martes, 21 de agosto de 2012

Vida de una leyenda

Ricardo Pachón, productor de la Leyenda del tiempo, el disco de Camarón que cambió el flamenco, cuenta como se gestó la histórica grabación.

LOS TEXTOS del poema que da nom­bre a La leyenda del tiempo proce­den de una obra de teatro de Fede­rico García Lorca Así que pasen cin­co años, pero tuvieron que pasar más de veinte para que el colectivo flamenco acep­tase esta herejía de Camarón: cambiar las normas tradicionales de la música flamen­ca (voz, guitarra y palmas) por una fusión improvisada con el entorno roquero sevi­llano. Cuando el disco salió a la venta, en 1979, muchos gitanos lo devolvían a las tiendas diciendo que aquel no era Cama­rón. La mayoría de los artistas flamencos de la época le reprocharon que había tirado por la borda su carrera de cantaor. Se cerraron para él las puertas de las peñas y festivales flamencos.

Han pasado más de treinta años y, des­de los noventa, el disco sigue ocupando, junto a los de Veneno, Pata Negra y Lole y Manuel, los primeros puestos en todas las listas de música pop española. De La le­yenda del tiempo se han hecho decenas de versiones en todo el mundo destacando, por su grandiosidad, las de la Orquesta Metropol de Amsterdam y las del grupo holandés Kautchout.

Después de grabar nueve extraordina­rios discos con Paco de Lucía, Camarón terminó sus compromisos contractuales con la discográfica Philips y el cuerpo le pedía otra marcha. Estábamos a media­dos de los setenta y ya comenzaban a in­quietarle las experiencias de Smash, Las Grecas, Lole y Manuel y Pata Negra. Todo esto me lo contaba paseando por la Atuna­ra, en La Línea de la Concepción, con el peñón de Gibraltar como mudo testigo de fondo. Concretamente le habían interesa­do los arreglos del disco Pasaje del agua de Lole y Manuel. Impresionante olfato musical el de Camarón que no le dio tiem­po a escuchar "y tu mirá se me clava en los ojos como un puñal" como tema musi­cal de la película Kill Bill II, de Quentin Tarantino.

En buen sitio vino a caer. Mi obsesión, desde que llegó a mis manos el disco Rock encounter, de Sabicas y Joe Beck (Nueva York, 1967), era investigar la fusión entre el blues, el rock y el flamenco. El primer intento fue la producción del grupo Smash y el artista gitano Manuel Molina, experimento que se disolvió en ácido, pe­ro que dejó una puerta abierta con sus impagables Garrotín, Blues de la Alameda y Tangos de Ketama que desarrollan esti­los flamencos clásicos sobre estructuras del rock y del blues. Después vendrían Lole y Manuel, Pata Negra y Veneno... hasta llegar a La leyenda del tiempo de Camarón, convertido ya en príncipe de los gitanos y, por tanto, autorizado para abrir las puertas del campo.

Para salir del círculo profesional en el que había pasado sus últimos diez años (Philips y la dirección musical de la fami­lia de Paco de Lucía) aceptamos una ofer­ta generosa de la discográfica CBS, pero finalmente Philips consiguió retener a Ca­marón y firmamos un contrato, en 1979, por cuatro discos que se materializaron en: La leyenda del tiempo, Como el agua, Calle Real y Viviré. Los tres últimos con la guitarra de Paco de Lucía.

Dispuestos a trabajar en nuestro nuevo proyecto, mi primera llamada fue para Pa­co de Lucía, que, de entrada, aceptó ser el guitarrista del disco. Unos días después me llamó para dar marcha atrás aludiendo que el cambio de productor de Camarón le había afectado mucho a su padre, res­ponsable de los nueve discos anteriores. De pronto me quedaba sin la guitarra de mis sueños. Camarón recibió la noticia con mucha más calma que yo y me propu­so utilizar a Tomatito, con quien venía ac­tuando en directo desde hacía unos años.

A Camarón, amigo de la infancia y ad­mirador de Manuel Molina, le pareció bue­na la idea de trabajar con él en la elección de temas en la línea de las producciones de Lole y Manuel, pero tampoco esta se­gunda idea prosperó. Así que me encon­tré, de pronto, sin la referencia de Paco de Lucía y sin el apoyo musical de Manuel Molina, y Philips presionándome con la fecha de grabación.

Recuerdo una mañana de la primave­ra de 1979, sentados en el patio de mi casa de Umbrete. Le pregunté a Cama­rón si tenía algún tema para el disco y me dijo rotundamente que no. Algo nor­mal después de diez años de dirección musical y literaria de la familia De Lucía. Le hablé de unos temas que había com­puesto sobre poemas de García Lorca: La nana del caballo grande que en 1956 ha­bía arreglado para la soprano María Rosa Boix; el Romance del Amargo, selección de trozos del Romance del Emplazado compuesto en ritmo de soleá; La leyenda del tiempo, selección de textos de la obra teatral Así que pasen cinco años en ritmo de bulerías, y un arreglo de La Tarara en tiempo de taranto, todos temas de los años sesenta que canturreaba en mi sole­dad y que, por primera vez en mi vida, me atreví a cantárselos a alguien, y tuvo que ser a... ¡Camarón!


Con estos cuatro temas lorquianos de­cidimos concentrarnos en mi estudio y casa de Umbrete (Sevilla) un grupo salva­je: Raimundo y Rafael Amador (Pata Ne­gra), Tomatito, el Bizco Eléctrico, el Cara-papas y Juan el Camas, fandanguero, co­cinero y gurú espiritual que consiguió una sublime armonía entre Camarón y el grupo. Vivíamos allí en plena estación del famoso vino joven del Aljarafe sevilla­no y de las hierbas aromáticas del país. De verdad que fueron auténticos días de vino y rosas y que jamás volví a ver a Camarón tan feliz y relajado. Más tarde se fueron incorporando otros músicos de la cantera sevillana: Manolo Rosas (ba­jo), Rafael y Manuel Marinelli (teclados), Pepe Roca (guitarra eléctrica), Gualberto (sitar) y Kiko Veneno, que acababa de grabar un disco con los hermanos Pata Negra. Allí terminó de fraguarse La leyen­da del tiempo, con los Tangos de la Sulta­na, Volando voy, Viejo Mundo, Bahía de Cádiz, Mi niña se fue a la mar, La nana del caballo grande, La Tarara, Romance del Amargo y Homenaje a Federico.









Fotografías del productor de Nuevos Medios, Mario Pacheco, tomadas durante la grabación de La Leyenda del tiempo en el estudio madrileño de Philips en 1979. A la izquierda, Camarón cantando, a la derecha, momentos de relax, en uno de los descansos de la grabación. En la imagen de abajo, el productor del álbum, Ricardo Pachón, tocando la guitarra.




Otra vez gitanos y roqueros unidos por la música y la psicodelia. Otra vez empezar desde cero, como en 1969 con el grupo Smash. Otra vez gozar de la música como divertimento poniendo cara de asombro con los hallazgos y riéndo­nos de los errores. El más preocupado fue siempre Tomatito, que venía del oriente andaluz y le costó mucho conec­tar con el ambiente tan distendido de Sevilla. Con el tiempo comprendió esta forma de trabajar y hoy se siente muy orgulloso de su fundamental colabora­ción en La leyenda...
Para comprender lo que pasaba en Sevilla por los años sesenta y setenta hay que recordar que, a pocos kilómetros, teníamos tres bases militares america­nas: Rota, Morón y San Pablo, y que una selecta minoría de americanos descubrie­ron, grabaron y fotografiaron lo mejor de las gitanerías del entorno: Triana, Alcalá, Utrera, Lebrija, Jerez y Cádiz. Gracias a ellos, el eslabón perdido entre el lamenta­ble flamenco oficial de la posguerra espa­ñola y la reconstrucción enciclopédica de Antonio Mairena se ha salvado para la posteridad. Toda una generación de fla­mencos imprescindibles en la transmi­sión oral de este arte y que no tuvieron acceso a las grabaciones comerciales que­daron grabados, documentados y fotogra­fiados por aquellos benditos aficionados americanos: Diego del Gastor, Juan Tale­ga, Perrate, Fernanda de Utrera, Manoli­to de María, Antonio Mairena... y un lar­go etcétera de fronterizos y perdedores que no cantaban por dinero sino, simple­mente, para celebrar la vida.
A la recíproca, las bases americanas nos pusieron al corriente de las últimas novedades musicales del mundo anglosa­jón, desde Bob Dylan a Pink Floyd. Músi­ca que entraba por el sur del sur, pasan­do de boca en boca, como las alucinan­tes dosis de LSD fabricadas en California. Una pequeña revolución en un pequeño territorio sureño, mientras que la España mesetaria y austera todavía ni soñaba con la movida madrileña.
Las vacaciones en Umbrete duraron más de un mes. Los músicos entraban y salían, pero los de pensión completa fui­mos Camarón, Juan el Camas, Raimundo y yo. Allí aprendió Camarón los fandangos del Bizco Amate, en versión de El Camas:




A mí me preguntó un fiscal.
Yo le contesté, robando.
Lo mismo que se mantiene Usías. Pero yo no robo tanto.


Por allí pasaron Enrique Morente, que dejó grabados unos tangos para Cama­rón, el Chino de Málaga, Dieguito del Gas­tor, Remedios Amaya, La Susi y algunos amigos de Camarón. En los descansos se grabaron sesiones de El Camas y el pri­mer elepé de Pata Negra, Guitarras calle­jeras. Parte de este anárquico material de ensayos se ha utilizado en el excelen­te documental de J. Sánchez Montes Tiempo de leyenda, que recoge minucio­samente el proceso de elaboración de este disco, contado por los protagonistas e ilustrado con el impagable reportaje fotográfico de Mario Pacheco.
Con las ideas bastante claras, en cuan­to a los temas, pero sin llegar a concretar los arreglos ni la instrumentación final, le comuniqué a Philips que estábamos listos para el momento de la verdad: la grabación en sus estudios de Madrid. La respuesta fue inmediata ya que todos es­taban esperando el nuevo disco de Cama­rón. Lo que la discográfica no esperaba es que solicitase el estudio grande dotado de una consola de 24 canales y un magne­tofón analógico de 16 pistas. Esa fue la primera sorpresa ya que Camarón había grabado sus nueve discos anteriores en un pequeño estudio dotado de una graba­dora de cuatro pistas, aunque las tomas se hacían siempre directas a estéreo: voz, una o dos guitarras y palmas. La segunda sorpresa fue el número de músicos que intervinieron en la grabación.
Desde Sevilla viajamos con Camarón, Tomatito, Raimundo, el grupo Alameda, Gualberto y mi compadre El Bollito, bai­laor y palmero de confianza. En Madrid completamos el grupo con Manuel Soler, al baile; Diego Carrasco, Manuela y Enri­que Pantoja, en las palmas; El Tacita, a la batería; Manoli, segunda voz en La leyen­da del tiempo; Pepe Ébano, en las percu­siones, y Jorge y Jesús Pardo, miembros del grupo Dolores. Otra vez gitanos y ro­queros viviendo en un enorme estudio, rodeado de jardines, y propiciando esa ósmosis cultural y musical responsable de La leyenda del tiempo: Lorca y Cama­rón, Villalón y Tomatito, baterías y pal­mas flamencas, teclados y coros gita­nos... y todo nuevo, estrenando una feliz inconsciencia, una nueva complicidad que no tenía otro aliciente que disfrutar de la alegría de la música.
Pasados más de treinta años tengo que agradecer a la discográfica Philips que nos dejase campar a nuestro aire por aquel enorme estudio, concebido para or­questas sinfónicas, sin poner trabas al tra­siego de músicos ni a los horarios anárqui­cos. Por primera vez Camarón grababa en magnetófonos multipistas, con la posibili­dad de repetir sus tomas de voz tantas veces como quisiera. Todo era nuevo pa­ra él: los poemas de Lorca, Villalón y Omar Kayan, los teclados, la batería, el sitar, la guitarra eléctrica, las percusio­nes, el estudio, el sistema de grabación..., pero jamás se sintió extraño en un entor­no tan desconocido. De ahí la grandeza de Camarón, un gitano analfabeto, pero perteneciente a una dinastía de herreros: la aristocracia del pueblo gitano. De ahí le venía su intuición y su elegancia natural, responsable de su irresistible encanto.
Para construir esta leyenda todos pu­sieron su granito de arena. Sin tratarse de una obra coral, cada músico propuso sus ideas y se probaron, sin importar las ho­ras y los días de grabación. Fueron como unas vacaciones pagadas llenas de risas, emociones y bocadillos. Vivíamos en el estudio y por allí empezaron a pasar los gitanos de Madrid, como Los Chichos, para difundir por el foro, la locura en la que Camarón se había metido. La presión del entorno gitano fue tan fuerte para Camarón que llegó a decirme un día: "Ri­cardo, el próximo disco, de guitarritas y palmas".
La enorme ruptura que este disco su­puso en el mundo flamenco se completa­ba con la portada en blanco y negro del elepé, salida de la cámara de Mario Pache­co, en la que aparece Camarón con bar­ba. Ni que decir tiene que, a partir de este icono inquietante, los flamencos gitanos empezaron a dejarse la barba, a peinarse como Camarón e incluso a seguirle en su triste deriva por el mundo de las drogas. Camarón se convirtió, de pronto, en el Príncipe de un pueblo perdido en la nie­bla. Esta deificación que el pueblo gitano hizo de Camarón fue la causa, según su psiquiatra Marcelo Camus, de su perma­nente huida de una realidad que nunca consiguió dominar. Camarón fue asedia­do por sus seguidores, por las gitanas que le llevaban niños enfermos para que José le impusiera sus manos, por los camaro­neros que aún hoy, después de veinteaños de su muerte, siguen proclamándo­lo el rey indiscutible del flamenco.
En otoño salió el disco a la venta, pro­vocando un rotundo rechazo de la crítica flamenca, con dignísimas excepciones co­mo la de Diego Manrique, que profetizó la ruptura que suponía La leyenda. En medio de este desconcierto me llegó el apoyo incondicional de Paco de Lucía. El disco le había gustado mucho y solo puso repa­ro al uso de un Minimoog (sintetizador) en el fundido de un tema. Creo que a Paco de Lucía, músico bastante conservador en cuanto a estructuras musicales flamencas, el experimento de Camarón le caló muy hondo, hasta el punto que en los siguientes tres discos en los que intervino con Camarón propició una prudente fu­sión con músicos de jazz: Jorge Pardo a la flauta y saxos, Carlos Benavent al bajo eléctrico y el brasileño Rubem Dantas a las percusiones latinas. Las puertas se ha­bían abierto, y no lo consiguió Smash ni Pata Negra, a pesar de que sus fusiones fueron anteriores en el tiempo. Lo consi­guió Camarón porque era el modelo a se­guir, la guía para los jóvenes gitanos de todo el país.
Conforme escribo me voy dando cuen­ta de que, inconscientemente, estoy apo­yando una tesis gitanista del flamenco, y que esto merece una explicación para los lectores que se acerquen a este texto. Frente al eterno dilema gitano-gaché (la palabra payo, cada vez más utilizada, es profundamente despectiva en boca de un gitano); cantes a compás-cantes libres y cante gitano andaluz-folclore andaluz, es de vital importancia establecer las fronte­ras del flamenco. Fronteras geográficas en el proceso de su creación en el siglo XIX: una estrecha franja de terreno que corre paralela a la margen izquierda del río Guadalquivir, entre Triana (Sevilla) y Cá­diz. En este pequeño territorio se ubican todas las localidades creadoras de los es­tilos flamencos: Triana, Alcalá, Morón, Utrera, Lebrija, Jerez, Arcos, los Puertos y Cádiz. Aquí nacen los estilos musicales y literarios del primitivo flamenco: tonás, martinetes, livianas, carceleras, soleares, cantiñas, bulerías y tangos. Y también en este territorio, punta de la Andalucía atlán­tica y tartésica nacen todos los genios creadores del flamenco, desde El Fillo a Camarón, pasando por Manuel Torre y La Niña de los Peines.
Fronteras musicales, ya que el flamen­co se construye sobre un ritmo alterno de doce tiempos que alterna dos compases ternarios (3/4) con tres compases bina­rios (2/4). Por el contrario, todo el folclo­re andaluz, desde todas las modalidades del fandango bailable (de Huelva, Mála­ga, Granada, Almería, Jaén, etcétera) has­ta las populares sevillanas, está construi­do en un compás de ternario (3/4). Esta convivencia territorial de ambas músicas tenía que _producir una osmosis perma­nente que ya profetizaron los dos ilustres folcloristas del siglo XIX: Manuel Macha­do Álvarez, Demofilo, y Francisco Rodrí­guez Marín. Para Demofilo, el flamenco acabaría agachonándose (contaminándo­se por el folclore andaluz), y para Rodrí­guez Marín, el folclore andaluz acabaría aflamencándo se.
Está claro que la profecía se cumplió. Con la llegada de los cafés cantantes el flamenco se profesionalizó, saliendo de los círculos familiares gitanos para vender­se ante un público variopinto que, al no poder soportar toda una velada la dura escucha de los cantes matrices (seguiriyas o soleares) obligó a los cantaores a afla­mencar estilos folclóricos, desde los fan­dangos, malagueñas, granaínas o tarantas hasta los recién importados cantes ameri­canos: guajiras, colombianas, vidalitas, rumbas, etcétera. La confusión estaba ser­vida y aumenta con el paso del tiempo. Hoy, bajo el paraguas del género flamen­co se cobijan toda clase de estilos ligeros, desde las sevillanas rocieras hasta la llama­da rumba catalana. Basta con darse una vuelta por los departamentos de flamenco de cualquier superficie comercial. ¿Qué es y no es flamenco? La cosa no parece tan clara como en el caso del blues o del rock y quizás por eso el flamenco no tiene una entidad definida en Internet, que lo clasifi­ca como latín music o world music. Un arte con dos siglos de existencia y que se grabó, en cilindros de cera, mucho antes que el blues.
Consciente de la exclusión que podría implicar esta tesis no me resisto a reforzar mis afirmaciones con las palabras del más clarividente investigador del flamenco y director de la más completa antología de flamenco grabada (Vergara Editores): José Manuel Caballero Bonald: "Como es ob­vio, los primeros grandes forjadores del flamenco nacieron en la misma limitada región gaditano-sevillana donde surgie­ron las muestras iniciales del arte gitano-andaluz. Podemos establecer a este res­pecto tres núcleos nativos básicos: Jerez, Triana y Cádiz; en torno a ellos giran los restantes y esenciales focos creadores del flamenco: Alcalá, Utrera, Lebrija, Mo­rón, Los Puerto y Arcos, situados, con ligeras desviaciones, en el camino real que unía Cádiz con Sevilla. Todos los canaflamencándose.
Está claro que la profecía se cumplió. Con la llegada de los cafés cantantes el flamenco se profesionalizó, saliendo de los círculos familiares gitanos para vender­se ante un público variopinto que, al no poder soportar toda una velada la dura escucha de los cantes matrices (seguiriyas o soleares) obligó a los cantaores a afla­mencar estilos folclóricos, desde los fan­dangos, malagueñas, granaínas o tarantas hasta los recién importados cantes ameri­canos: guajiras, colombianas, vidalitas, rumbas, etcétera. La confusión estaba ser­vida y aumenta con el paso del tiempo. Hoy, bajo el paraguas del género flamen­co se cobijan toda clase de estilos ligeros, desde las sevillanas rocieras hasta la llama­da rumba catalana. Basta con darse una vuelta por los departamentos de flamenco de cualquier superficie comercial. ¿Qué es y no es flamenco? La cosa no parece tan clara como en el caso del blues o del rock y quizás por eso el flamenco no tiene una entidad definida en Internet, que lo clasifi­ca como latin music o world music. Un arte con dos siglos de existencia y que se grabó, en cilindros de cera, mucho antes que el blues.
Consciente de la exclusión que podría implicar esta tesis no me resisto a reforzar mis afirmaciones con las palabras del más clarividente investigador del flamenco y director de la más completa antología de flamenco grabada (Vergara Editores): José Manuel Caballero Bonald: "Como es ob­vio, los primeros grandes forjadores del flamenco nacieron en la misma limitada región gaditano-sevillana donde surgie­ron las muestras iniciales del arte gitano-andaluz. Podemos establecer a este res­pecto tres núcleos nativos básicos: Jerez, Triana y Cádiz; en torno a ellos giran los restantes y esenciales focos creadores del flamenco: Alcalá, Utrera, Lebrija, Mo­rón, Los Puerto y Arcos, situados, con ligeras desviaciones, en el camino real que unía Cádiz con Sevilla. Todos los can­taores de fines del siglo XVIII y de buena parte del XIX, que forman el censo funda­cional del flamenco, son oriundos, sin excepción, de alguna de las ciudades cita­das, y todos ellos, también sin excepción, eran de raza gitana" (Luces y sombras del flamenco. Algaida Editores, SA, 1988. Pá­gina 125. Nueva edición revisada).
Pero mi recuerdo de hoy es para el Mario Pacheco fotógrafo. Para su estiliza­da figura que se deslizó, desde el princi­pio, entre las costuras de La leyenda del tiempo con una pequeña cámara Leica entre sus manos. Su labor pasó desaperci­bida durante un mes. No recuerdo a nadie posando ni pendiente de su cámara. Por eso ahora, al visionar su impagable repor­taje, tomo consciencia de que Mario fue el autor del primer making-of de un disco flamenco. Fue el primero en tantas cosas que pasarán muchos años y seguiremos sorprendiéndonos con su genialidad. •


El Pais, Babelia nº 1.081 11 de agosto de 2012