miércoles, 6 de octubre de 2021

Prince, la leyenda del inescrutable por Diego A. Manrique

Los herederos del artista recuperan ‘Welcome 2 America’, el disco de ‘funk’ minimalista que grabó y almacenó en 2010

El artista Prince en una actuación en París, en 2011.

BERTRAND GUAY (AFP)

DIEGO A. MANRIQUE

31 JUL 2021 


Pocas cosas tan frustrantes como intentar abarcar la música de Prince (1958-2016). Por su propia voluntad, claro: desde su debut oficial, en 1978, primó la autoexpresión y desoyó los consejos externos; rechazó recurrir a productores o disqueros y se fio de sus intuiciones. Que fueron acertadas… hasta que dejaron de serlo. Sobre todo en sus últimos 20 años, cuando alternaba discos potentes con caprichos o entregas mediocres. Sospecho que sabía distinguirlos perfectamente: los primeros eran cebos para que picaran discográficas que querían asegurarse sus servicios (y no, no iba a dejarse atrapar firmando de nuevo por un contrato exclusivo); en otras ocasiones se trataba de discos relativamente triviales que se regalaban con periódicos o se vendían por correo.

La frustración derivaba del conocimiento de que se reservaba trabajos a priori más interesantes, que se conocían por filtraciones, versiones en directo o su reciclado parcial en lanzamientos oficiales. Ocurrió con Camille (interpretaciones en falsete o manipuladas para imitar voces femeninas), Roadhouse Garden (con The Revolution) o, ya a otro nivel, las colaboraciones con figuras como Miles Davis y Bonnie Raitt. El aparcamiento de Welcome 2 America no es el más raro de todos. Grabado en 2010, se iba a editar al año siguiente, coincidiendo con una gira estadounidense del mismo nombre. La gira se hizo, entre diciembre de 2010 y mayo del 2011. El disco que, se supone, iba a promocionar nunca salió. Hasta ahora: se ha publicado, a través de Sony Legacy, este viernes.

Una posible explicación: Welcome 2 America contenía música esencialmente intimista, no la más adecuada para recintos como el Madison Square Garden neoyorquino o el The Forum californiano. Musicalmente, ofrece funk minimalista, con ocasionales riffs de rock, ráfagas de rap y giros de jazz (fragmento de una letra: “una de nuestras mejores exportaciones fue una música llamada jazz / ¿crees que durará la música de hoy?”). De primeras, la sensación es la de escuchar un pequeño grupo reconcentrado, con una sección rítmica metronómica, Morris Hayes como refuerzo en teclados (y detallitos de producción) más un flexible trío de coristas. Como multiinstrumentista, no cabe duda de que Prince controla los esqueléticos arreglos y la dirección general, aunque resulta significativo que 1010 (Rin Tin Tin), el único tema donde toca todo, sea finalmente el más banal.



Portada del disco 'Welcome 2 America' de Prince by Prince.

AP

El tema que da título al álbum muestra su capacidad para el sarcasmo, aunque ofrezca una visión catastrofista del mundo creado por internet y de los mitos fundacionales de su país, dicho todo con la gravitas de un Gil Scott-Heron. Tampoco es que alardee de soluciones, aparte de genéricas convocatorias a la acción comunitaria (Yes) y loas al único Dios (Same page, different book). Una sorpresa reside en que vuelve a reivindicar los placeres del sexo, con ese solemne himno al orgasmo femenino llamado When she comes. Como testigo de Jehová, se supone que no podría compartir esas intimidades o las picardías de Check the record: “Parece que tu novia / estuvo en mi cama / ella fue la que me llamó / no hubo cita”.

Estamos ante el Prince de la leyenda: alguien que va por libre y que quiebra cualquier expectativa. Welcome 2 America contiene su versión de una pieza de 2006 de Soul Asylum, olvidado grupo de su ciudad, Minneapolis. Cierto que se han cambiado los modismos más o menos grunge y Stand up and be strong renace aquí casi como una canción de iglesia. Cosas de Prince, ya saben.


El Pais


domingo, 19 de septiembre de 2021

Tiradas mínimas, pasión máxima

Libros Walden rastrea en ‘Papeles subterráneos’ la historia de los fanzines en España y su influencia en la escena musical

BÁRBARA MINGO

07 AGO 2021



Primer número del fanzine 'Bang!', publicado en 2000.

Abro al azar el imponente volumen Papeles subterráneos y encuentro un poema de Iván Tubau del que recordaba los últimos versos: “Prohibid / la música y el mar y los atardeceres: / dan placer”. El poema se titula Walkman, y dice también: “¿Cómo es posible / que aún sean legales / el mar, la muerte lenta / del sol / los barcos / grandes como el mundo / Miles Davis / y la cinta magnética, los Aiwa / portátiles baratos, las pilas / de todos los timbres que vos apretás / y sobre todo / los demoníacos auriculares?”. Las estrofas están dispuestas sobre la foto en blanco y negro de una ciudad, dos filas de coches con los faros encendidos, y compruebo que se publicó en el número 60.247 ─esto es un juego más─ del fanzine Tingugi en 1999. Yo recordaba haber leído el poema en un libro, pero quizá lo leí aquí, quizá cayó en mis manos un ejemplar de Tingugi en la época en que la música se compartía en casetes grabadas que se podían escuchar en un walkman (mientras se miraba cómo se ponía el sol). Esta página es quizá la menos representativa del tema del libro, pero inmediatamente me transporta a otra época y a otras estéticas, animadas por la energía del “hazlo tú mismo” y por los modos en que se manifiestan la curiosidad y la generosidad de la juventud.


El repaso a Papeles subterráneos puede convertirse en un viaje en el tiempo. Son 300 páginas de álbum que recorren la historia de los fanzines musicales españoles desde los primeros años de democracia hasta la muy precisa fecha del 20 de diciembre de 2011, en que el periodista y escritor Kiko Amat colgaba en su blog el último pdf de La escuela moderna, que editaba junto a su hermano Uri. Abarca varias generaciones de jóvenes, a veces casi adolescentes, que durante unos años encontraron en la producción artesanal de revistas maquetadas con tijeras, escritas a mano o a máquina de escribir Olivetti y después fotocopiadas la manera de comunicarse entre sí, de sentirse parte de algo vivo y especial y de conocer y dar a conocer más cosas sobre sus artistas y músicos preferidos, de los que no se encontraba información en las publicaciones más convencionales.


Lo ha publicado Libros Walden, que antes de ser editorial fue Discos Walden y Gramaciones Grabofónicas, sellos de música que a su vez surgieron del fanzine Bang! Tiene gracia y también todo el sentido que un empeño nacido de aquella curiosidad e impulso antiguos se haya transformado en editorial y haya rescatado y ordenado y ahora presente esta curiosa colección de publicaciones, a la fuerza incompleta a pesar de su enorme extensión. Para empezar ni siquiera tenían depósito legal, por lo que la conservación ha quedado en manos de particulares y de los caprichos del destino, las mudanzas, etcétera. La selección y recopilación ha corrido a cargo de Manuel Moreno, editor del libro, de Abel Cuevas, diseñador, y de César Prieto Álvarez, autor del texto que explica la evolución de este movimiento editorial marginal. Lo hace de manera muy entretenida, desde dentro y como partícipe del asunto, pero con la suficiente distancia como para explicar claramente, a lo largo de ocho capítulos, las fases que atravesó la época dorada del fanzine musical español.



Décimo número del fanzine 'Particular Motors', publicado en 1986.

El primer capítulo, ‘Pioneros’, evoca el piso de la calle Augusto Figueroa de Madrid donde se había instalado La Cochu, los Laboratorios Colectivos Chueca, y por donde pasaban los miembros de Tequila, entonces jovencísimos, o El Zurdo y Alaska, entonces parte del colectivo La Liviandad del Imperdible. Son los años que van de 1977 hasta los primeros ochenta, “las fiestas eran de campeonato”, explica Prieto, y en esta época “se sentaron las bases de cuál va a ser el criterio que marcará fanzines posteriores”. Aparecen publicaciones como Kaka de Luxe, 96 lágrimas, Estricnina, Ediciones Moulinsart, El Krápula, Editorial del futuro método, Penetración, Boletín oficial del sindicato de trabajos imaginarios... Desde su rincón al margen, representan muy bien el momento en que surgen: “no hay nada que recuperar, no hay nada detrás. Todo florece”.


Algunos de los grupos que promovían los fanzines triunfaron y ficharon por multinacionales, otros se disolvieron, y eso desembocó en una nueva etapa, marcada por la apertura de nuevas salas de conciertos y en la que “se puede hablar conscientemente del pasado”. Es la mitad de los años ochenta y la época en la que nacen Subterfuge, Rock Indiana y Monster, que acabarían formando sus propios sellos discográficos. En otras ciudades aparte de Madrid comienzan a editarse fanzines, como Pussycat en León, Barna Rock o Último grito en Barcelona y otros tantos en Valencia, Asturias, Sevilla, Málaga o Baleares, en los que se convoca a concentraciones y festivales y se reseña los que ya han tenido lugar. Entre las publicaciones de esta época están Backdrop, Vendetta, Harlem, Mamorro o 18 Rodas. Y en este capítulo recoge Prieto el colmo del fanzine, lo que hacía desde Tenerife Javier Morales con Ecos de Sociedad: “fanzines personalizados; es decir, cuando, por intercambio o petición, había de hacer llegar su fanzine a alguien, se lo redactaba de manera personal, dirigido únicamente a él, así que venía a ser un ejemplar único”.



Doble página del fanzine 'Mamorro' (1988).

A lo largo de los siguientes capítulos, y también gracias a un muy completo cuestionario final en el que participan autores de algunas de las publicaciones, el libro explica cómo la escena musical se desarrolla pareja a la aparición y desaparición de fanzines, y cómo esa escena se hace portátil. Más tarde, con la generalización del uso de los ordenadores, que afecta al diseño, y un poco más tarde con la consolidación de internet, que da un vuelco a la distribución y a la manera de relacionarse, los fanzines van perdiendo su razón de ser y desaparecen. Pero mientras tanto, uno a uno, desmañados y expresivos, han dejado el elocuente testimonio de una época que buscaba expresarse como fuera, por sus medios.


Portada de 'Papeles subterráneos', de Libros Walden.


Papeles subterráneos

César Prieto, Abel Cuevas y Manuel Moreno.

Libros Walden, 2021.

306 páginas. 35 euros.

domingo, 22 de agosto de 2021

Beck en la Ciudad del Motor

DISCOS PERDIDOS 



Solo una estrella del rock llegó a grabar en el estudio de Motown. Pero no se atrevió a publicar los resultados

Versión imaginada del disco de Jeff Beck para Motown por el diseñador Javier Aramburu.JAVIER ARAMBURU

DIEGO A. MANRIQUE

09 AGO 2021 

Si alguien menciona a Beck en asuntos musicales, es muy probable que la mente vuele hacia Beck Hansen, el polímata californiano que descubrimos en 1994 con Loser. Pero antes estaba el Beck británico, Jeff Beck, posiblemente el guitarrista más imaginativo surgido de Inglaterra en los sesenta, una década no escasa en maestros de lo que coloquialmente llamaban hachas.

Nuestro Beck era el hachero que reventó los esquemas de su primer grupo de éxito, The Yardbirds. A lo que eran esencialmente livianas canciones pop y blues acelerados, aportó un nuevo vocabulario guitarrero, soluciones imposibles, exotismos (meses antes de que George Harrison conociera a Ravi Shankar, Beck ya evocaba el aroma del sitar en Heart Full of Soul). Asombraba su precisión, su inventiva para conjurar sonidos, cuando apenas se disponía de pedales de efectos.

Había una cara B, claro. Beck se caracterizaba por un temperamento volátil, como se aprecia en su escena de Blow-Up (1966), la película londinense de Antonioni. The Yardbirds están actuando ante un público apático; el amplificador de Beck comienza a pedorrear y su frustración deriva en la destrucción de su guitarra (una Hofner barata, nada de bromas con sus queridas Gibson y Fender). No importa que esos sacrificios fueran realmente la especialidad de The Who; Beck tenía un aire troglodita que hacía concebible tales arrebatos.

Otra especialidad de Beck era el autosabotaje. Contratado para actuar en el festival de Woodstock de 1969, unos días antes suspendió la gira por EE UU y regresó a casa. Lo ha justificado luego de mala manera, alegando que detestaba “el rollo hippy”. El problema es que esa decisión estúpida acabó también con aquella formidable encarnación del Jeff Beck Group, que incluía a Rod Stewart, Ronnie Wood y Nicky Hopkins.

No pudo elegir peor momento para desaparecer. Su público estaba desertando hacia los más fiables placeres de Led Zeppelin, cuyo primer LP en buena parte derivaba de hallazgos de Beck. Y no podía protestar: compartían manager. Además, había una larga amistad con el fundador de Led Zeppelin, Jimmy Page. Ambos eran hábiles en disimular sus plagios pero discrepaban en el grado de compromiso: Page tenía un proyecto artístico y ansia por comerse el mundo, mientras Beck prefería dedicarse a restaurar su colección de coches vintage.

La indolencia de Beck se escapa a nuestra comprensión. Podía acudir a una grabación sin sus guitarras, seguramente directo de su garaje; alguien le buscaría un instrumento. Cuando comenzó a trabajar con George Martin en lo que sería su triunfal Blow by Blow, el productor comprobó que Beck llegaba invariablemente hacia el final de la sesión. Resultó ser pura tacañería: odiaba los parquímetros londinenses. Con diplomacia, Martin le recordó que el alquiler diario del estudio costaba mil libras esterlinas y, aunque de momento pagaba la discográfica, al final se lo descontarían de sus regalías.

Lo compensaba con su audacia kamikaze. En el mundillo del pop británico, todos adoraban los esbeltos productos de la factoría Motown. Pero solo una figura se atrevió a viajar hasta el estudio de la compañía, para grabar con los músicos de la Motor Town. Corría el verano de 1970 y Beck fue bien recibido por el capo de Motown, Berry Gordy, que soñaba con expandirse al mercado del rock.

Se cometieron algunos errores. Beck llegó con el baterista Cozy Powell, que insistió en instalar su aparatosa Ludwig de doble bombo, ante la consternación de los técnicos de Motown. Y también se trajo a su productor habitual, Mickie Most, acostumbrado a funcionar con un equipo que le permitía escaquearse de las tareas más tediosas. No coló en Detroit: lo primero que le pidieron James Jamerson y Earl Van Dyke, los instrumentistas convocados, fueron las partituras.

No traían partituras. Beck creía que ellos ya se sabían el repertorio previsto, cosas como Reach Out I’ll Be There (el megaéxito de The Four Tops), I’m Losing You (The Temptations) o I Can’t Give Back The Love I Feel For You (Rita Wright). Y sí, podían haber tocado en las grabaciones originales pero eran una fracción de las miles de canciones que habían facturado entre aquellas cuatro paredes. Desconfiaban del modus operandi de Beck, que esperaba improvisar hasta llegar al punto de amalgama entre su rock explosivo y el impulso Motown.

Con todo, se hicieron una decena de piezas. El disparate final fue que resolvieron mezclar en Londres, ignorando que el secreto del sonido Motown pasaba precisamente por la mesa de su estudio. El disco no se pudo terminar; cincuenta años después, nada se ha escuchado de aquellas sesiones. Otra ocasión perdida. Y puede que Motown no se lo perdonase. En 1972, uno de sus artistas, Stevie Wonder, compuso para Beck el tema Superstition. Motown dictaminó que era demasiado bueno para dar su estreno a un tipo tan poco fiable. Fue número uno para Stevie en 1973.


El Pais


sábado, 7 de agosto de 2021

El último esprint de los Beatles


El misterio alrededor de ‘Hot as sun’, el disco número 13 del grupo de Liverpool

DIEGO A. MANRIQUE

02 AGO 2021 




Versión imaginada del disco de The Beatles 'Hot as sun'.JAVIER ARAMBURU


Son una especie de Santo Grial para los melómanos más voraces. Los llaman discos perdidos pero suelen estar localizables, aunque fuera de nuestro alcance, en archivos muy protegidos. Puede tratarse de trabajos que quedaron incompletos, por fuerza mayor o quebranto del impulso original. También podemos estar ante obras prácticamente terminadas, aparcadas por las dudas de la discográfica o del propio artista. En el caso de colaboraciones entre dos figuras, una bronca tardía sobre créditos o dinero fácilmente desemboca en el entierro de lo que comenzó como un alarde de buen rollo.

Y luego están los discos contrafácticos. Los que dependen del “¿qué hubiera ocurrido sí…?”. Campo libre para la fantasía: ¿cómo hubiera sonado el encuentro de Miles Davis y Jimi Hendrix en un estudio?; ¿por dónde tiraría Kurt Cobain tras descubrir el pozo sin fondo de Leadbelly? Muchas especulaciones giran alrededor de lo que habría sido el 13º elepé de los Beatles, bautizado comúnmente como Hot as sun. El título tiene resonancia histórica: es un instrumental compuesto por Paul McCartney en 1959, recreado con una letra improvisada durante la elaboración de Let it be y finalmente grabado en plan Juan Palomo para McCartney (1970).

Responde a una ocurrencia de la revista Rolling Stone. En septiembre de 1970, publicó un pequeño relato titulado El álbum de los Beatles que nadie oirá. Una ficción que podía ser tomada por información confidencial, dado que sus autores pertenecían a la industria musical. Se contaba el robo del máster del LP que supuestamente iba a llamarse Hot as sun. Se exigía un rescate a cambio de la devolución de la cinta; el canje se efectuaría en Argelia, entonces madriguera de todo tipo de organizaciones con pretensiones revolucionarias. Los Beatles, con la mala conciencia de ser millonarios subidos sobre la ola de la contracultura, aceptaron pagar. Una vez realizado el intercambio, el enviado volvió a Londres. Ante el pavor general, se descubrió que la cinta ya no contenía música. Terminaron deduciendo que los extorsionadores habían cumplido con el trato, pero, en el aeropuerto de Argel, se acababan de instalar rayos X para inspeccionar los equipajes: mal calibrada, la máquina había borrado todo lo grabado en la bobina.

El cuento tenía un fallo obvio: el máster de un álbum puede ser reconstruido a partir de las mezclas finales de cada tema, que quedan almacenadas en el estudio de grabación. Y eso es lo que han hecho muchos fans de los Beatles, solo que trabajando con descartes de Let it be y Abbey Road o incluso con canciones publicadas en los primeros lanzamientos en solitario de McCartney, George Harrison, Ringo Starr y John Lennon (bajo su nombre o como la Plastic Ono Band). Canciones que ya existían en los meses finales de los Beatles y que, en algún caso, hasta tocaron en el estudio.

Quedaría un gran álbum, sin duda. Imaginen una colección que incluyera Instant karma, Maybe I’m amazed, It don’t comes easy, It isn’t a pity, Working class hero, All things must pass, Jealous guy, Every night y, desde luego, Hot as sun, todas procesadas por la eficaz maquinaria vocal/instrumental de los Beatles, afinada por el productor George Martin.

En esos afanes, late un deseo narcisista de reescribir la historia. Hoy sabemos que el clima interno de los Beatles degeneró velozmente en 1969: estallaron rencores hasta entonces reprimidos. George Harrison se hartó de la infinita condescendencia por parte de la dupla dominante. Ringo Starr se sintió humillado entre tanto gallo y, de hecho, fue el primero en dar un portazo (luego regresaría al redil). Sobre todo, se rompió la pareja que lideraba el proyecto. Con su crudeza habitual, Lennon le planteó a McCartney su deseo: “Quiero el divorcio.”

Ya conocen lo demás. Para que el barco siguiera navegando, Paul tomó el timón… y se ganó la antipatía de los otros tres. El capitán, John Lennon, había entrado en un periodo de apatía y drogas duras. La solución de McCartney pasaba por recuperar energías con conciertos por sorpresa, un entusiasmo no compartido. El choque final llegó por la necesidad de contar con un mánager que reemplazara al fallecido Brian Epstein, algo urgente dado los chorros de dinero que perdían con Apple Corps. Paul propuso a Lee Eastman, veterano del show business y padre de su esposa Linda. Sus compañeros no podían aceptar que el poder negociador también se desplazara a la esquina de McCartney; prefirieron a Allen Klein, un duro tiburón de la vieja escuela. Paul replicaría haciendo público el divorcio.

Buscando, todavía se pueden hallar ediciones físicas de Hot as sun, obviamente piratas, ilustradas con imágenes extraídas de la última sesión fotográfica, desarrollada en agosto de 1969, con unos Beatles hirsutos posando en la mansión de John Lennon, Tittenhurst Park. Nuestra aportación a la leyenda consiste en una portada imaginada por el gran Javier Aramburu.


El Pais

jueves, 17 de junio de 2021

El rock de la mediana edad


Santiago Roncagliolo

 

 Sí. Has llegado a los cuarenta años. Primero, superaste la edad de las modelos de pasarela. Luego, dejaste atrás a los futbolistas. Ahora, hasta los presidentes de algunos países son menores que tú.

Las señales del cambio se han ido sumando, lentas pero implacables: dejaste de verte bien con aquella camiseta llena de huecos. Creías estarte ligando a aquella chica del bar hasta que te dijo: "Me encanta su camisa, señor, mi padre tiene una igual". Te compraste unas zapatillas deportivas dignas de Usain Bolt, y las usaste con tanto énfasis que te lastimaste la rodilla. Dejaste de fumar a escondidas de tus padres... para fumar a escondidas de tus hijos.

Te gusta creer que eres hipster, lo cual suena como estar de moda, y compras hamburguesas vegetales. La verdad es que son más fáciles de digerir que las otras. Bebes cervezas artesanales porque no te cabe más de una. Hermano: no es que hayas sentado cabeza: es que ya no te da el cuerpo.

Y sin embargo, lo peor de todo es el rock.

Admítelo, chico, se acabó. Fuiste un rebelde que bailaba dando saltos... a finales del siglo pasado. Hoy, las radios que escuchas se llaman "del recuerdo". U2 es un producto que viene de regalo con el teléfono, como una vajilla. Y grunge es el ruido de la lavadora cuando se estropea. Lees Rolling Stonetratando de ignorar las canas y las barrigas de tus favoritos. Pero no puedes cerrar los ojos: los grupos que te gustan ya no llegan: regresan.

Tranquilo. No temas. Recoge los pedazos de tu orgullo de ese suelo lleno de fango. Anímate. Hay un antídoto para ti. Todavía queda un rockero que te hará sentir digno. Y se llama Nick Cave.

Cuando era joven, Nick Cave se pasaba tanto tiempo drogado que, por las mañanas, asistía a misa para compensar un poco sus pecados. Después lideró Birthday Party, el grupo más violento de los ochenta. Sus shows incluían miembros del público orinando desde el escenario, y su existencia marcó una larga temporada de excesos, hoy en su mayor parte desaparecida de la memoria de su líder.

 Luego llegó el tiempo y arrasó con todo, como un huracán, y Cave tuvo que responder a la misma pregunta que te haces tú cada vez que te despiertas con resaca por haber bebido dos copas en vez de una: ¿Cómo sobrevivir a esa masacre?". Y se respondió: "Con elegancia".

Vestido con un traje color ala de cuervo, luciendo camisas hechas a medida de su interminable cuello, Nick Cave es capaz de mezclar la energía nocturna del rock con la presencia escénica de un gato negro. Sus baladas asesinas, más que gustar, sobrecogen. Y si te lo encuentras por la calle, con su peinado casco de Darth Vader, sentirás miedo, pero no el que produce un yonqui con un cúter, sino el que inspira el mismo Satanás.

Con la edad, Cave se ha transformado en un artista total. Solo por mencionar lo que ha llegado a España este año, ha protagonizado el documental 20.000 días en la tierra y publicado La canción de la bolsa para el mareo (Sexto Piso), ambos una mezcla de memorias, reflexiones sobre la creación y poesía de terror.

Bajo esa apariencia fría y distante de tenerlo todo bajo control, Nick Cave no teme ser honesto. Incluso vulnerable. En su libro admite que se tiñe el pelo y a veces necesita esteroides para subir al escenario. Echa de menos a su mujer y confiesa sus ataques de llanto, sus dudas sobre el sentido del arte y sus masturbaciones en hoteles. Es un ser humano. Es real.

Mientras escribo estas líneas, me preparo para el concierto de Nick Cave en Barcelona, al que iré con mis amigos cuarentones. Hemos fingido que nos molesta asistir sentados ("¡yo quería bailar!", ja). Hemos cepillado nuestras chaquetas oscuras, que, por un día, no parecerán de funcionarios. Y, por supuesto, todos cantaremos Red Right Hand felices, sabiendo que, no importa cuántos años pasen, siempre quedará un rockero para hacernos sentir interesantes • @twitroncagliolo

 





El Pais Semanal Nº 2.018 Domingo 31 de mayo 2.015

miércoles, 16 de junio de 2021

domingo, 13 de junio de 2021

Apología de Diego Clavel, cantaor

‘Antología de cantes’ se erige como la compilación más enciclopédica de malagueñas, fandangos, soleares, cantes de levante y seguiriyas realizada hasta la fecha

El cantaor Diego Clavel.JOSÉ MAURICIO CÁCERES / CAMBAYÁ

CARLOS GARCÍA SIMÓN

01 MAY 2021 

El arte no lo da la tierra. De hecho, la tierra no da, siquiera, tomates o patatas. El arte, como los tomates y patatas, es producto del trabajo. Esto, que parece una cosa evidente, resulta anatema para los que siguen manejando la jerga de la autenticidad: el cantaor no medita lo que hace, actúa por inmediatez, la cultura “la lleva en la sangre” (Lorca dixit). Ideología de la sangre y la tierra, al cabo. Y, de hecho, uno empieza a sospechar que sí que opera cuando se observa la especie de automatismo con que los actores del campo flamenco hacen las cosas, pasando, sin solución de continuidad, de un repertorio de sota-caballo-rey al pop de turno. Pocas son las excepciones. Una, y muy destacada, es la que ha mostrado Diego Clavel los últimos 30 años, desde que publicara en 1991 su LP 31 malagueñas.

Clavel es uno de los cantaores más injustamente valorados del flamenco contemporáneo. Fue Pedro Lópeh tanto el que recientemente volvió a señalar la importancia de su figura en uno de los hilos de su Ramo de coplas y caminos (Akal, 2019) como el que no cejara en animar al propio artista a reeditar sus discos antológicos, iniciativa que el sello Cambayá, que ha dado cobertura incondicional al cante de Clavel desde principios de los noventa, ha hecho realidad y que el Ayuntamiento de La Puebla de Cazalla y su concejal de Cultura, Miguel Ángel Rivero, apoyó una vez se puso en marcha. El resultado es un compendio de 10 CD con Clavel acompañado de las guitarras de Antonio Carrión, Paco Cortés, Manolo Franco y Fernando Rodríguez.

Clavel comenzó a darse a conocer de la mano de Francisco Moreno Galván como integrante de la triada morisca que formaba junto a José Menese y Miguel Vargas. Pronto se distanció de su mentor -centrado en la carrera de Menese- y durante otros cinco años pasó a cantar letras de Caballero Bonald. Finalmente, en 1981, se emancipó discográficamente, pasando a cantar sus propias letras y desarrollando la que ha resultado ser una de las más consistentes e interesantes carreras del flamenco.

Varias son las razones por las que puede que su figura no tenga la relevancia que debiera. Una de ellas es que, al contrario que Menese, no quisiera participar de la vida del centro cultural flamenco de los setenta que era Madrid: una línea curricular no suficiente pero sí necesaria para figurar en el mapa. Pero, posiblemente, la razón principal de su invisibilidad sea que la idea del flamenco que defiende Clavel, desborda los márgenes ideológicos de las propuestas que acaudalaban todo el capital simbólico de la época. Desbordaba el mairenismo al prestar igual atención a la Bética (Sevilla y  Cádiz) que a otras regiones cantoras como Huelva o Málaga, ajenas al canon gitano-andaluz que fijara Antonio Mairena, o incluso, dentro de la misma Sevilla, a palos que causan el pánico de los jondistas (ortodoxos y heterodoxos), como las sevillanas. También, quizá, lidiar con temas que tan mal casan con ciertos lugares comunes vacíos del progresismo flamenco, como la Navidad o el toreo. Otro cantaor más que no encaja en el lecho industrial del Procusto de la cultura.

Sin embargo, su obra discográfica es de las pocas obras relevantes del flamenco, para el que el disco, como pensaba Chaquetón, se limita a ser un registro del estado de la voz. El conocimiento enciclopédico de Clavel es de tal calado que se equipara al de un Mairena o un Marchena, con la salvedad de que ninguno de estos dos últimos ha grabado con tal minuciosidad la diversidad de cantes que conocían. Tampoco ninguna de las antologías clásicas alcanza tal rigor en los palos que Clavel encara. Ni la de Caballero Bonald, ni la de Perico el del Lunar ni tan siquiera la de Blas Vega son tan largas en malagueñas, fandangos, soleares, sevillanas, cantes de levante y seguiriyas. Porque Clavel, como sí que se toma en serio el flamenco, es un disciplinado estudioso: su trabajo es producto de horas y horas de pelea con los cantes, de análisis de sus morfologías, sus matices, de horas de memorización, es decir, de interiorización, en tanto que memorizar es aprender de corazón.

Por lo demás, frente a lo que a veces se ha podido escuchar en ciertas críticas, es un cantaor cálido, profundamente melódico, que sabe donde está el momento adecuado, pero con potencia, de la que hace uso cuando resulta conveniente. No canta con la garganta, porque eso es chillar. Escúchese cualquiera de las malagueñas o fandangos de la Antología, o su petenera del anterior disco, A mis hermanos (Cambayá, 2014), para comprobar lo rico de sus melismas; escúchese cualquiera de sus seguiriyas para comprobar sus conocimentos de la lítote y la medida. En los últimos años se ha prodigado escasamente en directo, pero quien haya podido verlo sabrá que su voz no tiene trampa y su eco, muy similar al de José Menese, es pregnante.

Aunque sea prácticamente una compilación de los trabajos anteriores, la Antología de cantes añade nada menos que seis malagueñas no incluidas en la primera edición, convirtiendo lo que ya era de suyo enciclopédico en un verdadero jalón inigualado ni por escrito (gracias, hay que señalar, al asesoramiento de José Luque Navajas, incontestable autoridad en este campo). Es una pena que no se haya incluido su trabajo con las sevillanas (lo que, por otra parte, serían 15 cantes más.... a sumar a los 10 CD), pero sobre todo es una pena que Clavel haya decidido dar por clausurada su carrera discográfica y que no se prodigue más en directo. Son pocos, muy pocos, los cantaores necesarios, y Clavel es uno de ellos.


Diego Clavel Antología de cantes, Cambayá




El Pais Babelia Nº 1.536 sábado 1 de mayo de 2021

Llamando a las puertas del cielo flamenco

El ejercicio de la libertad se impone en los nuevos trabajos del guitarrista Dani de Morón y del cantaor Israel Fernández

FERMÍN LOBATÓN

10 OCT 2020 


El guitarrista Dani de Morón.

El flamenco, aunque algunos pretendan verlo como una reliquia, ha experimentado a lo largo de la historia una innegable evolución, generada por las aportaciones de sus principales creadores. Como arte vivo que es, ha necesitado y tenido sus revulsivos, transformados en referentes, que fijan modelos que seguir. En este punto, sorprende constatar que, hace ya más de medio siglo, aparecieron en escena los posiblemente últimos modelos casi unánimemente reconocidos, Camarón, Paco de Lucía y también Morente. Con independencia del ascendiente que ellos conserven entre los artistas actuales, legaron un capital que va más allá de la música, el de la libertad, quizás la principal herencia recibida. Con su ejercicio, los nuevos artistas aspiran a encontrar su propio hueco en el firmamento flamenco.

El guitarrista Dani de Morón (Daniel López Segovia, Sevilla, 1981) cuenta con el aval de haber sido requerido por el maestro y referente obligado: Paco de Lucía lo incorporó a su septeto en su gira de 2004. Con su primera grabación en guitarra de concierto, Cambio de sentido (2012), el de Morón anunciaría su manera de entender esa libertad creativa, confirmada tres años después con El sonido de mi libertad (2015). Tras ofrecer un nuevo paradigma de acompañamiento al cante con 21 (2018), sorprende ahora con Creer para ver (Universal), un disco en el que no aparece etiquetado estilo flamenco alguno ni existen falsetas en su formato tradicional, aunque el aire, el compás o la melodía de algunos estilos se dejen escuchar.

El nuevo reto se presenta en forma de cancionero, con nueve composiciones propias, otra del trío Valverde/León/Quiroga, y dos más tomadas en préstamo a Avishai Cohen y a Dhafer Youssef. Son temas que se han ido pegando a la vida del artista de forma natural y a los que el guitarrista les ha querido proporcionar un tratamiento cercano al jazz, algo que le apetecía, pero que en ningún momento cuestiona su condición flamenca ni esconde su siempre reconocible toque y sonido propio: el efecto multiplicador que sus dedos parecen trasladar a las cuerdas, la pulsación tersa y una paleta de la que rebosan notas y colores.

Un cierto intimismo e introspección sobrevuela una grabación dominada por la serenidad, la pausa y un gran gusto melódico. Un buen ejemplo es el tema que da título al álbum, una balada muy tremolada, un discurso cuidado en sencillo diálogo con la percusión. Hay composiciones breves, de una extremada delicadeza y profundidad, ofrecidas como pequeños puentes que introducen lo que sigue. Otras revelan un carácter quizás más experimental, mientras que la capital ‘Camino, verdad y vida’ llega estructurada de la misma forma que se titula, a modo de tríptico, con la soleá en su centro.

La popular ‘Ojos verdes’ remite a la copla original de Concha Piquer, pero lo hace de una forma muy pausada y sincopada dentro de una personalísima y actual lectura. Los dos temas prestados —‘Sura’, del tunecino Youssef, y ‘Ani Maanin’, canción popular hebrea adaptada por el contrabajista Avishai Cohen—, resultan tener un carácter religioso y, como plegarias que son, poseen el carácter repetitivo de una letanía. Llevadas ambas a la guitarra, se diría que prima el respeto a la vez que se mantiene la tensión. En todos los casos, la fina e inteligente percusión de Agustín Diassera cobra un papel esencial, hasta el punto de que el guitarrista reconoce que compuso los temas pensando en la manera en que esa percusión iba a ser tocada.


El cantaor Israel Fernández. ÁLVARO GARCÍA

El cuarto disco de Israel Fernández (Corral de Almaguer, Toledo, 1990), Amor (Universal), se presenta también como un ejercicio de la mencionada libertad heredada. Resulta inevitable que cada generación haga suyo y adapte el legado recibido; puede que, desobedeciéndolo, pero sin traicionarlo, como bien sentenció el poeta Félix Grande de la obra de Paco y Camarón. Este cantaor, que se proclama gran aficionado, y lo debe ser dado el conocimiento que demuestra de los estilos, efectúa una nueva reinterpretación de la tradición con una obra creada en sociedad con el guitarrista Diego del Morao (Diego Moreno Jiménez, Jerez, 1978), que aporta una música fundamental para el propósito.

Heredero de una saga principal en el arte de acompañar, el tocaor es también un guitarrista de su tiempo e incorpora a la grabación sonoridades, inflexiones y armonías nuevas, que otorgan carácter y personalidad al trabajo. Junto al toque, las letras producen idéntico efecto. Las firma el propio Israel, que marca así un punto de inflexión en su carrera al asumir el reto de que los viejos estilos sigan conservando su identidad, pero con un aire nuevo que los refresque. Una voz flamenca y fresca es el versátil vehículo con el que recorrer un amplio repertorio que, como si de una obra conceptual se tratase, nos cuenta una multiplicidad de experiencias relacionadas con el amor que da nombre al trabajo.

La doble renovación —letras y música— se plasma de manera singular en la siempre solemne malagueña de El Mellizo, que aquí se refresca con unos versos dulces que rozan lo naif, y también en la antigua y dramática seguiriya, en la que, dentro del respeto al canon, se persigue un original carácter melódico. Similar componente transportan los tientos, que, muy ralentizados, se acercan a una balada. También se presentan muy templadas las soleares, que ilustra con versos de Bécquer para realizar una breve muestra de variantes. Las alegrías arrancan con el recurrente tema marinero —¡ay! aquel Camarón de La leyenda— para viajar al Madrid flamenco dentro de la mejor tradición. La huella del cantaor de la Isla —no en vano se trata de sus estilos más señeros—sigue presente en los tangos y en las dos tandas de bulerías, la segunda más personal y con aires jerezanos en el toque. Como pequeñas perlas se esconden en la grabación una tradicional granaína y esa variante de la taranta que es la murciana. Los fandangos finales sintetizan la pelea del cantaor por otorgarle a la grabación el poder de transmisión que se le reconoce al artista en directo.


El Pais Babelia Nº 1.507 sabado 10 de octubre de 2020


domingo, 18 de abril de 2021

El triunfal regreso de Sonny Rollins

 El más importante jazzista vivo avala la publicación de unas grabaciones inéditas, hechas en Holanda en 1967 y recién halladas, que documentan un momento clave en su carrera.

Ruud Jacobs (izquierda) y Sonny Rollins, en el Goo-Goo Club en Loosdrecht, en mayo de 1967. /Beeld en Geluid


Yahvé M. de la Cavada, Bilbao

En un año especialmente fecundo para la arqueología discográfica del jazz, una de las joyas recién publicadas por el sello Resonance, en colaboración con el Nederlands Jazz Archief, se impone: probablemente, el mejor disco de aparecido en 2020 es Rollins In Holland, con más dos horas de música inédita grabada en 1967 por Sonny Rollins junto a Ruud Jacobs y Han Bennink. La diferencia con otros álbumes inéditos de gigantes del género es que, aparte de su incuestionable calidad, el propio Rollins, un músico muy selectivo con lo que da permiso para publicar, está implicado en este lanzamiento. Tras escuchar las cintas descubiertas en Holanda, el jazzista vivo más importante del mundo, nacido en Nueva York, de 90 años, rememoró la magia de aquel trío inédito y dio su bendición para que este material  viese la luz.

Rollins In Holland representa la última página de un importante capítulo en la carrera del saxofonista y, en cierto modo, en el jazz de los sesenta. Un capítulo que había empezado 10 años antes, con la grabación de los seminales álbumes Way Our West y A Night At The Village Vanguard, con los que Rollins apuntaló uno de los formatos más complejos y exigentes para un saxofonista: tocas en trío con contrabajo y batería. Rollins cultivó asiduamente ese formato en aquellos años, antes y después de su famoso retiro entre 1959 y 1961, y estas grabaciones encontradas suponen, en cierto modo, el cierre de esa etapa. Una clausura casual y postergada, pero rotunda, tanto por su excelencia musical como porque constituye el último testimonio grabado de Rollins en trío, y también el último registro antes de su segundo retiro, a finales de 1969. Desde ese momento, y hasta su regreso a la música, en 1971, Rollins viajó a la India, estudió yoga y encontró una nueva voz. Siguió siendo un coloso, pero su música ya era otra. Y el jazz también era diferente: la muerte de John Coltrane, la deriva eléctrica de Miles Davies y la irrupción de sonidos populares en la escena marcaron a finales de los sesenta el fin de una era.

En mayo de 1967, Rollins fue invitado a tocar algunos conciertos en Holanda justo después de una pequeña gira por Inglaterra. Fueron pocos días y la música fue soberbia, tanto en pequeños clubes como en un auditorio de Arnhem o el estudio de Hilversum, en el que registró cuatro temas para la radio holandesa. Después, Rollins volvió a su país y todo el mundo olvidó que mucha de aquella música había sido grabada, hasta hoy.

Rollins habla con Jacobs en presencia de Han Bennink./ T. Van Wageningen

La importancia de este hallazgo es que aquellos no fueron shows rutinarios. El encuentro de Rollins con los holandeses Ruud Jacobs y Han Bennink es mágico, uno de esos que se dan casi por casualidad en el jazz y acaban siendo irrepetibles. No solo el encuentro: el momento también es crucial. Jacobs estaba en su plenitud como contrabajista: hermano del excelente pianista Pim Jacobs, para 1967 ya llevaba más de una década tocando con algunos de los más importantes músicos de su país y acompañando a figuras norteamericanas. Han Bennink era uno de los bateristas más importantes de la escena europea en la época: en 1964 había acompañado a Eric Dolphy en su Last Date, grabado poco antes de la muerte del saxofonista, y en 1967 ya estaba inmerso en la fundación, junto a Misha Mengelberg y Willem Breuker, del colectivo vanguardista Instant Composers Pool, y a punto de convertirse en uno de los grandes referentes del free jazz europeo. Cuando surgió la posibilidad de acompañar a Sonny Rollins en unas pocas fechas, Jacobs y Bennink fueron los elegidos por varias razones: por un lado, eran los mejores de su país en sus respectivos instrumentos; por otro, aunque musicalmente estaban ya en sitios diferentes, en los últimos años habían acompañado juntos a importantes músicos de visita en Holanda, como Wes Montgomery, Ben Webster o Clark Terry, y podían enfrentarse a una situación como la de tocar en trío con Rollins, en la que era tan necesario acompañar como construir, siempre en busca del equilibrio entre el swing, la libertad y la comunicación musical entre los tres intérpretes.

Así, la química fue apabullante desde su primer encuentro, registrado en directo y publicado en esta edición. Según cuenta Rollins, fue llegar, conocerse y tocar, pero la conexión resultó instantánea y brutal: el trío suena compacto, comunicativo y dinámico, impulsado por la fuerza de tres creadores diferentes (Jacobs desde la tradición, Bennink desde la vanguardia y Rollins como fuerza motora, a medio camino entre ambas), señalando en la misma dirección con swing y plena libertad.

La calidad de la grabación del concierto, que abarca más de la mitad de Rollins In Holland, no es perfecta, pero la música es insuperable. Las demás piezas del álbum son también deslumbrantes: grabadas dos días después en sendas sesiones (una en estudio, otra en directo), muestran al trío con una interpretación menos urgente, pero con esa química tan especial intacta. Todo el disco es colosal, puro Rollins en uno de sus mejores momentos, y la edición de Resonance (en triple LP limitado y doble CD) es acorde a su importancia: textos del biógrafo de Rollins y de los productores del álbum, multitud de fotos inéditas de las sesiones y entrevistas con  los tres músicos, para contextualizar exhaustivamente aquellos días de 1967 que, escuchados hoy, brillan más que nunca gracias a la perspectiva del tiempo.


El Pais, sábado 5 de diciembre de 2020



sábado, 17 de abril de 2021

No hay más patria que el rock

 Desde el puente/ Manuel Vicent


Brian Johnson y Angus Young en 1981/ Michael Putland (Getty)

El 17 de enero de 1981 estaban ya en flor los almendros, que no eran sino los conjurados en el golpe de Estado del 23-F que se estaba cocinando y tal vez el teniente coronel Tejero ya había comenzado a hacer gárgaras con la clara de dos huevos, los suyos propios que eran también los de la patria, para suavizar la garganta con la que poco después en el asalto al Congreso, pistola en mano, gritaría: "¡Que nadie se mueva, todos al suelo, al suelo!". Pero en la noche de aquel día, sábado 17 de enero de 1981, dos horas antes de que comenzara el concierto, sucesivas oleadas de búfalos llenos de garfios e imperdibles, cada uno con su niebla en su belfo, avanzaban hacia el norte del paseo de la Castellana en dirección al pabellón del Real Madrid. Las linternas de los furgones de la policía pasaban ráfagas de color cobalto sobre las cabezas de aquel rebaño. A nadie de esta manada le importaba el ruido de sables ni otra patria que no fuera el rock.

Entre un clamor de bocinas de coches atascados por todas las bocacalles llegaban las tribus del sur, cada una revestida con sus arreos de distinción y reconocimiento. Había ángeles del infierno con un foulard de vidrios relampagueantes, la polaina nazi, el pelo con gomina, los labios pintados de negro, que se unían a las reatas de chicas galácticas con medias de colores, babuchas celestes, abrigos de raído mutón, muselinas, sombreros mormones y otros andrajos pacifistas; pero el grueso del ejercito iba vestido simplemente de chapista macarra recién duchado, con la chupa de cuero duro de la periferia. Mientras en otra oscuridad se preparaba el golpe de estado contra la democracia, el grupo australiano AC/DC iba a actuar por primera vez en Madrid. En cierto modo, fueron dos asaltos al orden constituido, cada uno a su manera.

Los camellos habían logrado agotar sus existencias: chinas de hachís, hierba, ácidos, anfetaminas, azúcar, caballo. Así cargada avanzaba la tropa por los túneles en medio de una berrea feroz en busca de un sitio en las esteras de la cancha o un asiento en las gradas de cemento. Fuera del pabellón había camadas violentas dispuestas a asaltar las vallas protegidas por una trenza de gorilas de terribles antebrazos con bates de beisbol.

La orgía musical estaba a punto de empezar. Mientras una calima de marihuana se adensaba en el espacio, el botiquín atendía las primeras lipotimias, las primeras sobredosis. Los canutos pasaban litúrgicamente de mano en mano con toda inocencia entre desconocidos. En los lavabos se aspiraban rayas de cocaína, las tazas de los retretes se tragaban algún instrumental hipodérmico, y los espejos devolvían la imagen deslumbrada de los yonquis. Hasta que, de pronto, en el pabellón se hizo la oscuridad apenas iluminada con mecheros, bengalas con estrellitas de hada y brasas de porro que brillaban como luciérnagas.

Desde lo alto del infierno sonaron 12 golpes de gong accionados con una maza por un macho hortera y en ese instante aparecieron los dioses, los héroes más salvajes del rock, el conjunto más bronco, formado por cinco australianos esquizofrénicos, bajo el mando de Angus Young en medio de una explosión de focos y desde el escenario cayó un un trueno sobre la multitud, como el despegue de un Jumbo que levantara vuelo a ras de las cabezas acompañado por el aullido de las fieras. A partir de ese momento, lo que sucedía en el escenario limitaba, por la parte inocente, con la epilepsia, y por la malvada, con la silla eléctrica.

El tipo de la guitarra, Angus Young, vestido de colegial victoriano con terciopelos de satén verde, se comportaba como un mono rabioso al que hubieran conectado un cable de muchos voltios en el culo y encima fuera ametrallado por el batería Phil Rudd. Daba saltos eléctricos y se debatía en el aire con calambres que le sacaban chispas de soplete por la coyunturas; abrazado por sucesivas descargas se plegaba sobre la tarima como un Lucifer poseído por la gloria, quedaba electrocutado en el suelo; y mientras el vocalista Brian Johnson gritaba con alaridos que estaban al límite de la barrera del sonido, a Angus Young de repente un resorte lo elevaba a dos metros de altura abrazado a su guitarra.

Han pasado 40 años desde la noche de aquel día. Poco después se produjo el asalto al Congreso, que en cierto modo también fue un sucio concierto de una banda borracha, pero desde entonces el grupo AC/DC, después de muertes y quebrantos, aún sigue vivo y acaba de sacar su último disco, Power Up. Tejero gritó en el Congreso: "¡Quieto todo el mundo, que nadie se mueva!". Como reacción a este aullido, aquellos jóvenes que asistieron al concierto en el pabellón iniciaron la movida. Aquel concierto de AC/DC fue la presentación en sociedad de las nuevas tribus urbanas, que luego ocuparían todo el asfalto, aunque muchos de aquellos adolescentes insomnes que llegaban en manadas hacia el pabellón, unos se han perdido en la niebla y otros han llegado a subsecretarios.


El Pais, 21 de noviembre de 2020.


viernes, 9 de abril de 2021

ROCK & ROLL en el plató por Diego A. Manrique

 Casi 50 años de rock dan mucho de sí: canciones con resonancia multigeneracional, mitos a prueba de bala, trayectorias con moraleja. Hollywood ha encontrado una nueva mina: los biopics que comprimen vidas de auténtica montaña rusa en menos de dos horas.



Texto: Diego A. Manrique

Siempre es más verde el césped de la casa de al lado. Y el bendecido por los dioses aspira a lo que no posee. Tiene gracia que las estrellas del rock arriesguen reputación y, a veces, fortuna por entrar en el planeta del cine, sea actuando (David Bowie), dirigiendo (Neil Young) o produciendo y actuando (Mick Jagger). A su vez, las figuras del cine -especialmente el brat pack y sus satélites- sueñan con inmortalizar digitalmente su voz o su guitarra; en el caso de carencia de aptitudes, la alternativa reside en encarnar a ídolos del rock en la pantalla grande. Para la galaxia Hollywood, el mito del rock a-punto-de-biopic debe cumplir los tres mandamientos: vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. No sirve un Chuck Berry, que todavía colea, pero está afeado por sus estancias en la cárcel -delitos sexuales, incumplimiento con Hacienda- ya que su biografía rezuma amargura. Evidentemente, también cuenta el color: Jerry Lee Lewis, con un historial delictivo similar, sí tuvo su biopic, aquel Gran bola de fuego (1989). Así que todavía habrá que esperar para que llegue la hora de Otis Redding, cuya avioneta se estrelló en 1967. Sin embargo, ya está en marcha la filmación de la desdichada vida de Brian Jones, el ex Rolling Stones que se ahogó en misteriosas circunstancias en 1969; Brad Pitt parece que será el elegido. Tampoco hay una fecha fija para poner en imágenes las andanzas de la más luminosa estrella fugaz de los sesenta, el titánico Jimi Hendrix; su familia, que se ha hecho finalmente con el control de sus grabaciones históricas, planea relanzar su catálogo con un biopic a principios del siglo XXI. Por el contrario, ya han pasado por el celuloide los otros mártires del año 1970: Jim Morrison fue mitificado por Oliver Stone y Janis Joplin lleva años sobrevolando las juntas directivas de Hollywood.



El caso Joplin evidencia lo complejo de poner en marcha hoy un proyecto biográfico. Esa medianía musical llamada Melissa Etheridge, cuya mayor audacia ha sido proclamar su lesbianismo, va a interpretar a la tejana, cantando incluso sus éxitos. Por el contrario, los herederos apuestan por filmar la biografía confeccionada por su hermana, Dear Janis, con Lili Taylor haciendo que canta las grabaciones originales. Y aún hay una tercera iniciativa boqueando en busca de apoyos. Sin contar con que The Rose (1979), la película de Bette Middler, era una adaptación transparente de las miserias de Janis. Recuerden: una buena historia se puede filmar una y otra vez.

En el camino de Graceland
Y siempre se puede buscar un ángulo inédito para contar lo de siempre. Harvey Keitel encarna a alguien que es/se cree Elvis Presley en The Road to Graceland, que dirige David Winkler. Dado que Elvis es lo más parecido a un santo que ha surgido en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo, la filmografía presleyiana no dejará de crecer. Hay hueco incluso para la esposa infiel: la propia interesada, Priscilla Presley, supervisará el rodaje de Novia niña: la historia desconocida de Priscilla Beaulieu Presley. No, el adjetivo desconocido no significa que se reflejen los peculiares hábitos sexuales de Elvis o su furor asesino al saber que su esposa se largó con su instructor de kárate.

Y es que un buen biopic sirve para reescribir la historia y maquillarse para el paso a la posteridad. Lo sabe Yoko Ono, que ha aportado muchos millones de dólares para ejercer la producción ejecutiva en una biografía de John Lennon. La Columbia, que necesitaba su permiso para incluir las canciones del finado, ha pasado por el aro: Yoko tendrá derecho de veto sobre el guión y hasta sobre los actores elegidos. Oiga, resulta comprensible: debe de estar harta de ser, en la imaginación popular, la bruja nipona que separó a los Beatles.





La viuda tendrá que cuidarse muy mucho de manipular la balanza: los otros supervivientes están con la mosca detrás de la oreja. Igual admonición cabe extender a los valientes que se atreven a encarnar a leyendas vivas. Michelle Pfeiffer juguetea con la idea de meterse bajo la piel de Marianne Faithfull, que no tiene nada que perder tras su autobiografía, excepcionalmente honesta e igualmente notable por no echar balones fuera. Más precauciones debe tomar Tom Cruise, encargado de llevar al cine la asombrosa vida del productor discográfico por antonomasia, Phil Spector. Un megalómano con tendencias paranoicas, como recordaba uno de sus pupilos, Leonard Cohen, que no disfrutó con el método spectoriano para resolver diferencias creativas: "Saca la pistola y todos se callan".

El riesgo vale la pena. Corinne Usher, una psicóloga consultada por The Sunday Times, tiene una explicación pintoresca: "Las estrellas de cine se hartan de las personalidades que les crean las máquinas publicitarias de los estudios; si se aproximan a héroes de la vida real, pueden recuperar en cambio una parte de su propia personalidad".

¿Uh? Puede también que se trate de sublimar pequeñas miserias. Hace unos meses hubo una puja entre dos de las máximas estrellas del pop negro: Whitney Houston y Janet Jackson se disputaban la biografía de Dorothy Dandridge, la primera actriz y cantante de color aceptada por Hollywood, protagonista de Porgy and Bess y Carmen Jones. La Dandridge fue una mujer de armas tomar que se pleiteó contra Confidential (la prensa sensacionalista tuvo su venganza cuando murió, dicen algunos que por sobredosis de barbitúricos). Al final, pesó tanto la reputación de cada cantante como su cartera. La Jackson cultiva últimamente una imagen hedonista -en su último disco se relame cantando crónicas de tríos y sadomaso suave- mientras que Houston lleva con dignidad herida los rumores de lesbianismo y de violencia marital. Ganó Whitney.

Versión higiénica de vidas musicales
Hollywood aplaude estos biopics: generan bandas sonoras millonarias y sus previsiones de taquilla son optimistas. Los seguidores originales de los artistas difícilmente resistirán la tentación de revisar una versión higiénica de una historia que conocen más o menos bien. Estos supervivientes son los que controlan el poder cultural y han convencido a sus retoños de que nada como los años cincuenta / sesenta / setenta / etcétera.

Benditos datos demográficos: los mismos que llevan años bautizando películas con títulos de canciones -de Blue Velvet a Stand By Me- saben que pueden vender a los protagonistas de aquellas gestas musicales. Que la añeja trilogía de sexo + drogas + rock and roll se hace aún más apetecible en tiempos de miedo y moderación impuesta desde arriba. 



1 Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955). Como recordaba Frank Zappa, no importaba que el mensaje tirara hacia lo conservador: "Sonaba el himno internacional de los Teen-Agers -Rock Around the Clock, de Bill Haley and The Comets-y eso era suficiente". Alborotos en muchas salas de proyección.

2 ¡Qué noche la de aquel día! (Richard Lester, 1964). El subtexto: estar en un grupo de rock es lo más divertido del mundo. Quinientas mil guitarras de palo fueron arrinconadas mientras The Beatles buscaban electrificarse.

3 El graduado (Mike Nichols, 1967). El argumento-niño bien, Dustin Hoffman, que
sale de la Universidad y no sabe qué hacer con su vida- es menos importante que el hecho de que Simón and Garfunkel encajaran allí su folk-rock en complicidad con el director.

4 Easy Rider (Dennis Hopper, 1969). La polarización estadounidense se resuelve de mala manera. Hopper y Fonda usaron una banda sonora de varios artistas para ilustrar su odisea, fórmula obligada ahora en toda película, tenga o no justificación.

5 Performance (Nicholas Roeg, 1970). Mick Jagger encarnaba a una estrella del rock en esta turbia historia. Funcionaba y docenas de sus colegas le han imitado esperando que la flauta vuelva a sonar. Y no.

6 American Graffiti (George Lucas, 1973). Un miembro del babyboom embelleciendo su adolescencia. Algunas frases -"La música se fue a la mierda desde que murió Buddy Holly"-revelaban que Hollywood también podía ser hip y asumir la estética del rock como bagaje cultural.

7 Quadrophenia (Frank Roddam, 1979). La ópera rock de The Who alcanzaba dimensiones épicas y, de paso, resucitaba el movimiento mod, confirmando que la ley del eterno retorno no es broma.

8 Radio On (Chris Petit, 1979). Una road movie británica y deprimente, con un disc jockey impulsado por música de sintetizadores y la presencia de Sting.

9 Stop Making Sense (Jonathan Demme, 1984). El director de Talking Heads potenciado
por un realizador sensible a la polirritmia.

10 The Commitments (Alan Parker, 1991). Aunque lastrada por parkerianismos, un triunfo a partir de una historia improbable: unos pardillos dublineses que se reciclan en obreros del soul y se autoincineran velozmente.


Cinemanía nº29, febrero de 1998

viernes, 26 de marzo de 2021

La cara B de la vieja y extraña América por Diego A. Manrique

Una idea audaz: se rescatan las canciones que acompañaban a las pizarras usadas en las cincuenta por Harry Smith para su mítica Anthology of American Folk Music. Un canon olvidado que inspiró a Bob Dylan o Joan Baez.


Varios artistas
The Harry Smith B-Sides
Dust-to-Digital

Repasando la vida de Harry Everett Smith (1923-1991), uno cree toparse con otro de aquellos gloriosos excéntricos que Joseph Mitchell retrataba para The New Yorker: un solitario que malvivía en hoteles mientras pintaba o hacía cine experimental, a la vez que acumulaba colecciones de lo más dispar, desde aviones de papel hasta discos de 78 r. p. m. También ejercía de ocultista: según el poeta Allen Ginberg, que le acogió en su casa, acumulaba en el frigorífico jarras con su semen, destinadas a un ritual de alquimia.

Visto de cerca, no era un personaje querible. Como inquilino del Chelsea Hotel, protagonizó monumentales escándalos cuando se pasaba con el alcohol o las anfetaminas. También le temían sus colegas devotos de las pizarras: podía llevarse una pieza codiciada en cuanto su propietario se despistase. Acumulaba, explicaba, para tener posibilidades de comparar y establecer jerarquías entre aquellos artistas de nombres misteriosos.

Se trataba de una obsesión personal, sin voluntad de folclorista ni vocación de permanencia. A principios de los años cincuenta, Smith se presentó  ante Moses Asch, fundador del sello Folkways, dispuesto a venderle todo o parte de su tesoro. Pero Asch tenía otra idea: le adelantó dinero para que preparara la Anthology of American Folk Music, una colección de tres elepés dobles que publicó en 1952.

Imposible imaginar, en nuestros tiempos de abundancia, lo que significó aquella recopilación: una panorámica de la expresión musical de la América profunda, desconocida fuera de su publico natural y algunos círculos herméticos de enterados, olvidada incluso por las discográficas, que habían fundido los másteres. Un canon alternativo que hipnotizó a Bob Dylan, Joan Baez, Dave Van Ronk y demás protagonistas del folk revival. Que ni siquiera sabían que muchos de los creadores reivindicados por Harry Smith estaban vivos: Clarence Ashley, la Carter Family, Mississippi John Hurt, Bacom Lamar Lunsford, Dock Boggs, Sleepy John Estes, Gus Cannon. Vivos y dispuestos a actuar ante aquellos "beatniks de ciudad".

La Anthology of American Folk Music ofrecía además manjares digeribles: a diferencia de las grabaciones de campo de los Lomax, era música concebida para ser editada comercialmente. Se buscaba la mejor toma; se registraba con profesionalidad, siguiendo las exigencias técnicas de la época (duración máxima de tres minutos por cara, ausencia de instrumentos avallasadores).

En los 70 años transcurridos, la Anthology no ha parado de transformarse. Ha sido pirateada y luego publicada legalmente en CD a través del Smithsonian. Ampliada extraoficialmente por discípulos de Smith, también he recibido homenajes multitudinarios como The Harry Smith Proyect Live, conciertos organizados por el productor Hal Willner. Y ahora se materializa algo que andaba rondando desde hace tiempo. Harry Smith había elegido 84 temas extraídos de otras tantas pizarras, lo que planteaba un interrogante: ¿qué había en la otra cara de aquellos discos? Ya se puede comprobar con The Harry Smith B-Sides, una preciosa caja con cuatro CD y un detallado libro.


Harry Smith, alrededor de 1952.

Debemos prescindir de nuestras ideas preconcebidas sobre las caras B. Las pizarras seleccionadas por Smith procedían generalmente del periodo entre 1926, cuando se implantó la llamada grabación eléctrica, y 1934, cuando la Gran Depresión hundió el mercado de discos rurales. Música cosechada por cazatalentos que, cargando con su pesado equipo, se podían acercar a rincones remotos de Estados Unidos usando la prensa local para convocar a cantantes e instrumentistas, aunque fueran aficionados. Se grababa en cualquier espacio con buena acústica y se pagaba a tanto la pieza. De vuelta en la gran ciudad, las disqueras editaban lo que consideraban que tendría acogida en las tiendas, sin caer en los hábitos que ahora conocemos, como reservar la cara B a caprichos o material de relleno.

No existían estudios de mercado ni listas de ventas: cada lanzamiento era publicitado con anuncios, donde estaba implícito el color de piel del artista. El público potencial era tan nebuloso como los músicos. Eso explica que fuera una edad de oro para la fonografía: se grababa mucha música étnica, hecha por inmigrantes de primera generación, y prosperaban las canciones en español en Texas, Arizona, California.

Esas eran categorías que no interesaban a Harry Smith, que aceptaba instrumentales, pero se deleitaba en las interpretaciones con contenido narrativo, que recogían añejas historias o las emociones desnudas de generaciones pasadas, apenas contaminadas por la influencia de medios de masas como la radio o el cine. Y eso ha presentado un enojoso dilema a los compiladores de The Harry Smith B-Sides: 3 de los 84 temas se pueden clasificar como "racistas", lo que va desde insultos casuales hasta bromas sobre linchamientos.

Lance y April Ledbetter, responsables del sello Dust-to-Digital, ya habían fabricado las cajas de The Harry Smith B-Sides cuando eclosionó el movimiento Black Lives Matter y el cuestionamiento del histórico segregacionismo estadounidense. Vecinos de Atlanta, en Georgia, no podían evitar posicionarse. Decidieron finalmente hacer un nuevo prensaje, eliminando las canciones ofensivas, con los resultados previsibles: el aplauso de músicos negros, la consternación entre estudiosos que les acusan de falsear la historia.

¿Censura o gesto político? En The Harry Smith B-Sides se especifíca que han sido omitidas por sus letras. No son canciones ocultas: circulan por la Red, a veces debido precisamente a su contenido. Cabe suponer que Smith no se escandalizaba: estaba habituado a toda la gama de los sentimientos humanos, incluidos los más odiosos. Pero su ausencia evita que el foco no se desvíe de lo esencial de The Harry Smith B-Sides: el vigor de las interpretaciones y el asombroso sonido conseguido por el equipo de Dust-to-Digital.


El Pais. Babelia Nº 1.511, sábado 7 de noviembre de 2020

domingo, 21 de marzo de 2021

"Hip hop", R&B y electrónica 2020: Rimas y ritmos en cuarentena

 Por David Broc

A diferencia de otros géneros en estado de shock, el hip hop y el R&B han aprovechado el encierro para activarse e incrementar su ritmo de trabajo: en 2020 se han publicado más álbumes, y cada vez más cortos, con el afán de acumular descargas, copar el mercado y saciar el ansia de novedades del consumidor confinado. El colectivo Griselda, con Westside Gunn, Conway, Benny the Butcher, Armani Caesar y Boldy James colgando material nuevo casi cada semana; Lil Uzi Vert, con tres discos del tirón, o Bad Bunny, con una dupla irresistible, son ejemplos ilustrativos, pero en ningún caso tan llamativos como el Jay Electronica: el rapero y productor rompía más de una década de silencio con dos títulos lanzados entre marzo y octubre. Otros milagros de la covid-19: la buena forma de la vieja, y no tan vieja, guardia -Busta Rhymes, Brandy, Nas, Ka, Freddie Gibbs, Run The Jewels-, la consolidación de promesas -Moses Summey, Chloe x Halle, Megan Thee Stallion, Burna Boy, dvsn, Lil Boy-, discos póstumos de altura -Mac Miller, Pop Smoke, Juice WRLD- y hasta un pelotazo comercial -The Weeknd-.

Sin clubes ni festivales, la escena ha apostado por una mirada interior, reflexiva y experimental que se ha traducido en una de las cosechas más atractivas de los últimos años: Arca, Beatrice Dillon, Actress, Yves Tumor, Nicolas Jaar, Pantha Du Prince, Salem o Krust han competido con unos Autechre que han vuelto a lo grande y por partida doble.

1. Jay Electronica. Act II:The Patents of Nobility (The Turn)/ A Written Testimony (Equity/Roc Nation)





2. Moses Summey. grae (JagJaguwar)



3. Bad Bunny. YHLQMDLG (Rimas Entertainment)



4. Autechre. Sign (Warp)



5. Run The Jewels. RTJ4 (Jewel Runners-BMG)




El Pais. Babelia Nº 1.517, sábado 19 de diciembre de 2020