UN AS EN LA MANGA POR DIEGO A. MANRIQUE
Oculto. El artista con barba y peluca postizas en un
concierto en 2004, en el Essence Music Festival de Nueva
Orleans.
Parafraseando a Mario Vargas Llosa, deberíamos preguntarnos: ¿en qué momento se jodio la carrera de Prince? Digamos que fue hacia 1993, cuando exigió ser identificado por un símbolo impronunciable. Tras el choteo inevitable, los medios decidieron rebautizarle "el artista antes conocido como Prince".
Había cierto método en su locura. Algunos sugieren que real¬mente creía que, cambiando de nombre, anulaba el acuerdo firmado con Warner Bros. Al final, resolvió sus compromisos contractuales sacando cinco álbumes entre 1994 y 1996. Discos comercial-mente poco atractivos, que recordaban el conflicto original: Warner quería dosificar sus lanzamientos, dado que sus ventas iban en descenso desde 1989, cuando llegó al número uno con la banda sonora de Batman, gracias al músculo promocional de Hollywood.
Nadie discute el talento de Prince, capaz de grabar discos enteros en solitario, tocando todos los instrumentos y cambiando incluso de voz. Sin olvidar su eclecticismo: sin esfuerzo, salta del funk al rock o al pop. Otro asunto es que supiera cómo prolongar el interés del gran público, atraído por Purple Rain y los extraordinarios álbumes que vinieron a continuación.
El problema: su contrato resultaba oneroso para Warner, ya que incluía financiar su sello particular, Paisley Park Records, que no generaba éxitos. Y Prince se negaba a mirar las cuentas. Existen técnicas para mantener la visibilidad, la reputación de un artista cuyas ventas pasan por un bache; son argucias legítimas que dominan precisamente las multinacionales.
Provocador
En el centro, en un concierto en Miami en
2007, exhibiendo su lado más sensual que hoy intenta difuminar.
Los directos son el as que esconde en la manga. En el show business estadounidense se susurra que Prince suele ser el promotor de sus propios conciertos: alquila recintos y espera que funcione el boca a boca. Y funciona: los fieles saben que sus actuaciones son imprevisibles, torrenciales. Así, sin pagar a intermediarios o hacer publicidad, se lleva mayor porción de la tarta que sus colegas.
Hasta rentabiliza sus legendarias apariciones aftershow. Antes se trataba de un desahogo: tras actuar en un espacio grande, buscaba un local pequeño para tocar a capricho. Ahora esas actuaciones íntimas están anunciadas y tarifadas con entradas de precios astronómicos. Aquí tampoco hace excepciones en cuestiones de copyright: cuando algún espectador vip saca el móvil, es inmediatamente expulsado por su servicio de seguridad.
Inicios.
Imagen de Prince en 1981, el momento en
que estaba construyendo el llamado "sonido Minneapolis".
El Pais Semanal nº 2.046 / 13.12.2015
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