viernes, 9 de septiembre de 2022

Jazz. Nueva Orleans



A orillas del Misisipí, Nueva Orleans siempre ha sido un crisol abierto a toda clase de razas y músicas. Pero son el jazz y el blues los sonidos que le otorgan un carácter único. Es su cuna y allí pervive su templo: el Pre­servation Hall, donde los blancos buscan los sonidos de los negros.

                           

TEXTO: JAVIER PÉREZ DE ALBÉNIZ

FOTOGRAFÍA: ALVARO LEMA




Dicen los viejos músicos de Nueva Orleans que los duendes del jazz están abandonando Bourbon Street. Escapan de una ciudad co­rrompida por el turismo para re­gresar al bayou, a las regiones pantanosas. Desde allí tenderán de nuevo su manto de sabiduría e inspiración, de feeling (sentimien­to), sobre los olvidados intérpre­tes rurales. Entonces el jazz habrá vuelto a la vida, habrá recuperado su pureza y podrá regresar para asentarse de nuevo, esta vez con la cabeza bien alta, en una hasta entonces desierta calle del Bour­bon. Nueva Orleans dejará para siempre de ser considerada por la Norteamérica conservadora como el burdel del sur, y retomará la condición de cuna del jazz.

Un público sobrealimentado y mal vestido devora música conapetito feroz en las calles que for­man el Barrio Francés, en el viejo corazón de Nueva Orleans. Son blancos que buscan sonidos crea­dos e interpretados por negros. Turistas de piel lechosa que tratan de adquirir, por el precio de una jarra de cerveza, algunas dosis de la música más pasional y sincera jamás creada. El jazz y el blues otorgan a la ciudad portuaria del Estado de Luisiana un carácter especial que, en opinión de los jazzmen más veteranos, conserva poco de las primitivas y verdade­ras raíces del género. Es una nue­va forma de tiranía, dicen; una corrupción a la que se ve someti­da una parte importante de la cul­tura de un pueblo para poder so­brevivir.

Nueva Orleans, la antigua ciu­dad de los placeres, se resiste a perder por completo tan privile­giada condición. El jazz nació en Storyville, el barrio de las casas de citas, por razones obvias: los mú­sicos no podían tocar sus sucias canciones, la mayor parte de las veces con el sexo y el exorcismo como temas centrales, en las igle­sias, y en las calles hacía demasia­do calor, o demasiado frío. Los burdeles acogieron a los primeros músicos de jazz, y les pagaron por poner ritmo a sus clientes. En 1917, el almirantazgo cerró Story­vine, en un intento por acabar con la oleada de violencia y vicio que asolaba la ciudad. En la calle de Bienville aún se puede ver lo que queda de uno de los garitos de aquella época dorada, mientras en el Barrio Francés se levantan ahora los nuevos burdeles, camu­flados como saunas o bares en los que bailan chicas. "Todo está al alcance de tu mano en Nueva Orleans", asegura el portero, de as­pecto tan retorcido y dañino como una serpiente, que vigila la entrada a uno de los clubes situa­dos en la calle de Chartres. "Lo único que hay que saber es dónde encontrarlo y cuánto hay que pa­gar por ello".

Críticos con la realidad, mu­chos músicos recuerdan con año­ranza un pasado que, aseguran, siempre fue mejor. Ahora los ne­gros hacen la música y los blancos la disfrutan. Apenas hay gente de color entre el público de los prin­cipales locales; si no están sobre el escenario, estarán sirviendo en la barra o recogiendo las mesas. Son los brutales contrastes de una ciu­dad que navega entre acentos criollos, empresas petroleras, co­mida explosiva y ritos del vudú; una ciudad que es el tercer puerto más importante del mundo y posee el ritmo de un sonido inimi­table y eterno.

Hoy el río tiene un color cho­colate nada apetecible, y sus ori­llas están sembradas de fábricas y almacenes; el reconstruido Barrio Francés ha sido tomado por hor­das de turistas y los barrios más calientes se han convertido en guetos intransitables. De la pre­sencia española quedan los nom­bres de las calles; de la francesa, la arquitectura de algunas zonas y la melancolía de sus habitantes. Nueva Orleans mantiene, pese a todo, la magia de la ciudad que gestó el jazz.

El Preservation Hall, templo sagrado de esta música, es un buen ejemplo. Decrépito, ajado por el paso del tiempo y del públi­co, este club se levanta desde 1861 en el número 726 de la calle de St. Peter. Hoy y son necesarias colas de hasta dos horas para poder en­trar, algo muy diferente a lo que sucedió cuando se puso en prácti­ca la idea original de sus propieta­rios. Cuando el jazz dejó de ser una música rentable en Nueva Or­leans, hacia 1940, un marchante de arte contrató a un puñado de mú­sicos veteranos para que animasen su galería. Allen Jaffe, director del Preservation Hall durante los pri­meros años sesenta, recuperó esta idea y convirtió su local en una particular casa de caridad. Ayuda­ba a los instrumentistas viejos y pobres, les preparaba giras y, de paso, trataba de recuperar con su presencia la época dorada del lo­cal, los días en los que fue una sala de baile frecuentada por todas las estrellas del momento.

Sentados en el suelo, sin poder tomar una sola copa, decenas de personas se apiñan en el mi­núsculo local cada noche para es­cuchar a los veteranos músicos de la Preservation Hall Jazz Band. Suena St. Louis blues, de William Christopher Handy; Mood Indigo, de Duque Elling­ton, y las tradicionales His eye is on the sparrow y When the saints goes marchin'in. "Tocar aquí es como pintar en la Capilla Sixti­na", dice uno de los miembros de la banda mientras limpia meticu­losamente la boquilla de su clari­nete.

Ferdinand Joseph Lamothe, más conocido por el seudónimo de Jelly Roll Morton, alardeaba de dos cosas: de ser el creador del jazz y de su capacidad para satis­facer sexualmente a 10 mujeres. Tan buen músico como vividor y bocazas, Morton seguramente mentía en ambas afirmaciones.

El jazz es una música demasiado abierta y compleja como para poder adjudicar su paternidad a un solo nombre; por otro lado, su mujer llegó a afirmar, para su vergüenza, que "no era lo que normalmente se llamaría un hombre de gran actividad se­xual". Lo cierto es que, partiendo del ragtime, llegó hasta lo que se entiende por jazz en las primeras décadas del siglo XX. Con una vida plagada de anécdotas, que inventaba y mantenía, Jerry Roll Morton está considerado como uno de los primeros reyes del jazz. Después vendrían otros nombres, tan oscuros como los de Joe Oliver o Jimmy Mc Port­land y tan populares como los del mismísimo Louis Armstrong, el huracán de Nueva Orleans.


Armstrong es para muchos el músico responsable del éxito y expansión del jazz a nivel mun­dial. Sin él, posiblemente este gé­nero nunca hubiera salido de las calles de Nueva Orleans. Nació, según cuenta en su autobiogra­fía, el 4 de julio de 1900, en un barrio llamado El Campo de Ba­talla, en el sector más duro de Nueva Orleans. Aprendió a tocar la trompeta en el reformatorio, donde fue internado con 14 años por disparar una pistola en plena calle para celebrar el año nuevo, y comenzó su ascensión acompa­ñando a la Creole Jazz Band en los años veinte. El arquitecto Le Corbusier le recordaba como "el titán del grito, del apóstrofo, de la carcajada y el trueno". Jean Cocteau veía en Armstrong "el punto perfecto donde coinciden la oración celeste y el erotismo infernal". Armstrong, siempre humilde, se consideraba un amante de su trompeta y de su ciudad. "Cuando toco en Nueva Orleans", aseguraba, "siento cómo el resto del mundo está de­trás de mí".

El músico de la frente sudoro­sa, el pañuelo blanco y la trom­peta feroz murió en Nueva York el 6 de julio de 1971. La ciudad del Misisipí le rindió un merecido homenaje bautizando con su nombre uno de los parques más hermosos de la ciudad. La leyenda dice que los músi­cos de Nueva Orleans comienzan tocando sobre el césped de ese parque y, si son fieles a su música, terminarán haciéndolo sobre los escenarios de los mejores locales de Canal Street o de Bourbon Street. La primera de estas calles separa el sector norteamericano de Nueva Orleans, la parte alta, de la antigua zona francesa, la baja. Es una frontera natural, que no figura en los mapas pero sí en la memoria de los trabajadores, que, al bajar de los transbordado­res que navegaban por el Misisipí, recorrían su bulevar de cemento en busca de diversión. Bourbon Street, perpendicular a Canal, tomó su nombre de la familia real francesa, aunque resulte más sen­cillo y acertado asociarla con el potente licor creado en Kentucky.


Situada a orillas del río Misisi­pí, en una curva a 145 kilómetros de la desembocadura de éste en el golfo de México, Nueva Orleans siempre se ha considerado un cri­sol abierto a toda clase de razas y músicas. Fundada en 1718 por los hermanos D'Bienville y D'Ibervi­lle, jefes de una expedición que lle­vaba más de 20 años recorriendo el río, adquirió rápidamente la condición de ciudad abierta. El puerto sureño más importante de Estados Unidos se convirtió en el lugar perfecto para las juergas de comerciantes y trabajadores con dinero fresco. Proliferaron las ca­sas de juego y los prostíbulos, y la vida alegre se adueñó de la ciudad. En 1722 el antiguo Barrio Francés ya estaba levantado, y en él vivían aproximadamente 500 personas. La lucha por un lugar tan privile­giado como la llamada Marsella de Estados Unidos no se hizo espe­rar. Los españoles la conquistaron en 1762. Los franceses la recupera­ron 18 años después, para vendér­sela en 1803 a los norteamericanos como parte importante de la com­pra de Luisiana. Para entonces 11 ciudad tenía casi 25.000 habitantes, cifra que se duplicó en 1851 con una invasión de trabajadores irlandeses. A finales de 1900 llego el jazz, y con él la explosión definitiva.

Cuentan que en 1897 el intendente Sidney Story concentró el un barrio, al que llamó Storyville todos los garitos de la ciudad. Lin daba con la plaza de Congo, barrio de criollos de clara influencia francesa, y con la calle de Perdido barrio miserable poblado por antiguos esclavos y sus familias. Grupos rivales, con culturas y música distintas: fanfarrias europeas y militares los primeros, blues los segundos. Las fiestas y los funerales se celebraban con orquestas grandes bailes, y para soluciona las dificultades se recurría al vudú

La principal función del vudu es combatir el mal y procurar el bien. Nada que ver, por tanto, con la hechicería y otras formas de magia negra. Los esclavos africano llegaban a Centroamérica ligero de equipaje: ritmo, rencor y vudú y terminaron por instalarse en e sur de Norteamérica, en el corazón de Luisiana. La parte baja, la francesa también recibe el nombre de Barrio Criollo. La música, la cocina la literatura y la lengua de Nueva: Orleans, en definitiva, su cultura en Luisiana son básicamente criollos. Blancos y negros, los miembros de esta minoría se ven sumergidos en constantes discu­siones sobre el significado de la palabra que trata de definirles. Para el diccionario son "perso­nas de raza pura nacidas en las colonias". Ellos se consideran hi­jos de Luisiana, descendientes di­rectos de los primeros colonos, de origen francés. Otra etnia im­portante es la cajun, formada por los descendientes de los poblado­res franco-canadienses de Aca­dia, instalados en el suroeste de Luisiana en el siglo XVIII; su  idioma es el francés, en un estado primitivo muy puro, y su música, un folk acústico y energético si­milar al criollo.

Nueva Orleans es ahora sólo memoria. El último burdel, un impresionante edifico llamado Mahogany Hall, fue demolido en los años cincuenta. Nadie llora su ausencia. La sublime nostalgia de Faulkner, las mansiones que ardían en Lo que el viento se llevó, las aventuras de Tom Sawyer y los más oscuros ritos del vudú son, como sucede con el Maho­gany, parte de una historia car­gada de melancolía y belleza. 


El Pais Semanal

lunes, 5 de septiembre de 2022

Los discos prohibidos del franquismo por Diego A. Manrique

Los censores de Franco mantuvieron una tenaz cruzada contra lo que consideraban deslices libertinos del pop y el rock. Eliminaban canciones, cambiaban portadas y estribillos... Un libro recopila una voracidad represora que llegó al esperpento.


DIEGO A. MANRIQUE

22 ENE 2012 

La censura franquista tenía poder. En 1972 era capaz de obligar a los Rolling Stones a preparar una portada alternativa para el primer elepé del grupo en su propio sello, Sticky fingers (literalmente, Dedos pegajosos). La prevista, obra de Andy Warhol, ofrecía una foto del pantalón vaquero de Joe Dallesandro, con la particularidad de que la cremallera se podía bajar y se veían los calzoncillos del actor. Para España se utilizó una imagen de unos dedos que salían de una lata de melaza. Inevitablemente, la edición española -donde también se reemplazaba la dramática Sister Morphine por Let it rock- se convertiría en objeto de deseo para coleccionistas del mundo entero.

Pero los censores sobreestimaban su influencia: en 1973, tras escuchar Black licorice, una historia de amor interracial de Grand Funk Railroad, exigieron que se cambiara la letra. En vez de "me envuelve con sus finas piernas / su caliente piel negra pegada a la mía", sugirieron que el grupo lo regrabara como "me rodea con sus finos brazos / se abraza firmemente a mí", rimara o no. Dado que, para Grand Funk, España era un mercado mínimo, la propuesta difícilmente iba a prosperar. El elepé We're an American band salió aquí sin Black licorice.


















No se libraba nadie. Los Brincos, grupo modélico, vio proscritas dos portadas porque estaban desnudos de cintura para arriba


Un inminente libro de la editorial Milenio, Veneno en dosis camufladas: la censura en los discos pop durante el franquismo, contiene docenas de anécdotas similares. Su autor, Xavier Valiño (Cospeito, Lugo, 1965), sabía que se ha investigado exhaustivamente la censura en el cine, en la literatura e, incluso, en la canción politizada. Sin embargo, conocíamos poco sobre los mecanismos de control de las ediciones discográficas. Esta censura, que determinaba lo publicable (o no) en España, se institucionalizó en 1966, por orden de Fraga Iribarne, entonces ministro de Información y Turismo. Don Manuel pretendía traer aires liberalizadores al país, pero ocurrió todo lo contrario en el campo de la edición fonográfica: al crear el órgano se desarrolló la función. Entre 1966 y 1977, los centinelas musicales fueron implacables y asombrosamente activos para tratarse de cuatro personas, en comparación con la plantilla de entre 25 y 30 que vigilaba los libros. Técnicamente no debía de ser tarea sencilla: carecían de reglas tan nítidas como las cinematográficas y solían ser puenteados por discográficas con acceso a sus superiores.


Así quedó la portada del grupo 'Golden Earing' de su disco 'Moontan'.

Valiño acudió al Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares, donde localizó montañas de expedientes que incluían las denegaciones, los recursos de las empresas y demás correspondencia oficial. Hay un lamentable vacío documental respecto a la supervisión de portadas: cabe imaginar que, debido al incómodo tamaño de las carpetas de los elepés (31×31 centímetros), seguramente terminaron en el basurero en algún traslado. Valiño se ha tomado el santo trabajo de comparar centenares de portadas sospechosas con los originales internacionales.


Algunos son estropicios famosos, merecedores de figurar en la historia del absurdo. Leonard Cohen puede recibir hoy reconocimientos oficiales, como el Príncipe de Asturias, pero en 1974 se manipuló la portada de New skin for the old ceremony, basada en un grabado del siglo XVI que hubiera encajado perfectamente en cualquier museo diocesano.

Los señores censores daban mucho trabajo a los departamentos de diseño de las disqueras españolas. En el libreto de Quadrophenia se mostraba el dormitorio del protagonista, con una pared cubierta con fotos de desnudos. Dado que The Who era un grupo vendedor, alguien tuvo que "vestir" a las descocadas modelos. Más perverso fue el tratamiento aplicado a Some time in New York City, el doble elepé de unos John Lennon y Yoko Ono radicalizados. La funda imitaba la primera página de The New York Times, con columnas ocupadas por las letras. Aparte de eliminar fotos, en la edición española, los textos fueron reemplazados por garabatos sin sentido.

No se libraba nadie. Los Brincos, grupo modélico bien conectado con el régimen, vio proscritas sucesivamente dos portadas pensadas para lo que sería su disco final, Mundo, demonio, carne. Una de ellas era un retrato del notable pintor hiperrealista Claudio Bravo, pero ¡estaban desnudos de cintura para arriba! Los Canarios también tuvieron sus encontronazos, aunque cantaran en inglés. Sus letras eran "tendenciosas", sentenció el cancerbero encargado de escrutar el elepé Libérate! Ya en 1968 se manifestaba la capacidad de Teddy Bautista como encantador de serpientes, si hemos de creerle. Enfrentado a la posibilidad de que prohibieran lo que se convertiría en su máximo momento de gloria, Get on your knees, Teddy desvió la atención de una letra que sugería una felación. Contó a los censores que pretendía "bajarle los humos" a una altiva británica a la que había conocido en Ibiza, que despreciaba todo lo español. Así se coló Get on your knees, por un alarde de patriotismo genital. Que conste que el editor del disco, el productor Alain Milhaud, no recuerda semejante contencioso.


Para ejercer de censor convenía tener un afilado sentido de la coyuntura. Valiño recuerda las cuitas de un quinteto barcelonés llamado Los No, desaparecidos de las ondas en 1966 por coincidir con un referéndum en el que el aparato franquista pedía el sí. Para más desdicha, su disco comenzaba con una canción titulada Moscovit, que en verdad criticaba la vida cotidiana en la Unión Soviética. Igualmente inoportuno fue un grupo de laboratorio llamado Doctor Pop, que precisamente en 1975 publicó el retrato de una bella noctámbula llamada Sofía, víctima de algún trauma: "Siempre se acuesta de día / va sola, sin compañía". Alguien debió de pensar que la letra podía ofender en La Zarzuela y la canción se regrabó inmediatamente como Lucía.

En contra de la caricatura de funcionarios cenutrios, algunos de estos guardianes de la moral hilaban fino. Detectaron la metáfora erótica de la serpiente de Jim Morrison en la grabación de los Doors Crawling king snake. También interpretaron correctamente la referencia a la vagina en I'm a king bee, el clásico de Slim Harpo. Exhibían conocimientos de la jerga hip cuando se empeñaban en rechazar una pieza de Ray Charles. Se enzarzaban en disquisiciones teológicas a partir de Jesus Christ Superstar, cuya banda sonora fue finalmente autorizada.

Valiño ha identificado a los temibles cuatro censores e incluso llegó a conversar con dos de ellos. Sus perfiles resultan insospechados: uno de ellos, exiliado tras la Guerra Civil, supuestamente había sido oficial del Ejército Rojo y, de vuelta en España, consiguió entrar en el ministerio por su conocimiento del ruso; otro tenía vocación literaria y aseguraba que rompió con el régimen cuando le impidieron la publicación de un libro, refugiándose en Francia. Carecían de motivaciones ideológicas: era "un trabajo más".

Cierto que sus penalidades personales no justifican su voracidad represora. El estudio de Valiño sirve como catálogo de monumentales aberraciones. Enfrentados a letras poéticas o misteriosas, inmediatamente imaginaban blasfemias o referencias a la homosexualidad, la prostitución o la mítica subversión. Veían la sombra del comunismo donde seguramente solo había algún eco del jipismo o una torpe expresión juvenil.

Hay que entender que se jugaban el cargo. Y cometieron pifias como dar el beneplácito a Je t'aime... moi non plus, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin. Circulan diferentes versiones sobre ese despiste. Quizá hubo picardía de la discográfica al presentar el tema como "instrumental" y eliminar el desnudo de la inglesa. Otra explicación es que los señores censores no escuchaban los discos en cuestión, realizando su labor a partir de transcripciones de las letras proporcionados por las editoras, no siempre con sus traducciones. Y allí no se consignaban los jadeos.

El sello Hispavox sufrió una de las más humillantes intervenciones de la censura. La distribuidora poseía los derechos para España de uno de los éxitos más contagiosos de 1972, American pie, de Don McLean. Se trataba de una parábola sobre la evolución del rock, pivotando sobre el accidente de avioneta que acabó con las vidas de Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper, a los que McLean denominaba "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". La Dirección General de Cultura Popular se negó a bendecir semejante irreverencia y se llegó a una solución de compromiso: editarlo con un pitido que tapaba las palabras "ofensivas".

Los archivos de Alcalá guardan una correspondencia alucinante donde se discutía sobre el escaso nivel de inglés de los españolitos, la dificultad de traducir el slang o la tolerancia del pacifismo como ideal. Tras la muerte de Francisco Franco, la censura perdió fuelle, aunque sus colaboradores siguieron en nómina. El elepé Zuma, de Neil Young, fue publicado íntegro, con la única modificación de disimular el título de Cortez the killer, donde se acusaba a Hernán Cortés de genocida, rebautizado como Cortez Cortez. Para entonces, los tijeretazos hasta se habían convertido en argumento de mercadotecnia: la reedición en 1976 de Rock'n'roll animal, de Lou Reed, proclamaba orgullosa que incluía el anteriormente denegado tema Heroin.


Una sonora edad de oro por Diego A. Manrique

Varias décadas de periodismo musical dan para mucho: una charla sobre el comunismo con Leonard Cohen o la paranoica seguridad para acceder a la vivienda de Elton John. También sirven para constatar cómo, poco a poco, la promoción discográfica se ha ido convirtiendo en una maquinaria precisa e hipercontrolada. Este es un recorrido por la historia reciente del pop rock contada en primera persona por el cronista que ha alternado con sus más destacados exponentes.


DIEGO A. MANRIQUE

23 ENE 2015



Elton John, 9-9-2001. Para acceder a su mansión oculta en Windsor había que superar neuróticos controles de seguridad.

JASON BELL (CAMERA PRESS)

Revisando estos días mis aportaciones a El País Semanal, confirmo una intuición que me costaba verbalizar: el dominical me permitió disfrutar plenamente una cierta edad de oro del periodismo musical. Verán: en los tiempos anteriores a Internet, la entrevista cara a cara constituía un elemento central de la estrategia de lanzamiento de un disco. Más aún: en los años ochenta, por ejemplo, resultaba relativamente raro que un periodista español cruzara el Atlántico para conversar con una figura estadounidense; cuando lo hacía, gozaba de un tiempo y un acceso hoy inimaginables.

Así, uno podía terminar en un reluciente salón de la mansión de Berry Gordy Jr. en Bel Air. Por aquel entonces no era habitual que el fundador del sello Motown concediera entrevistas. Y el reportero se halló rodeado de una docena de personas: Gordy convocó a un equipo de vídeo –y a buena parte de su familia– para que quedara constancia del acontecimiento. También me esperaban decepciones: acudí a Memphis para realizar un reportaje sobre el fenómeno de las peregrinaciones a Graceland, la casa de Elvis. Había oído hablar tanto de la hospitalidad y la gastronomía sureñas que me quedé noqueado cuando el director de Elvis Presley Enterprises, la compañía que explota su legado, me llevó a un establecimiento de hamburguesas (“en los restaurantes se pierde mucho tiempo”).

Tras unos cuantos años de experiencia, tendíamos a generalizar. Sabíamos que los grupos británicos resultaban duros de roer, sobre todo si su fama era reciente y se presentaban como una pandilla de hooligans. Por el contrario, los artistas estadounidenses sí entendían la necesidad de fingir que abrían su corazón. En la realidad, hasta lo más absurdo podía ocurrir: Carlos Santana convocaba en San Francisco a la prensa internacional para presentar la continuación de su millonario disco de reaparición, Supernatural, y el acto debía interrumpirse ya que el equipo de reproducción elegido apenas tenía volumen.

Uno también viajaba con sus prejuicios. Entre ellos, que la desidia creativa de Rod Stewart se contagiaba a sus entrevistas. El autor de Maggie May alardeaba en 2007 de que ya no tenía interés en escribir canciones: “Lo vivo más como un descanso que como una frustración. Componer no es algo que me divierta. No soy Bob Dylan o Tom Waits. ¿Para qué? Mis contemporáneos se empeñan en sus canciones nuevas y el público no quiere saber nada. ¿Cuánto ha vendido lo último de los Stones, de McCartney, de Elton? Mi ­Still the Same entró al número uno [en Estados Unidos]. Con eso está todo dicho”. Cuando objeté que Dylan había llegado al número uno con Modern Times, se le cayó la máscara de indiferencia: “Según mis cálculos, allí solo hay cuatro canciones nuevas. El resto son blues clásicos, aunque Dylan firme como autor”. Que conste que en 2013 Stewart lanzó Time, un disco con temas propios, aunque debió recurrir a muchos colaboradores para rematar las canciones.


Leonard Cohen. 17-2-1985. Eran los ochenta, otra época. El canadiense habló de Lorca y la guerra civil española, e incluso posó haciendo el pino para la fotografía.

Los profesionales de la simpatía pueden manifestarse inesperadamente secos. Antes de encontrarse con Paul McCartney, un asistente avisaba de que el excomponente de los Beatles no iba a firmar ningún autógrafo ni tampoco aceptaba fotografiarse con el plumilla. A la salida se le escapó el motivo de tanta negativa: “Paul detesta la idea de que una firma suya o una foto terminen vendiéndose en eBay”. Un planteamiento chocante para quien entonces era el hombre más rico del planeta pop.

Por el contrario, cualquier acercamiento a Bono garantizaba la diversión: alternaba entre el cachondeo y la gravedad, era capaz de agarrar una guitarra e interpretarte un tema inédito, pensaba en voz alta, exhibía lo que los irlandeses llaman el “gift of the gab”, que aquí podríamos traducir como “pico de oro”. Hasta que U2 se convirtió en la banda más importante del mundo y cambió el ambiente que les rodeaba: las apuestas habían subido. Ellos ni se enteraron, pero un servidor fue amenazado, muy seriamente, por el director de su compañía española, que aseguraba que adelantar una semana la publicación de los detalles de un nuevo disco equivalía a sabotear los sacrosantos planes de marketing.

Muy frecuentemente, los excesos de protección correspondían al entorno del artista. Entrar en la residencia campestre de Elton John en Windsor exigía someterse a procedimientos propios del servicio de seguridad del presidente de un Gobierno particularmente paranoico: “Le trasladaremos a una zona de servicio en un coche del que no se podrá bajar hasta que alguien aparezca para recogerle”. En contraste, Elton se reveló cordial y encantado de hablar de música, tanto la propia como la ajena: “Cuando me veo con alguien como Sting, lo que hablamos gira sobre la música, que es nuestro oficio. Lo consideramos vital y es un signo de buena voluntad el compartir los descubrimientos de cada uno. Yo compro varias copias de cada CD, una para cada una de mis casas, pero si hay algo que me apasiona, como el debut de Groove Armada, encargo 200 ejemplares y voy regalándoselos a mis amigos”.

A veces, las pautas fijadas cambiaban. Para una de las raras audiencias de Bob Dylan con la prensa europea advirtieron que no se podía llevar magnetofón (y no nos asombramos: Prince exigía lo mismo y sus guardaespaldas hasta cacheaban a los escasos periodistas que se le acercaban). En realidad, Dylan aceptó a última hora las grabadoras, pero dato tan vital no me llegó: pasé lo que resultó ser efectivamente una informal rueda de prensa tomando notas apresuradas de lo que allí se decía. Sufrí tanto agobio que olvidé entregarle el obsequio que había traído: una botella de buen rioja que, según me habían informado, podría agradecer.

Las reglas del juego de la entrevista promocional no incluyen los regalos. Los términos del pacto son nítidos: el artista cede su tiempo a cambio de espacio en el medio. Una transacción poco prometedora, pero ocasionalmente se rompen las convenciones. Un comentario inocente a Bryan Ferry sobre sus modestos orígenes desencadenó un torrente de lágrimas: su padre, un hombre de campo, acababa de morir. La muerte sigue siendo el gran tabú en una música basada en la idea de la eterna juventud: Annie Lennox debió interrumpir la charla cuando se le escapó que su primer hijo “nació muerto”.

En verdad, una buena conversación periodística depende de muchos imponderables. Era una delicia cualquier encuentro con Leonard Cohen, cuando todavía no estaba beatificado: hablaba a tumba abierta y además planteaba sus curiosidades sobre la cultura española. Se sentía tan cómodo que se ofreció a posar para la fotógrafa haciendo el pino, postura gimnástica que realizó sin esfuerzo… y plenamente consciente de que era una foto tan extravagante que no se ­publicaría.

Ya había quebrado su imagen al recordar sus años de radicalismo político: “Visité Cuba cuando los castristas estaban en pie de guerra, tras la invasión de la bahía de Cochinos. No recuerdo qué es lo que me hizo trasladarme allí, alguna idea romántica del poeta luchando contra el capitalismo. Dos cosas se me han quedado grabadas. Fue la primera vez que una mujer me echó un piropo. Supongo que se trataba de una prostituta en paro, ya no había turistas norteamericanos. Iba por la calle y ella me dijo que tenía unos ojos muy bonitos. El segundo recuerdo es más desagradable. La mayor parte de los internacionalistas presentes en la isla venían del Este, checoslovacos y gente así. Pero me encontré con un comunista estadounidense y terminé discutiendo con él. Dije algo crítico ¡y me escupió! Nunca me llevé bien con los comunistas. Admiraba a los que conocía en Montreal, totalmente paranoicos y terriblemente dogmáticos. Pero ellos me detestaban: como mi familia tenía una empresa textil, me consideraban como un símbolo de la decadencia del enemigo de clase”.


Bryan Ferry. 21-7-1985. Presentaba su primer disco en solitario y el artista derramó lágrimas al recordar la muerte de su padre.

Se podría establecer que la calidad de la cosecha periodística con un personaje es inversamente proporcional al número de entrevistas programadas. Tuve la buena fortuna de quedar con Mick Jagger en Toronto, en medio del lento proceso de poner a punto a los Rolling Stones, para la gira que siguió al disco A Bigger Bang (2005). Aunque suele ser un maestro de la evasión, aquel día los ensayos comenzaban tarde y tenía ganas de explayarse sobre, por ejemplo, la herencia de Mao Zedong. En 1979, los Stones pretendieron girar por China: “Me reuní con el embajador chino en Washington y no pude aguantar su hipocresía: un régimen que mató a 70 millones de sus ciudadanos por decisiones disparatadas de Mao y que me ponía objeciones a letras que tratan de sexo… ¡Por favor! Y todavía no sabíamos los estragos de barbaridades como el Gran Salto Adelante”.

Por el contrario, lo peor que te puede acontecer es que seas el último de la fila en un día ajetreado. Lo experimenté con un socio de Jagger, el baterista Charlie Watts. Le había tocado promocionar la reedición ampliada de un clásico stoniano, el álbum Some Girls, y supongo que estaba harto de que le interrogaran por la influencia de la disco music en el grupo y le salió la vena provocadora: “Mick iba mucho por [la discoteca neoyorquina] Studio 54, pero los demás escuchábamos la música del momento. A mí me gustaban los Sex Pistols y The Clash”. En su tiempo, semejante declaración hubiera sido un titular: el punk rock había surgido en oposición a los Rolling Stones y demás dinosaurios, como se les denominaba despectivamente.

Dinosaurios y orgullosos de serlo se mostraron dos de los supervivientes de Led Zep­pelin, Jimmy Page y John Paul Jones. Indagar por la etapa de ambos como músicos mercenarios no fue una buena idea. Jimmy: “¿Que si toqué en el Black is Black de Los Bravos? No me suena. De todas formas, yo no quisiera que se me recordara por un trabajo tan poco estimulante. Tocar en el estudio era como fichar en una oficina. De las nueve a las doce, con una cantante. De la una a las tres, con un grupo. Por la tarde, con una orquesta. Muchas veces, ni sabíamos el nombre de la canción… ¡o del artista!”. Tímidamente, Jones intentó alegar que había sesiones en las que sí se podía desarrollar la imaginación: “Yo recuerdo momentos divertidos, cuando hacía cosas para los Rolling Stones o Donovan”. Page le cortó: “No debías de divertirte tanto cuando me pedías que te metiera en mi grupo”. Cuarenta años después y Jimmy todavía hablaba de Led Zeppelin como “mi grupo”, nada de “nuestro grupo”.


Marianne Faithfull. 22-8-2004. “Qué horror”, exclamó la musa al enterarse de que la entrevista se desarrollaba en la suite que ocuparon los Beckham cuando llegaron a Madrid.

JESÚS UBERA

Las entrevistas, a veces, simulaban un tête-à-tête. En 2004, Marianne Faithfull atendía tumbada en una inmensa cama del hotel Santo Mauro. Comenté que estábamos en la misma suite que ocuparon, durante su desembarco en Madrid, los Beckham. Preguntó la musa del swinging London: “¿Bacon, el pintor?”. “No, Beckham, el futbolista”. Se puso en pie de un salto: “Por Dios, qué horror. Si hubiera sido la habitación de Francis Bacon, hasta me hubiera emocionado”.

Aunque ahora suene increíble, en 1985 era posible quedar con Morrissey en su camerino, en las horas previas a lo que sería el concierto más multitudinario de The Smiths, en el madrileño paseo de Camoens. Confesaba su entusiasmo por Marianne Faithfull –“suyo fue el primer disco que me compraron”– y se explayaba sobre el vendaval de posibilidades que trajeron los años sesenta: “La gente sentía que tenía libertad y se embarcó en proyectos. En los setenta cambió el clima social; en Inglaterra se fue erosionando la solidaridad entre las comunidades de la clase trabajadora. En el presente, yo creo que se debe recuperar la esperanza, que hay voluntad de lucha contra el paro o las armas nucleares, que hay una reacción de búsqueda de la posibilidad perdida. Por eso se vuelve la mirada hacia los sesenta”.

Pero nosotros debemos avanzar hasta el presente. Tengo la sensación de que ahora se ha hecho más difícil el acceso incondicional a las grandes figuras planetarias. Lo que antes eran entrevistas presenciales, a veces con apariencia de intimidad, hoy están mediatizadas por la vigilancia de personal de la discográfica o el management. En esto también Madonna fue pionera: ya en 2005, detrás del intruso se situaba su jefa de prensa con un cronómetro en la mano.

Se podría decir que el negocio de la música ha aprendido las peores lecciones de la mercadotecnia del mundo del cine: la cita se mide en minutos, no en horas; el temario debe cubrir el producto específico que se pretende vender; misteriosos ayudantes están fisgoneando y las preguntas inconvenientes pueden desembocar en el final prematuro de la audiencia con su excelencia.

Cualquier entrevistador ha pasado por situaciones así de humillantes. Y tiene lógica: con la multiplicación de los medios digitales, el tiempo de las superstars se hace más valioso. Con frecuencia, la única opción disponible es la entrevista telefónica –el detestable phoner, en la jerga de la promoción– o por correo electrónico, con la sospecha de que te puede estar contestando un empleado del artista.

Divas y divos actuales tienden a esquivar al periodista inquisitivo, explotando las redes sociales para conectar con sus fans. Arma de doble filo: la sobreexposición corroe intangibles como el carisma. Razón de más para admirar a los cascarrabias que, desde siempre, intentan evitar el ritual de pregunta-respuesta. He soportado algún plantón de Van Morrison, aunque aclaro que la cita no estaba cerrada, más allá de un “te avisaremos esta tarde”. Y queda latente esa curiosidad por acercarse al Misterio de Belfast. Puro morbo: la última vez que atendió a un periodista inglés, Van se presentó con abrigo, gafas negras y bufanda. Intentaba pasar desapercibido, pero el encuentro tuvo lugar en la terraza de un hotel en un verano cálido. Eso es algo que sí echo de menos: el entrar, aunque sea fugazmente, en los mundos de Yupi de estrellas que todavía creen que pueden reconvertirse en ciudadanos anónimos a voluntad.


El Pais Semanal 


domingo, 4 de septiembre de 2022

Perrate, la evolución de la tradición

El cantaor regresa con un álbum grabado junto a Pedro G. Romero y Raül Refree qué supone un salto cualitativo en su trayectoria

POR FERMÍN LOBATÓN

Existen algunos detalles simbólicos en esta grabación. Uno es que Tomás, hijo de José Fernández Granados, el cantaor Perrate de Utrera, deja atrás su nombre de pila, con el que hasta ahora se presentaba, y enarbo-la únicamente el de su familia, asumiendo quizás una responsabilidad que, sin eludirla, había situado tras una línea de respeto. Él es heredero natural de un linaje muy antiguo que, además del propio de la línea paterna, —sobrino de María la Perrata, primo de Juan Lebrijano y Pedro Peña y tío de Dorantes, entre otros parentescos—, entronca por parte materna con la saga de los Soto, lo que —vía Jerez—alcanza al mismísimo Manuel Torre, del que es bisnieto. Tenía herencia y cualidades, pero también la personalidad para elegir su camino y sus preferencias musicales, en las que, cuestión de edad (nació en 1964), no faltó el rock. Su esencia flamenca quedó limitada durante años al ámbito familiar, aunque el impacto de su cante por bulerías en una boda llegara a trasladarse a la prensa escrita de la época. Mientras tanto, construyó una carrera profesional ajena al arte, hasta que, tras tímidas apariciones en obras colectivas a finales de los noventa, se presentó en la Bienal de Flamenco de Sevilla de 2002, donde recibiría el Premio Giraldillo al artista revelación. Su estreno discográfico no llegó hasta 2005 con el celebrado Perraterías (Flamenco Vivo), que no grabó de cualquier manera: con banda eléctrica, producido por Ricardo Pachón y con la guitarra de Antonio Moya como ancla en la raíz. En similar línea, publicó Infundio (Discmedi, 2011), con la producción del guitarrista lebrijano Rycardo Moreno. Con su nuevo disco, Tres golpes, Perrate profundiza en su independencia, confirma rasgos que lo han definido y, a la vez, encuentra nuevos espacios donde alojar su innata curiosidad, y todo ello sin traicionar a la tradición de la que procede, una ecuación que puede parecer inverosímil, pero no lo es. La clave residiría en el metal de su garganta —arcaico y mineral, de una densidad cavernosa— y en la jondura e intensidad de su cante, rasgos todos ellos que se encuentran en una obra que supone un salto cualitativo en su trayectoria. Para registrarlo se ha rodeado de nombres señalados, como Pedro G. Romero, que dirige el proyecto artístico, o Raül Refree, que lo produce, y con el que Tomás comparte arreglos. Además de las guitarras señeras de Alfredo Lagos y Paco de Amparo, que marcan carácter, son relevantes también las contundentes percusiones de Antonio Moreno, el saxofón de Juan Jiménez y el contrabajo de Miguel Ángel Cordero.

El jerezano Lagos ilustra la seguiriya con un toque renovado mientras Perrate se ciñe al canon en las variantes de Jerez y los Puertos, que se rematan con el cambio de Juanichi el Manijero. Su interpretación de los estilos tradicionales es tan canónica que en ocasiones anteriores ha denominado a sus seguiriyas como didácticas. Esa misma condición tendrían también las conocidas soleares de La Serneta, que interpreta junto a Paco de Amparo. No sigue la misma línea el antiguo romance sefardí —tan de la tierra, tan de la familia—, al que otorga una lectura revisada, pero sin perder la cadencia y el carácter que lo identifica. Se podría pensar que, sobre el papel, las tonas,

El cantaor Tomás de Perrate, en un retrato promocional. CLAUDIA RUIZ CARO

consustanciales en el repertorio de Perrate, iban a mantener la constante, pero no resulta así: la escucha depara no pocas sorpresas. La primera que se incluye, debida a Jacinto Almadén, tiene tintes oscuros y el aire tenebroso que otorgan unos arreglos complejos. Pero es en la segunda tona donde se produce la mayor ruptura, y, además, con una fuerte carga simbólica de nuevo. No hay letra como tal, tan solo los sonidos guturales de unas sílabas versificadas (el poema Karawane, del autor dadaísta alemán Hugo Ball) que transmiten un aire tan primitivo como lo es el propio cante. Tras la transgresión, la voz de su padre Perrate de Utrera, tomada de una antigua cinta, le responde abrochando el corte. La raíz y la experimentación se funden en apenas unos segundos. La lectura de la intención es libre.

El componente festivo o burlón ha sido otra de las constantes en las grabaciones de Tomás. En esta, ese tono encuentra continuidad en varios cortes, especialmente en el que la abre, la picara chacona 'A la vida bona' (Juan Arañes, del siglo XVII), muy popular entre los amantes de la música antigua, cobra aquí una singular fortaleza con su flamenca acentuación. Se encuentran más formas preflamencas en una inquietante folia y en la más socarrona jácara, cortes en los que Perrate lleva su garganta a registros muy graves, casi de barítono. Pero son las seguiriyas del Alosno ('Arde la casa de Cupido'), con la moronera guitarra de Paco de Amparo, las que nos devuelven el tono plácido y el guiño mordaz. En similar tono, los pegadizos fandangos callejeros que dan título a la grabación, tomados de un grupo folelórico colombiano.

Pero la fiesta verdadera reside en los gozosos ocho minutos de las bulerías finales. En ellas, Perrate parece renovar el lazo flamenco que une a Utrera con Morón a través de la guitarra de Paco de Amparo, que ilustra los cantes con arzapúas y giros al estilo de Diego del Castor. La tanda constituye un variadísimo surtido de acentos: se cuelan elementos de cuplés, muy queridos por el cantaor, e incluso componentes tomados del cine americano (Johnny Quitar). Al artista se le escucha cómodo, disfrutando como en una celebración familiar.


Perrate

Tres golpes

EL volcán/ Lovemonk



   EL PAIS BABELIA  Nº 1.597 , SÁBADO 2 DE JULIO DE 2022