sábado, 10 de marzo de 2018

LO MEJOR DE 2017 / REEDICIONES DE DISCOS Regreso al mono

En el apartado de las reediciones, la industria está apostando por paquetes voluminosos, donde caben vinilos, libros y ediciones monoaurales de discos clásicos

DIEGO A. MANRIQUE
14 DIC 2017



Desde la izquierda, George Harrison, Ringo Starr, John Lennon y Paul McCartney en Londres en mayo de 1967. JOHN DOWNING (GETTY IMAGES)

En el apartado de las reediciones, la industria está apostando por paquetes voluminosos, donde caben vinilos, libros y -atención- ediciones monoaurales de discos clásicos. Recordemos que, hasta mediados de los 60, el mono fue el sistema dominante en grabaciones de música pop.

Tenía sentido: el pop se consumía a través de radios y tocadiscos baratos, con un solo altavoz. Todo se complicó cuando se exigió preparar dos mezclas de cada disco, mono y estéreo. Dado que este último era inicialmente un mercado minoritario, se consideraba un engorro. El productor, solo o en compañía del artista, se esmeraba en la versión monoaural, la que escucharía la mayoría del personal. Luego, un ayudante se ocupaba deprisa y corriendo de la mezcla estereofónica.

Sin embargo, la estereofonía se impuso velozmente. Beatles y Beach Boys convirtieron el estudio de grabación en su principal instrumento. El ascenso de la psicodelia aumentó la demanda por mezclas ricas en efectos, donde además los instrumentos se desplazaban. Y el mono quedó olvidado, solo

Medio siglo de escuchar música en estéreo ha habituado el oído a esas fantasías sonoras; sumergirse ahora en grabaciones mono reserva ciertos sobresaltos. Por ejemplo, se han rescatado las ediciones mono de los primeros álbumes de The Doors. En la recopilación The singles, que incluye versiones mono –y recortadas, por exigencia de las emisoras- de singles salidos en 1967-1968, descubrimos unos Doors de insolente perfil. ¿Un grupo de rock de garaje? Algo así.

TÍTULOS DESTACADOS DE 2017

Bob Dylan: Trouble no more: the Bootleg Series, vol. 13/1979-1981 (Sony). Olviden, si es posible, el proselitismo fanático de las letras: lo notable es la energía e imaginación que derrochaba Dylan en su repertorio fundamentalista.

Varios: Sweet as broken dates/Lost Somali tapes from the Horn of Africa (Ostinato). Antes de despeñarse por la sima de los países fallidos, Somalia desarrolló una fascinante música cosmopolita, entre Bollywood y Harlem.

Dr. John: The ATCO albums collection (Rhino). Exiliado en Los Ángeles, el Doctor Juan ensayó desde una visión psicodélica del universo del vudú a la recuperación del rhythm and blues de Nueva Orleans.

Varios: Black gold: Samples, breaks & rare grooves from the vaults of Chess Records (Universal). Reconocida por sus grabaciones de blues, rock & roll y soul, Chess también investigó en el jazz-rock y la psicodelia a través del subsello Cadet.

Alice Coltrane: Turiyasangitananda: World spirituality classics 1 (Luaka Bop). Reedición de casetes devocionales que Alice grabó para creyentes y simpatizantes. Aviso: no hay rastros del jazz o el arpa que marcaban sus elepés para Impulse.

El Pais Babelia Nº 1.360. Sabado 16 de diciembre de 2017


Muere Antonia «La Negra», la cantaora que trajo los ecos árabes

Aunque nacida en Argelia, representaba la tradición de Triana. Era madre de Lole Montoya y abuela de Alba Molina

FERMÍN LOBATÓN

Sevilla 8 MAR 2018

La cantaora gitana Antonia Rodríguez Moreno falleció ayer en Sevilla a los 82 años. Dicho así, la noticia de su óbito quedaría en el reducido ámbito de los flamencos, artistas o muy aficionados. Puede ser comprensible, porque ella era «La Negra» y porque, en un momento dado, a finales de los años setenta del pasado siglo, emergió del anonimato y la conocimos como madre de Lole Montoya, quien junto a su marido, Manuel Molina, la pareja Lole y Manuel, había creado una refrescante —y muy exitosa—manera de presentar el flamenco. Antonia, que era cantaora dotada de un arte natural y transmisora de la herencia de sagas familiares, vino a darnos, con su llegada, respuesta a algunos de los interrogantes que nos planteaba su hija que, con un eco muy especial con el que entonaba, para nuestra perplejidad, aquellos cantos dichos en árabe en clave de tangos. Supimos entonces que su madre La Negra, aunque hija de trianero y jerezana, había nacido en Orán (Argelia), y que también había vivido en Marruecos, con lo que había absorbido las músicas de allí para transmitírselas a sus hijos de una forma natural. Un caso de transmisión oral marcado por el mestizaje.


Una vez descubierta, La Negra tuvo una fulgurante, aunque efímera, carrera artística. Alrededor de ella, junto a su marido, el bailaor Juan Montoya, se creó un grupo eminentemente familiar, La Familia Montoya. Una suerte de puesta en escena y profesionalización del arte consuetudinario, que contaba con las privilegiadas guitarras de unos adolescentes Rafael y Raimundo Amador y el arte de Carmelilla Montoya, sobrina de Antonia. Con su disco de debut, Triana (1976), producido por Ricardo Pachón, y con su presencia en los festivales flamencos de esa época, los Montoya se constituyeron, de forma inmediata, en referencia y representación de un arte percibido como natural, que La Negra dominaba con su personal magnetismo. Su repertorio era reducido —tangos y bulerías principalmente—, pero transmitían una fuerza percibida como auténtica. Nunca fue otra cosa su arte.

Vinieron más discos, pero amén de las fiestas familiares o actuaciones reducidas, el arte de La Negra fue quedándose con el tiempo en una cuestión de culto entre aficionados y artistas. Cuentan quienes la conocían de cerca que la devota dedicación a su familia, de la que siempre fue pilar, le impidió una mayor dedicación profesional. Su arte queda recogido, además de en los discos, en la serie documental El Ángel (Flamenco vivo), en momentos de esplendor, carácter y personalidad. La fuerza de su legado queda ahora en manos de su descendencia, que sabrá cuidar de su ejemplo: sus hijas Lole y Angelita, con quien la pudimos escuchar en una de sus quizás últimas apariciones públicas, dentro de la Bienal de Sevilla de 2012.


El Pais



El "cha-cha-cha" cumple 50 años. Qué rico vacilón.

MAURICIO VICENT

16 NOV 2003

En 1953, el mismo año en que Fidel Castro asaltaba el cuartel Moncada, en la primera acción armada contra la dictadura de Fulgencio Batista, en los clubes y academias de baile de La Habana arrasaba La engañadora. La canción contaba la historia de una joven de tremendas curvas que iba a bailar a un famoso salón de la calle del Prado. ¿Se acuerdan? Decía: "A Prado y Neptuno / iba una chiquita / que todos los hombres la tenían que mirar. / Estaba gordita, / muy bien formadita, / era graciosita; / en resumen, colosal". Y continuaba la letra: "Pero todo en esta vida se sabe / sin siquiera averiguar, / se ha sabido que en sus formas / rellenos tan sólo hay, / qué bobas son las mujeres, / que nos tratan de engañar".

Aquella canción pegajosa del violinista y compositor Enrique Jorrín, por aquel entonces director artístico de la Orquesta América, fue el primer chachachá. Y su ritmo revolucionó la música popular cubana en los años cincuenta, causando furor en todo el mundo.

En 1955, Rosendo Ruiz Quevedo creó para la América otros dos chachachás legendarios, Rico vacilón y Los marcianos, que decía aquello de: "Los marcianos llegaron ya / y llegaron bailando Ricachá / Ricachá, Ricachá, Ricachá, / así llaman en Marte al chachachá". Poco después, Nat King Cole grabó en La Habana El bodeguero, obra del flautista de la Orquesta Aragón, Richard Egues, y el chachachá atrapó al mundo como antes lo había hecho el son, la rumba, el mambo y otros ritmos salidos de Cuba.

En aquel año insurgente de 1953, el sello discográfico Panart grabó por primera vez La engañadora. Por aquel entonces en Cuba había 10.000 vitrolas, alrededor de cien emisoras de radio, varios canales de televisión -que emitían fantásticos programas musicales, como Cabaret Regalías, de la CMQ - y un sinnúmero de locales y establecimientos para escuchar música y bailar.



El cantante Nat King Cole (fallecido en 1965), durante una actuación.

Cabarés lujosos

Tropicana, Sans Soucí y Montmartre eran algunos de los lujosos cabarés, frecuentados por igual por turistas norteamericanos que por cubanos. Pero había otros muchos clubes dirigidos a una clientela casi exclusivamente nacional, como el Sierra, el Bambú o el Ali Bar, donde se presentaba habitualmente Benny Moré. También estaban en auge las sociedades, como Silver Star y Buena Vista Social Club, mientras que la academia Galiano Sport o el salón de Prado y Neptuno se llenaban a rebosar de bailadores los fines de semana.

Como la mayoría de las orquestas cubanas, a mediados de los años cuarenta, la América tocaba sobre todo danzones. Ya Orestes e Israel López Cachao experimentaban con el danzón de nuevo ritmo o danzón-mambo, y Jorrín dio un paso más allá.

"El danzón era instrumental, pero él empieza a meter en la parte final unos montunos, cantados por varios músicos, a modo de coros. Cambia el tiempo y el ritmo, el güiro comienza a sonar diferente y Jorrín se percata de que eso les gusta a los bailadores", según cuenta Helio Orovio, autor del Diccionario de la música cubana. Han pasado 50 años del pelotazo de La engañadora, y en Prado y Neptuno queda poco o nada del salón de baile. Orovio asegura que alguna vez vino aquí a bailar. Hoy, los mármoles del segundo piso están subdivididos y en esta planta habitan una decena de familias. Hilda Elisa Hernández es una mulata dulce de 79 años, y su casa ocupa el lugar en el que antes estaba la barra, donde se echaron tragos de ron grandes músicos de la época.

Hilda vive aquí desde 1959 y conoce bien la historia del lugar, aunque confiesa que a ella siempre le gustó más el danzón que el chachachá. "Cuando Jorrín independiza totalmente el nuevo ritmo del danzón original y el coro alcanza igual protagonismo que la música, arrasa", cuenta Helio.

Pero todavía no existía el concepto de chachachá. En aquel disco de la Panart, La engañadora todavía aparece catalogado por su autor como mambo-rumba.

¿Quién fue La engañadora? ¿De dónde salió aquella mujer que puso al mundo a gozar? Según el propio Jorrín, un día, en la esquina de las calles Infanta y Los Sitios, pasó caminando una chica de caderas voluptuosas y por su belleza se detuvo hasta un tranvía. Un hombre, exagerando, se arrodilló en medio de la calle y le lanzó un piropo. Ante el desprecio de la mujer, alguien dijo: "Tanto cuento y cuando viene a ver es de goma". Por la tarde, en el salón de Prado y Neptuno, el director de la Orquesta América vio a una muchacha muy delgada que tenía un tremendo fondillo. La vio entrar al baño, y al salir estaba diferente. "¿Usará postizos?", se preguntó.

El desaparecido Enrique Jorrín contó también alguna vez, aunque hay diversas versiones, que el nombre de su ritmo se debió a los propios bailadores: "Fue por la forma en que deslizaban sus pies, que sonaba cha-cha-cha".

A pocas manzanas de Prado y Neptuno, en el teatro Fausto, recientemente se celebró un nuevo Festival del Chachachá, durante años suspendido por la crisis. Se hizo un concurso de baile y otro de composición, y se rindieron homenajes a Rosendo Ruiz Quevedo, a Richard Egues y a la Orquesta Aragón.

Orovio habla de Rosendo como un patriarca. Y lo es. Tiene más de 300 canciones, de todos los géneros imaginables: sones, guarachas, rumbas, boleros, guapachás, guajiras, temas de filin, mambos y, claro está, chachachás. Su casa en la calle de la Paz, en el barrio de Santos Suárez, es como la guarida de un sabio despistado. Al lado de una vieja máquina de escribir, seguramente rusa, se desborda un montón de partituras, recortes de prensa, fotos, libros de música, más todo lo que uno pueda imaginar.

Rosendo tiene 85 años, pero no los aparenta. Nada más llegar, le entrega a Orovio una fotocopia del manuscrito de un libro sobre su vida que se llama Mi mejor canción. Orovio recuerda, aunque no viene al caso, la letra de Rico vacilón: "Vacilón, qué rico vacilón; / chachachá, qué rico chachachá. / A la prieta hay que darle cariño; / a la china, tremendo apretón; / a la rubia hay que darle un besito, / pero todas gozan el vacilón".

"Es el chachachá más escuchado y grabado en el mundo", señala Helio. Y cuenta que Rosendo es también autor de rumbas famosas como Saoco, y que su padre, Rosendo Ruiz Suárez, fundador del movimiento de la Trova tradicional, fue premiado en la Expo de Sevilla de 1929 por su son De mi Cubita es el mango.

"Esta isla tiene una magia especial. Es la magia del cubano y de la mezcla, y eso marca a la música", afirma Rosendo. Y sentencia: "Fuera de sus fronteras, de Argentina se conoce sobre todo el tango. De México, el corrido y la ranchera, y de Brasil, un país de enorme tradición y talento, la samba. Pero Cuba tiene la particularidad de tener una gran variedad de ritmos y estilos, todos de gran fuerza, de ahí lo internacional de nuestra música".

Orovio interviene: "No se puede entender la música cubana sin el son. En el son se reúnen dos raíces de una fuerza arrolladora: la guitarra española y la percusión africana, y a partir de ahí...".

Hoy ya no quedan vitrolas en La Habana y la mayoría de los cabarés y clubes de los años cincuenta están cerrados. Rosendo sigue cobrando derechos de autor por Rico vacilón, pero muchos menos de los que debiera, aunque ésa es otra historia.

"Sin duda, la influencia de la música cubana está en todos lados", dice con voz firme Orovio. Chano Pozo, Mongo Santamaría y otros revolucionaron el jazz norteamericano con sus tumbadoras, y hay canciones de Los Beatles que suenan a chachachá, afirma el musicólogo.

Y lo fabuloso: cuenta Richard Egues que la canción que encandiló a Nat King Cole se debe a un bodeguero amigo suyo de Santa Clara. "De vez en cuando nos echábamos unos tragos juntos".

UN CENTAVO POR DISCO

EL CHACHACHÁ marcó toda una época en Cuba. En una vieja entrevista, al recordar cuando la Panart grabó por primera vez, en un disco de vinilo de 45 revoluciones, La engañadora, Enrique Jorrín decía: "El éxito fue total. Me pagaron un centavo por cada copia vendida, y con lo que gané me compre un coche del año, que costaba 2.000 dólares".

Por la cara B de aquel vinilo estaba Silver Star, canción que aludía a una sociedad de negros del mismo nombre que existía en el barrio habanero de La Victoria. Allí, y en otros clubes similares, los bailadores pusieron de moda el nuevo ritmo -en la isla de Cuba, un ritmo no triunfa por completo si no genera su propio estilo de baile.

"El Silver tiene lo que yo más quiero / tiene una luz que alumbra mi sendero", decía aquella canción, que por primera vez incluyó el estribillo "chachachá, chachachá, es un baile sin igual".

Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 16 de noviembre de 2003



jueves, 8 de marzo de 2018

El viaje de aprendizaje de Robbie Robertson

El cabecilla de The Band publica 'Testimony', una brillante autobiografía que deja cabos sueltos

DIEGO A. MANRIQUE
22 NOV 2017


Martin Scorsese y Robbie Robertson, en el Festival de Cannes en 1978.

Testimony comienza con un viaje en tren. 1960: Robbie Robertson, 16 años, parte desde Toronto para unirse en Arkansas a The Hawks, la banda del rockanrolero Ronnie Hawkins. La edad no es el único problema: para pagarse el billete, ha debido vender su preciada Fender Stratocaster.


Ya tenemos el leitmotiv: la educación integral de un músico que vivirá en la carretera, tocando con Hawkins o Bob Dylan, a lo largo de siete años. Hasta que Dylan se retira a ­Woodstock, un pueblo de Nueva York, y Robertson le sigue; consigue una casa y funda una familia. En Woodstock, con los antiguos compañeros de gira, nace The Band, una especie de alambique montañero que destila las esencias de muchas músicas de EE UU… a pesar de que cuatro de sus cinco miembros son canadienses.

La fascinación por esos sonidos, la inmersión en la sangrienta historia de la república, les proporcionará una visión única, ajena a las tendencias. Con sonido austero e historias color sepia deslumbran a un público que sale de la borrachera psicodélica, cambiando la inclinación estética de divinidades tipo Eric Clapton o George Harrison.


Los primeros años de Robbie en EE UU son pura picaresca. Hawkins le avisa de que no se hará rico, pero que —usemos un eufemismo— conseguirá más sexo que Frank Sinatra. Se acerca al abismo: se plantea robar una partida de póquer; la parte judía de su familia le implica en negocios del hampa. Incluso cae bajo la jurisdicción de la Policía Montada de Canadá.

Mientras tanto, Robbie se ha labrado buena reputación como instrumentista: la lógica, la brillantez de sus solos hace que le denominen “el guitarrista matemático”. Pero no es eso, ni siquiera los sólidos discos que graba como parte de Levon & The Hawks, la principal razón de que Dylan se fije en ellos. Todo eso cuenta, pero lo que este necesita es músicos con caparazón, capaces de superar la hostilidad del público.

Dylan ha registrado dos discos sísmicos, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde, con músicos de estudio y figuras (Bloomfield, Kooper) que no quieren ir con Bob al matadero del directo. Juzgado y condenado por traición al folk, corre la consigna de acudir a sus conciertos para abuchearle. No es una experiencia grata: Levon Helm, líder y baterista, se siente tan asqueado que abandona la música una temporada.

Para consternación de sus excompañeros, Robertson se ha llevado todo el prestigio (y buena parte del dinero) de The Band

Robertson, discreto y seductor, aprende a moverse entre las superestrellas que acuden a rendir tributo a Dylan. En 1966, tras un show en Londres, intenta reanimar a su jefe, que se ha quedado traspuesto por tantas anfetaminas o vaya usted a saber. Le mete en la bañera y Bob se hunde bajo el agua; mientras, los Beatles esperan pacientemente.

A partir de cierto momento, se intuye la secreta transformación de Robertson. Se lanza a hacer la guerra por su cuenta. Paulatinamente, asume la representación de The Band cara a la industria y los medios. Canta poco, pero firma la mayoría del repertorio. Organiza lo que pretende ser la apoteosis final, un concierto en San Francisco denominado The Last Waltz, en 1976, cuya crónica cierra Testimony triunfalmente.

No lo reconoce, pero en ese plan late una agenda oculta. Robbie, que ha intimado con el cineasta Martin Scorsese, quiere hacer carrera en Hollywood como actor. En realidad, solo llega a protagonizar una película, Carny (1980). Pero consigue un trabajo extremadamente gratificante y muy bien pagado: se ocupará de la música en casi todos los proyectos cinematográficos de Scorsese. En comparación, sus discos en solitario pasan desapercibidos.

Para consternación de sus excompañeros, Robertson se ha llevado todo el prestigio (y buena parte del dinero) de The Band. Sin su ayuda, reaniman el grupo en 1983. Lo hacen en la segunda división discográfica, sin apoyo mediático, zarandeados por sucesivas tragedias (suicidio de Richard Manuel, muerte brusca de Rick Danko…).

Nada de eso se menciona en Testimony, pero sí deja caer pinceladas que sugieren la atracción de Manuel, Danko y Helm por las drogas duras o su peligrosa tendencia a destrozar coches en medio de pasotes. Localicemos la fuente de la discordia: al principio, cuando todos aportan canciones al repertorio, acuerdan distribuir equitativamente los ingresos por derechos de autor (en atención también a Garth Hudson, extraordinario teclista que apenas compone). Según avanzan los discos, Robertson se afianza como autor principal. Ha detectado que esa es la pasta más cómoda y cabe imaginar que se rebela contra el reparto.

Llegamos al dilema del plato de lentejas. Según Testimony, Richard Manuel está avergonzado por no cumplir a la hora de traer canciones y propone (¿uh?) que Robertson le compre sus derechos editoriales. Dice que lo hace con reticencia, pero le pilla gusto: adquiere luego los de Danko y Hudson; solo Levon Helm se resiste.

Disculpen que entremos en estas miserias, pero urge completar la dimensión moral de Testimony. Con el tiempo, los colegas de Robertson se sentirán estafados; alegan que lo del reparto reflejaba el modo colectivo de elaborar las canciones. Helm se muestra particularmente vitriólico: arruinado por el tratamiento de un cáncer, se descubre casi indigente durante la era digital, cuando adelgazan los cheques que recibe. Y carga contra Robertson. Puede que fueran las eternas protestas del perdedor, pero el acusado se hace un flaco favor al aplicar un estricto criterio cronológico a Testimony, obviando asuntos tan amargos.



'TESTIMONY'

Autor: Robbie Robertson.
Editorial: Neo Person (2017).
Formato: tapa blanda (608 páginas).



El Pais Babelia Nº1.356. Sabado 18.11.2017