sábado, 13 de agosto de 2022

Luz de jazz para tiempos oscuros


La pianista Myra Melford, en un trío junto a Joelle Léandre y Lauren Newton, en mayo de 2021 en Moers (Alemania). DPA/PICTURE ALLIANCE/GETTY

Varios álbumes concebidos y grabados en pandemia muestran la excelente salud del género, que en lo que va de año ya ha brindado algunas obras memorables

POR YAHVÉ M. DE LA CAVADA

Confundimos en ocasiones la originalidad, concepto esquivo que ha de mirarse en muchos espejos antes de poder afirmarse con rotundidad; con la frescura o el ingenio. No es necesario inventar algo nuevo cada dos por tres para mantener una música relevante, sino establecer nuevos planteamientos o prismas por los que mirar ideas ya existentes. Ahora que estamos empezando a escuchar el grueso de álbumes concebidos y grabados en pandemia, encontramos deslumbrantes brotes de creatividad surgidos de las limitaciones provocadas por la situación global, que ponen un foco sobre el jazz como una música profundamente viva.


Secular Psalms (Greenleaf Music)


Si hay un jazzista a quien no hay pandemia que pueda parar es el hiperactivo trompetista y compositor Dave Douglas. Su último álbum, Secular Psalms (Greenleaf Music), es uno de los mejores que ha publicado en los últimos años, y consiste en una suite comisionada para celebrar el 600º aniversario del majestuoso Altar de Gante, de Jan van Eyck, en la que Douglas parte de fuentes tan ajenas a él como misas latinas, música folclórica medieval o compositores del siglo XV, para crear una obra totalmente contemporánea. Completando el triple salto mortal, Douglas, obligado por la pandemia, rompe una regla esencial del jazz y presenta un álbum con la parte de cada músico grabada en diferido y por separado desde diferentes ciudades del mundo. Nadie lo diría: el sexteto, compuesto por Douglas, tres jóvenes belgas, la pianista polaca Marta Warelis y la fabulosa chelista norteamericana Tomeka Reid, suena completamente orgánico y natural. Pura magia.

Reid es una de las protagonistas de otra suite extraordinaria recién publicada, firmada por Myra Melford, una de las más estimulantes pianistas de la música creativa actual. Antes de la pandemia, durante una residencia en la legendaria sala The Stone de Nueva York, Melford formó puntualmente un quinteto estelar junto a Reid, la guitarrista Mary Halvorson, la saxofonista Ingrid Laubrock y la percusionista Susie Ibarra, todas ellas máximos exponentes de sus respectivos instrumentos, para una sesión de improvisación libre. La experiencia fue tan satisfactoria que se planteó extender la colaboración, pero el confinamiento truncó los planes de reeditar en directo alquinteto. A cambio, Melford se sentó a escribir este For the Love of Fire and Water (RogueArt), un álbum fascinante que consigue algo muy raro y valioso: mostrar a cinco improvisadoras extremadamente personales en total armonía, con todas ellas manteniendo su identidad sin tensiones ni desvirtuar lo colectivo del proyecto.


Assembly (Yestereve)


Volviendo a los triples saltos mortales provocados por la pandemia, el trombonista Jacob Garchik, uno de los más brillantes músicos de la escena norteamericana y compañero habitual de titanes como Henry Threadgill, Mary Halvorson o Anthony Braxton, ha rizado el rizo en su nuevo álbum y le ha salido más que bien: Assembly (Yestereve) es sin duda uno de los mejores discos que ha dado el jazz en lo que va de año. Y lo hace con un espíritu a priori antijazzístico y un resultado prodigioso: durante la pandemia, Garchik juntó a un quinteto de amigos (el saxo soprano Sam Newsome, el pianista Jacob Sacks, el contrabajista Tilomas Morgan y el baterista Dan Weiss) y organizó algunas sesiones en un estudio con diferentes cabinas para cada músico, grabando standards, bines y piezas dentro de la ortodoxia jazzística. Después, Garchik se pasó varios meses en el estudio cortando, pegando, uniendo, formando y deformando la música hasta construir un colosal frankenstein, un álbum excitante y original, como hace tiempo no escuchábamos en el género. Si es jazz o no, es lo de menos: es una obra maestra.

En otro extremo, sintetizando al máximo la idea del instrumentista en soledad, nos encontramos con el último disco del guitarrista John Scofield. Un disco íntimo de título homónimo (ECM) en el que todo es Scofield y solo Scofield: el guitarrista en solitario, respaldado por sí mismo con un looper en el que graba previamente delicados acompañamientos, interpretando un repertorio que es, en cierto modo, un personal autorretrato musical que nos lleva de versiones de Hank Williams y Buddy Holly a viejos standards y un puñado de originales. Una pura delicia interpretativa que muestra la talla de uno de los grandes guitarristas de la historia en su expresión más pura y esencial.


Nuna (Pi Recordings)


También en soledad está concebido otro álbum cautivador, aunque muy diferente al de Scofield. Mientras el del guitarrista está apoyado en el divertimento y la distensión, Nuna (Pi Recordings), de David Virelles, surge de la reflexión y la búsqueda de ideas, tanto en el plano de la composición como en el de la profundización en el sonido del instrumento. Virelles, probablemente el jazzista cubano más interesante desde Gonzalo Rubalcaba, aglutina varias raíces musicales: la herencia latina en general, y cubana en particular, el jazz contemporáneo, la improvisación libre y la tradición europea germinan por igual en su personal música. Nuna es un conjunto de miniaturas que muestran todas estas raíces, y un viaje al interior de la identidad pianística de Virelles, formada de continente en continente, y lúcido reflejo de la globalidad del músico de jazz del siglo XXI.

Y donde Virelles repiensa, a su manera, el piano solo, el demoledor grupo Punkt.Vrt.Plastik de la pianista eslovena Kaja Draksler, el contrabajista sueco Petter Eldh y el baterista alemán Christian Lillinger va mucho más allá de la introspección y el estudio, reinventando el trío clásico de piano, contrabajo y batería con música que nace de la disciplina y de la espontaneidad a partes iguales. Las piezas del trío, angulosas y alambicadas, se apoyan tanto en ostinatos obsesivos como en las constantes fluctuaciones del ritmo, con los tres instrumentos construyendo un andamiaje improvisado en el que cada uno parece ir por su lado y, al mismo tiempo, todo suena asombrosamente ensamblado. Su nuevo álbum, Zurich Concert (Intakt), tiene el plus de estar grabado en directo, mostrando que en la apabullante música del grupo no hay trucos: son tan buenos como parecían en el estudio. Auténtico jazz del siglo XXI, con una categoría que pocos tienen hoy.

Otra interesante reinvención, muy diferente a estas, viene de nuestro país: el saxofonista Josetxo Goia-Aribe ha publicado Sarasateando (Karonte), un álbum compuesto por 10 piezas en las que parte de la música del violinista y compositor Pablo Sarasate para crear algo muy curioso: aunque la estética entronca con lo jazzístíco —el grupo es un cuarteto de saxo, piano, contrabajo y batería—, no podemos decir que estemos ante un disco de jazz, pero mucho menos aún ante relecturas cercanas a la música clásica. El atractivo del proyecto reside en su respetuosa irreverencia y en su ánimo de revitalizar-armonías románticas y raíces folclóricas, llevándolas al terreno del saxofonista y entregándolas como un puñado de exquisitas miniaturas.


Zaidín (Clean Feed)


Pero, como decíamos al principio, tampoco hay que inventar nada para crear una obra fresca y rotunda en el jazz contemporáneo, basta con tener el lenguaje y la personalidad del extraordinario trío de Liba Villavecchia con Vasco Trilla y Álex Reviriego, que han publicado uno de los más redondos discos de jazz publicados internacionalmente en lo que. va de año, Zaidín (Clean Feed). Música libre, profunda y vibrante, creada en España durante los turbulentos tiempos de la covid. Y estos son solo algunos ejemplos; sin duda, aún queda resaca creativa por descubrir.

    EL PAÍS.  BABELIA Nº 1.602,  SÁBADO 6 DE AGOSTO DE 2022

viernes, 5 de agosto de 2022

Músicas ocultas

IDA Y VUELTA

ANTONIO MUÑOZ MOLINA


John Mauceri dirige un concierto en el Hollywood Bowl de Los Ángeles, en septiembre de 1997. iris schneider (los angeles times/ getty)

La sorpresa de lo nuevo y lo inesperado no es una experiencia frecuente para el aficionado a lo que sigue llamándose música clásica. Dejando aparte festivales especializados, podemos predecir antes del comienzo de cada temporada una gran parte de los programas que se nos invitará a escuchar, y también sabremos que casi en todos ellos predominarán obras escritas hace más de un siglo. Llevar muerto al menos 100 años, y preferiblemente 200, es un mérito que favorece mucho a un compositor, casi tanto como ser varón, y blanco, y de habla alemana, aunque tampoco garantiza la interpretación regular de sus obras. Los repertorios culturales se definen no tanto por lo que celebran como por lo que ocultan, o ni siquiera eso, lo que desdeñan y olvidan, a veces por un sostenido empeño de eliminación, basado en anatemas ideológicos o estéticos. La mayoría abrumadora de las obras que se tocan en las salas de conciertos fue compuesta en el siglo XIX, con la excepción de unas cuantas sinfonías de Mahler y de Shostakóvich. Hay personas convencidas de que un atributo necesario del oficio de compositor es llevar muerto mucho tiempo. Los compositores vivos, numerosos, pero en gran medida invisibles para el público no muy especializado, logran de tarde en tarde un hueco en la primera parte de los programas, que en la segunda ofrecerán, para compensar, una obra bien conocida de algún muerto glorioso. A los compositores vivos se les encargan obras que será difícil escuchar después del estreno, o se les confina en el ámbito todavía más minoritario de lo contemporáneo, el de una música oscura y chocante para muchos oídos que no sale nunca de su propio gueto, aunque desde hace ya tres cuartos de siglo es, en líneas generales, la promovida por instituciones educativas superiores, la patrocinada por fundaciones y concursos internacionales, la celebrada por el establishment crítico en Europa y en Estados Unidos. Como sucede en las artes plásticas, también en la música, y sobre todo en la ópera, que es más vistosa, una actitud de permanente vanguardia se ha convertido en ortodoxia institucional: tiene todo el poder para establecer las reglas y se declara subversiva; se las arregla al mismo tiempo para ocupar el poder y para propagar la rebeldía; se nutre en muchos casos de los presupuestos públicos y del capricho cultural de los ricos, y proclama con grandes aspavientos su radicalismo corrosivo, su voluntad de iconoclastia. Salvo cuando interviene el esnobismo, o el interés práctico, a nadie llega a gustarle algo por obligación. La música clásica pasa muchas veces, sin término medio, de la prestigiosa arqueología a la inhóspita novedad, en una alternancia que acaba alejando al público y que según John Mauceri se estableció después de la II Guerra Mundial, cuando muchos compositores jóvenes que habían conocido de primera mano el horror consideraron necesaria una ruptura radical con todo lo que perteneciera a aquel pasado irredimible. Las efusiones orquestales de sentimentalidad y belleza melódica habían sido cómplices de la barbarie. Las normas de la armonía y la tonalidad habían enmascarado impulsos bestiales. El doctor Mengele y Adolf Eichmann eran devotos de Schubert. Hitler se conmovía hasta las lágrimas con Tristán e Isolda y con las operetas vienesas. Y en el otro lado de la recién instaurada Guerra Fría, el despotismo cultural soviético imponía a la fuerza la pintura figurativa y una ortodoxia musical congelada en el siglo XIX. John Mauceri es un entusiasta práctico que ejerce el activismo de la dirección orquestal y la divulgación. Yo lo descubrí en uno de esos libros iluminadores que abren al máximo un mundo al aficionado que se acerca a él sin conocimiento técnico, For the Love of Music. Ahora ha escrito uno más provocador, y todavía más vehemente, The War on Music: Reclaiming the Twentieth Century. El hilo conductor del libro es ese enigma doble de la congelación de la música clásica en un repertorio invariable de obras del pasado cada vez más lejano, y de la imposibilidad de la música contemporánea de encontrar un público y de convertirse en tradición viva. Entre uno y otro extremo, lo que Mauceri encuentra no es un vacío, sino una ausencia escandalosa, el silencio de toda una música del siglo XX que casi nadie interpreta, pero que podría ofrecer lo que hace falta con más urgencia en los programas y en las salas de conciertos: el estímulo de lo inesperado y novedoso sin la antipatía del hermetismo, lo contemporáneo que no necesita afirmarse en la negación tajante de todo lo pasado, el reconocimiento de que la música, la música seria, la llamada clásica, es y ha sido siempre permeable a las músicas populares y no ha dado la espalda con puritana arrogancia al éxito comercial, ni a la exaltación de las emociones, ni al descaro del melodrama y de la risa.

Desde los años cincuenta, muchos pintores —y pintoras— quedaron desprestigiados y hasta excluidos de la historia del arte por la primacía de la abstracción, con sus rigurosos anatemas, no dictados por pintores, sino por críticos y expertos. De modo parecido, la vanguardia obligatoria de la música, explica John Mauceri, borró con eficaz injusticia a algunos de los compositores más originales y poderosos del siglo XX, en castigo por no haberse sometido a la obligación de la atonalidad y la vanguardia, y en algunos casos, además, por el pecado imperdonable de escribir para el cine. Para mayor tristeza, la mayoría de esos compositores habían sufrido ya un anatema previo: judíos alemanes y austríacos, o militantes de izquierda, el nazismo calificó su arte de "música degenerada", y si no acabaron en campos de exterminio fue porque huyeron a tiempo y encontraron refugio en Estados Unidos. Nombres mayores: Erich Wolfgang Korngold, Kurt Weill, Max Steiner, Franz Waxman, Paul Hindemith, Miklos Rozsa. Arnold Schonberg no llegó a escribir para el cine, pero formó parte de aquella diáspora, y en Los Ángeles siguió componiendo obras admirables, aunque menos sujetas a los rigores de su propia doctrina, y fue amigo y admirador de George Gershwin. John Mauceri se ha especializado como director en la recuperación de partituras de esos maestros postergados, incluyendo bandas sonoras que merecen por su calidad el pedestal de una sala de concierto.

Pero Mauceri, para afirmar lo que ama, no necesita negar nada. Tonal o atonal, vanguardista o conservadora, lo que importa de una obra es el talento creativo que se manifiesta en ella. En el corazón de su libro están la amistad y la admiración mutua que se profesaron Schonberg y Gershwin. Tenemos la suerte de vivir en un tiempo en que es posible ser partidario fervoroso de los dos.



El Pais. Babelia nº 1.598, sábado 9 de julio de 2022

jueves, 4 de agosto de 2022

La venganza tardía de Michael Head

Venerado por Oasis o The Coral, el exlíder de The Palé Fountains vive, a los 60 años, una segunda juventud. Su nuevo disco, el espléndido Dear Scott, ha hecho entrar al músico por primera vez en el top ten británico




POR IÑIGO LÓPEZ PALACIOS

Por fin lo consiguió. Michael Head ha tardado 40 años en colar un disco en el top ten del Reino Unido. Dear Scott, su nuevo álbum, entró directo al número seis. Es un milagro. Su trayectoria se resume en nueve discos en cuatro décadas que han sido estrepitosos fracasos comerciales. Una dinámica asesina para un compositor excepcional de delicadas maravillas pop que llegó un punto que no sabía por dónde le daba el aire: "No quiero ser famoso. Aunque tampoco he tenido la oportunidad. No sé qué cojones ha pasado", declaró en 1992. Sí, pero no, la historia de su vida.

Por aquel entonces, parecía haberse rendido después de uno de los casos de mala suerte más asombrosos de toda la historia del pop. Aquel año, Shack, su grupo de entonces, preparaba el lanzamiento de su segundo disco, Waterpistol. El primero, Zilch (1988), no había llegado a ningún sitio, pero eso no era nuevo para los dos líderes, los hermanos de Liverpool Michael y John Head, que ya se habían estrellado contra la indiferencia del público con su primer grupo, los maravillosos The Palé Fountains. Lo que no cambiaba tampoco es que cada vez que tenían algo nuevo entre manos les decían que esta vez sí, que ahora iban a triunfar.

Waterpistol terminó de grabarse en 1991, después de dos años de trabajo complicados por los problemas habituales con Head, adicto a la heroína. Pero todo el mundo parecía estar muy satisfecho con el resultado. Hasta que una noche el estudio se incendió, destruyendo el master del álbum. En teoría no pasaba nada, porque el productor había hecho una copia de seguridad... que se dejó en un coche de alquiler en EE UU. Siguieron meses de búsqueda para dar con las cintas. Al final se recuperaron, pero el sello se había declarado en quiebra. Quedó aparcado en una balda.

Lo terminó lanzando una discográfica alemana en 1995. Y sonaba fabuloso, "como unos The Stone Roses en acústico o unos The La's no obsesionados con los sesenta", escribió el crítico Stewart Mason. Las reseñas fueron unánimes. "Si esto se hubiera publicado años antes...", decían casi todas. A Head, metido de lleno en la adicción, aquello le sonó a chiste. El grupo se había disuelto hacía años y él había logrado uno de los sueños de su vida, ser guitarrista en una gira de su ídolo, Arthur Lee, líder de Love, el grupo que le obsesiona desde adolescente, hasta el punto de saber tocar todas sus canciones (y lucir sus camisetas en sus retratos promocionales).

Había editado un disco increíble con el nombre de The Strands, The Magical World Of The Strands (1997), cuando le convencieron de refundar Shack. En 1999 publicaron HMS Bable, con el cantante entrando y saliendo de desintoxieación. Incluía una de las canciones más gloriosas de los noventa, 'Comedy', y la entonces todopoderosa revista musical británica NME le colocó en su portada con el titular: "Este hombre es nuestro más grande compositor. ¿Le reconoces?". Y aun así el disco no entró en el top 20.

Shack editarían dos álbumes más. El último, The Corners Of Miles And Gil, en el sello de uno de sus mayores admiradores, Noel Gallagher, que no llegó ni al top 50. Fue el fin. Michael Head no publicaría ningún otro álbum hasta 2017, acompañado por la misma The Red Elastic Band con la que ahora edita este exitoso Dear Scott. Inesperadamente exitoso, porque nadie se figuraba que esto iba a pasar. Ni él ni su desconocida discográfica, Modern Sky UK, la sucursal británica de un gigante chino, que por algún motivo decidió abrir oficina en Liverpool, hogar de Head. Se intuye que en el fichaje del músico de 60 años algo ha tenido que ver que sus únicos compañeros de sello con cierto renombre son The Coral. Uno de los fundadores de la banda, Bill Ryder-Jones, otro rendido admirador de Head, es el productor de Dear Scott y ha hecho un trabajo espléndido. Sus melodías nunca han sonado tan pulidas.

Esta no es la primera vez que Head, inglés hasta la médula, ficha con un sello de origen foráneo. El primer sencillo de su carrera lo publicó la sección británica de una discográfica belga, Les Disques du Crépuscule. Entonces, Michael Head era un jovencito de 21 años, líder de The Palé Fountains, una desconocida banda de Liverpool. La noche que los ficharon era la primera vez que actuaban fuera de su ciudad. Horas antes de aquel concierto en Londres de abril de 1982 estuvieron hablando con el trompetista de la banda a la que iban a telonear y descubrieron que ambos eran muy fans de un grupo californiano de los sesenta entonces bastante olvidado, Love. Le invitaron a subir al escenario con ellos. La trompeta y las ambiciosas canciones pop encajaron a la perfección y pasó a ser miembro oficial de los Fountains. Entre el público estaban los responsables del sello, que les ofrecieron allí mismo grabar un sencillo. Aquel single, 'Just A Girl / 'Something On My Mind' salió en julio de 1982 y hoy, exactamente 40 años después, sigue sonando maravilloso. Tres meses después fichaban por una multinacional, Virgin, que les adelantó 150.000 libras, una gran cantidad para unos debutantes.

A partir de ese comienzo fulgurante, todo fue cuesta abajo. Nada de lo que hicieron después cuajó. The Palé Fountains apenas duraron tres años, pero publicaron dos discos, Pacific Street (1984) y From Across The Kitchen Table (1985), que aún hoy suenan, especialmente el primero, exquisitos. A Love, a John Barry o a Aztec Camera, compañeros de generación con más suerte comercial.

Michael Head siempre tuvo voz de tener 40 años y un gusto por la instrumentación acústica y atemporal, los coros, las trompetas y los violines. Podría encajar en muchas partes y no encajaba en ninguna. Se lee constantemente que es de esos artistas bendecidos por la crítica, pero ignorados por el público. No es exactamente así. En una época en la que hasta la más pequeña banda cuenta con un libro o un documental, él no tiene nada de eso. Y él parece haber vivido gran parte de su vida pasmado ante la paradoja de ser ocasionalmente reconocido como uno de los grandes y que eso no signifique nada.

Cuentan los que han estado en los conciertos de la pequeña gira que ha realizado con este álbum que él está espléndido, sano, ni rastro de sus viejas adicciones. "Lo dejé gracias a una increíble red de apoyo... y a no poder pagarlo", dijo recientemente. En algunos directos le ha acompañado su hermano John. En los vídeos de YouTube se le ve sonriente, agradecido como un chaval, con esa mirada del que oye los aplausos y piensa: "Ya era hora".




Michael Head & The Red Elastic Band
Dear Scott
Modern Sky UK

      EL PAÍS. BABELIA Nº 1.599, SÁBADO 16 DE JULIO DE 2022