sábado, 1 de julio de 2017

LEER EL FLAMENCO


CRISTINA CRUCES ROLDAN

LA historia del flamenco la han construido, sin duda, los artistas. Pocos textos han conseguido conducir los caminos de lo jondo, pero algunos -los más escogidos- sí nos permiten acercarnos al flamenco con la quietud y a veces la agitación de las letras. Una guía de lectura más allá de la literatura puede orientar al lector en estas fechas, bien que sea con tratamientos muy diversos y hasta divergentes. Los libros de flamenco no constituyen en realidad un corpus articulado, sino más bien aproximaciones diseminadas que sólo en las últimas décadas nos permiten hablar con propiedad de una bibliografía especializada con el rigor informativo y la calidad expositiva indispensables.

El flamenco fue un género extractado de las diversas tradiciones musicales convivientes en Andalucía que codificaron un arte nuevo al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, cuando se le puso nombre a la criatura. Algunas referencias anteriores nos permiten adivinar tiempos preflamencos, sirviendo así de introducción documental para convenir en los principios festivos y rítmicos de las músicas, mas no pueden considerarse escritos sobre un género todavía no nato. Será la Colección de cantes flamencos recogidos y anotados por Demófilo (1881) el punto de arranque de los estudios. Una obra indispensable por su condición de cancionero anotado, sus referencias biográficas, citas y primeras denuncias en torno a la "contaminación" del flamenco, sólo algunos años después de que viera la luz.

Desde entonces, plumas conspicuas y otras diletantes han hecho del flamenco su centro de referencia. Como trasfondo ambiental, Manuel y Antonio Machado (hijos de Demófilo y, no por casualidad, ajenos al antiflamenquismo finisecular) consiguieron en La Lola se va a Los Puertos de 1929 una pionera reflexión no explícita sobre la ética flamenca. Cansinos Assens situó al flamenco en el epicentro de lo que hoy denominaríamos la interculturalidad andaluza, con elementos judíos, cristianos y árabes (La copla andaluza, 1933). Pero fue Federico García Lorca quien, renunciando a explicar su naturaleza comercial en pos de una exégesis radical del sentimiento y la pasión, quiso hallar en el dolor el rastro de un pueblo que visitaba a través del grito las "últimas habitaciones de la sangre", erigiendo así la primera poética sobre lo jondo por distinción a "lo flamenco". Su conferencia Juego y teoría del duende (1933) revivió en el olvidado Luis Rosales (Esa angustia llamada Andalucía, 1989) y ha servido de inspiración a lorquistas declarados como José Martínez, quien en Poética del cante jondo realiza una reflexión estético-filosófica sobre el flamenco como suceso humano (2003).

La primera mitad del siglo XX fue en definitiva una época de ensayos que se asomaban a la "naturaleza" de lo flamenco con exposiciones más bien literarias, incluso si se asumía el reto político como hicieron los hermanos Caba Landa en Andalucía, su comunismo y su cante jondo (1933) o Blas Infante en los dispersos que dieron lugar a Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo (1980 /c.1930/). El punto de inflexión que dinamizó las publicaciones a mediados de siglo tuvo trasfondo filosófico, y abriría el denominado "neojondismo", una exégesis iniciada por Anselmo González Climent en su algo críptica Flamencología (1956) y continuada por lo que muchos consideran todavía la "Biblia" del flamenco, Mundo y formas del cante flamenco (1963) de Ricardo Molina y Antonio Mairena. Poeta el uno y cantaor el otro, al calor de un resurgimiento en festivales, concursos, revistas especializadas, congresos, antologías discográficas y primeras peñas, defendieron la existencia de una "etapa hermética" en el flamenco y la "razón incorpórea" como guía de un arte racializado, gitanista, que se quiso clasificar y juzgar de modo tal vez arbitrario, pero que desembocó en resultados notables y aún palpables en el devenir artístico y la afición flamenca. Mundo y formas... impulsó un interés renovado y de justicia por la presencia gitana en el flamenco que daría lugar con los años a estudios musicales e históricos como El cante flamenco: entre las músicas gitanas y las tradiciones andaluzas, de Bernard Leblon (1991) o La prisión general de los gitanos y los orígenes de lo flamenco, de Antonio Zoido (1999). Pero también acalló otras voces intelectuales que preconizaban una interpretación alternativa del nacimiento y desarrollo jondo -como la de Luis Lavaur en Teoría romántica del arte flamenco (1979), prácticamente omitido hasta su reciente reedición.

En las últimas décadas han proliferado los resultados de investigaciones de gran rigurosidad científica a partir de una generación de estudiosos hoy ya clásica, nombres de alto valor intelectual que nos han regalado algunas de las joyas del género. Dos miradas han sido aquí fundamentales, definiendo en parte las tendencias hoy más celebradas: los extractos de fuentes documentales y el género biográfico. Entre las primeras descuella la edición agotada de ¿Se sabe algo? (1991) de José Luis Ortiz Nuevo, quien puso en orden los promiscuos orígenes del flamenco demostrando su cuna primera en teatros, academias, salones y cafés y abriendo una nueva línea metodológica hemerográfica miméticamente reproducida con posterioridad. También fue autor de algunas biografías imprescindibles, como las de La Periñaca (1987), un género en el que se han de destacar Vida y cante de Don Antonio Chacón, de José Blas Vega (1986) y las autobiografías Recuerdos y confesiones del cantaor Rafael Pareja de Juan Rondón, anotada por el tenaz Romualdo Molina (2001) y Mi España querida, de Juan Val-derrama, redactada por Antonio Burgos (2002). El valor de estas ediciones radica -además de en la amenidad de sus lecturas-en su capacidad para presentar, utilizando una trayectoria profesional como estudio de cada caso, toda la ambientación de los con¬textos artísticos por los que atravesaron los personajes, utilizando datos y fuentes de información paralelas que las dotan de la necesaria precisión histórica.

La producción bibliográfica flamenca se nutre también de autores externos a la afición tradicional que, desde perspectivas y disciplinas plurales, acometen ya un objeto de estudio maltratado no sólo por la sociedad, sino también por la academia. Valgan algunos ejemplos universitarios: en Ciencias Sociales, Sociología del cante flamenco de Gerhard Steingress (1993), Cante flamenco, cante minero de Génesis García (1993) y los dos volúmenes de Antropología y flamenco de Cristina Cruces (2002, 2003), que introducen elementos metodológicos y conceptos científicos en la historia y la etnografía flamencas de forma emergente; en los tratados filológicos, El léxico caló en el lenguaje del cante flamenco de Miguel Ropero (1978), La copla flamenca y la lírica de tipo popular, de Francisco Gutiérrez Carbajo (1990) y Duende y poesía en el cante de Antonio Mairena, de José Cenizo (2000).

Sin embargo, la mayoría de los títulos actuales responden al modelo rotundamente establecido en la bibliografía flamenca: la monografía. Y así hallamos monografías de carácter localista, como el intemporal De Cádiz y sus cantes (1974) que Fernando Quiñones redactó a modo de sentido y chispeante paseo literario por el flamenco gaditano, y otras relativas a los subgéneros del flamenco, cual sucede con De Telethusa a La Macarrona (2002) y El ballet flamenco (2003) de José Luis Navarro, centradas en el baile y a la espera de una tercera entrega. No se trata estrictamente de tratados técnicos: ni la coreología ni la interpretación vocal flamencas han tenido su reflejo en obras dignas de mención, dejando este terreno prácticamente inexplorado salvo para el toque, donde hallamos transcripciones especializadas no aptas para principiantes así como inmersiones técnicas y biográficas históricas firmadas sobre todo por Norberto Torres y Eusebio Rioja.

Y desde luego, monografías estilísticas, siempre útiles para quienes se sientan cauti¬vados por las familias de palos. En esta línea se sitúan Flamenco de ida y vuelta (1992) de Molina y Espín, o La rabia del placer (1999) de Faustino Núñez y Ortiz Nuevo, centrado en los tangos y con una indagación musicológica poco común en el flamenco. Nótese que no tuvieron este corte clásicas obras referenciadas en tal sentido, como Teoría del cante jondo (1966) de Hipólito Rossy o Sobre el flamenco (1984) de García Matos. Las monografías de estilos no han escapado tampoco al interés por las tendencias más recientes, como en Historia del Nuevo Flamenco, de Luis Clemente (1995), autor asimismo del irreverente Flamenco... ohh! (2002).

Algunas publicaciones flamencas pueden vanagloriarse de haber fusionado el espíritu literario con el rigor y, en algún caso, el compromiso: la indispensable Memoria del flamenco (1979) consigue hacer de Félix Grande un luminoso visitador de Lorca, valiente defensor de los excluidos, rastreador del mundo gitano y analista histórico del tiempo jondo. Es una obra de la Transición, cuando el flamenco impregna a la vez de la fascinación y la denuncia, si bien no puede considerarse una edición divulgativa como fue la intención de Introducción al cante flamenco de Manuel Ríos Ruiz (1972), editor en 2002 del más completo El gran libro del flamenco. Hay que concluir que los libros generalistas han sido más bien tibios de espíritu y ninguno de ellos debería considerarse, en puridad, un manual. Suelen centrarse en la explicación básica de los estilos y una breve historia del género y sus intérpretes, sobresaliendo la trilogía El cante flamenco, El baile flamenco y El toque flamenco del crítico Ángel Alvarez Caballero (1998-2003) y otros acercamientos más concisos como El flamenco, sus estilos, su historia, de Juan Verguíos, la Guía del flamenco editada por la Junta de Andalucía (2002) -aderezada con un material sonoro indispensable para un primer contacto con los estilos- y El flamenco contado con sencillez de Carlos Arbelos (2003).

Si se desea una profundización integral, el lector tendrá que recorrer las magnas obras Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco (1988) y los 6 volúmenes de Historia del flamenco, de Editorial Tartessos (1995-2002). ■


 
 
MERCURIO Septiembre • 2004

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