Chicago Blues





Cuenta una vieja y olvidada leyenda que hace muchos años el Misisipí era un río escuálido, una suave co­rriente de agua que nacía en una tierra de nadie situada entre Dakota del Norte, Minnesota y Wisconsin. El lago Michigan y las nieves canadienses contemplaban in­diferentes el insignificante arroyo, arro­gantes en su tamaño y poder.
Con el paso del tiempo llegó la explota­ción del hombre por el hombre, con la es­clavitud y el racismo como banderas. El blanco explotaba al negro, y la tierra no pudo permanecer indiferente; las lágrimas de los recogedores de algodón, de los es­clavos, de los perseguidos, de las mujeres y los niños, de los ancianos, de los humi­llados, de toda una raza, resbalaban por sus oscuras mejillas y caían en forma de lluvia en el pequeño regajo. Poco a poco las aguas crecieron, y el Misisipí se convir­tió en un río mágico de poderoso caudal, por el que discurriría parte de la mejor his­toria de una nación.
La misma leyenda dice que el pueblo negro norteamericano llora a ritmo de blues. Puede que ambas cosas sean cier­tas, desvelándose así el secreto de la gran­deza de un género musical eterno. El gran río, el Misisipí de Tom Sawyer y Huckle­berry Finn, regó de lágrimas y blues todo cuanto encontró a su paso, desde Chicago a Nueva Orleans, de las frías tierras de Illinois a los oscuros pantanos de Luisia­na, y ya nada ni nadie pudo detener ese torrente de líquido y pasión, ese endiabla­do sonido que toca como ningún otro el alma de quien lo crea y de quien lo es­cucha.
En la segunda mitad del siglo XIX, tras la guerra de Secesión y la abolición teórica de la esclavitud, el blues comenzó su arro­lladora difusión por el norte de América. Era la música de Satanás, el canto mefis­tofélico de una población inferior, según los blancos, que sólo pensaba en los place­res de la carne y la holganza. Y lo cierto es que supuso una dura alternativa a los es­pirituales, al gospel y a las canciones de trabajo, tradiciones negras mucho mejor asumidas por la sociedad de la época. Un conocido músico dijo una vez que los te­mas religiosos y el blues son casi la misma cosa, con la pequeña diferencia de que en uno se dice señor y la canción transcurre en una iglesia, y en otro se dice baby en la penumbra de un burdel.
Tres acordes, 12 compases, dan cuerpo al sonido de la melancolía, el blues, que se desarrollaba con el alcohol, el trabajo, las mujeres y la ilegalidad como principales fuentes de inspiración. Los garitos más re­pugnantes de la joven América, honky­tonks repletos de furcias y chulos, barrel­houses donde el licor mal destilado dejaba ciego a ritmo de boogie-woogie y juke-joints, donde los clientes prestaban más atención al jue­go y al tráfico de sustancias que a las or­questas del momento, hicieron de este gé­nero la música de un pueblo marginado. El tiempo ha jugado a su favor, y el blues es actualmente un sonido vivo que ve cómo su legado se extiende, discreta pero inexorablemente, por los caminos del rock and roll, el pop, el soul o el rythm and blues.





"El blues nunca morirá porque es como una religión, eterno", asegura Henry Gray, un pianista cincuentón que se instaló en Chicago en 1946. Ha finalizado su actua­ción en el escenario más pequeño de los tres de que dispone el festival de blues de su ciudad adoptiva, y se muestra dichara­chero y radiante de felicidad. Habla y son­ríe sin parar, saluda a todo el que le tiende una mano y, de paso, vende las copias de su último elepé dos dólares más caras que en cualquier tienda de la calle. Presume de conocer a todos los grandes, y habla con orgullo de su amistad con Little Walter, Otis Span y Bo Diddley. "Nunca pienso en el dinero cuando toco, simplemente me dejo ir con la música", dice, "y la verdad es que cobramos poco, pero para mí sólo el hecho de cobrar por tocar blues ya es un regalo, puesto que es algo como recibir di­nero por comer, beber o respirar. No sé si me entiendes... No soy de aquí, soy de Kenner, un pueblo de Luisiana, pero estoy orgulloso de haberme criado y formado en Chicago, en la capital mundial del blues".
Chicago, con sus aproximadamente 10 millones de habitantes, es una ciudad divi­dida en barrios, en minorías étnicas que hacen de sus calles una versión miniaturi­zada de su país. Lituanos, italianos, pola­cos, irlandeses, chinos, judíos, coreanos, filipinos y sobre todo mexicanos y puerto­rriqueños viven en modestos bloques de la periferia, mientras el centro de la urbe está reservado a modernos y funcionales edificios, ejemplo claro de arquitectura ra­cionalista. Se busca la utilidad y un diseño futurista después del descomunal incendio que destruyó la ciudad en 1871.
Cuarenta y seis años después de esa fe­cha, el Storyville de Nueva Orleans cerra­ba sus puertas, y los músicos que habían dado vida al nuevo jazz desde ese legenda­rio club emigraron hacia el Norte. Chicago les acogió con los brazos abiertos, y las grandes bandas sonaron de nuevo, con Benny Goodman y Louis Armstrong como auténticas estrellas. De forma para­lela se vivía otro mundo musical, y frente al lujo de ciertos locales jazzísticos se orga­nizaban modestas house rent parties, pequeñas fiestas que se celebraban en casas particulares, en las que los invitados contribuían con una pequeña cantidad al pago del alquiler de la casa. En los hogares sonaban guita­rras acústicas y voces sin amplificar, mientras los grandes salones de lámparas de araña se derretían en proporción al nú­mero de músicos que formaban la big hand de turno.
El final de la II Guerra Mundial au­mentó la capacidad de Chicago como re­fugio de emigrantes, gracias a su creciente industria, y en la ciudad se instalaron mi­les de trabajadores que llegaban de la cuenca del Misisipí. Ellos crearían el blues urbano, extendiéndolo por toda Norte­américa gracias a algo impensable en tiempos del blues rural: las grabaciones fo­nográficas, esos testamentos sonoros en­cargados de difundir por emisoras de ra­dio y rock-olas el sentir de un pueblo.






 Muchas cosas han cambiado desde en­tonces en Chicago. Muchas cosas, pero no las estructuras básicas, las medidas musi­cales, pasionales e interpretativas de un buen blues. Las fiestas privadas ya no son necesarias, y para escuchar buena música una noche cualquiera del año tienes más de 30 clubes abiertos disparando hasta las tres de la madrugada rythm and blues en directo. George Gora es el dueño de Blues, un local pequeño y muy acogedor situado en la zona norte, imprescindible por su sombrío ambiente y su gran histo­rial. "Abrimos hace 10 años, y desde en­tonces ha tocado cada noche una banda dé blues, sin faltar una sola", comenta or­gulloso. "Esta es la mejor forma de mante­ner vivo el blues y que los músicos, los ver­daderos protagonistas, puedan dedicarse a ello con todas sus fuerzas", dice mientras me cobra cinco dólares por entrar. Tras unos segundos de adaptación a la oscuri­dad y al humo, el local presenta una buena entrada, con más de 60 personas pendien­tes de un diminuto escenario y de los cinco músicos que se apelotonan en él. Están to­cando el I just want to make love to you, de Muddy Waters, y disfrutan haciéndolo como si supiesen que el mundo fuese a es­tallar al día siguiente. Los músicos con cierto renombre cobran un fijo no dema­siado elevado, mientras que los eternos segundones rara vez reciben más de 50 dólares y la posibilidad de disfrutar de una comedida barra libre. Eso justifica que Otis Smokey Smothers sólo suelte su gui­tarra para coger un vaso, y viceversa.



Smokey nació hace 60 años en Lexing­ton (Misisipí). A los 17 ya tocaba en las calles de Chicago. Desdeentonces, cada vez que se cuelga ama guitarra no puede evitar trans­formarse: se retuerce de placer como una bayeta, chorreando ritmos, blues y bourbon a partes iguales. Vive para esta música, no sabe hacer otra cosa, y tal vez por eso cuando habla conmigo esconde en la es­palda unos dedos castigados por la ar­trosis.
—El rock ha sido un paso atrás en la historia de la música, aunque mucha gente no lo crea. Es un caso muy parecido al del teléfono. La gente sólo habla por teléfono, y cada vez charla menos cara a cara en la barra de un bar, con los amigos delante. El blues es una música directa, muy sensible y comunicativa, y el rock, un simple negocio.
—Seguramente, si una poderosa com­pañía discográfica le ofreciese un jugoso contrato para grabar un elepé de rock du­rante un mes en un lujoso estudio de las Bahamas cambiase de opinión.
—Puedo ser demasiado viejo y dema­siado pobre..., pero, chico, no soy un estú­pido. ¿Cuándo tengo que coger el avión?
En los clubes se habla muy fuerte y se bebe abundantemente. Respiran blues, y eso es una terapia no exenta de ciertos riesgos; esta música agudiza los sentidos y eleva los sentimientos. Puede levantar aún más tu bullicioso espíritu o, por el contra­rio, lastrar de melancolía un alma ator­mentada. El blues no perdona. Es la pa­sión en su forma más descarnada.
Todos los años, durante la primera quincena del mes de junio, los responsa­bles de las programaciones de los clubes de Chicago mantienen una actividad fe­bril. Deben utilizar todas sus influencias, mover todos sus contactos, porque un se­rio rival está en la ciudad: el festival de blues de Chicago, que, organizado, como de costumbre, por la Oficina de Eventos Especiales del Ayuntamiento, presentará durante tres días un magnífico cartel, con música en directo desde las doce de la ma­ñana a la medianoche. En la última edi­ción de este festival, aproximadamente un millón de personas acudió al Grant Park, un verde escenario situado a orillas del lago Michigan, para contemplar gratuita­mente las actuaciones de más de 40 gru­pos y solistas.
Su situación geográfica es privilegiada: un oasis a pocos metros del centro de la ciudad. Frente al espectador, una banda de blues; a su izquierda, el casco viejo de Chicago, y a su espalda, una hilera de im­presionantes rascacielos surgiendo, como por encanto, de las amarillentas arenas de la playa del lago. Una bonita forma de ex­perimentar emociones



musicales peculiares en un marco de ensueño.
"Éste es el lugar donde está la músi­ca, / éste es el mejor sitio del mundo para ti. / Somos la gente de la calle Maxwell, / y vamos a hacer que no pue­das olvidarnos jamás", canta Willie Ja­mes, cantante, guitarrista y líder de la Maxwell Street Blues Band. Son las diez de la mañana de un caluroso do­mingo de junio, y el grupo y sus invita­dos llevan más de tres horas tocando en la calle. Están en el corazón de Chicago, en un descampado apestoso, cubierto de basuras y coches abando­nados, situado en un cruce de calles de la zona conocida como Maxwell Street.
Dicen que todos los músicos de blues del mundo deben, al menos una vez en su vida, unirse a las bandas ca­llejeras que descargan incansables en este barrio. Muddy Waters, Elmore Ja­mes, Jimmy Rogers y J. B. Lenoir son algunas de las estrellas que siempre que pueden alardean de su paso por Maxwell.
En 1912, la ciudad designó de forma oficial un mercadillo situado entre las calles de Halsted y 14. Lo llamaron Maxwell, y en él se dieron cita inmedia­tamente los emigrantes judíos, forman­do improvisados bazares. Con los años llegaron los italianos, los griegos, los alemanes, y algunos gitanos bohemios fueron añadiendo color al mercado. La atmósfera no ha cambiado desde en­tonces, pese a que los hispanos y los negros se han convertido en los amos de la zona. Los olores a comida rancia y orines se mueven con el viento, per­maneciendo únicamente el áspero re­gusto a ropa usada, miseria y es­combros.
"Es una gran cazadora, señor, y está casi nueva. ¡Son sólo 150 dólares!". El vendedor es un puertorriqueño de piel tan curtida como la ropa con que co­mercia. Esa cantidad, 150 dólares, es lo que vale todo su puesto, y él lo sabe, pero viste con el esplendor de un pavo real y se comporta con arreglo a su pose.
Una superficial inspección a la prenda descubre un profundo corte a la altura de los riñones, pero no parece preocuparse por ello. "Es sólo un en­ganchón, señor, y una vez puesta ape­nas se nota. Además..., ¿qué se le pue­de pedir a una chamarra de 50 dóla­res?". El precio baja notablemente, pero su orgullo y su compostura se mantienen imperturbables, hasta que un colega suyo vocifera divertido: "Se puede pedir que no hayan tenido que apuñalar a su anterior propietario para que se desprendiese de ella, hermano". Blasfemando y moviendo los brazos como un poseso, el puertorriqueño de­sahoga su ira ante la atenta mirada delos vendedores de otros puestos, que, a juzgar por sus miradas, no dudarían a la hora de intervenir en una pelea.
A poco más de 50 metros, una mu­jer toca la guitarra y canta, mientras su compañero, ciego y decrépito, sostiene con indiferencia el bote de las limos­nas. Auténtico blues rural, en un agudo lamento, sale de la garganta incansable de la vieja dama sureña y reblandece durante algunos minutos las entrañas de tenderos, compradores y mirones.
Mientras, la Maxwell Street Blues Band sigue tocando. Pero su música es mucho más agradecida, y los latinos se contagian de su cadenciosa sensuali­dad y bailan sin pudor ritmos que les son extraños. Borrachos, prostitutas, yonquis, repulsivos travestidos sin afei­tar y periodistas forman el grueso de su público. Entre canción y canción, un hombre de confianza de la banda exige un donativo con unos modales tanto más amables cuanto más rápido sa­ques la cartera. Es el lado salvaje de Chicago, donde las tradiciones y los rostros se han mantenido inamovibles desde los tiempos de la ley seca.
Un cartel de la época, enmarcado en madera innoble, reposa en el puesto de un negro inmenso y antipático entre las fotografias de dos boxeadores. Jo­seph Louis Barrow, más conocido como El Bombardero de Detroit, y el gran Rocky Marciano son los gorilas de lujo de un sonriente Al Capone. A sus pies puede leerse: "La ciudad de Nueva York tiene un monumento a la virtud cívica. Capone es el monumento de la ciudad de Chicago a la sed cívi­ca". Era la época dorada de la llamada ciudad del viento, el Chicago años veinte de pecado y whisky donde la vida de un hombre valía la sexta parte del carga­dor de un revólver.
Robert Johnson, el rey de los can­tantes de blues del delta, escapó en va­rias ocasiones de los disparos efectua­dos por los maridos de sus amantes. En 1938 no pudo esquivar una dosis de ve­neno, y murió dejando un legado único para la historia. El mundo del blues en particular, y el de la música en general, está en deuda con un hombre-fantas­ma, del que se desconoce la fecha y el lugar de nacimiento. Lo único que se puede asegurar es que su escasa obra, las 29 canciones que grabó en su acele­rada existencia, son el documento im­prescindible para entender la historia de este género.
Johnson hizo un pacto con Satanás en un perdido cruce de caminos. Vendió su alma al diablo a cambio de tocar la guitarra como nadie, a cambio de con­vertirse en el más grande de los cantan­tes de blues. El Príncipe de las Tinieblas cumplió su parte, y Johnson se convirtió en el mejor. Ahora pone música al infier­no, mientras repite una de sus estrofas favoritas: "El blues no es más que un hombre que se siente mal pensando en la mujer con la que estuvo una vez".








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