Retratar el jazz



William Claxton tiene ese aire pícaro y sano de la vieja bo­hemia californiana. Irradia la satisfacción de alguien que ha vivido haciendo exacta­mente lo que quería, y que, además, ahora recibe el reconocimiento general. Claxton creó las imágenes icónicas de Chet Baker y Steve McQueen, a los que ha dedicado maravillosos libros. Nunca creyó que ha­cía arte, pero ha comprobado, maravilla­do, que su fotoperiodismo se ha revalori­zado. Edita tiradas limitadas de algunas de sus fotos, que se venden ahora entre 1.000 y 1.700 dólares por copia, "más de lo que me pagaban originalmente por un re­portaje completo o la portada de un elepé".
En los anales de la fotografía estado­unidense, Claxton es "el fotógrafo del jazz en la Costa Oeste". Un título que le hace reír: "Contado así no tiene mucho mérito. Tuve la fortuna de estar cerca cuando Ca­lifornia empezó a ser alguien en el mun­dillo del jazz, a principios de los cincuen­ta. No es sólo que comenzaran a visitarnos los músicos de Nueva York o Chicago: al mismo tiempo nació el West Coast jazz, que tenía una sensibilidad especial, muy cool. Yo era un estudiante de psicología en la UCLA [Universidad de California en Los Ángeles] e intimé con músicos como Chet Baker o Shorty Rogers, que eran un poco mayores que yo".
La habilidad de Claxton consistía en insinuarse en su círculo, mostrarse amis­toso y ganarse la tolerancia de personajes encerrados en posturas altivas. Aquellos músicos se sabían diferentes y respondían con estudiada indiferencia a la incom­prensión de los squares, los ciudadanos convencionales. Su jazz ya no servía para bailar y tampoco como música de fondo. Había ocurrido la explosión del be-bop, que fue acompañada también por un des­cubrimiento generacional de la heroína: "Si Bird se pone y toca así, yo también de­bería probarlo". Bird era Charlie Parker, con el que Claxton supo establecer un vín­culo: "Recuerdo una noche en que, des­pués de una interminable jam session, me le llevé a mi casa; es decir, a la casa de mis padres. Allí desayunamos, y Charlie se portó como un caballero".
Claxton no se dejó seducir por la he­roína. Tuvo oportunidad de retratar a Art Pepper cuando el desdichado saxofonista salía de cumplir una condena de prisión: "Le habían destrozado como ser humano, pero no perdió su talento musical". Tam­bién vio la caída a los infiernos de Chet Baker, al que llamaban "el James Dean del jazz": "Yo ayudé a crear su imagen, con aquellas fotos en las que se le veía en un velero, con su novia o en su descapotable. Era perfecto: apolíneo, melancólico, líri­co..., todo lo que te sugería su música. Había entonces un jefe de la Oficina de Narcóticos que despreciaba el jazz y que se propuso hacer un escarmiento con los músicos. Aquél era un mundillo muy pe­queño, y les bastaba con esperar un chiva­tazo para entrar en una habitación de ho­tel y detener a cualquier figura. Chet ter­minó por exiliarse a Europa".
Los músicos eran, tenían que ser, muy desconfiados; pero se habituaban a la presencia de Claxton, al que considera­ban un grato compañero de viaje. Del ca­riño ganado por Claxton dan testimonio los títulos de temas que se refieren a él: Sound Claxton! (Al Cohn), Clickin' with Clax (Shorty Rogers), Claxography (Dan St. Marseille). Su instrumento de trabajo, una Speed Graphic, era un armatoste que le hacía parecer uno de aquellos fotógrafos de sucesos que veneraban al neoyorquino WeeGee. Disparaba en los locales, en los camerinos, en los estudios..., pero insistía en captarles al aire libre, en la playa o en las montañas del paraíso californiano. En un ejercicio de modestia, reclamaba para sí el estatus de "fotógrafo de barrio"; sólo que ha vivido desde siempre en Benedict Canyon, en la zona alta de Beverly Hills, y sus vecinos han sido algunas de las criatu­ras más famosas de la industria del entre­tenimiento.








 Pero el trabajo del que hoy hablamos aquí le llevó por todo Estados Unidos. A fi­nales de 1959, Claxton recibió una llamada desde la República Federal de Alemania. Joachim-Ernst Berendt, un radiofonista y productor de discos, quería recorrer el país del jazz en busca de los practicantes de lo que él consideraba "el gran arte ame­ricano". Deseaba visitar las ciudades cla­ves en su evolución, conocer los festivales de Newport y Monterrey, ver los restos del pasado y la realidad del presente. Tenía presupuesto para tres meses. Necesitaba un fotógrafo introducido en el mundillo, y todos hablaban maravillas de Claxton: los más enterados coleccionaban las portadas que hacía para la compañía Pacific Jazz.
Quedaron en Nueva York, adonde Claxton llegó con muchas horas de retra­so, tras equivocarse y tomar un avión rumbo a San Francisco. Berendt era un erudito, pero, ante todo, un entusiasta. Se emocionó de alojarse en el hotel Alwyn, un establecimiento deteriorado al que acudían músicos yonquis y sus proveedo­res. Se impresionó cuando Claxton le faci­litó entrevistas con los hermanos Ertegun y demás responsables de sellos neoyorqui­nos dedicados al jazz, que a su vez le pro­porcionaron la vía de entrada a diferentes músicos. Los jazzmen también se queda­ron fascinados con Berendt: ya habían conocido a estudiosos franceses y británi­cos, pero éste venía de un país que 15 años atrás estaba en guerra con Estados Uni­dos. ¡Y sabía más sobre la historia del jazz que muchos de ellos! Inevitablemente, lo de Joachim-Ernst quedó reducido a "Joe" o "Joe el Alemán". Hasta algún periódico se hizo eco de su expedición, asombrado ante el fervor por una música que los es­tadounidenses consideraban simplemente parte del paisaje.
A bordo de un Chevrolet Impala al­quilado subieron ellos y sus máquinas. El






A bordo de un Chevrolet Impala al­quilado subieron ellos y sus máquinas. Con su magnetofón Negra; el ca­liforniano, con su Leica, su Nikon y la Ro­lleiflex que Richard Avedon le había re­galado (y muchos rollos de película, en blanco y negro o en color). Ambos, urba­nitas y sofisticados, chocaron inmediata­mente con realidades desagradables. Be­rendt había oído que en las islas Sea, en la costa de Georgia, existían herméticas co­munidades negras que mantenían ritos y músicas de fuerte sabor africano: locali­zarlas resultó difícil. Si se cruzaban con blancos, éstos les miraban con desprecio y se negaban a orientarles; pero si para­ban cerca de negros, desaparecían co­rriendo: para ellos, unos blancos mon­tados en un coche inmenso sólo podían traer problemas, hermano. Fueron mejor recibidos en las iglesias negras, donde se desataba el frenesi.
El sur de Estados Unidos fue tan estimulante y tan terrorífico como hacía su­poner su reputación. En Nueva Orleans disfrutaron de la mejor hospitalidad su­reña, y pudieron fotografiar los famosos entierros festivos, con vecinos y deudos bailando detrás de la brass band. Pero lue­go fueron a la cercana penitenciaría de Angola, un campamento en las profundi­dades de Luisiana. Decían que era la cár­cel más grande de Estados Unidos... y la más inhumana. Llegaron con todas las re­comendaciones, pero el director no quiso garantizarles la seguridad: les encerró sin protección en el sector negro, donde fue­ron bien acogidos por varios músicos de blues que recordaban la leyenda de Lead­belly, condenado por asesinato, que se su­pone fue indultado tras tocar para visi­tantes blancos. En Memphis comprobaron que todavía funcionaban las jug bands, rústicas agrupaciones que usaban una ja­rra soplada como instrumento rítmico.




Llegaron a St. Louis, donde no hallaron mucha actividad jazzística. Siguiendo un pista incierta terminaron en un club donde, vestidas con trajes masculinos, una cantante y una saxofonista interpretaban blues muy malamente; tardaron en adver­tir que aquello era un local de lesbianas donde la música no tenía gran prioridad. Kansas City, otra de aquellas "ciudades del pecado" que tan acogedoras resultaron para los músicos de jazz, también resultó decepcionante, aunque visitaron a la desconsolada madre de Charlie Parker y foto­grafiaron su tumba.
Aunque tuvieron la oportunidad de co­nocer al elegante Ramsey Lewis Trio, pronto vieron que los barrios negros de Chicago estaban dominados por el blues urbano. Berendt, que ignoraba las barre­ras establecidas en Estados Unidos entre los sofisticados jazzmen y los proletarios bluesmen, tuvo acceso a los reyes del gue­to. Les recibieron Memphis Slim y Muddy Waters. El segundo no estaba habituado a tratar con extranjeros que apreciaran su música; pasarían todavía cuatro años an­tes de que aparecieran unos respetuosos melenudos británicos, los Rolling Stones, que confesaron que su nombre derivaba de un tema suyo.
El Chevrolet recorrió todo el país has­ta llegar al sur de California, el hogar de Claxton. El fotógrafo quería mostrar a su compadre germano el concepto hedonista del estilo de vida de su tierra. Le llevó al Lightouse, un club en Hermosa Beach donde los clientes podían bañarse en el Pacífico y volver al club, aún mojados, para disfrutar de Miles Davis o Lee Konitz. Claxton también ayudó a montar una reu­nión de jazzmen que se celebró una tarde de domingo alrededor de una piscina. Ha­cía años que la mayoría de aquellos músi­cos, criaturas nocturnas, se había puesto un traje de baño, pero, en honor al visi­tante, incluso terminaron montando una jam session.




 Joe Berendt se quedó enamorado de San Francisco, como ocurre con todos los europeos. Allí coincidieron con un amplio abanico de músicos: desde Wes Montgomery, el hombre que reinventaría la guitarra de jazz, hasta Cal Tjader, un des­cendiente de escandinavos con el veneno de los ritmos latinos en la sangre. Todavía queda­ban en lo que se llama el área de la bahía muchos supervi­vientes de la primera quinta beat, todos con sus historias de primera mano sobre Jack Ke­rouac,
 otro viajero incansable, fascinados por el jazz.
Las Vegas no parecía un destino muy jazzístico, pero William Claxton insistió: unos años antes le habían encarga­do fotografiar allí a Marlene Dietrich -"una anciana que sabía transformarse en una mujer atractiva"-, y conserva­ba contactos. En aquella ciu­dad inventada, Berendt pudo comprobar lo injusto que po­día ser el mundo del espectá­culo: Louis Armstrong, lo más parecido al padre del jazz, era el telonero de la Dietrich. Pero el viejo Satchmo al menos ac­tuaba en un recinto pensado para los espectáculos. Simultá­neamente, la orquesta del colo­sal Duke Ellington tocaba en el hall de otro hotel, cuatro horas cada noche, ante la indiferen­cia de los jugadores y el es­truendo de las máquinas tra‑
gaperras.
Berendt comprendió que Las Vegas importaba artistas, pero no creaba arte. Por el contrario, la es­tancia en Detroit le enseñó que una ciudad que dependía de la industria automovilís­tica podía generar un ambiente competiti­vo, un deseo general de modernidad que repercutía en la música. Allí se topó con un músico prodigioso, Roland Kirk, un ciego que tocaba tres saxos a la vez y que conservaba suficiente aliento para, entre tema y tema, hacer chistes y contar histo­rias. Claxton también le coló en la fiesta de un político local, donde los animadores eran titanes como Freddie Hubbard y J. J. Johnson. En Boston vieron los prodigios de la Berklee School of Music: el jazz, un arte que nació clandestino, empezaba a ser académico.
Todavía les quedaba energía para otra estancia en Nueva York. Allí volvieron a encontrarse con lo mejor y lo peor de la so­ciedad estadounidense. Claxton quiso fo­tografiar al actor Ben Caruthers, que tam­bién tocaba el saxo tenor como si fuera un músico callejero. Durante la sesión se les acercaron tres policías diferentes, exigiendo un misterioso permiso o sugirien­do una compensación económica (se les pagó, uno tras otro). Pero también cono­cieron iniciativas particulares para ayu­dar a músicos necesitados, o el lugar exac­to de Central Park donde Gerry Mulligan, incapaz de alquilar un local apropiado, hacía ensayar a su big band, ante el pasmo de las ardillas y las parejas de enamora­dos. Atraparon a Ray Charles, Thelonius Monk, Miles Davis...
El alemán y el americano se despidie­ron. Para Berendt, la experiencia fue ilu­minadora: entendió que aquellos gigantes del jazz, mitificados en Europa, eran tam­bién peones de la industria del espectáculo, cuyas decisiones artísticas podían estar determinadas por cuestiones tan pedestres como la mayor paga en tal local o el talante tolerante de equis jefe. Conjugó el respeto por el mecanismo de precisión de las grandes orquestas con la admiración por los jóvenes rebeldes. Vivió el drama y la alegría. Animador de sellos como MPS, Berendt tuvo una notable influencia en la escena jazzística euro­pea, con artículos y libros que ensalzaban el mestizaje inter­cultural, la experimentación y hasta la aceptación de las energías del rock. Murió en el año 2000, víctima de un ac­cidente.
Sin renunciar a su pasión por el jazz, William Claxton si­guió ampliando su campo de actuación. Con la que sería su esposa, la modelo Peggy Mof­fitt, se adentró en la fotografía de moda, formando ambos equipo con Rudi Gernreinch, un modista que también fue uno de los iniciadores del mo­vimiento de liberación gay. Su trabajo con Chet Baker fue la inspiración de una celebérri­ma campaña publicitaria, rea­lizada por Bruce Webber para Calvin Klein (Webber contaría con Claxton para Let's get lost, su agridulce documental de 1989 sobre el desdichado trom­petista y cantante). El mismo Claxton ha sido objeto de un par de documentales, uno de ellos alentado por uno de sus grandes admiradores, un ac­tor con vocación de fotógrafo: Dennis Hopper.
Hasta tiempos relativa mente recientes, William Claxton siguió fotografiando a músicos de jazz. Pero llegó un momento en que dejó de ser estimulante: "Era frustrante ver fotografías buenas reducidas a minia­turas, como corresponde al tamaño del li­breto de un CD". También cambió el pro­cedimiento: "Antes quedábamos el mú­sico y yo. Le hacía ver que conocía su trabajo y le pedía que se fiara de mis ins­tintos: 'Mis fotografías son jazz para los ojos', le decía. Ahora tienes que pasar por el director de arte, el manager; el abogado, el ejecutivo de la discográfica, el maqui­llador, el estilista. Sencillamente, dejó de ser divertido". •
El libro Jazz life', que incluye un CD 4 con grabaciones `remasterizadas', está publicado por Taschen.










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