójicamente, el gran edificio del cante flamenco no se entendería sin las aportaciones de muchos creadores y creadoras que se sintieron libres para dejar en la rica tradición oral sus melodías e inflexiones personales, que quedarían fijadas para siempre y se siguen interpretando con sus nombres. Todo ello, teniendo en cuenta que el canon ha permanecido prácticamente inalterado para las estructuras rítmicas y armónicas de la casi totalidad de los estilos flamencos.

Con la misma libertad de aquellos legendarios, los nuevos creadores hacen su propia lectura de ese canon e incorporan sus propias innovaciones. Entre ellas, la forma de presentar el propio cante. El clásico acompañamiento con guitarra, un binomio básico y mayoritario, no ha desaparecido y puede que no desaparezca nunca, pero también es cierto que han surgido nuevos formatos: obras sin guitarra, o con ella, pero, en muchos de esos casos, tratado de forma diferente o junto a otros instrumentos. La electrónica, signo de los tiempos, ha llegado quizás para quedarse. En lo relativo a la inspiración, ya sea en la lírica o en la música, existe una diversidad que dibuja un panorama muy heterogéneo: desde nuevas lecturas de la tradición oral hasta una mirada a la música barroca.

Esa es, por ejemplo, la fuente que inspira a la nueva obra del cantaor onubense Sebastian Cruz (Beas, Huelva, 1977), Zarabanda, editada por el prestigioso sello alemán Winter & Winter. Los encuentros entre la música antigua y el flamenco no son algo nuevo, valga con recordar los trabajos del violagambista sevillano Fahmi Alqhai junto al cantaor Arcángel (Las idas y las vueltas, 2014) y a la cantaora Rocío Márquez (Diálogos de viejos y nuevos sones, 2018). También Perrate viajó al Siglo de Oro en su última grabación, Tres golpes (2022). Lo de Cruz se antoja, sin embargo, como algo diferente: estamos ante un cantaor traspasado por la música barroca, de la que se enamora tras la escucha de la banda original de la película Todas las mañanas del mundo, que reúne obras de compositores franceses de ese tiempo. Tras ellos vendrían Haendl o Bach para componer toda una experiencia que, sin duda, ha transformado su aproximación a los estilos flamencos clásicos, de los que ya era acreditado conocedor.

La fidelidad a esos estilos no le ha impedido que los tiña ahora de una modulación distinta, una nueva lectura poblada de ecos y reminiscencias antiguas que se articulan por medio de la plasticidad de su voz y de una escolta instrumental que proporciona las atmósferas adecuadas al propósito. Quizás nadie como Raúl Cantizano (guitarras y zanfona) para la dirección musical. Junto a él, una reunión de músicos abiertos y desprejuiciados, muy demandados para proyectos de vanguardia: el saxofonista Juan M. Jiménez (también gaita gastoreña y flauta rociera), el percusionista Antonio Moreno y el contrabajista Marco Serrato. Los guitarristas Rafael Riqueni y Alfredo Lagos, con puntuales aportaciones, dejan su impronta en los cortes en los que participan. Malagueñas, fandangos, soleares, seguiriyas, caña, serrana, tanguillos o taranta -con letras tradicionales, adaptadas por el propio Cruz, la poesía popular de Lope de Vega y poemas de Ramón Andrés y de Edgar Allan Poe- viajan en el tiempo para encontrarse con la zarabanda, que se inspira en la de Haendel.

La grabación Arteria, de Rafael del Zambo (Jerez, 1990), solo disponible en plataformas, tiene unas raíces muy diferentes. Él es el nuevo eslabón que prolonga la dinastía de los Zambo, los Fernández Soto del barrio de Santiago de Jerez, de los que emergió su tío Luis en uno de los últimos ejemplos de tránsito desde el canto de uso hasta una profesionalidad que diríamos de culto. La familia es más amplia, como se puede comprobar en la genuina fiesta por bulerías que cierra la grabación, puro Jerez al compás. En su disco de presentación en solitario, el joven Rafael no traiciona su herencia, pero la lleva a su personal terreno con frescura y con la complicidad de otra ilustre saga, la de los Parrilla. Guiado por la implacable guitarra de Manuel y con detalles de sus hermanos Juan (flauta) y Bernardo (violín), el metal de los Zambo, que aúna jondura con un toque dulce y melodioso, es reconocible en todos los estilos, mayormente ligeros, pero de forma especial en la seguiriya, donde luce desnudo.

También por seguiriya se presenta el sevillano Juani Mora (Sevilla, 1999) en su estreno discográfico, Mi calle no tiene nombre (Karonte). Sorprende en ese intenso primer corte el rajo jondo y rancio del cantaor, un rajo que parece viejo pese a la juventud de su dueño. La incontestable calidad de esa garganta inunda toda la grabación y da carácter a un repertorio con predominio de estilos ligeros -canción andaluza, sevillanas, bulerías, rumba, bolero flamenco...-, que se presentan bien arropados por los ricos arreglos instrumentales de Jesús Bola, productor musical, que incluyen cuerda, metales y, también, unos omnipresentes coros vocales. El otro productor, Jesús de Fariña, firma la mayoría de las letras originales, con excepciones, como las sevillanas, del propio Mora, con las que homenajea a sus maestros.

De singularidad se puede calificar la grabación que protagoniza el cantaor Gragorio Moya (Argamasilla de Alba, Ciudad Real, 1984), No duerme nadie (La Droguería Music). Se trata de una antología, quizás un "grandes éxitos", de Enrique Morente, de cuya extensa discografía se han coleccionado 14 cortes, que van desde su grabación Homenaje flamenco a Miguel Hernández (1971) hasta la rompedora Omega (1996), pasando por los imprescindibles Homenaje a Don Antonio Chacón y Despegando, ambos de 1977. Los temas escogidos hacen fácil el paseo por la trayectoria del artista de Granada, y no solo porque sean conocidos para el aficionado, sino también por la fidelidad interpretativa que muestra Moya adaptando sus registros. ¿Se podría hablar de versiones? Tal vez pero el productor de la grabación, el musicólogo Chemi López, cuenta que acordaron que la mejor manera de tributar a Enrique era "calcando literalmente su obra". No obstante, el cantaor demuestra no ser un simple calco de Morente.

Sebastián Cruz "Zarabanda".

Winter & Winter


Gregorio Moya. "No duerme nadie"

La Droguería Music


Rafael del Zambo. "Arteria".

Autoeditado


Juani Mora. "Mi calle no tiene nombre"

Karonte


El Pais. Babelia nº 1.674. Sábado 23 de diciembre de 2023



sábado, 23 de diciembre de 2023

Novela musical de amor a la guitarra

Una tienda de guitarras en Las Vegas (Nevada, Estados Unidos).
PAUL BRIDEN (ALAMY / CORDON PRESS)

La historia  de Juan Carlos Caja, sobre un frustrado guitarrista aficionado, es un muestrario vital en el que cualquiera que haya intentado tocar un instrumento podrá reconocerse.

Por Fernando Navarro

De un tiempo a esta parte, la industria editorial española sobre libros de música popular es abundante. Hasta cierto punto, incluso se podría decir que excesiva. Biografías, memorias, ensayos, manuales, guías, novelas gráficas o conversaciones con músicos han proliferado en la última década en un panorama que quizá intenta encontrar a un lector que ya no tiene tanta necesidad de comprar discos ante la consolidación del streaming y puede destinar sus esfuerzos a hacerse con literatura musical. Sin embargo, entre tanta abundancia, es dificil encontrar apuestas por la novela musical, si es que se la puede llamar así. Sin entenderse como un género en sí mismo, sería una narrativa española ubicada en el paisaje de la música popular, que despliega sus virtudes literarias a partir de contar un relato desde la propia inspiración del universo de las canciones. Es decir, lo que muchísimos escritores hacen con el cosmos de los libros y otros menos que el de las películas o la pintura. Este género narrativo musical es mucho más común en la literatura anglosajona y goza de muy buena salud, aunque, por suerte, hemos contado en España con nombres que han explorado con esmero como Kiko Amat, Miqui Otero o Rafa Cervera.

Lejos de especializarse en este no-género musical, la editorial Minúscula, siempre interesante en su búsqueda de la distinción, publica Cuerdas al aire, un testimonio en primera persona escrito por Juan Pablo Caja y que se podría incluir sin problemas en esta variante narrativa tan escasa y tan agradecida para los que consideran que Bob Dylan o Patti Smith, por decir unos de muchos, son personajes culturales tan grandiosos e inspiradores como Ernest Hemingway o Sylvia Plath. Más que un relato, Cuerdas al aire es una introspección narrativa, una incursión en la psicología de un personaje que bien podría ser el propio autor y que a partir de su amor a las guitarras y al mundo que generan, va dejando caer sinsabores y anhelos existenciales.

Minúscula, célebre en más de veinte años de vida por colecciones estupendas como Paisajes Narrados o Con Vueltas de Hoja, incluye este librito en su colección Micra, que, según la editorial, está dedicada a "textos breves y singulares". La singularidad de este texto reside en su insinuación más que en su ambición. Si bien es renqueante en el hilo argumental y en la profundidad emocional de lo insinuado, ofrece a partir del paisaje de la música un muestrario vital en el que cualquiera que haya intentado tocar un instrumento podría reconocerse. "Es difícil saber si las guitarras pasan por nuestras vidas o somos nosotros los que pasamos por las suyas", escribe Juan Pablo Caja, publicista y guionista que antes había publicado dos libros de relatos (Intermedio y Relatos de vinilo, cinta magnética y celuloide) y una novela (Cerveza caliente).

Con una prosa ligera y fina, Cuerdas al aire esboza algunas de las miserias de alguien que se dedica al arte de la guitarra, como no ser comprendido en una sociedad productiva, ser pagado en negro o resignarse a romper con una banda porque, sencillamente, "los grupos de música también tienen un último día", como los estudios o las parejas. Como el propio título sugiere, las cuerdas van dejando notas emocionales que crean una atmósfera sobre la condición humana de un protagonistas sin nombre que siente que su vida podría haber sido otra. "De mi relación con la guitarra lamento varias cosas, que supongo que se resumen en una: no haber intentado en serio ser mejor instrumentista", explica.

Ese guitarrista aficionado, con errores que podría haber sido más diestro y mejor con el instrumento que adora es, en definitiva, un hombre reflexivo y cuya memoria el lector puede conocer. Es fácil seguirle la pista a un texto que resuena e invita a recordar la importancia de la guitarra, ese instrumento esencial de la música popular y en desuso en la actualidad ante el auge de traperos y reguetoneros. Y lo hace con sentencias tan luminosas como esta: "La guitarra en los setenta era mucho más que música: era, para un adolescente, todo un símbolo, crecer, afirmarse, acceder a lugares nuevos, espacios por conquistar".



Cuerdas al aire

Juan Pablo Caja

Minúscula, 2023

184 páginas, 14,50 euros


El Pais. Babelia nº 1.674. Sábado 23 de diciembre de 2023


miércoles, 20 de diciembre de 2023

De la tradición a la renovación por la palabra

 Por Fermín Lobaton

No es un fenómeno nuevo. Junto a la rica tradición oral, que ha sido dominante, la lírica del flameco se ha nutrido también de las aportaciones de artistas que fueron grandes creadores de letras para el cante. No son pocos los cantaores y cantaoras contemporáneos que componen e interpretan sus propios versos. Valga como ejemplo Israel Fernández, que lo hace de una manera curiosamente conceptual, con grabaciones que tiene unidad temática. Una legítima forma de renovar y refrescar la tradición y ganar nuevos y jóvenes públicos para un cante que, en directo, goza de un gran momento de atención. La edición de disco es, nunca mejor dicho, otro cantar. En un panorama donde la autoedición es predominante, sorprende el caso de otro cantaor, Sebastian Cruz que ha publicado en una prestigiosa firma alemana.

La guitarra de concierto no deja de dar muestras de creatividad, aunque de una forma casi marginal. Con un grupo afianzado de guitarristas que sigue aportando grabaciones (Niño Josele, Bolita, José Carlos Gómez...), los relevos se suceden de forma imparable: tras la consolidación de los llamados mileniales del toque, una nueva generación, que podríamos denominar zeta, reclama la atención con un nutrido grupo de veinteañeros ya muy demandados. Entre ellos, encontramos a Alejandro Hurtado, que el pasado año publicó un primer trabajo de homenaje a los maestros Ramón Montoya y Manolo de Huelva, y que en el presente ha presentado sus propias composiciones en disco.







1. Israel Fernández. Pura sangre (Universal)


2. Alejandro Hurtado. Tamiz (Autoeditado)


3. Sebastián Cruz. Zarabanda (Winter & Winter)


4. José Carlos Gómez. La huellas de Dios (Autoeditado)


5. Cristian de Moret. Caballo rojo (Autoeditado)


El Pais Babelia nº 1.673. Sábado 16 de diciembre de 2023



martes, 19 de diciembre de 2023

Llevar el soul escrito en el alma

El cantante Roebuck Pops Staples, de The Staple Singers, en una fiesta de Stax en Memphis en 1969. DON PAULSEN (MICHAEL OCHS ARCHIVES / GETTY IMAGES)

Por Fernando Neira

Hay trabajos hermosos y los hay esforzados. El de Cheryl Pawelski aúna los dos requisitos. Esta experimentada y prestigiosa productora discográfica, cofundadora del sello Omnivore (un término que la define como pocos) y con altas responsabilidades durante años en Rhino, Concord o EMI-Capitol, descubrió hacia el año 2010 un gigantesco e ignoto archivo documental con las grabaciones originales que los compositores de Stax —con seguridad la factoría de música negra, junto a Motown, más importante de la historia— realizaban de sus canciones para mostrárselas a las grandes estrellas de la compañía y que estas las interiorizasen, se las aprendieran y procedieran a inmortalizarlas en las grabaciones definitivas. El hallazgo se antojaba valiosísimo, pero casi inabordable por sus dimensiones ciclópeas: las estanterías albergaban unas 2.000 horas de música que, para poner las cosas más difíciles, casi nunca conservaban las más mínimas indicaciones sobre títulos, autores o año de gestación. Pero era evidente que en semejante plétora de material habrían de esconderse unos cuantos tesoros —bastantes— de evidente valor sonoro e histórico.

Pawelski, ganadora de tres Premios Grammy, no se arredró. Pensó que bucear en aquellas 1.300 casetes digitales de hora y media de duración cada una era solo cuestión de tiempo, paciencia, constancia y entusiasmo. Una década más tarde, tras finalizar la escucha y catalogación de aquel legado al que nadie había prestado atención, se sintió exhausta pero eufórica. En aquellas olvidadas cintas aparecían, ocultas entre toneladas de registros sin demasiado interés, varios centenares de canciones sencillamente gloriosas. Y aún más asombroso: en 66 de los casos eran títulos que ningún artista llegó a grabar y que, de no ser por su tozuda perseverancia, se habrían disipado para siempre entre toneladas de polvo y olvido.

La historia, tan emocionante como las de esos viejos galeones reflotados con tesoros valiosísimos en sus bodegas, cobra ahora cuerpo en forma de cofre de siete cedés, tapas duras y 50 páginas profusamente ilustradas. Lleva por título Written in Their Soul y no parece temerario señalarlo como la antología discográfica (o box set, en la terminología anglófona) más asombrosa de la temporada, tanto por la excelencia del contenido como por su valor documental, un inesperado complemento a la historia que hasta ahora conocíamos de un sello comprometido con el soul, el rhythm and blues, la cultura afroamericana y las transformaciones sociales de aquellos azarosos años sesenta. Cheryl Pawelski contabilizó hasta 665 maquetas “perfectamente publicables”, pero Written in Their Soul se conforma al final con solo 146 grabaciones. Los cuatro primeros discos recopilan 80 demos de piezas que sí acabarían llegando a los tocadiscos de los aficionados, casi siempre a través de artistas de la Stax pero también mediante préstamos a músicos que grababan para sellos como Atlantic, Hi! o Soul House. Se trata de un material pasmoso, sin duda, pero empalidece ante la certeza de que toda la música incluida en los tres discos siguientes, del quinto al séptimo, nunca había sido publicada ni difundida de ninguna manera ni circunstancia.

¿Material de desecho? ¿Filfa? ¿Morralla? Aparquen el escepticismo y súbanle el volumen a los auriculares: de entre esas cinco docenas largas de hallazgos absolutos, ocho o diez podrían haberse consagrado como clásicos del género e irrefutables éxitos a ambos lados del Atlántico.

Prodigios de otros tiempos, sin duda. Stax Records había echado a andar en Memphis (Tennessee) allá por 1957 con el propósito de convertirse en la gran catalizadora del soul sureño. Su fundador, Jim Stewart, era un violinista blanco más bien irrelevante, pero admiraba el modelo que Sam Phillips había sido capaz de implantar en Sun Records (Elvis Presley, B. B. King) y comprendió pronto que una parte mollar del negocio discográfico provenía de los derechos de autor y no tanto de los fonográficos. Por eso no tardó en fundar una compañía editorial, East Publishing (más tarde, East/Memphis Music), que agrupaba a cuantos compositores trabajaban a destajo para su escudería. De esa manera todo quedaba en casa: las interpretaciones y las autorías.

Los originales ahora desenterrados en este séptuple trabajo permiten descodificar los logros de Stax —­la escudería en la que encontrarían acomodo Otis Redding, Sam and Dave, Isaac Hayes, The Staple Singers, Eddie Floyd y Carla and Rufus Thomas, entre otras luminarias— desde las entrañas. El mediocre violinista Stewart no escribía música, pero sus tres primeros empleados para el sello, Chips Moman, Steve Cropper y el afroamericano David Porter, eran compositores todoterreno. De ellos, Cropper se convertiría en piedra angular de Stax a través de Booker T. & The M.G.’s (los de ‘Green Onions’), aunque el aficionado medio lo recordará por sus apariciones en las películas de The Blues Brothers.

Una de las aportaciones más sobresalientes de Written in Their Soul la encontramos con el muy relevante papel de las mujeres en el elenco de compositores, un detalle sobre el que apenas se había incidido hasta ahora. Bettye Crutcher, firmante de varios éxitos para la familia Staples, abrió el camino en la factoría, aunque ella misma explica cómo tuvo que alternar las excelencias de sus canciones con la de sus espaguetis para granjearse la confianza de los intérpretes más recelosos. Continuó la saga Deanie Parker, que acabaría ostentando una vicepresidencia en la compañía. Y el caso más asombroso es el de Carla Thomas, a la que todos identificamos como cantante (‘B-A-B-Y’), pero que aquí acredita una solvencia abrumadora con un lápiz entre las manos.

En último extremo, Written in Their Soul permite escudriñar en las formulaciones originales de títulos que se harían inmensamente populares en sus versiones definitivas, desde ‘634-5789′ (Wilson Pickett) a aquel ‘Respect Yourself’ finísimo en las voces de The Staple Singers, pero de fiereza casi punk cuando salió de las manos de su firmante, Mack Rice.

Es muy divertido curiosear en esas interpretaciones frescas, descuidadas y primitivas, a veces tan cómicas como ese ‘Dy-no-mite’, luego famoso a través de The Green Brothers, en el que su autor imita con silbiditos las partes concebidas para los metales. Pero nada, insistimos, fascina tanto como las canciones rescatadas del agujero negro. Los autores del libreto, Deanie Parker y Robert Gordon, no dan crédito a que maravillas como ‘Everybody Is Talking Love’, de Bettye Crutcher, hubiesen sido desechadas y condenadas al ostracismo. Quizá ahora algunas de esas joyas ignotas se incorporen de manera tardía al canon de la mejor música estadounidense.



VV. AA. 

Written in Their Soul: The Stax Songwriter Demos 

Craft Recordings / Music As Usual


El Pais. Babelia nº 1.670 Sábado 25 de noviembre de 2023


lunes, 18 de diciembre de 2023

Lo que haya, lo que quepa, lo que se venda

 por Diego A. Manrique

Una paradoja. En tiempos catastróficos para la música en soportes físicos, las compañías vuelven a mostrar sus habilidades para hacer discos atractivos. Ha encogido la red de tiendas, que no han gozado de una protección especial por parte de la gran industria. Huecos que antes eran explotados por disqueras especializadas. Las pequeñas tienen problemas hasta para abastecerse: las multinacionales, que prescindieron de sus fábricas de vinilo, y ahora copan la producción. pero mejor olvidad tales disputas para acercarnos a la lógica de las actuales reediciones. Por ejemplo, la debilidad por las fechas redondas: los 25, 40 o 50 años de la publicación de una obra o la defunción del creador. Así que se agradecen los lanzamientos que prescinden de la fatalidad cronológica, como las maquetas de Stax o la colección de no-éxitos de Nancy Sinatra.

Respecto al contenido, las tres reglas: lo que haya, lo que quepa, lo que acepte el mercado. La versión Super Deluxe de Diamonds and Pearls suma 7 discos, gracias a la laboriosidad de Prince, que almacenaba las grabaciones desechadas, los directos y las diferentes variaciones sobre las canciones publicadas. Otra opción es la recopilación comisariada -disculpen el palabro- por el propio artista. Abundan las antologías de The Kinks, pero ahora sale The Journey, dos discos dobles donde Ray Davies ordena su repertorio según sus peripecias, desde la juventud ("hallando una identidad y una chica") hasta las crisis ("buscando la inocencia perdida"). Apena que las notas sean tan cicateras: no se menciona al productor, el formidable Shel Talmy, todavía vivo.








1. Neil Young. Chrome Dreams (Reprise)


2. VV. AA. Written in their Soul: the Stax Songwriter Demos (Craft)


3. REM. Up (Craft)


4. Nancy Sinatra. Keeps Walkin´:Singles, Demos & Rarities 1965-1978 (Light in the Attic)


                                          

5. Tina Turner. Queen of Rock´n´Roll (Parlophone)

El Pais. Babelia nº 1.673. Sábado 16 de diciembre de 2023


sábado, 16 de diciembre de 2023

Y el mejor álbum del año... es de 2022

 Por Xavi Sancho

Para muchos medios internacionales, el mejor disco de 2023 es uno que salió en diciembre de 2022. Desde la edición estadounidense de la revista Rolling Stone nombró el London Calling de TheClash como mejor álbum de los años ochenta no se veía tamaña trampa al solitario. La excusa fue que el álbum se había editado en Reino Unido el 14 de diciembre de 1979, pero en EEUU no vio la luz hasta enero de 1980. Y no existía Amazon. En el caso de este año, el SOS de SZA se editó el 9 de diciembre de 2022 en todo el mundo, el mundo en el que hay Spotify y Amazon y, para desgracia de muchos de ellos, 2023 no trajo nada mejor.

Más allá del debate sobre si es lícito o no adaptar el calendario a las necesidades editoriales, lo cierto es que este ha sido un año bien flojo, tanto que sus mejores discos no solo pertenecen a diciembre de 2022 -como la rapera Little Simz, que también podría encabezar lo mejor del año-, sino que también al arranque de 2023. Muchos creen que el siglo XX acaba el 11-S. El año 2022 no acabó hasta febrero de 2023. Durante la primera quincena de ese mes salieron a la venta Desire, I Want to Turn Into You, de Caroline Polachek, y Heavy Heavy de Young Fathers. La exlider de Chairlift entregaba una obra descomunal de pop contemporáneo. Mientras, los escoceses expandían su ya original sonido, que juega con todo lo que es adyacente al hip hop sin serlo del todo, sumándole elementos new wave y pospunk, además de coros infantiles. Como los violines, jamás sobran los coros infantiles. 

Lo cierto es que 2023 será recordado como el año que el mundo se puso a cantar rancheras y demás estilos del regional mexicano. La gran estrella del asunto fue, obviamente, Peso Pluma, pero a nivel artístico quienes llevaron el género a terrenos más sorprendentes y hasta la fecha no explorados fueron Carín León en Colmillo de leche y, sobre todo, Nathael Cano con su apabullante Nata Montana. La confirmación triunfal de estos artistas amplió el repertorio de armas a manos de la música en español para seguir su proceso de dominación mundial. Y mientras Tainy repasaba y actualizaba el reguetón, el puertorriqueño Eduardo Cabra, ex Calle 13, lanzaba Martínez, una obra ambiciosa en la que le daba un repaso  -expansivo y extensivo- a la música latina en el mismo estilo que lo llevan haciendo durante años a los sonidos negros Beyoncé o Sudan Archives. (Postdata: este texto se ha escrito a mediados de diciembre con la esperanza de que a Frank Ocean o a Rihanna no se les ocurra lanzar un disco en lo que queda de año).



1. Carolina Plachek. Desire, I Want to Turn Into You (Perpetual Novice)


2. Young Fathers. Heavy Heavy (Ninja Tune)


3. Natanael Cano. Nata Montana (La R Records)


4. Sufjan Stevens. Javelin (Asthmatic Kitty)


5. Nation of Language. Strange Disciple (PIAS)


El Pais. Babelia nº 1.673. Sábado 16 de diciembre de 2023

sábado, 9 de diciembre de 2023

Charles Mingus: 100 años del gran volcán del jazz

Compositor inmenso, el músico celebraría este año un siglo de su nacimiento. Una caja de sus grabaciones de los setenta y la reedición de sus memorias conmemoran el aniversario

FERNANDO NAVARRO

08 DIC 2023

Charles Mingus (1922-1979) toca el contrabajo en un concierto en Michigan, en 1977.

STEVE KAGAN (THE CHRONICLE COLLE

El grandioso espectáculo de un volcán de emociones. Escuchar la música de Charles Mingus, uno de los mejores músicos de jazz de todos los tiempos, es como contemplar un volcán en todas sus posibilidades. A veces, ese grandullón de mirada profunda, rostro pétreo y pelos asilvestrados, con el puro en la boca echando humo, transmite una calma magnética, propia de esconder misterios indescifrables. Otras, esa montaña, bajo una tensión impresionante, se muestra a punto de estallar. Y, otras tantas, el fenómeno de la naturaleza revienta sin compasión, en un jolgorio de lava, gases y cenizas, toda una erupción musical al alcance de muy pocos. De una forma u otra, el impetuoso Mingus, contrabajista, pianista, compositor y director de orquesta, siempre buscó traspasar los límites.

Este año se conmemora un siglo del nacimiento de este músico, fallecido a los 56 años, en 1979. Por encima de todo, se distinguió como un compositor inmenso. Reconocido en los círculos más eruditos, cabe señalar que Mingus no goza de la popularidad de otros colosos del jazz, como su admirado Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane, Louis Armstrong o incluso Duke Ellington, una de sus más tempranas y decisivas influencias.

Aunque admirado por colegas y críticos, la historiografía oficial no ha terminado de ser justa con su legado, una obra apasionante, bella y rica, pura raza negra por librarse del adoctrinamiento blanco y en lucha constante contra los convencionalismos y la comercialización del arte. Pese a todo, su nombre se puede incluir junto al de los más grandes compositores de la historia de la música popular estadounidense, un creador insaciable y rompedor que, impulsado por un corazón primitivo y una cabeza privilegiada, agrandó horizontes y se mantuvo fiel a sí mismo hasta el final, tal y como se puede apreciar en el último lanzamiento discográfico bajo su firma, uno de los más destacados de este 2023 que expira.




Charles Mingus toca el contrabajo en el Festival de Jazz de Montreux en Suiza, en 1975.

DAVID REDFERN (REDFERNS / GETTY

Para conmemorar estos 100 años de su nacimiento, Warner Music ha reeditado en una lustrosa caja en formato vinilo y cedé —Changes: The Complete 1970′s Atlantic Recordings— todos sus álbumes publicados en la década de los setenta en Atlantic Records, cuando, decepcionado por su paso por Impulse!, donde hizo obras maestras como The Black Saint and the Sinner Lady (1963) o Mingus, Mingus, Mingus, Mingus, Mingus (1964), regresó a uno de los sellos en los que, con otras obras sublimes como Pithecanthropus Erectus (1954) o Blues & Roots (1959), cultivó su imagen de enfant terrible de los cincuenta, la época dorada del bebop, como un artista apasionado entre las controversias y las rivalidades.

Abruma y cautiva adentrarse en una carrera tan magna como la de este ser de hambre artística voraz. Y más pensar que, en el fondo, Mingus murió relativamente joven, a los 56 años, víctima de ELA cuando buscaba un tratamiento alternativo para la enfermedad en México. De la caja de sus últimos años en Atlantic, se recogen los dos discos últimos editados tras su muerte, Me, Myself an Eye y Something Like a Bird, formado por unas sesiones de grabación que hizo desde una silla de ruedas y pensadas en su mayoría para una colaboración con Joni Mitchell. Ese era Mingus, una fiera indomable que siempre buscó y halló.

Esta fase final de su carrera, que la caja recoge en siete álbumes entre 1973 y 1979, está repleta de hallazgos, como en Cumbia & Jazz (1977), en el que el calypso se mezcla con el hard-bop o el góspel. Con una educación de conservatorio en fundamentos de clásica donde empezó con el trombón, él decía que su música procedía de la iglesia. A decir verdad, había siempre en ella esa pulsión espiritual, arcaica e incluso celebrativa de la comunidad afroamericana, pero la elevaba con su gran conocimiento del jazz y la música clásica europea. Podía hablar en los mismos términos de Bach o Debussy como de Freddie Webster o Art Tatum.

Así, los hallazgos más impresionantes que se encuentran en esta caja están en los discos Mingus Moves (1973), Changes One (1973) y Changes Two (1974). Tres obras muy distintas entre sí y que, por sus texturas instrumentales, tonalidades abrasivas y vibrantes registros emocionales, hoy serían un hito para cualquier jazzman de primer nivel. Músico controvertido, incapaz de dejar indiferente, Mingus llegó al mundo en un pueblo de Arizona, aunque creció en Watts, uno de los barrios más conflictivos de Los Ángeles. Su biografía es la de un hombre hecho a sí mismo, como bien se cuenta en sus memorias, Menos que un perro, descatalogadas desde hace años en castellano y reeditadas ahora por Libros del Kultrum, en una versión ampliada y revisada con tres textos inéditos, con un prólogo del trompetista Richard Williams, que tocó con Mingus desde finales de los cincuenta.

Publicadas originalmente en 1971 y escritas en tercera persona, el músico no ofrece en ellas una biografía al uso, sino que relata las batallas ganadas y perdidas del “pobre chico Mingus”, dejando atrás las anécdotas musicales y los logros artísticos y adentrándose en la psicología de un superviviente que llegó a ejercer de chulo de barrio con prostitutas y dejar la música por trabajar en Correos, un oficio que le agradaba y por el que no tenía que pelear contra los tejemanejes del negocio discográfico que siempre denunció. “El jazz no es una profesión. Es pura extorsión”, sentenció. Los numerosos pasajes de vivencias del inframundo y sexuales comparten espacio con los maltratos de su padre y las denuncias raciales. Su piel negra le dio problemas ya no sólo con los blancos, sino también en el gueto, porque era demasiado clara debido a antepasados chinos y británicos.

El libro exige al lector desprenderse de las ideas preconcebidas sobre su autor, como él mismo hacía con su música. Mingus, que acabó cansado y desilusionado del negocio y que no creía en las buenaventuras del free jazz, era siempre intrépido e incansablemente independiente. Un artista que podía calmar y seducir e, inmediatamente después, zarandear y abofetear. Una convulsión impredecible. “El arte sólo representa la vida de un individuo”, dijo en 1971 en una entrevista. Ese individuo era una fuerza de la naturaleza que representó un espectáculo irrepetible: un volcán de jazz.


'Changes: The Complete 1970’s Atlantic Recordings'

Charles Mingus. Atlantic /Warner. 7 CD.


Menos que un perro. El mundo que compuse’

Charles Mingus. Traducción de Francisco Toledo Isaac

Libros del Kultrum, 2023

383 páginas. 24 euros.


El pais. Babelia nº 1.672 sábado 9 de diciembre de 2023