domingo, 18 de abril de 2021

El triunfal regreso de Sonny Rollins

 El más importante jazzista vivo avala la publicación de unas grabaciones inéditas, hechas en Holanda en 1967 y recién halladas, que documentan un momento clave en su carrera.

Ruud Jacobs (izquierda) y Sonny Rollins, en el Goo-Goo Club en Loosdrecht, en mayo de 1967. /Beeld en Geluid


Yahvé M. de la Cavada, Bilbao

En un año especialmente fecundo para la arqueología discográfica del jazz, una de las joyas recién publicadas por el sello Resonance, en colaboración con el Nederlands Jazz Archief, se impone: probablemente, el mejor disco de aparecido en 2020 es Rollins In Holland, con más dos horas de música inédita grabada en 1967 por Sonny Rollins junto a Ruud Jacobs y Han Bennink. La diferencia con otros álbumes inéditos de gigantes del género es que, aparte de su incuestionable calidad, el propio Rollins, un músico muy selectivo con lo que da permiso para publicar, está implicado en este lanzamiento. Tras escuchar las cintas descubiertas en Holanda, el jazzista vivo más importante del mundo, nacido en Nueva York, de 90 años, rememoró la magia de aquel trío inédito y dio su bendición para que este material  viese la luz.

Rollins In Holland representa la última página de un importante capítulo en la carrera del saxofonista y, en cierto modo, en el jazz de los sesenta. Un capítulo que había empezado 10 años antes, con la grabación de los seminales álbumes Way Our West y A Night At The Village Vanguard, con los que Rollins apuntaló uno de los formatos más complejos y exigentes para un saxofonista: tocas en trío con contrabajo y batería. Rollins cultivó asiduamente ese formato en aquellos años, antes y después de su famoso retiro entre 1959 y 1961, y estas grabaciones encontradas suponen, en cierto modo, el cierre de esa etapa. Una clausura casual y postergada, pero rotunda, tanto por su excelencia musical como porque constituye el último testimonio grabado de Rollins en trío, y también el último registro antes de su segundo retiro, a finales de 1969. Desde ese momento, y hasta su regreso a la música, en 1971, Rollins viajó a la India, estudió yoga y encontró una nueva voz. Siguió siendo un coloso, pero su música ya era otra. Y el jazz también era diferente: la muerte de John Coltrane, la deriva eléctrica de Miles Davies y la irrupción de sonidos populares en la escena marcaron a finales de los sesenta el fin de una era.

En mayo de 1967, Rollins fue invitado a tocar algunos conciertos en Holanda justo después de una pequeña gira por Inglaterra. Fueron pocos días y la música fue soberbia, tanto en pequeños clubes como en un auditorio de Arnhem o el estudio de Hilversum, en el que registró cuatro temas para la radio holandesa. Después, Rollins volvió a su país y todo el mundo olvidó que mucha de aquella música había sido grabada, hasta hoy.

Rollins habla con Jacobs en presencia de Han Bennink./ T. Van Wageningen

La importancia de este hallazgo es que aquellos no fueron shows rutinarios. El encuentro de Rollins con los holandeses Ruud Jacobs y Han Bennink es mágico, uno de esos que se dan casi por casualidad en el jazz y acaban siendo irrepetibles. No solo el encuentro: el momento también es crucial. Jacobs estaba en su plenitud como contrabajista: hermano del excelente pianista Pim Jacobs, para 1967 ya llevaba más de una década tocando con algunos de los más importantes músicos de su país y acompañando a figuras norteamericanas. Han Bennink era uno de los bateristas más importantes de la escena europea en la época: en 1964 había acompañado a Eric Dolphy en su Last Date, grabado poco antes de la muerte del saxofonista, y en 1967 ya estaba inmerso en la fundación, junto a Misha Mengelberg y Willem Breuker, del colectivo vanguardista Instant Composers Pool, y a punto de convertirse en uno de los grandes referentes del free jazz europeo. Cuando surgió la posibilidad de acompañar a Sonny Rollins en unas pocas fechas, Jacobs y Bennink fueron los elegidos por varias razones: por un lado, eran los mejores de su país en sus respectivos instrumentos; por otro, aunque musicalmente estaban ya en sitios diferentes, en los últimos años habían acompañado juntos a importantes músicos de visita en Holanda, como Wes Montgomery, Ben Webster o Clark Terry, y podían enfrentarse a una situación como la de tocar en trío con Rollins, en la que era tan necesario acompañar como construir, siempre en busca del equilibrio entre el swing, la libertad y la comunicación musical entre los tres intérpretes.

Así, la química fue apabullante desde su primer encuentro, registrado en directo y publicado en esta edición. Según cuenta Rollins, fue llegar, conocerse y tocar, pero la conexión resultó instantánea y brutal: el trío suena compacto, comunicativo y dinámico, impulsado por la fuerza de tres creadores diferentes (Jacobs desde la tradición, Bennink desde la vanguardia y Rollins como fuerza motora, a medio camino entre ambas), señalando en la misma dirección con swing y plena libertad.

La calidad de la grabación del concierto, que abarca más de la mitad de Rollins In Holland, no es perfecta, pero la música es insuperable. Las demás piezas del álbum son también deslumbrantes: grabadas dos días después en sendas sesiones (una en estudio, otra en directo), muestran al trío con una interpretación menos urgente, pero con esa química tan especial intacta. Todo el disco es colosal, puro Rollins en uno de sus mejores momentos, y la edición de Resonance (en triple LP limitado y doble CD) es acorde a su importancia: textos del biógrafo de Rollins y de los productores del álbum, multitud de fotos inéditas de las sesiones y entrevistas con  los tres músicos, para contextualizar exhaustivamente aquellos días de 1967 que, escuchados hoy, brillan más que nunca gracias a la perspectiva del tiempo.


El Pais, sábado 5 de diciembre de 2020



sábado, 17 de abril de 2021

No hay más patria que el rock

 Desde el puente/ Manuel Vicent


Brian Johnson y Angus Young en 1981/ Michael Putland (Getty)

El 17 de enero de 1981 estaban ya en flor los almendros, que no eran sino los conjurados en el golpe de Estado del 23-F que se estaba cocinando y tal vez el teniente coronel Tejero ya había comenzado a hacer gárgaras con la clara de dos huevos, los suyos propios que eran también los de la patria, para suavizar la garganta con la que poco después en el asalto al Congreso, pistola en mano, gritaría: "¡Que nadie se mueva, todos al suelo, al suelo!". Pero en la noche de aquel día, sábado 17 de enero de 1981, dos horas antes de que comenzara el concierto, sucesivas oleadas de búfalos llenos de garfios e imperdibles, cada uno con su niebla en su belfo, avanzaban hacia el norte del paseo de la Castellana en dirección al pabellón del Real Madrid. Las linternas de los furgones de la policía pasaban ráfagas de color cobalto sobre las cabezas de aquel rebaño. A nadie de esta manada le importaba el ruido de sables ni otra patria que no fuera el rock.

Entre un clamor de bocinas de coches atascados por todas las bocacalles llegaban las tribus del sur, cada una revestida con sus arreos de distinción y reconocimiento. Había ángeles del infierno con un foulard de vidrios relampagueantes, la polaina nazi, el pelo con gomina, los labios pintados de negro, que se unían a las reatas de chicas galácticas con medias de colores, babuchas celestes, abrigos de raído mutón, muselinas, sombreros mormones y otros andrajos pacifistas; pero el grueso del ejercito iba vestido simplemente de chapista macarra recién duchado, con la chupa de cuero duro de la periferia. Mientras en otra oscuridad se preparaba el golpe de estado contra la democracia, el grupo australiano AC/DC iba a actuar por primera vez en Madrid. En cierto modo, fueron dos asaltos al orden constituido, cada uno a su manera.

Los camellos habían logrado agotar sus existencias: chinas de hachís, hierba, ácidos, anfetaminas, azúcar, caballo. Así cargada avanzaba la tropa por los túneles en medio de una berrea feroz en busca de un sitio en las esteras de la cancha o un asiento en las gradas de cemento. Fuera del pabellón había camadas violentas dispuestas a asaltar las vallas protegidas por una trenza de gorilas de terribles antebrazos con bates de beisbol.

La orgía musical estaba a punto de empezar. Mientras una calima de marihuana se adensaba en el espacio, el botiquín atendía las primeras lipotimias, las primeras sobredosis. Los canutos pasaban litúrgicamente de mano en mano con toda inocencia entre desconocidos. En los lavabos se aspiraban rayas de cocaína, las tazas de los retretes se tragaban algún instrumental hipodérmico, y los espejos devolvían la imagen deslumbrada de los yonquis. Hasta que, de pronto, en el pabellón se hizo la oscuridad apenas iluminada con mecheros, bengalas con estrellitas de hada y brasas de porro que brillaban como luciérnagas.

Desde lo alto del infierno sonaron 12 golpes de gong accionados con una maza por un macho hortera y en ese instante aparecieron los dioses, los héroes más salvajes del rock, el conjunto más bronco, formado por cinco australianos esquizofrénicos, bajo el mando de Angus Young en medio de una explosión de focos y desde el escenario cayó un un trueno sobre la multitud, como el despegue de un Jumbo que levantara vuelo a ras de las cabezas acompañado por el aullido de las fieras. A partir de ese momento, lo que sucedía en el escenario limitaba, por la parte inocente, con la epilepsia, y por la malvada, con la silla eléctrica.

El tipo de la guitarra, Angus Young, vestido de colegial victoriano con terciopelos de satén verde, se comportaba como un mono rabioso al que hubieran conectado un cable de muchos voltios en el culo y encima fuera ametrallado por el batería Phil Rudd. Daba saltos eléctricos y se debatía en el aire con calambres que le sacaban chispas de soplete por la coyunturas; abrazado por sucesivas descargas se plegaba sobre la tarima como un Lucifer poseído por la gloria, quedaba electrocutado en el suelo; y mientras el vocalista Brian Johnson gritaba con alaridos que estaban al límite de la barrera del sonido, a Angus Young de repente un resorte lo elevaba a dos metros de altura abrazado a su guitarra.

Han pasado 40 años desde la noche de aquel día. Poco después se produjo el asalto al Congreso, que en cierto modo también fue un sucio concierto de una banda borracha, pero desde entonces el grupo AC/DC, después de muertes y quebrantos, aún sigue vivo y acaba de sacar su último disco, Power Up. Tejero gritó en el Congreso: "¡Quieto todo el mundo, que nadie se mueva!". Como reacción a este aullido, aquellos jóvenes que asistieron al concierto en el pabellón iniciaron la movida. Aquel concierto de AC/DC fue la presentación en sociedad de las nuevas tribus urbanas, que luego ocuparían todo el asfalto, aunque muchos de aquellos adolescentes insomnes que llegaban en manadas hacia el pabellón, unos se han perdido en la niebla y otros han llegado a subsecretarios.


El Pais, 21 de noviembre de 2020.


viernes, 9 de abril de 2021

ROCK & ROLL en el plató por Diego A. Manrique

 Casi 50 años de rock dan mucho de sí: canciones con resonancia multigeneracional, mitos a prueba de bala, trayectorias con moraleja. Hollywood ha encontrado una nueva mina: los biopics que comprimen vidas de auténtica montaña rusa en menos de dos horas.



Texto: Diego A. Manrique

Siempre es más verde el césped de la casa de al lado. Y el bendecido por los dioses aspira a lo que no posee. Tiene gracia que las estrellas del rock arriesguen reputación y, a veces, fortuna por entrar en el planeta del cine, sea actuando (David Bowie), dirigiendo (Neil Young) o produciendo y actuando (Mick Jagger). A su vez, las figuras del cine -especialmente el brat pack y sus satélites- sueñan con inmortalizar digitalmente su voz o su guitarra; en el caso de carencia de aptitudes, la alternativa reside en encarnar a ídolos del rock en la pantalla grande. Para la galaxia Hollywood, el mito del rock a-punto-de-biopic debe cumplir los tres mandamientos: vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. No sirve un Chuck Berry, que todavía colea, pero está afeado por sus estancias en la cárcel -delitos sexuales, incumplimiento con Hacienda- ya que su biografía rezuma amargura. Evidentemente, también cuenta el color: Jerry Lee Lewis, con un historial delictivo similar, sí tuvo su biopic, aquel Gran bola de fuego (1989). Así que todavía habrá que esperar para que llegue la hora de Otis Redding, cuya avioneta se estrelló en 1967. Sin embargo, ya está en marcha la filmación de la desdichada vida de Brian Jones, el ex Rolling Stones que se ahogó en misteriosas circunstancias en 1969; Brad Pitt parece que será el elegido. Tampoco hay una fecha fija para poner en imágenes las andanzas de la más luminosa estrella fugaz de los sesenta, el titánico Jimi Hendrix; su familia, que se ha hecho finalmente con el control de sus grabaciones históricas, planea relanzar su catálogo con un biopic a principios del siglo XXI. Por el contrario, ya han pasado por el celuloide los otros mártires del año 1970: Jim Morrison fue mitificado por Oliver Stone y Janis Joplin lleva años sobrevolando las juntas directivas de Hollywood.



El caso Joplin evidencia lo complejo de poner en marcha hoy un proyecto biográfico. Esa medianía musical llamada Melissa Etheridge, cuya mayor audacia ha sido proclamar su lesbianismo, va a interpretar a la tejana, cantando incluso sus éxitos. Por el contrario, los herederos apuestan por filmar la biografía confeccionada por su hermana, Dear Janis, con Lili Taylor haciendo que canta las grabaciones originales. Y aún hay una tercera iniciativa boqueando en busca de apoyos. Sin contar con que The Rose (1979), la película de Bette Middler, era una adaptación transparente de las miserias de Janis. Recuerden: una buena historia se puede filmar una y otra vez.

En el camino de Graceland
Y siempre se puede buscar un ángulo inédito para contar lo de siempre. Harvey Keitel encarna a alguien que es/se cree Elvis Presley en The Road to Graceland, que dirige David Winkler. Dado que Elvis es lo más parecido a un santo que ha surgido en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo, la filmografía presleyiana no dejará de crecer. Hay hueco incluso para la esposa infiel: la propia interesada, Priscilla Presley, supervisará el rodaje de Novia niña: la historia desconocida de Priscilla Beaulieu Presley. No, el adjetivo desconocido no significa que se reflejen los peculiares hábitos sexuales de Elvis o su furor asesino al saber que su esposa se largó con su instructor de kárate.

Y es que un buen biopic sirve para reescribir la historia y maquillarse para el paso a la posteridad. Lo sabe Yoko Ono, que ha aportado muchos millones de dólares para ejercer la producción ejecutiva en una biografía de John Lennon. La Columbia, que necesitaba su permiso para incluir las canciones del finado, ha pasado por el aro: Yoko tendrá derecho de veto sobre el guión y hasta sobre los actores elegidos. Oiga, resulta comprensible: debe de estar harta de ser, en la imaginación popular, la bruja nipona que separó a los Beatles.





La viuda tendrá que cuidarse muy mucho de manipular la balanza: los otros supervivientes están con la mosca detrás de la oreja. Igual admonición cabe extender a los valientes que se atreven a encarnar a leyendas vivas. Michelle Pfeiffer juguetea con la idea de meterse bajo la piel de Marianne Faithfull, que no tiene nada que perder tras su autobiografía, excepcionalmente honesta e igualmente notable por no echar balones fuera. Más precauciones debe tomar Tom Cruise, encargado de llevar al cine la asombrosa vida del productor discográfico por antonomasia, Phil Spector. Un megalómano con tendencias paranoicas, como recordaba uno de sus pupilos, Leonard Cohen, que no disfrutó con el método spectoriano para resolver diferencias creativas: "Saca la pistola y todos se callan".

El riesgo vale la pena. Corinne Usher, una psicóloga consultada por The Sunday Times, tiene una explicación pintoresca: "Las estrellas de cine se hartan de las personalidades que les crean las máquinas publicitarias de los estudios; si se aproximan a héroes de la vida real, pueden recuperar en cambio una parte de su propia personalidad".

¿Uh? Puede también que se trate de sublimar pequeñas miserias. Hace unos meses hubo una puja entre dos de las máximas estrellas del pop negro: Whitney Houston y Janet Jackson se disputaban la biografía de Dorothy Dandridge, la primera actriz y cantante de color aceptada por Hollywood, protagonista de Porgy and Bess y Carmen Jones. La Dandridge fue una mujer de armas tomar que se pleiteó contra Confidential (la prensa sensacionalista tuvo su venganza cuando murió, dicen algunos que por sobredosis de barbitúricos). Al final, pesó tanto la reputación de cada cantante como su cartera. La Jackson cultiva últimamente una imagen hedonista -en su último disco se relame cantando crónicas de tríos y sadomaso suave- mientras que Houston lleva con dignidad herida los rumores de lesbianismo y de violencia marital. Ganó Whitney.

Versión higiénica de vidas musicales
Hollywood aplaude estos biopics: generan bandas sonoras millonarias y sus previsiones de taquilla son optimistas. Los seguidores originales de los artistas difícilmente resistirán la tentación de revisar una versión higiénica de una historia que conocen más o menos bien. Estos supervivientes son los que controlan el poder cultural y han convencido a sus retoños de que nada como los años cincuenta / sesenta / setenta / etcétera.

Benditos datos demográficos: los mismos que llevan años bautizando películas con títulos de canciones -de Blue Velvet a Stand By Me- saben que pueden vender a los protagonistas de aquellas gestas musicales. Que la añeja trilogía de sexo + drogas + rock and roll se hace aún más apetecible en tiempos de miedo y moderación impuesta desde arriba. 



1 Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955). Como recordaba Frank Zappa, no importaba que el mensaje tirara hacia lo conservador: "Sonaba el himno internacional de los Teen-Agers -Rock Around the Clock, de Bill Haley and The Comets-y eso era suficiente". Alborotos en muchas salas de proyección.

2 ¡Qué noche la de aquel día! (Richard Lester, 1964). El subtexto: estar en un grupo de rock es lo más divertido del mundo. Quinientas mil guitarras de palo fueron arrinconadas mientras The Beatles buscaban electrificarse.

3 El graduado (Mike Nichols, 1967). El argumento-niño bien, Dustin Hoffman, que
sale de la Universidad y no sabe qué hacer con su vida- es menos importante que el hecho de que Simón and Garfunkel encajaran allí su folk-rock en complicidad con el director.

4 Easy Rider (Dennis Hopper, 1969). La polarización estadounidense se resuelve de mala manera. Hopper y Fonda usaron una banda sonora de varios artistas para ilustrar su odisea, fórmula obligada ahora en toda película, tenga o no justificación.

5 Performance (Nicholas Roeg, 1970). Mick Jagger encarnaba a una estrella del rock en esta turbia historia. Funcionaba y docenas de sus colegas le han imitado esperando que la flauta vuelva a sonar. Y no.

6 American Graffiti (George Lucas, 1973). Un miembro del babyboom embelleciendo su adolescencia. Algunas frases -"La música se fue a la mierda desde que murió Buddy Holly"-revelaban que Hollywood también podía ser hip y asumir la estética del rock como bagaje cultural.

7 Quadrophenia (Frank Roddam, 1979). La ópera rock de The Who alcanzaba dimensiones épicas y, de paso, resucitaba el movimiento mod, confirmando que la ley del eterno retorno no es broma.

8 Radio On (Chris Petit, 1979). Una road movie británica y deprimente, con un disc jockey impulsado por música de sintetizadores y la presencia de Sting.

9 Stop Making Sense (Jonathan Demme, 1984). El director de Talking Heads potenciado
por un realizador sensible a la polirritmia.

10 The Commitments (Alan Parker, 1991). Aunque lastrada por parkerianismos, un triunfo a partir de una historia improbable: unos pardillos dublineses que se reciclan en obreros del soul y se autoincineran velozmente.


Cinemanía nº29, febrero de 1998