Cuando la música aprendió a mentir

Desde hace 100 años se discute ferozmente sobre el impacto de la tecnología de grabación en la música y en el modo en que la usamos. Por Diego A. Manrique




La etnógrafa Francés Densmore graba al jefe del pueblo indio de los pies negros en 1916. Foto: Library of Congress

HOY, NADANDO EN un océano de música, nos cuesta concebir un tiempo en qué ese masaje sonoro universal no fuera una prioridad. Thomas Edison creó el fonógrafo en 1987 como máquina para conservar voces de hombres ilustres y personas queridas; hombre práctico, luego imaginó usos para la moderna oficina o los tribunales. En realidad, pasarían 20 años antes de que decidiera utilizarlo para la comercialización de música. El sonido y la perfección subraya que la evolución de la música grabada ha sido todo menos lineal. Triunfaron innovaciones dudosas pero que aportaban comodidad; la captación y reproducción del sonido ha propiciado encarnizados enfrentamientos.
Tomen nota de los sucesivos choques. Los cilindros de Edison contra los discos de Emile Berliner, la grabación acústica contra la eléctrica, las pizarras contra los vinilos, los microsurcos que giraban a 45 rpm (singles) contra los de 33 (elepés), el monoaural contra el estéreo, la alta fidelidad contra los discos sin alardes, la cásete contra el LP, las grabaciones analógicas contra las digitales, el vinilo contra el CD, el MP3 contra los formatos de alta definición (del WAV de Microsoft al Pono que patrocina Neil Young). Y no olvidemos la pauta actual de consumo, ese streaming que, aseguran, desmotiva la compra de música (e incluso las descargas ilegales). Curioso: la desmaterialización coincide con la edición de monumentales box sets retrospectivos.

Por la entelequia del "sonido perfecto" pelearon visionarios y mercenarios, luditas y tecnófilos, inventores y empresarios. Todos ellos invocaron a un comodín invencible, un concepto inefable: la presencia. Es decir, la humanidad de la grabación, su calidez, su autenticidad. Resulta pintoresco que aún discutamos sobre la verosimilitud de lo grabado en la era del Pro Tools, que no requiere la presencia simultánea de los músicos en un estudio; de hecho, es muy posible que no exista un estudio como tal y que los músicos sean ilustres cadáveres, movilizados para nuevos servicios me-diante el sampler. Tan cómodo software ayuda a explicar que cualquier banda del presente sufra si se ve obligada a tocar y cantar como hacían, por ejemplo, los Beatles. Aquí se recuerda el apuro de los Kaiser Chiefs cuando intentaron grabar 'Getting Better' con la mesa de cuatro pis¬tas usada en Abbey Road para el original. Greg Milner ha desarrollado un tratado erudito que (mayormente) evita que nos asfixiemos con la terminología científica; sabe devolvernos a tierra con ingeniosas metáforas e increíbles historias de per¬sonajes obsesivos. Recrea las tone tests, aquellas pruebas donde se comparaba la música en vivo con su versión enlatada. Inauguradas por Edison en 1915, hoy nos parece irreal que alguien pudiera confundir a los músicos y cantantes presentes con sus frágiles ecos en el Diamond Disc Phonograph. Pero debemos computar el brillo cegador de la tecnología: cualquier "nuevo aparato" tiende a obnubilar nuestros sentidos.

En El sonido y la perfección, Edison es encumbrado también por sus criterios sobre lo deseable en una grabación. Otro favorito de Milner es Steve Albini, que rechaza el título (y las royalties) de productor por razones morales: los numerosos grupos que desfilan por su estudio de Chicago se van con un retrato analógico de lo que allí tocaron, sin artificios.

Aunque Milner mantiene pretensiones de imparcialidad, se muestra más cómodo entre la militante minoría que aspira al ideal de las tomas escasamente manipuladas. Pero ese ascético planteamiento es simplemente otra opción estética más: desde la implantación del magnetofón (la máquina que "enseñó a la música a mentir", acusa Milner), pocos creen que un disco deba contentarse con atrapar una buena interpretación en vivo; ni siquiera los registros live se libran de la cirugía posterior.

A partir de los años cuarenta, el disco va adquiriendo estatus de creación artística autónoma, liberada de imitar a la naturaleza. Nadie alegaría hoy que el teatro tiene más autenticidad, más (otra vez la palabra) presencia que el cine. Los discos y los conciertos son, urge reiterarlo, campos diferentes a partir de una misma materia prima. Ese descubrimiento del potencial de lo grabado deriva esencialmente de la música pop; fueron sus genios en la sombra (Les Paul, Phil Spector, King Tubby, el Bomb Squad) los que ampliaron la frontera de lo posible. De alguna manera estaban legitimados por el director Leopold Stokowski, que percibió lo absurdo de pretender encerrar en surcos lo ocurrido en una sala de conciertos, o el pianista Glenn Gould, que terminó construyendo sus interpretaciones mediante el corto-y-pego de la cinta magnética. Algo similar hizo Miles Davis: sus discos eléctricos eran collages .confeccionados —por Teo Macero— a partir de improvisaciones o composiciones apenas esbozadas. Milner no se limita a los estudios de grabación. Recordemos otra obviedad: la música del último siglo ha sido un cóctel de arte, comercio y ciencia. Por El sonido y la perfección desfilan inventores holandeses, ingenieros militares estadounidenses, ejecutivos japoneses, empleados de la Bell Telephone Company, investigadores alemanes, informáticos, fanáticos y chiflados.




Los Beatles, en las sesiones de Sgt. Pepper's, de 1967. Foto: Apple Corps

Debe agradecerse la labor del traductor, el músico Yuri Méndez, enfrentado a términos sin equivalentes en español, como loudness, indispensable para entender los motivos de qué tanta música digital (¡o publicidad televisiva!) nos suene agresiva. El libro gana puntos por conservar el índice y sumar un epílogo urgente, escrito por Milner para sumar un epílogo urgente, escrito por Milner para la edición española. Por el contrario, se prescinde casi totalmente de las notas, que servían como bibliografía e invitación a profundizar en recovecos fascinantes.

En El sonido y la perfección, el autor deja abundante territorio virgen. No menciona audacias como el sonido cuadrafónico o las reconstrucciones digitales de pizarras a cargo de Robert Parker. Tampoco dedica mucho espacio a los dilemas del almacenaje y la conservación en soportes condenados a la obsolescencia. Sí recoge el rumor de que la Iglesia de la Cienciología atesora miles de discursos de su fundador, L. Ron Hubbard, preservados en discos de titanio en una cripta subterránea a prueba de cualquier holocausto nuclear; el archivo contiene gira-discos que funcionarían por energía solar. Tal vez solo sobrevivan las cucarachas, pero podrán aspirar a ser iluminadas por la palabrería de Hubbard. •

El sonido y la perfección. Greg Milner. Traducción de Yuri Méndez. Léeme Libros / Lovemonk. Madrid, 2015.437 páginas. 19,90 euros.


El Pais Babelia nº1254 / 05.12.15

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