domingo, 29 de diciembre de 2019

La rebelión de las cantaoras

Ángeles Castellano


11 SEP 2016

El flamenco puro ha estado vetado a las mujeres. Hasta la democracia, sus voces apenas se escuchaban fuera de la casa. Hoy un puñado de ellas encabeza la revolución. Siguiendo la estela de las cantaoras payas, las gitanas rompen moldes y se incorporan por fin al cante profesional. Reunimos a cantaoras de varias generaciones en un encuentro extraordinario.



EL CANTE FEMENINO vive su mejor momento. Ha comenzado a rivalizar con el masculino en un arte dominado siempre por los hombres y en el que apenas han pasado a la historia un puñado de mujeres que ya son referentes universales. Hoy las voces no gitanas son las que lideran la revolución, siguiendo la estela que marcó Carmen Linares. Y, sin perder un instante, las cantaoras de raza gitana comienzan a heredar las tradiciones de sus familias y a ser, por fin, protagonistas.

Una muestra, la gitana María Fernández Terremoto. A sus 17 años, es la primera mujer de su familia (encabezada por su padre, Fernando Terremoto, y antes por su abuelo, Terremoto) en dedicarse al cante. Tiene en su voz un eco antiguo, de sangre. Lo mismo ocurre con Lela Soto, de la familia de los Sordera, con 24 años y el empuje de una dinastía en la que nunca hubo mujeres profesionales del cante. Son dos ejemplos de gitanas que empiezan a llenar los escenarios, un espacio siempre vetado a la mujer y dominado por hombres. Las dos lo han conseguido contando con el apoyo de los artistas veteranos de su estirpe, que les sirven de maestros. En paralelo, las voces no gitanas, como las de Rocío Márquez o Rosalía Vila, se han puesto al servicio de la investigación y la innovación y se sienten igual de cómodas cantando por Vallejo o Chacón que acompañando a la compañía teatral La Fura dels Baus. Dentro de esta revolución, cada etnia busca su camino. Las gitanas, en la tradición y las raíces. Las payas, en la experimentación. “Hoy día no hay diferencia entre hombres y mujeres en el cante”, explica Cristina Cruces, doctora en Antropología Cultural por la Universidad de Sevilla. “Además, las flamencas son más estudiosas que los hombres; son muy disciplinadas”.




Vila, Fernández y Terremoto se arrancan a dar palmas. En la segunda foto, Ana la Turronera canta y baila. JAVIER SALAS

La revolución no es nueva. La tendencia que inauguraron al comienzo de este milenio cantaoras consagradas como Esperanza Fernández o Estrella Morente se ha consolidado con la siguiente generación. Todas están presentes en la Bienal de Flamenco de Sevilla (hasta el próximo 2 de octubre). Es el festival de referencia: el espacio en el que los artistas del cante presentan los espectáculos que recorrerán el mundo en los próximos años. Todos los flamencos quieren estar en ella.


Rosalía Vila: “Soy de esta época. Escucho la música de la gente de mi edad. Además del flamenco, me gusta la electrónica”.

En esta edición, las grandes figuras de las distintas generaciones del cante femenino pasarán por Sevilla con recitales propios o participando en montajes colectivos. Veteranas como Juana la del Pipa, Ana la Turronera, Lole Montoya, Carmen Linares o Melchora Ortega compartirán escenario con jóvenes como Estrella Morente, Marina Heredia o Rocío Márquez, además de las debutantes Rosalía Vila, María Fernández Terremoto o Lela Sotos. Y quizá este año se iguale el número de cantaoras con el de hombres, algo que no ocurrió en 2014. En aquella ocasión, las cantaoras fueron menos de la mitad que los cantaores, según un estudio elaborado por Cristina Cruces y publicado en la revista de investigación sobre flamenco La Madrugá en diciembre de 2015. Lo curioso es que, pese a la desigualdad de los números, la bibliografía y documentación de este género demuestra que siempre ha habido cantaoras. “El cante femenino es tan antiguo como el flamenco”, afirma Cruces. “Lo que pasa es que el papel de ellas no ha sido tan poderoso como en el baile; fueron silenciadas, no podían profesionalizarse”.

Desde que el arte del flamenco comenzó a ser conocido con ese nombre en el siglo XIX, el cante ha sido monopolizado por hombres. “En su origen, era un arte romántico y encontró en la mujer un estereotipo ­vinculado con la corporeidad”, explica Cristina Cruces. “La mujer era seducción, voluptuosidad, se buscaba el exotismo… Y esto lo encarnaba el baile”. Ahí halló la mujer flamenca su espacio natural. El cante y el toque eran para los hombres, que además dirigían los espectácu­los, establecían los cachés y negociaban los contratos.

Aunque han trascendido los nombres de algunas cantaoras de los viejos tiempos que elaboraron cantes, como La Serneta o La Trini, no fue hasta el siglo XX cuando apareció la primera gran figura de cante femenino: Pastora Pavón, la Niña de los Peines (1890–1969), que se trazó una carrera profesional en un momento en el que la mujer solo podía hacerlo de la mano de los hombres de su familia. “Pastora Pavón tenía grandes cualidades artísticas, pero su grandeza viene por ser una mujer brava, capaz de entrar en la industria del espectáculo en un contexto en el que no era fácil”, explica Cruces.


La Niña de los Peines es un referente. Todas las cantaoras la mencionan como modelo. Gozó de una gran popularidad, pero además fijó una forma personal de hacer algunos cantes que es admirada por los aficionados. Fue capaz de montar su propia compañía y dirigir su carrera, algo inusual en su tiempo. “Muchas de aquellas cantaoras profesionales, como La Niña de los Peines, han sido mujeres que no estaban casadas o se casaron muy mayores, que no tenían hijos y a lo mejor su orientación sexual era diferente… No tenían la convención social que se esperaba de las mujeres normales”.

Desde las pioneras del siglo XIX hasta los años setenta y ochenta del XX, quedaron relegadas al hogar. “Había muchísimas mujeres a las que los maridos no dejaban cantar”, afirma Juana Fernández de los Reyes, más conocida como Juana la del Pipa, una de las veteranas. “¿A qué edad salió cantando la Tía Anica la Piriñaca? ¡Con 80 años, porque su marido no quería que lo hiciera en público y tuvo que esperar a que se muriera! Y La Bolola igual. Estaba en su casa con su marido y allí iban a escucharla Camarón, Curro Romero, Lola Flores… ¡Cómo cantaba! Pero en su casa, nada de andar por ahí”.


Juana la del Pipa: “Había mujeres a las que los hombres no les dejaban cantar. En todo caso, en su casa, nada de andar por ahí”.

Cuando habla de La Bolola, Juana la del Pipa se refiere a Rafaela Montoya Dávila (1910-1984), jerezana que creó un cante por bulerías y nunca fue profesional. “Mi tía María la Perrata igual, ¡cómo cantaba!”, añade Ana Mancheño Peña, Ana la Turronera, otra cantaora de la generación veterana emparentada con los Perrate, El Lebrijano y los Bacán, estirpes de Lebrija y Utrera. De la familia de los Perrate fue María la Perrata, María Fernández Granados (1922-2005), casada con Bernardo Peña, madre de El Lebrijano y abuela de David Dorantes. “Su marido no la dejaba cantar. En las fiestas que él organizaba sí, pero en casa. Quien quisiera verla cantar tenía que ir a su casa”.


Juana la del Pipa.JAVIER SALAS

Hoy están todas juntas para El País Semanal. Mientras las veteranas Juana la del Pipa y Ana la Turronera cuentan anécdotas, las debutantes María Terremoto, Lela Soto y Rosalía Vila escuchan en respetuoso silencio. En un encuentro único, unas y otras conversan sobre los cambios que ha vivido el flamenco. “Qué pena no haber vivido ese tiempo, Tata”, le dice María Terremoto a Juana la del Pipa cuando cuenta que en su casa se levantaba rodeada de flamencos y que los compañeros de su madre venían a su casa buscando a “la niña”. “Manuel Morao entraba diciendo: ‘Dónde está la niña, que cante la niña”, deseosos de escuchar su voz negra.

Esa tendencia de cantaoras encerradas en sus casas comenzó a cambiar en los sesenta, pero no fue hasta los ochenta cuando proliferaron los festivales de flamenco en Andalucía, las peñas y los tablaos, y en estos espacios comenzaron a actuar cantaoras con voces potentes, a menudo gitanas, y con un estilo que se asociaba con los hombres. Se pusieron de moda. Voces más negras, más gitanas, como las de La Paquera de Jerez, Fernanda y su hermana Bernarda de Utrera, y después la de la propia Juana la del Pipa, comenzaron a ser del interés de los aficionados.



La mujer había tenido en el flamenco tradicional una voz más laína, más atiplada. Se ha documentado que en el siglo XIX algunas cantaoras actuaban como mezzosoprano además de hacer flamenco. A la mujer se reservaban los cantes por soleá y malagueñas y otros libres, más melódicos y melancólicos. Las cantaoras antiguas solo dominaban unos pocos palos. No eran artistas completas. Así lo refleja Guillermo Núñez de Prado en su libro sobre cantaores andaluces de principios del siglo XX. Núñez de Prado explica que los cantes más duros, como la seguiriya o las tonás, que exigían ecos más poderosos, eran solo para los hombres.


Esperanza Fernández: “El flamenco ha sido siempre machista, aunque yo no lo he vivido porque he estado siempre arropada por mi familia”.

La excepción fue La Niña de los Peines. Después hubo que esperar hasta la democracia para que se diluyeran esas fronteras entre hombres y mujeres. La Paquera, Fernanda y Bernarda de Utrera y otras cantaoras de esa generación empezaron a entonar como los hombres, porque tenían voces rotas, poderosas, gitanas. Y ahí comienzan a surgir figuras femeninas. Las generaciones posteriores de cantaoras han logrado dominar todos los palos, independientemente de su tipo de voz.

Con esa moda de las voces gitanas, la mujer comenzó a salir del espacio privado y hacer actuaciones en lugares que no eran aún grandes teatros, pero les permitía tener una carrera semiprofesional en festivales, peñas y tablaos. Estos pequeños espacios constituyen un circuito que se mantiene vivo hoy en el flamenco y da trabajo a muchos artistas que no son capaces de formar parte de grandes compañías o montar grandes espectáculos. Además, ese circuito sirve de zona de entrenamiento para las más jóvenes antes de dar el paso al gran formato teatral.

La veterana Ana la Turronera, que en esta Bienal de Sevilla formará parte del elenco del espectáculo Yo vengo de Utrera, es un ejemplo de cantaora que se ha desenvuelto por estos espacios en su carrera profesional. “Yo me he ganado la vida cantando en la feria de Sevilla, en el Rocío, siempre de juerga… Pero a mí me habría gustado estar en una compañía y recorrer mundo”.

“El flamenco ha sido siempre muy machista”, afirma Esperanza Fernández (Sevilla, 1966), “aunque yo no lo he vivido porque he estado arropada por mi familia. Cuando empecé a despuntar, en los noventa, ya había otro tipo de referentes, como Carmen Linares, que tuvo que luchar mucho”. Ejemplos como este, explica Esperanza, han ayudado a que ella haya podido tomar las riendas de su trayectoria de una manera natural. “Yo he marcado mi carrera, siempre he sabido lo que quería hacer en cada momento”.


La diferencia fundamental entre las históricas y las de ahora es que hoy día dominan los repertorios, son cantaoras completas. Carmen Pacheco Rodríguez, conocida como Carmen Linares (Linares, 1951), es uno de los referentes de la actualidad. Ha sido la primera en grabar una antología femenina, Antología de la mujer en el cante (Universal, 1996), además de forjarse una carrera profesional que ha incluido colaboraciones innovadoras e investigación dentro de la tradición del flamenco. “Carmen Linares ha sido la mujer que quizá ha dado el toque más intelectual al cante más reciente”, afirma la investigadora Cristina Cruces.


María Terremoto: “No me gusta llevar las cosas totalmente cerradas. Me gusta improvisar , sin salirme de la línea del flamenco, pero innovar un poquito”.

El camino abierto por ella ha sido aprovechado por las más jóvenes que, profundizando en la tradición, han sido capaces de relacionarse con otras músicas, como la clásica o el jazz, y participar en la experimentación. Es el caso de Esperanza Fernández, pero también el de otras de su generación como Estrella Morente. Llevan ya más de una década en los escenarios y mantienen un impulso creador que trata de romper el corsé de la tradición aunque partan desde ella. “Siempre he respetado el flamenco tradicional, pero me gusta moverme en otros círculos”, recalca Esperanza Fernández.

Las que han dado el salto a los grandes formatos y recorren los teatros más importantes han introducido también una nueva puesta en escena en sus espectáculos. Lo explica Esperanza Fernández: “Un recital de cante ya no es un cantaor sentado en una silla; hay luces, hay movimiento en el escenario… Antiguamente había una minoría de público que se podía pasar dos horas escuchando cante sin importarle lo que había en escena, pero ahora hay que ofrecer otra cosa…”.

El máximo exponente de la experimentación femenina es Rocío Márquez (Huelva, 1985), con una carrera más reciente y que, hasta para hacer un homenaje a Pepe Marchena en su disco El Niño (Universal, 2014), parte de la investigación sobre esta figura del cante para explorar la vanguardia de los sonidos. Es investigadora de la tradición, pero busca nuevas vías para la voz dentro del flamenco. Es el mismo camino que sigue Rosalía Vila, que ha trabajado junto a Rocío Márquez y el Niño de Elche, además de participar en un espectáculo con La Fura dels Baus. “A mí me gusta el concepto de cantaora contemporánea. Tengo 23 años y escucho la misma música que la gente de mi edad. Además del flamenco, me gusta la música electrónica, me identifico con muchas cosas”, explica Rosalía, que trabaja en un disco de flamenco contemporáneo dirigido por Raül Fernández, Refree. “La globalización hace que estemos influidos por mil músicas y eso se tiene que reflejar en el flamenco”. Ambas son además universitarias: Márquez, con un doctorado en curso; Vila, a punto de concluir su carrera superior de cante flamenco en la Escuela Superior de Música de Cataluña.




Detalles del encuentro entre las seis cantaoras. JAVIER SALAS

Mientras esto ocurre en el cante no gitano, las gitanas comienzan a dedicarse profesionalmente al cante en familias míticas donde nunca hubo mujeres. “Los elencos del flamenco se están desertizando de gitanas”, afirma Cristina Cruces. “Veo muy pocas, y quizá tiene que ver con la demanda tecnológica que hay hoy en el flamenco, el nivel de experimentación, que no forma parte del corpus de la tradición gitana”.

María Terremoto y Lela Soto, las herederas de dos estirpes de cantaores jerezanos, los Terremoto y los Sordera, admiten que son pioneras en sus familias. Curiosamente, coquetearon con la fusión del flamenco con la música pop, pero ambas, cuando dan el salto profesional, lo hacen con el cante más ortodoxo. “La verdad es que he tonteado con el pop, mi tío Sorderita me ha influido muchísimo, pero hace un tiempecito empecé a interesarme más por el flamenco”, explica Lela Soto. “Mi padre lleva toda la vida diciéndome que cante flamenco y me deje de Michael Jackson, hasta que ha caído por su propio peso”. María Terremoto ha tenido una experiencia similar. “Me gustaba la fusión, pero me di cuenta de que mi camino es el flamenco, porque es lo que me gusta y lo que me tira, por la familia, por mis raíces, por todo”.

Y aunque este es el mejor momento para el cante femenino, aún hay espacios a los que las mujeres no se han incorporado. Cristina Cruces menciona los trabajos técnicos, copados por los hombres: desde la representación hasta la producción. Tampoco hay féminas en la guitarra flamenca. “El guitarrista ha sido históricamente una figura central en los negocios: el que contrata, el que forma los cuadros de artistas, el responsable de la producción de los discos, el compositor, el arreglista… Las flamencas aún no han ocupado ese espacio”, explica Cruces. “Me gustaría ver un poco más de iniciativa de autogestión en las cantaoras, en un contexto desolador como el de la industria musical flamenca debería haber un lobby femenino. Porque, aunque no sea ­explícito, el de los hombres existe, pero el de las mujeres aún no”.


El Pais Semanal Nº 2.085 11/09/2016

La rebelión de las cantaoras




El flamenco puro ha estado vetado a las mujeres. Hasta la democracia, sus voces apenas se escuchaban fuera de la casa. Hoy un puñado de ellas encabeza la revolución. Siguiendo la estela de las cantaoras payas, las gitanas rompen moldes y se incorporan por fin al cante profesional. Reunimos a cantaoras de varias generaciones en un encuentro extraordinario.

Ángeles Castellano

11 SEP 2016



1   Lela Soto (Madrid, 1992). Rafaela Soto es hija de Vicente Soto 'Sordera', nieta de Sordera de Jerez y miembro de una de las grandes dinastías flamencas jerezanas. Actúa fundamentalmente junto a otros miembros de su familia en espectáculos colectivos, mientras continúa formándose para ampliar su repertorio. Además de a sus referentes familiares, Lela admira a las mujeres pioneras del cante, como Tía Anica la Piriñaca, Adela la Chaqueta, Fernanda y Bernarda… Y a su prima María Fernández Terremoto. Javier Salas



2   Rosalía Vila (Barcelona, 1992). Cantaora sin antecedentes familiares, descubrió el flamenco a los 13 años de la mano de Camarón de la Isla. Estudia la carrera de cante en la Escuela Superior de Música de Cataluña y ya ha actuado junto a La Fura dels Baus, Rocío Márquez y el Niño de Elche, y en diferentes recitales en solitario junto a la guitarra de Alfredo Lagos. En la Bienal 2016 forma parte del elenco de JRT sobre 'Julio Romero de Torres, pintor y flamenco', junto a las bailaoras Úrsula y Tamara López y Leonor Leal. Prepara su primer disco. Javier Salas



3  Ana la Turronera (Lebrija, 1948). Ana Mancheño Peña es hermana del Turronero y está emparentada con las grandes familias flamencas gitanas de Lebrija y Utrera. Su carrera profesional se ha visto limitada a peñas, fiestas y eventos como cantaora y bailaora. Recuerda con especial cariño una actuación en el Festival de Arte Flamenco de Mont de Marsan, donde actuó junto al Cuchara, El Lebrijano y Pedro Peña, entre otros. Javier Salas




4  Juana la del Pipa (Jerez, 1948). Juana Fernández de los Reyes es cantaora profesional desde los 17 años. Formó parte de la compañía de Manuel Morao. Tras una actuación en el New York City Center fue calificada por 'The New York Times' como “la Tina Turner del flamenco”. Además de cantaora en solitario, ha acompañado a bailaores como Manuela Carrasco, Farruco el Viejo, El Güito o Mario Maya, y actualmente suele hacer pareja con su sobrino, el bailaor Antonio el Pipa. Grabó en 2009 el disco 'Mujerez', junto a La Macanita y Dolores Agujetas. Javier Salas



5 Esperanza Fernández(Sevilla, 1966). Versátil, de extenso repertorio y un eco muy gitano, es hija de cantaor y está emparentada con los Pinini de Lebrija y los Cagancho de Triana. Desde que en 1994 protagonizase el espectáculo 'A oscuras', de la mano de Enrique Morente, comenzó una carrera como cantaora con numerosos espectáculos propios. Además ha trabajado con músicos de jazz y clásicos, representando, entre otros, 'El amor brujo', de Falla. Tiene tres discos ­editados; el más reciente, 'Mi voz en tu palabra' ­(Discmedi, 2014), en el que adapta textos de José Saramago. Javier Salas


6  María Terremoto(Jerez, 1999). Miembro de la estirpe de los Terremoto, es la primera mujer cantaora profesional de su familia. Con tan solo 17 años, es la gran promesa del cante gitano, admirada incluso por sus contemporáneas y pese a que solo lleva un año como profesional. En la Bienal ofrecerá un recital de cante flamenco para el que las entradas están agotadas desde seis meses antes. “Me gustaba la fusión, pero me di cuenta de que mi camino es el flamenco, porque es lo que me gusta y lo que me tira, por la familia, por mis raíces, por todo”, explica.


El Pais Semanal Nº2085 11/09/2016

El viento no se lleva las palabras

Luis Miguel Ariza


Dibujo del fonoautógrafo inventado por el librero francés Édouard-Léon Scott de Martinville. KATIE ORLINSKY

Los historiadores de la organización First Sounds recuperan el sonido de grabaciones antiguas.


PARÍS. 1860. Édouard-Léon Scott de Martinville, librero e impresor, presenta un artefacto llamado fonoautógrafo concebido para “escribir el sonido”. “Pruebe a cantar”, le pide a una mujer. Ella interpreta una nana. Las vibraciones son recogidas en un cilindro. El librero cree que esa máquina enviará el autógrafo de su canción al futuro.

Ciento cincuenta años después, David Giovannoni, un experto en grabaciones históricas, rescata un rodillo de papel y se queda atónito al oír una voz femenina cantando Claire du Lune. “Escuchar la primera voz humana almacenada en un dispositivo fue como viajar al pasado”, ­rememora tras la hazaña, que tuvo lugar en 2008. Lo más increíble de todo, admite ahora, es que el librero francés nunca aspiró a reproducir esos autógrafos de voz ni creyó que nadie lo lograse.

Giovannoni es uno de los fundadores de First Sounds, una organización de historiadores de sonidos que se dedica a recuperar grabaciones antiguas. El físico de partículas Carl Haber se sumergió en este mundo hace ya más de 15 años, cuando escuchó al batería del grupo Grateful Dead lamentarse por el deterioro de los archivos musicales de las tribus americanas. A Haber se le ocurrió emplear las cámaras fotográficas que captan los rastros de las partículas en los aceleradores para obtener imágenes tridimensionales de las grabaciones, surcos conservados en cilindros de cera a punto de desintegrarse. En 2012 escaneó un disco de 1885 donado por Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, al museo Smithsonian. “Transformar datos en sonidos es un proceso lento, pero a última hora de la tarde oí: ‘Escucha mi voz… Alexander Graham Bell’. Fue emocionante”.

La voz humana deja una impresión que es una huella dactilar, única e irrepetible. “Si la grabación es precisa, todas las características físicas de esa voz se reproducen y serán discernibles”, dice Giovannoni.

Las palabras se las lleva el viento, dice el refrán, pero teóricamente no es así. El sonido no puede abandonar la Tierra, puesto que no se propaga en el vacío. A principios del siglo XX se pensaba que con micrófonos lo suficientemente sensibles podríamos escuchar incluso las voces de aquellos que murieron. ¿Increíble? “La idea es correcta. Las ondas de sonido son una forma de energía, y la energía nunca desaparece, aunque sí se disipa hasta un punto en el que no podemos hacer nada con ella”, concluye Patrick Feaster, cofundador de First Sounds.

Sin embargo, el sonido rescatado es una máquina del tiempo que confunde a los historiadores. “Mis investigaciones se han orientado a desarrollar nuevas formas de interpretar estos archivos antiguos de la misma manera que los académicos analizan las primeras películas. Pero la mayoría de los historiadores no saben qué hacer con estas grabaciones”. No las toman en serio como fuente de conocimiento, se queja. En 2015, Feaster y sus colegas lograron que la Unesco considerase los fonoautógrafos de Martinville como parte de la memoria colectiva del mundo, pero el camino es aún largo. “Hasta ahora, reproducir estos archivos ha sido más fácil que convencer a la gente de que debe pensar de manera crítica sobre lo que están escuchando”.París. 1860. Édouard-Léon Scott de Martinville, librero e impresor, presenta un artefacto llamado fonoautógrafo concebido para “escribir el sonido”. “Pruebe a cantar”, le pide a una mujer. Ella interpreta una nana. Las vibraciones son recogidas en un cilindro. El librero cree que esa máquina enviará el autógrafo de su canción al futuro.

Ciento cincuenta años después, David Giovannoni, un experto en grabaciones históricas, rescata un rodillo de papel y se queda atónito al oír una voz femenina cantando Claire du Lune. “Escuchar la primera voz humana almacenada en un dispositivo fue como viajar al pasado”, ­rememora tras la hazaña, que tuvo lugar en 2008. Lo más increíble de todo, admite ahora, es que el librero francés nunca aspiró a reproducir esos autógrafos de voz ni creyó que nadie lo lograse.

Giovannoni es uno de los fundadores de First Sounds, una organización de historiadores de sonidos que se dedica a recuperar grabaciones antiguas. El físico de partículas Carl Haber se sumergió en este mundo hace ya más de 15 años, cuando escuchó al batería del grupo Grateful Dead lamentarse por el deterioro de los archivos musicales de las tribus americanas. A Haber se le ocurrió emplear las cámaras fotográficas que captan los rastros de las partículas en los aceleradores para obtener imágenes tridimensionales de las grabaciones, surcos conservados en cilindros de cera a punto de desintegrarse. En 2012 escaneó un disco de 1885 donado por Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, al museo Smithsonian. “Transformar datos en sonidos es un proceso lento, pero a última hora de la tarde oí: ‘Escucha mi voz… Alexander Graham Bell’. Fue emocionante”.

a voz humana deja una impresión que es una huella dactilar, única e irrepetible. “Si la grabación es precisa, todas las características físicas de esa voz se reproducen y serán discernibles”, dice Giovannoni.

Las palabras se las lleva el viento, dice el refrán, pero teóricamente no es así. El sonido no puede abandonar la Tierra, puesto que no se propaga en el vacío. A principios del siglo XX se pensaba que con micrófonos lo suficientemente sensibles podríamos escuchar incluso las voces de aquellos que murieron. ¿Increíble? “La idea es correcta. Las ondas de sonido son una forma de energía, y la energía nunca desaparece, aunque sí se disipa hasta un punto en el que no podemos hacer nada con ella”, concluye Patrick Feaster, cofundador de First Sounds.

Sin embargo, el sonido rescatado es una máquina del tiempo que confunde a los historiadores. “Mis investigaciones se han orientado a desarrollar nuevas formas de interpretar estos archivos antiguos de la misma manera que los académicos analizan las primeras películas. Pero la mayoría de los historiadores no saben qué hacer con estas grabaciones”. No las toman en serio como fuente de conocimiento, se queja. En 2015, Feaster y sus colegas lograron que la Unesco considerase los fonoautógrafos de Martinville como parte de la memoria colectiva del mundo, pero el camino es aún largo. “Hasta ahora, reproducir estos archivos ha sido más fácil que convencer a la gente de que debe pensar de manera crítica sobre lo que están escuchando”.


El Pais Semanal Nº 2.085 11/09/16


miércoles, 18 de diciembre de 2019

La asombrosa resurrección de The Who

La banda publica su primer disco con material nuevo desde 2006. Pete Townshend y Roger Daltrey, enemigos íntimos, no coincidieron en el estudio para la grabación

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 18 DIC 2019



El cantante de The Who, Roger Daltrey, a la izquierda, y el guitarrista Pete Townshend en un concierto en EE UU el pasado septiembre. KEVIN MAZUR GETTY IMAGES

Hubo un tiempo en que The Who eran sinónimo de rock. Rock visceral e instruido. Su curva de aprendizaje resultó pasmosa: el cuarteto dominó rápido el arte de crear singles fascinantes hasta acomodarse en el formato del elepé, a veces doble y con vocación narrativa (lo que se describió —burdamente— como “ópera rock”). Su cabecilla y compositor, Pete Townshend, se destapó como erudito comentarista de la teoría y práctica de la música popular; prescindió del arrogante “espero morir antes de hacerme viejo” para huir del tópico del rock como música juvenil. Y todo, mientras mantenían la apabullante contundencia de sus directos.


The Who disiparon su estado de gracia de mala manera, entre escándalos, broncas, tragedias. Se fue desintegrando su sección rítmica, con las muertes bruscas del batería Keith Moon y, un cuarto de siglo después, el bajista John Entwistle. A finales de 1979, 11 de sus seguidores perdieron la vida durante una estampida a la entrada de un concierto en Cincinnati (recuerden, a cuenta del asesinato de Altamont todavía se escriben tesis sobre el-final-de-una-era). Townshend, desencantado y sumido en una crisis personal, dio el grupo por liquidado durante los años ochenta. Fue una decisión francamente prematura, que él mismo relativizó con apariciones esporádicas: cierta mala conciencia les impulsaba a juntarse para eventos benéficos.

Con gran entusiasmo de su público. La música de The Who, aparentemente arisca y agresiva, demostró gran resiliencia, sobre todo en sus discos conceptuales, potenciados por el cine. Tommy se convertiría incluso en teatro musical y Quadrophenia encendería la mecha de la segunda oleada del movimiento mod. Así que el grupo tenía el viento de su favor cuando se volvió a reunir en 1989, para tocar sus grandes éxitos con eficaces músicos jóvenes. Con considerable dignidad, se han convertido en una mina de oro. Todo cabe: autobiografías, recopilaciones, discos en solitario, actuaciones con orquesta sinfónica, Las Vegas, grandes festivales.

Lo que resultaba inimaginable es que, en 2019, 55 años después de la fundación del grupo, saliera un disco con canciones nuevas. Pero existe, se llama WHO (Polydor) y resulta que supera cualquier expectativa. Hablamos de una banda bicéfala donde apenas hay relación humana o creativa entre Townshend y su portavoz, Roger Daltrey. Imaginen: el cantante no acudió a las sesiones de grabación; de hecho, registró sus partes vocales a posteriori, en otro estudio.



Un disparate, cierto, pero en el mundo Who todo funciona siguiendo reglas particulares. Han ignorado su fecha de caducidad: ambos, especialmente Townshend, sufren de sordera. Les impulsa la voluntad artística en diferentes grados: Pete, 74 años, acaba de sacar una novela, The Age of Anxiety, que también quiere transformar —oh, no— en una “ópera multimedia”; más práctico, Daltrey, 75 años, insiste en la necesidad de actividad, dentro o fuera de The Who, para evitar el precipicio que, dice, espera a los jubilados con demasiado tiempo libre.
WHO tiene una portada tan atractiva como engañosa. Obra de Peter Blake, el creador del envoltorio de Sgt. Pepper’s, aquí evoca los años sesenta con una perspectiva mod. Lo que puede hacer pensar en el prometido pero nunca entregado disco de versiones o en una vuelta consciente al sonido de los orígenes, Y no, aunque se incluyan piezas como Detour o Got Nothing to Prove, que podrían haber encajado en The Who Sell Out (1967). El actual disco tiene un respetable acabado moderno, obra del productor neoyorquino Dave Sardy, aunque suene nítidamente a The Who, algo que seguramente explique su aparente éxito en ventas.

Lo que hace único a WHO es que Townshend no oculta su edad y su condición. El disco se abre con All This Music Must Fade, donde parece avisar a los milenials que sus ídolos pasarán de moda. También se plantea obsesiones de la tercera edad, como la posibilidad de la reencarnación (I’ll Be Back). Se permite recordar una de sus primeras experiencias sexuales en She Rocked My World, arropada por un fondo de spanish jazz que parece inspirado por el sello CTI.

Sin olvidar que Townshend es consciente de vivir en el presente. Devorador de noticias, aquí se inspira en la tragedia del incendio de la Grenfell Tower londinense (Street Song), la interminable guerra de Afganistán (This Gun Will Misfire), la continuada vergüenza de los presos de Guantánamo (Ball and Chain) o la polarización social generada por asuntos como el Brexit (Rockin’ in Rage). Contra toda lógica, en 2019 The Who mantienen su relevancia. Igual hay algo de base en ese mito del rock como elixir de lozanía.


El Pais