lunes, 17 de octubre de 2011

Jazz


Lionel Hampton. "Cookin" (cocinando) se utiliza en la jerga del jazz para expresar que se está haciendo música de verdad, y así se titulan varios discos. Es de imaginar el boogie-woogie de las cacerolas que pudo levantar Hampton junto a su amigo el chef en el festival de Niza. Si la fecha que da su autobiografía es cierta, Hampton ha cumplido 88. Aquí tenía 82, en 1990.

De la cacerola nace el swing. Lionel Hampton, el vibrafonista octogenario aún en activo y capaz de marcarse un zapateado sobre el timbal de la batería, departe con el chef en la Gran Parada del Jazz de Niza: el músico entre fogones, cucharas como ma­zas, el menaje hecho xilófono y la asistencia del doble címbalo a la tapa de cacerola. Basta detener la mirada apenas un instante para sentir que esa fotografía está a punto de sonar, que suena, o, cuanto menos, resuena internamente en quien la contempla. Al
otro lado de los fogones, el objetivo de un fotógra­fo. La proximidad revela su compromiso con el ob­jeto que retrata; no es un extraño, hasta podría pa­recer que al dejar la cámara va a incorporarse a la banda. Seguramente lo ha hecho más de una vez Guy Le Querrec, fotógrafo, alentador y promotor continuo del jazz, rotundo eslabón europeo en la productiva unión de dos artes de este siglo.
El jazz, arte de la improvisación, de la creaciónmusical instantánea, y la fotografía, arte visual del instante, arte que se produce precisamente en instantáneas, se han dado vida mutuamente desde que apareciera la nueva música. Anterior a la grabación de discos, se conservan fotografías de músicos de la primera hornada a los que jamás podremos escuchar por no ha­ber sido registrados sus sonidos, y desde entonces hasta hoy los estudiosos coinciden en que el conjunto de los fotógrafos dedi­cados a plasmar esta músicas y a sus creadores, lo ha hecho con respeto, comprensión, entusiasmo y hallazgo artístico. En su libro dedicado al jazz (que firmó con el seudónimo de Francis Newton), el historiador británico Eric Hobsbawm sugiere: "Tal vez la fotografía haya sido el único arte en tomar el jazz en serio". Una propo­sición que no parece exagerada si pensamos la esca­sa repercusión del jazz en las letras universales, co­nocidas excepciones mediante; su no menos excep­cional presencia en la pintura, junto a la tradición de un grafismo caricaturizante de negro-come-sandía (o el modelo de carcajada abierta aun no teniendo sandía); y una industria cinematográfica que dio a Billie Holiday el pa­pel de criada y vistió a Louis Armstrong con pieles de leopardo (mucho más tarde vendrían películas como Round midnight, Straight not chaser, Bird y los nuevos tópicos del cineasta Spike Lee).
Son los propios escritores quienes afirman la necesidad de la imagen cuando varios críticos han ofrecido su Historia del jazz en fotos, entre ellos el legendario productor norteamericano Orrin Keepnews y el critico y productor alemán Joachim Berendt. La fotografía de jazz forma parte de la memoria colectiva de los aficionados y el disco sigue siendo el magnífico concierto invisible: es un lugar común decir que el jazz, como el flamenco, es una música que el oyente percibe con mucha mayor intensidad cuando asiste a ella en directo. Mientras el melómano apasionado por la clásica tantas veces cierra los ojos en la sala de conciertos


De arriba a abajo, Herbie Hancock. A los 11 años tocaba al piano Mozart y Bach con la Orquesta Sinfónica de Chicago. Asociado a Miles Davis en los 60, el genio acústico también opta con enorme éxito por la música electrónica y los ritmos de discoteca. Phil Woods y Henri Texier. Woods, americano afincado en Europa y fundador de la European Jazz Machine, toca el clarinete en sesión hogareña junta al contrabanjista francés Henri Texier. La persusión espontánea corre a cargo de su hija.

De arriba a abajo, Max Roach y Dizzy Gillespie. Susntuosa suite de ensayo para dos titanes del jazz. Les espera un concierto a dúo (París, 1989) que fue editado en disco. Con 70 años, Gillespie estaba acostumbrado a actuar en unos 300 conciertos al año. John Coltrane. Hora de la siesta en Malabo (Guinea), en una de las giras africanas que el fotógrafo emprendió junto a los músicos Aldo Romano, Henri Texier y Louis Sclavis. Coltrane, autor de Africa Brass y Liberia, se hace presente en el vídeo.


iluminada, el asistente a una velada de jazz difícilmente renun­cia a lo que Berendt llama el "componente visual de la música". Desde el escenario se irradia el esfuerzo físico que los instru­mentos exigen y el público próximo a una sesión de jazz puede verificar que vista y oído reconocen una misma energía. Por ello, la fuerza de la imagen fija, su capacidad evocadora, cuando más de otro medio, como la filmación televisiva, aun siendo una re­construcción temporal completa, resulta tantas veces más opa­co, aburrido, sin la visión de creador del instante que es el fotógrafo.
En el vasto patrimonio de la fotografía america­na, los fotógrafos de jazz merecen su propio capí­tulo; ellos han contribuido a dignificar esta música en las páginas de la prensa y las revistas especializa­das, las portadas de los discos (cuando medían más de 30 centímetros de lado), la foto de artista para fan del momento... y aún hoy tantas de estas ins­tantáneas se reproducen en calendarios, postales y carteles que llaman la atención no sólo a los aficionados empe­cinados. Un considerable número de placas de autores anóni­mos ha dejado testimonio visual de los músicos y su entorno en las primeras décadas de esta música, y se considera primeros campeones del jazz entre los profesionales de la fotografía a Otto F. Hess y William P. Gotlieb. Este último escribía y toma­ba fotografías para el Washington Post y en su libro The golden age of jazz asegura que sólo le pagaban los textos. Como, además, los gastos de película, bombillas y equipo corrían a su cargo, no disparaba su cámara más de tres veces por velada: tenía que acertar en el momento, como los músi­cos a los que con sus escritos y fotos quería con­tribuir a dar a conocer. No parece una mera cues­tión de ahorro; como en sus sucesores, el mundo abordado, el jazz, invade la concepción, el ojo del fotógrafo. A Gotlieb, que publicó mas de 20.000 fotos sin relación con el jazz, se deben algunos de los retratos más reproducidos de los músicos de la Edad de Oro –de Louis Armstrong a Duke Ellington, Count Ba­sie, Billie Holiday y Lester Young– y de su sucesión en la era mo­derna, del nuevo jazz que se llamó bop, y los jóvenes astros de entonces: Charlie Parker, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Fats Navarro. La mayoría de sus trabajos presentan a los músicos en escena, tocando, expresando en el rostro y el cuerpo entero el sonido en el que el jazzman obtiene su identi­dad. También capta ambientes, público, vida de club de jazz; da la impresión de estar siempre donde suceden las cosas, su cámara es el espejo frente al campo de batalla musical.
En la obra de Gotlieb destacan dos retratos de-los pianistas Willie The Lion Smith y Earl Hines provistos de sendos cigarros puros entre los dientes, pero es con Herman Leonard cuando el humo de los cigarrillos cobra carta de naturaleza en la foto­grafía de jazz; contemplando sus retratos, uno pue­de pensar que no había músico de jazz de la época que no padeciera de tabaquismo



Count Basie. Entre concierto y concierto, asiento individual móvil de primera fila para William Count Basie en el aeropuerto de Roissy, en 1980. Contaba 45 años la banda que llevó al mundo el jazz de Kansas City: la fuerte pulsación ritmica, el blues, la espontaneidad en los arreglos. El jazzman en Europa y nosotros nos quedamos sin conocer el objeto de su asombro.

Archie Shepp. El enganche de su saxo revela a Archie Shepp, hombre de batallas musicales y combates teóricos. Identificado con el free jazz, una música que encontró mayor recepción a este lado del Atlántico que en América, Shepp también tocaba baladas como el más genuino sucesor de Ben Webster. De vez en cuando, una de terciopelo y porte de banquero.

Michel Portal. El jazzman o el músico errante, autobuses, aviones, trenes... Una vida en la carretera y el compromiso con la inspiración a hora fija; el frío en el compartimiento de tren que conduce al músico a destino. El vascofrancés Michel Portal, cultor de todas la músicas y todos los instrumentos, tiritona y manta rumbo al inmediato concierto.


extremo. Leonard supo retratar a la Billie Holiday heroína y no víctima (la belleza deslumbrante, el sufrimiento por un instante olvidado), pero también a la Billie fumadora, y en sus retratos podemos ver fumando de Charlie Parker a Len­nie Tristano, de Count Basie a Ben Webster, de Johnny Hodges a James Moody; a Max Roach parece que alguien le acaba de en­tregar un cigarrillo encendido, Fats Navarro sostiene el embo­quillado hasta soplando la trompeta y a Sonny Stitt le planta un cenicero humeante mientras trabaja en su saxo alto... Leonard ofrece su definitiva leyenda del jazzman fumador en el retrato de Dexter Gordon tomado en el Royal Roost en 1948. Humos aparte, Leonard, aun habiendo sido ta­chado de estetizante, enalteció la figura del músico, fijó su movi­miento, del rostro perlado de su­dor de Bud Powell a la majestad fa­raónica de Art Tatum.
Leonard fue fotógrafo viajero y aventurero, y también es autor de algún retrato sorprendente, como
el del trompetista Chet Baker para un anuncio de corbatas, pues Baker, como el conjunto de músicos de la Costa Oeste, tuvo su retratista principal en William Claxton, tanto en la fotografía de prensa como en las artes para las portadas de discos de Pacific Jazz. Es el mismo trabajo que en la Costa Este, en Nueva York, la Gran Manzana (apelativo que procede precisamente de los músicos de jazz), llevaron adelante Francis Wolf, para Blue Note, y Lee Friedlander, para Atlantic. Sin olvidar al Guinnes de la fo­tografía de jazz Art Kane, que logró reunir a más de un centenar de músicos frente a la fachada de un edificio en Harlem (y era su primer encargo, tuvo que improvisar) y al más reputado de los fotógrafos entre los músicos de jazz, el contrabajista Milt Hinton, también octogenario, que ha entre­gado a la imprenta dos libros con sus trabajos fotográficos.


Miles Davis. El duende entre bambalinas dispuesto a la aparición. En 1969, Miles Davis ha decidido que no va a volver a ponerse la misma ropa ni a tocar la misma música. Lo cumplió a rajatabla, con una sola excepción: su último concierto, en el festival de Montreux 1991, y llamó al bajista Carles Benavent para tocar The pan piper y Soleá: el duende.

Wynton Marsalis. Su éxito provocó la eclosión de una nueva generación de jóvenes músicos. De Haydn a los diversos géneros del jazz que ha interpretado, Wynton Marsalis demuestra poder tocar absolutamente todo. Ha creado escuela hasta en la estricta indumentaria, y en 1983 se mira al espejo ¿A patición de algunos que demandaban su propia voz en la trompeta?



El jazz cruzó pronto el Atlánti­co y se crearon Hot Clubs, festiva­les, publicaciones; se escribieron
tratados y discografías, y también en Europa el jazz encontró sus fotógrafos. Del Reino Unido podemos conocer a David Red­fern, uno de los pocos en apostar por el color, y Valerie Wilmer, autora también de valiosos libros, relatos de su vida siempre cer­cana a la música y a los músicos: Giusseppe Pino, en Italia; Eduard Olivella, en la Barcelona de los años sesenta... Guy Le Querrec crece en la sólida tradición francesa de aprecio, crítica y fotografía del jazz, siendo Jean-Pierre Leloir el más ilustre an­tecedente entre los de su oficio.
Nacido en París (1941) aunque se confiesa bretón, Guy Le Querrec descubrió a un tiempo el jazz y la fotografía cuando apenas contaba 14 años. Con 21 realiza su primer retrato en concier­to, ni más ni menos que de John Coltrane, del que no repite sus evoluciones en el escenario; consigue captarlo en un lateral, concentrado, escuchando a su banda, oyendo lo que él mismo inmediatamen­te va a tocar. Desde entonces hasta hoy, Le Que­rrec se ha mantenido fiel a la fotografía y al jazz, también a la película en blanco y negro y a dar un soporte gráfico que con­tribuye a dar a comprender la música que ama. En las placas re­producidas en estas páginas vemos frente a dónde planta Le Querrec su objetivo: el octogenario de fiesta en la cocina, la par­titura sobre el piano en el ensayo en el teatro romano, el músi­co en el aeropuerto, en la calle, enclaustrado bajo una manta en el frío del tren, en la sesión espontánea en el domicilio particu‑
lar, vigilando a la banda con la trompeta en los labios, el ensayo en la suite del hotel, la joven estrella que se con­templa en el espejo antes de salir a escena. Si el jazz siempre contó con una mirada próxima en el fotó­grafo, parece que Le Querrec ha ido más allá; no debería decirse que está cerca, más bien reconocer que está dentro de la escena, del momento que re­trata. Sus instantáneas no pueden proceder de al­guien que pasaba por allí, sino de una visión y presencia constantes: desde dentro.



Charles Mingus. Amarrado al duro mástil...El servicio del contrabajista a su instrumento. Tras el clavijero, Charles Mingus. Murió a los 56 años en Cuernavaca, y se asegura que el día de su cremación, ése fue el número de ballenas que aparecieron muertas en las costas de México. No era la primera vez que se asociaba con el mito. La última nota.


Así puede apreciarse en cada una de las 390 fo­tografías que componen su reciente libro Jazz de J á ZZ (Marval editores, París, 1996), escogidas entre los 10.000 contactos que componen la obra personal del autor sobre esta música. Allí también podemos encontrar a Elvin Jones ajustando el nudo de su corbata antes de salir a escena, la aparición galáctica de Sun Ra en la entrada al sótano del Club Sweet Basil de Nueva York; músicos ensayando en los hoteles, dormitando en los autobuses, cargando en los aeropuertos (como añadido, el contrabajista, al llegar a destino, deberá convencer al taxista de que su instru­mento cabe en el vehículo); George Adams meciendo el saxo te­nor en escena, Art Blakey componiendo la figura del pensador, Abdullah Ibrahim, puño en alto, clamando por la libertad de su país, Suráfrica; el encuentro de dos extraordinarios músicos cie­gos: Roland Kirk y Tete Montoliú, o de Kenny Clarke con el Modern Jazz Quartet, grupo del que fue fundador; Thelonious Monk dibujando líneas invisibles sobre su teclado, Michel Pe­trucciani en los brazos de Aldo Romano, Ben Webster en la so­ledad del camerino... Son instantáneas que no pueden haber sido tomadas por un eventual: había que estar allí dentro para reflejar de esta manera la vida del jazz en imágenes fijas que res­tablecen su movimiento.
El hombre fiel al "formato LP", en el que presenta su libro, al blanco y negro y a la cámara Leica (encuadrado, dentro de la fotografía francesa, entre los que fueron llamados "leiquistas") parece haber dedicado su vida a trasvasar experiencias de la mú­sica a la imagen. Fotógrafo oficial de uno de los festivales de jazzmenos estandarizados del continente, el Banlieues Blues, de París extrarradio, promotor de encuentros de música y foto­grafía, compañero de ruta de Michel Portal durante meses, Guy Le Querrec ha compatibilizado su constante presencia en el mundo del jazz con sus trabajos como fotógrafo internacional de la agencia Magnum, los viajes a China (donde supo captar al joven guardia brazo a la romana, que no puño en alto, en una foto que dio la vuelta al mundo), a África del Norte y Subsaha­riana... Las experiencias se retroalimentaron cuando promovió dos giras en este continente de un trío formado por Aldo Ro­mano, Henri Texier y Louis Sclavis, con los músicos desembar­cando en Guinea, Congo, Zaire, y uniéndose a los músicos lo­cales, de las que quedó testimonio en el disco Carnet de routes (1995), del que se vendieron la muy estimable cifra de 30.000 ejemplares.
En el libro, que cuenta con el prólogo y las "voces en off" (citas de declaraciones de músicos) del justamente reputado Phi­lippe Carles –redactor jefe de Jazz Magazine, donde habitual­mente se publican las fotos de Le Querrec– y la compaginación de Jean-Louis Vibert, y aún en su ordenación alfabética puede encontrarse un verdadero relato de lo que es la vida del músico de jazz, la sustancia que, según todas las definiciones, alimenta su quehacer musical. Y el fotógrafo se pregunta: "¿Se podrá den­tro de 20 años fotografiar a las estrellas del jazz como yo lo he hecho en este libro?", tal vez advirtiendo que ya estamos en el jazz de otros tiempos, de otras vidas de músico. Como otros han dicho ya, Guy Le Querrec, un jazzman de la Leica.



No hay comentarios:

Publicar un comentario