domingo, 29 de diciembre de 2019

La rebelión de las cantaoras

Ángeles Castellano


11 SEP 2016

El flamenco puro ha estado vetado a las mujeres. Hasta la democracia, sus voces apenas se escuchaban fuera de la casa. Hoy un puñado de ellas encabeza la revolución. Siguiendo la estela de las cantaoras payas, las gitanas rompen moldes y se incorporan por fin al cante profesional. Reunimos a cantaoras de varias generaciones en un encuentro extraordinario.



EL CANTE FEMENINO vive su mejor momento. Ha comenzado a rivalizar con el masculino en un arte dominado siempre por los hombres y en el que apenas han pasado a la historia un puñado de mujeres que ya son referentes universales. Hoy las voces no gitanas son las que lideran la revolución, siguiendo la estela que marcó Carmen Linares. Y, sin perder un instante, las cantaoras de raza gitana comienzan a heredar las tradiciones de sus familias y a ser, por fin, protagonistas.

Una muestra, la gitana María Fernández Terremoto. A sus 17 años, es la primera mujer de su familia (encabezada por su padre, Fernando Terremoto, y antes por su abuelo, Terremoto) en dedicarse al cante. Tiene en su voz un eco antiguo, de sangre. Lo mismo ocurre con Lela Soto, de la familia de los Sordera, con 24 años y el empuje de una dinastía en la que nunca hubo mujeres profesionales del cante. Son dos ejemplos de gitanas que empiezan a llenar los escenarios, un espacio siempre vetado a la mujer y dominado por hombres. Las dos lo han conseguido contando con el apoyo de los artistas veteranos de su estirpe, que les sirven de maestros. En paralelo, las voces no gitanas, como las de Rocío Márquez o Rosalía Vila, se han puesto al servicio de la investigación y la innovación y se sienten igual de cómodas cantando por Vallejo o Chacón que acompañando a la compañía teatral La Fura dels Baus. Dentro de esta revolución, cada etnia busca su camino. Las gitanas, en la tradición y las raíces. Las payas, en la experimentación. “Hoy día no hay diferencia entre hombres y mujeres en el cante”, explica Cristina Cruces, doctora en Antropología Cultural por la Universidad de Sevilla. “Además, las flamencas son más estudiosas que los hombres; son muy disciplinadas”.




Vila, Fernández y Terremoto se arrancan a dar palmas. En la segunda foto, Ana la Turronera canta y baila. JAVIER SALAS

La revolución no es nueva. La tendencia que inauguraron al comienzo de este milenio cantaoras consagradas como Esperanza Fernández o Estrella Morente se ha consolidado con la siguiente generación. Todas están presentes en la Bienal de Flamenco de Sevilla (hasta el próximo 2 de octubre). Es el festival de referencia: el espacio en el que los artistas del cante presentan los espectáculos que recorrerán el mundo en los próximos años. Todos los flamencos quieren estar en ella.


Rosalía Vila: “Soy de esta época. Escucho la música de la gente de mi edad. Además del flamenco, me gusta la electrónica”.

En esta edición, las grandes figuras de las distintas generaciones del cante femenino pasarán por Sevilla con recitales propios o participando en montajes colectivos. Veteranas como Juana la del Pipa, Ana la Turronera, Lole Montoya, Carmen Linares o Melchora Ortega compartirán escenario con jóvenes como Estrella Morente, Marina Heredia o Rocío Márquez, además de las debutantes Rosalía Vila, María Fernández Terremoto o Lela Sotos. Y quizá este año se iguale el número de cantaoras con el de hombres, algo que no ocurrió en 2014. En aquella ocasión, las cantaoras fueron menos de la mitad que los cantaores, según un estudio elaborado por Cristina Cruces y publicado en la revista de investigación sobre flamenco La Madrugá en diciembre de 2015. Lo curioso es que, pese a la desigualdad de los números, la bibliografía y documentación de este género demuestra que siempre ha habido cantaoras. “El cante femenino es tan antiguo como el flamenco”, afirma Cruces. “Lo que pasa es que el papel de ellas no ha sido tan poderoso como en el baile; fueron silenciadas, no podían profesionalizarse”.

Desde que el arte del flamenco comenzó a ser conocido con ese nombre en el siglo XIX, el cante ha sido monopolizado por hombres. “En su origen, era un arte romántico y encontró en la mujer un estereotipo ­vinculado con la corporeidad”, explica Cristina Cruces. “La mujer era seducción, voluptuosidad, se buscaba el exotismo… Y esto lo encarnaba el baile”. Ahí halló la mujer flamenca su espacio natural. El cante y el toque eran para los hombres, que además dirigían los espectácu­los, establecían los cachés y negociaban los contratos.

Aunque han trascendido los nombres de algunas cantaoras de los viejos tiempos que elaboraron cantes, como La Serneta o La Trini, no fue hasta el siglo XX cuando apareció la primera gran figura de cante femenino: Pastora Pavón, la Niña de los Peines (1890–1969), que se trazó una carrera profesional en un momento en el que la mujer solo podía hacerlo de la mano de los hombres de su familia. “Pastora Pavón tenía grandes cualidades artísticas, pero su grandeza viene por ser una mujer brava, capaz de entrar en la industria del espectáculo en un contexto en el que no era fácil”, explica Cruces.


La Niña de los Peines es un referente. Todas las cantaoras la mencionan como modelo. Gozó de una gran popularidad, pero además fijó una forma personal de hacer algunos cantes que es admirada por los aficionados. Fue capaz de montar su propia compañía y dirigir su carrera, algo inusual en su tiempo. “Muchas de aquellas cantaoras profesionales, como La Niña de los Peines, han sido mujeres que no estaban casadas o se casaron muy mayores, que no tenían hijos y a lo mejor su orientación sexual era diferente… No tenían la convención social que se esperaba de las mujeres normales”.

Desde las pioneras del siglo XIX hasta los años setenta y ochenta del XX, quedaron relegadas al hogar. “Había muchísimas mujeres a las que los maridos no dejaban cantar”, afirma Juana Fernández de los Reyes, más conocida como Juana la del Pipa, una de las veteranas. “¿A qué edad salió cantando la Tía Anica la Piriñaca? ¡Con 80 años, porque su marido no quería que lo hiciera en público y tuvo que esperar a que se muriera! Y La Bolola igual. Estaba en su casa con su marido y allí iban a escucharla Camarón, Curro Romero, Lola Flores… ¡Cómo cantaba! Pero en su casa, nada de andar por ahí”.


Juana la del Pipa: “Había mujeres a las que los hombres no les dejaban cantar. En todo caso, en su casa, nada de andar por ahí”.

Cuando habla de La Bolola, Juana la del Pipa se refiere a Rafaela Montoya Dávila (1910-1984), jerezana que creó un cante por bulerías y nunca fue profesional. “Mi tía María la Perrata igual, ¡cómo cantaba!”, añade Ana Mancheño Peña, Ana la Turronera, otra cantaora de la generación veterana emparentada con los Perrate, El Lebrijano y los Bacán, estirpes de Lebrija y Utrera. De la familia de los Perrate fue María la Perrata, María Fernández Granados (1922-2005), casada con Bernardo Peña, madre de El Lebrijano y abuela de David Dorantes. “Su marido no la dejaba cantar. En las fiestas que él organizaba sí, pero en casa. Quien quisiera verla cantar tenía que ir a su casa”.


Juana la del Pipa.JAVIER SALAS

Hoy están todas juntas para El País Semanal. Mientras las veteranas Juana la del Pipa y Ana la Turronera cuentan anécdotas, las debutantes María Terremoto, Lela Soto y Rosalía Vila escuchan en respetuoso silencio. En un encuentro único, unas y otras conversan sobre los cambios que ha vivido el flamenco. “Qué pena no haber vivido ese tiempo, Tata”, le dice María Terremoto a Juana la del Pipa cuando cuenta que en su casa se levantaba rodeada de flamencos y que los compañeros de su madre venían a su casa buscando a “la niña”. “Manuel Morao entraba diciendo: ‘Dónde está la niña, que cante la niña”, deseosos de escuchar su voz negra.

Esa tendencia de cantaoras encerradas en sus casas comenzó a cambiar en los sesenta, pero no fue hasta los ochenta cuando proliferaron los festivales de flamenco en Andalucía, las peñas y los tablaos, y en estos espacios comenzaron a actuar cantaoras con voces potentes, a menudo gitanas, y con un estilo que se asociaba con los hombres. Se pusieron de moda. Voces más negras, más gitanas, como las de La Paquera de Jerez, Fernanda y su hermana Bernarda de Utrera, y después la de la propia Juana la del Pipa, comenzaron a ser del interés de los aficionados.



La mujer había tenido en el flamenco tradicional una voz más laína, más atiplada. Se ha documentado que en el siglo XIX algunas cantaoras actuaban como mezzosoprano además de hacer flamenco. A la mujer se reservaban los cantes por soleá y malagueñas y otros libres, más melódicos y melancólicos. Las cantaoras antiguas solo dominaban unos pocos palos. No eran artistas completas. Así lo refleja Guillermo Núñez de Prado en su libro sobre cantaores andaluces de principios del siglo XX. Núñez de Prado explica que los cantes más duros, como la seguiriya o las tonás, que exigían ecos más poderosos, eran solo para los hombres.


Esperanza Fernández: “El flamenco ha sido siempre machista, aunque yo no lo he vivido porque he estado siempre arropada por mi familia”.

La excepción fue La Niña de los Peines. Después hubo que esperar hasta la democracia para que se diluyeran esas fronteras entre hombres y mujeres. La Paquera, Fernanda y Bernarda de Utrera y otras cantaoras de esa generación empezaron a entonar como los hombres, porque tenían voces rotas, poderosas, gitanas. Y ahí comienzan a surgir figuras femeninas. Las generaciones posteriores de cantaoras han logrado dominar todos los palos, independientemente de su tipo de voz.

Con esa moda de las voces gitanas, la mujer comenzó a salir del espacio privado y hacer actuaciones en lugares que no eran aún grandes teatros, pero les permitía tener una carrera semiprofesional en festivales, peñas y tablaos. Estos pequeños espacios constituyen un circuito que se mantiene vivo hoy en el flamenco y da trabajo a muchos artistas que no son capaces de formar parte de grandes compañías o montar grandes espectáculos. Además, ese circuito sirve de zona de entrenamiento para las más jóvenes antes de dar el paso al gran formato teatral.

La veterana Ana la Turronera, que en esta Bienal de Sevilla formará parte del elenco del espectáculo Yo vengo de Utrera, es un ejemplo de cantaora que se ha desenvuelto por estos espacios en su carrera profesional. “Yo me he ganado la vida cantando en la feria de Sevilla, en el Rocío, siempre de juerga… Pero a mí me habría gustado estar en una compañía y recorrer mundo”.

“El flamenco ha sido siempre muy machista”, afirma Esperanza Fernández (Sevilla, 1966), “aunque yo no lo he vivido porque he estado arropada por mi familia. Cuando empecé a despuntar, en los noventa, ya había otro tipo de referentes, como Carmen Linares, que tuvo que luchar mucho”. Ejemplos como este, explica Esperanza, han ayudado a que ella haya podido tomar las riendas de su trayectoria de una manera natural. “Yo he marcado mi carrera, siempre he sabido lo que quería hacer en cada momento”.


La diferencia fundamental entre las históricas y las de ahora es que hoy día dominan los repertorios, son cantaoras completas. Carmen Pacheco Rodríguez, conocida como Carmen Linares (Linares, 1951), es uno de los referentes de la actualidad. Ha sido la primera en grabar una antología femenina, Antología de la mujer en el cante (Universal, 1996), además de forjarse una carrera profesional que ha incluido colaboraciones innovadoras e investigación dentro de la tradición del flamenco. “Carmen Linares ha sido la mujer que quizá ha dado el toque más intelectual al cante más reciente”, afirma la investigadora Cristina Cruces.


María Terremoto: “No me gusta llevar las cosas totalmente cerradas. Me gusta improvisar , sin salirme de la línea del flamenco, pero innovar un poquito”.

El camino abierto por ella ha sido aprovechado por las más jóvenes que, profundizando en la tradición, han sido capaces de relacionarse con otras músicas, como la clásica o el jazz, y participar en la experimentación. Es el caso de Esperanza Fernández, pero también el de otras de su generación como Estrella Morente. Llevan ya más de una década en los escenarios y mantienen un impulso creador que trata de romper el corsé de la tradición aunque partan desde ella. “Siempre he respetado el flamenco tradicional, pero me gusta moverme en otros círculos”, recalca Esperanza Fernández.

Las que han dado el salto a los grandes formatos y recorren los teatros más importantes han introducido también una nueva puesta en escena en sus espectáculos. Lo explica Esperanza Fernández: “Un recital de cante ya no es un cantaor sentado en una silla; hay luces, hay movimiento en el escenario… Antiguamente había una minoría de público que se podía pasar dos horas escuchando cante sin importarle lo que había en escena, pero ahora hay que ofrecer otra cosa…”.

El máximo exponente de la experimentación femenina es Rocío Márquez (Huelva, 1985), con una carrera más reciente y que, hasta para hacer un homenaje a Pepe Marchena en su disco El Niño (Universal, 2014), parte de la investigación sobre esta figura del cante para explorar la vanguardia de los sonidos. Es investigadora de la tradición, pero busca nuevas vías para la voz dentro del flamenco. Es el mismo camino que sigue Rosalía Vila, que ha trabajado junto a Rocío Márquez y el Niño de Elche, además de participar en un espectáculo con La Fura dels Baus. “A mí me gusta el concepto de cantaora contemporánea. Tengo 23 años y escucho la misma música que la gente de mi edad. Además del flamenco, me gusta la música electrónica, me identifico con muchas cosas”, explica Rosalía, que trabaja en un disco de flamenco contemporáneo dirigido por Raül Fernández, Refree. “La globalización hace que estemos influidos por mil músicas y eso se tiene que reflejar en el flamenco”. Ambas son además universitarias: Márquez, con un doctorado en curso; Vila, a punto de concluir su carrera superior de cante flamenco en la Escuela Superior de Música de Cataluña.




Detalles del encuentro entre las seis cantaoras. JAVIER SALAS

Mientras esto ocurre en el cante no gitano, las gitanas comienzan a dedicarse profesionalmente al cante en familias míticas donde nunca hubo mujeres. “Los elencos del flamenco se están desertizando de gitanas”, afirma Cristina Cruces. “Veo muy pocas, y quizá tiene que ver con la demanda tecnológica que hay hoy en el flamenco, el nivel de experimentación, que no forma parte del corpus de la tradición gitana”.

María Terremoto y Lela Soto, las herederas de dos estirpes de cantaores jerezanos, los Terremoto y los Sordera, admiten que son pioneras en sus familias. Curiosamente, coquetearon con la fusión del flamenco con la música pop, pero ambas, cuando dan el salto profesional, lo hacen con el cante más ortodoxo. “La verdad es que he tonteado con el pop, mi tío Sorderita me ha influido muchísimo, pero hace un tiempecito empecé a interesarme más por el flamenco”, explica Lela Soto. “Mi padre lleva toda la vida diciéndome que cante flamenco y me deje de Michael Jackson, hasta que ha caído por su propio peso”. María Terremoto ha tenido una experiencia similar. “Me gustaba la fusión, pero me di cuenta de que mi camino es el flamenco, porque es lo que me gusta y lo que me tira, por la familia, por mis raíces, por todo”.

Y aunque este es el mejor momento para el cante femenino, aún hay espacios a los que las mujeres no se han incorporado. Cristina Cruces menciona los trabajos técnicos, copados por los hombres: desde la representación hasta la producción. Tampoco hay féminas en la guitarra flamenca. “El guitarrista ha sido históricamente una figura central en los negocios: el que contrata, el que forma los cuadros de artistas, el responsable de la producción de los discos, el compositor, el arreglista… Las flamencas aún no han ocupado ese espacio”, explica Cruces. “Me gustaría ver un poco más de iniciativa de autogestión en las cantaoras, en un contexto desolador como el de la industria musical flamenca debería haber un lobby femenino. Porque, aunque no sea ­explícito, el de los hombres existe, pero el de las mujeres aún no”.


El Pais Semanal Nº 2.085 11/09/2016

La rebelión de las cantaoras




El flamenco puro ha estado vetado a las mujeres. Hasta la democracia, sus voces apenas se escuchaban fuera de la casa. Hoy un puñado de ellas encabeza la revolución. Siguiendo la estela de las cantaoras payas, las gitanas rompen moldes y se incorporan por fin al cante profesional. Reunimos a cantaoras de varias generaciones en un encuentro extraordinario.

Ángeles Castellano

11 SEP 2016



1   Lela Soto (Madrid, 1992). Rafaela Soto es hija de Vicente Soto 'Sordera', nieta de Sordera de Jerez y miembro de una de las grandes dinastías flamencas jerezanas. Actúa fundamentalmente junto a otros miembros de su familia en espectáculos colectivos, mientras continúa formándose para ampliar su repertorio. Además de a sus referentes familiares, Lela admira a las mujeres pioneras del cante, como Tía Anica la Piriñaca, Adela la Chaqueta, Fernanda y Bernarda… Y a su prima María Fernández Terremoto. Javier Salas



2   Rosalía Vila (Barcelona, 1992). Cantaora sin antecedentes familiares, descubrió el flamenco a los 13 años de la mano de Camarón de la Isla. Estudia la carrera de cante en la Escuela Superior de Música de Cataluña y ya ha actuado junto a La Fura dels Baus, Rocío Márquez y el Niño de Elche, y en diferentes recitales en solitario junto a la guitarra de Alfredo Lagos. En la Bienal 2016 forma parte del elenco de JRT sobre 'Julio Romero de Torres, pintor y flamenco', junto a las bailaoras Úrsula y Tamara López y Leonor Leal. Prepara su primer disco. Javier Salas



3  Ana la Turronera (Lebrija, 1948). Ana Mancheño Peña es hermana del Turronero y está emparentada con las grandes familias flamencas gitanas de Lebrija y Utrera. Su carrera profesional se ha visto limitada a peñas, fiestas y eventos como cantaora y bailaora. Recuerda con especial cariño una actuación en el Festival de Arte Flamenco de Mont de Marsan, donde actuó junto al Cuchara, El Lebrijano y Pedro Peña, entre otros. Javier Salas




4  Juana la del Pipa (Jerez, 1948). Juana Fernández de los Reyes es cantaora profesional desde los 17 años. Formó parte de la compañía de Manuel Morao. Tras una actuación en el New York City Center fue calificada por 'The New York Times' como “la Tina Turner del flamenco”. Además de cantaora en solitario, ha acompañado a bailaores como Manuela Carrasco, Farruco el Viejo, El Güito o Mario Maya, y actualmente suele hacer pareja con su sobrino, el bailaor Antonio el Pipa. Grabó en 2009 el disco 'Mujerez', junto a La Macanita y Dolores Agujetas. Javier Salas



5 Esperanza Fernández(Sevilla, 1966). Versátil, de extenso repertorio y un eco muy gitano, es hija de cantaor y está emparentada con los Pinini de Lebrija y los Cagancho de Triana. Desde que en 1994 protagonizase el espectáculo 'A oscuras', de la mano de Enrique Morente, comenzó una carrera como cantaora con numerosos espectáculos propios. Además ha trabajado con músicos de jazz y clásicos, representando, entre otros, 'El amor brujo', de Falla. Tiene tres discos ­editados; el más reciente, 'Mi voz en tu palabra' ­(Discmedi, 2014), en el que adapta textos de José Saramago. Javier Salas


6  María Terremoto(Jerez, 1999). Miembro de la estirpe de los Terremoto, es la primera mujer cantaora profesional de su familia. Con tan solo 17 años, es la gran promesa del cante gitano, admirada incluso por sus contemporáneas y pese a que solo lleva un año como profesional. En la Bienal ofrecerá un recital de cante flamenco para el que las entradas están agotadas desde seis meses antes. “Me gustaba la fusión, pero me di cuenta de que mi camino es el flamenco, porque es lo que me gusta y lo que me tira, por la familia, por mis raíces, por todo”, explica.


El Pais Semanal Nº2085 11/09/2016

El viento no se lleva las palabras

Luis Miguel Ariza


Dibujo del fonoautógrafo inventado por el librero francés Édouard-Léon Scott de Martinville. KATIE ORLINSKY

Los historiadores de la organización First Sounds recuperan el sonido de grabaciones antiguas.


PARÍS. 1860. Édouard-Léon Scott de Martinville, librero e impresor, presenta un artefacto llamado fonoautógrafo concebido para “escribir el sonido”. “Pruebe a cantar”, le pide a una mujer. Ella interpreta una nana. Las vibraciones son recogidas en un cilindro. El librero cree que esa máquina enviará el autógrafo de su canción al futuro.

Ciento cincuenta años después, David Giovannoni, un experto en grabaciones históricas, rescata un rodillo de papel y se queda atónito al oír una voz femenina cantando Claire du Lune. “Escuchar la primera voz humana almacenada en un dispositivo fue como viajar al pasado”, ­rememora tras la hazaña, que tuvo lugar en 2008. Lo más increíble de todo, admite ahora, es que el librero francés nunca aspiró a reproducir esos autógrafos de voz ni creyó que nadie lo lograse.

Giovannoni es uno de los fundadores de First Sounds, una organización de historiadores de sonidos que se dedica a recuperar grabaciones antiguas. El físico de partículas Carl Haber se sumergió en este mundo hace ya más de 15 años, cuando escuchó al batería del grupo Grateful Dead lamentarse por el deterioro de los archivos musicales de las tribus americanas. A Haber se le ocurrió emplear las cámaras fotográficas que captan los rastros de las partículas en los aceleradores para obtener imágenes tridimensionales de las grabaciones, surcos conservados en cilindros de cera a punto de desintegrarse. En 2012 escaneó un disco de 1885 donado por Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, al museo Smithsonian. “Transformar datos en sonidos es un proceso lento, pero a última hora de la tarde oí: ‘Escucha mi voz… Alexander Graham Bell’. Fue emocionante”.

La voz humana deja una impresión que es una huella dactilar, única e irrepetible. “Si la grabación es precisa, todas las características físicas de esa voz se reproducen y serán discernibles”, dice Giovannoni.

Las palabras se las lleva el viento, dice el refrán, pero teóricamente no es así. El sonido no puede abandonar la Tierra, puesto que no se propaga en el vacío. A principios del siglo XX se pensaba que con micrófonos lo suficientemente sensibles podríamos escuchar incluso las voces de aquellos que murieron. ¿Increíble? “La idea es correcta. Las ondas de sonido son una forma de energía, y la energía nunca desaparece, aunque sí se disipa hasta un punto en el que no podemos hacer nada con ella”, concluye Patrick Feaster, cofundador de First Sounds.

Sin embargo, el sonido rescatado es una máquina del tiempo que confunde a los historiadores. “Mis investigaciones se han orientado a desarrollar nuevas formas de interpretar estos archivos antiguos de la misma manera que los académicos analizan las primeras películas. Pero la mayoría de los historiadores no saben qué hacer con estas grabaciones”. No las toman en serio como fuente de conocimiento, se queja. En 2015, Feaster y sus colegas lograron que la Unesco considerase los fonoautógrafos de Martinville como parte de la memoria colectiva del mundo, pero el camino es aún largo. “Hasta ahora, reproducir estos archivos ha sido más fácil que convencer a la gente de que debe pensar de manera crítica sobre lo que están escuchando”.París. 1860. Édouard-Léon Scott de Martinville, librero e impresor, presenta un artefacto llamado fonoautógrafo concebido para “escribir el sonido”. “Pruebe a cantar”, le pide a una mujer. Ella interpreta una nana. Las vibraciones son recogidas en un cilindro. El librero cree que esa máquina enviará el autógrafo de su canción al futuro.

Ciento cincuenta años después, David Giovannoni, un experto en grabaciones históricas, rescata un rodillo de papel y se queda atónito al oír una voz femenina cantando Claire du Lune. “Escuchar la primera voz humana almacenada en un dispositivo fue como viajar al pasado”, ­rememora tras la hazaña, que tuvo lugar en 2008. Lo más increíble de todo, admite ahora, es que el librero francés nunca aspiró a reproducir esos autógrafos de voz ni creyó que nadie lo lograse.

Giovannoni es uno de los fundadores de First Sounds, una organización de historiadores de sonidos que se dedica a recuperar grabaciones antiguas. El físico de partículas Carl Haber se sumergió en este mundo hace ya más de 15 años, cuando escuchó al batería del grupo Grateful Dead lamentarse por el deterioro de los archivos musicales de las tribus americanas. A Haber se le ocurrió emplear las cámaras fotográficas que captan los rastros de las partículas en los aceleradores para obtener imágenes tridimensionales de las grabaciones, surcos conservados en cilindros de cera a punto de desintegrarse. En 2012 escaneó un disco de 1885 donado por Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, al museo Smithsonian. “Transformar datos en sonidos es un proceso lento, pero a última hora de la tarde oí: ‘Escucha mi voz… Alexander Graham Bell’. Fue emocionante”.

a voz humana deja una impresión que es una huella dactilar, única e irrepetible. “Si la grabación es precisa, todas las características físicas de esa voz se reproducen y serán discernibles”, dice Giovannoni.

Las palabras se las lleva el viento, dice el refrán, pero teóricamente no es así. El sonido no puede abandonar la Tierra, puesto que no se propaga en el vacío. A principios del siglo XX se pensaba que con micrófonos lo suficientemente sensibles podríamos escuchar incluso las voces de aquellos que murieron. ¿Increíble? “La idea es correcta. Las ondas de sonido son una forma de energía, y la energía nunca desaparece, aunque sí se disipa hasta un punto en el que no podemos hacer nada con ella”, concluye Patrick Feaster, cofundador de First Sounds.

Sin embargo, el sonido rescatado es una máquina del tiempo que confunde a los historiadores. “Mis investigaciones se han orientado a desarrollar nuevas formas de interpretar estos archivos antiguos de la misma manera que los académicos analizan las primeras películas. Pero la mayoría de los historiadores no saben qué hacer con estas grabaciones”. No las toman en serio como fuente de conocimiento, se queja. En 2015, Feaster y sus colegas lograron que la Unesco considerase los fonoautógrafos de Martinville como parte de la memoria colectiva del mundo, pero el camino es aún largo. “Hasta ahora, reproducir estos archivos ha sido más fácil que convencer a la gente de que debe pensar de manera crítica sobre lo que están escuchando”.


El Pais Semanal Nº 2.085 11/09/16


miércoles, 18 de diciembre de 2019

La asombrosa resurrección de The Who

La banda publica su primer disco con material nuevo desde 2006. Pete Townshend y Roger Daltrey, enemigos íntimos, no coincidieron en el estudio para la grabación

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 18 DIC 2019



El cantante de The Who, Roger Daltrey, a la izquierda, y el guitarrista Pete Townshend en un concierto en EE UU el pasado septiembre. KEVIN MAZUR GETTY IMAGES

Hubo un tiempo en que The Who eran sinónimo de rock. Rock visceral e instruido. Su curva de aprendizaje resultó pasmosa: el cuarteto dominó rápido el arte de crear singles fascinantes hasta acomodarse en el formato del elepé, a veces doble y con vocación narrativa (lo que se describió —burdamente— como “ópera rock”). Su cabecilla y compositor, Pete Townshend, se destapó como erudito comentarista de la teoría y práctica de la música popular; prescindió del arrogante “espero morir antes de hacerme viejo” para huir del tópico del rock como música juvenil. Y todo, mientras mantenían la apabullante contundencia de sus directos.


The Who disiparon su estado de gracia de mala manera, entre escándalos, broncas, tragedias. Se fue desintegrando su sección rítmica, con las muertes bruscas del batería Keith Moon y, un cuarto de siglo después, el bajista John Entwistle. A finales de 1979, 11 de sus seguidores perdieron la vida durante una estampida a la entrada de un concierto en Cincinnati (recuerden, a cuenta del asesinato de Altamont todavía se escriben tesis sobre el-final-de-una-era). Townshend, desencantado y sumido en una crisis personal, dio el grupo por liquidado durante los años ochenta. Fue una decisión francamente prematura, que él mismo relativizó con apariciones esporádicas: cierta mala conciencia les impulsaba a juntarse para eventos benéficos.

Con gran entusiasmo de su público. La música de The Who, aparentemente arisca y agresiva, demostró gran resiliencia, sobre todo en sus discos conceptuales, potenciados por el cine. Tommy se convertiría incluso en teatro musical y Quadrophenia encendería la mecha de la segunda oleada del movimiento mod. Así que el grupo tenía el viento de su favor cuando se volvió a reunir en 1989, para tocar sus grandes éxitos con eficaces músicos jóvenes. Con considerable dignidad, se han convertido en una mina de oro. Todo cabe: autobiografías, recopilaciones, discos en solitario, actuaciones con orquesta sinfónica, Las Vegas, grandes festivales.

Lo que resultaba inimaginable es que, en 2019, 55 años después de la fundación del grupo, saliera un disco con canciones nuevas. Pero existe, se llama WHO (Polydor) y resulta que supera cualquier expectativa. Hablamos de una banda bicéfala donde apenas hay relación humana o creativa entre Townshend y su portavoz, Roger Daltrey. Imaginen: el cantante no acudió a las sesiones de grabación; de hecho, registró sus partes vocales a posteriori, en otro estudio.



Un disparate, cierto, pero en el mundo Who todo funciona siguiendo reglas particulares. Han ignorado su fecha de caducidad: ambos, especialmente Townshend, sufren de sordera. Les impulsa la voluntad artística en diferentes grados: Pete, 74 años, acaba de sacar una novela, The Age of Anxiety, que también quiere transformar —oh, no— en una “ópera multimedia”; más práctico, Daltrey, 75 años, insiste en la necesidad de actividad, dentro o fuera de The Who, para evitar el precipicio que, dice, espera a los jubilados con demasiado tiempo libre.
WHO tiene una portada tan atractiva como engañosa. Obra de Peter Blake, el creador del envoltorio de Sgt. Pepper’s, aquí evoca los años sesenta con una perspectiva mod. Lo que puede hacer pensar en el prometido pero nunca entregado disco de versiones o en una vuelta consciente al sonido de los orígenes, Y no, aunque se incluyan piezas como Detour o Got Nothing to Prove, que podrían haber encajado en The Who Sell Out (1967). El actual disco tiene un respetable acabado moderno, obra del productor neoyorquino Dave Sardy, aunque suene nítidamente a The Who, algo que seguramente explique su aparente éxito en ventas.

Lo que hace único a WHO es que Townshend no oculta su edad y su condición. El disco se abre con All This Music Must Fade, donde parece avisar a los milenials que sus ídolos pasarán de moda. También se plantea obsesiones de la tercera edad, como la posibilidad de la reencarnación (I’ll Be Back). Se permite recordar una de sus primeras experiencias sexuales en She Rocked My World, arropada por un fondo de spanish jazz que parece inspirado por el sello CTI.

Sin olvidar que Townshend es consciente de vivir en el presente. Devorador de noticias, aquí se inspira en la tragedia del incendio de la Grenfell Tower londinense (Street Song), la interminable guerra de Afganistán (This Gun Will Misfire), la continuada vergüenza de los presos de Guantánamo (Ball and Chain) o la polarización social generada por asuntos como el Brexit (Rockin’ in Rage). Contra toda lógica, en 2019 The Who mantienen su relevancia. Igual hay algo de base en ese mito del rock como elixir de lozanía.


El Pais

sábado, 2 de noviembre de 2019

Principio y final de la leyenda de Prince

Las memorias que el músico dejó sin terminar ven la luz en EE UU. Un periodista escogido por el artista completó una historia centrada en su juventud y en sus últimos años

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 1 NOV 2019


Prince toca la guitarra en la cama, en 1976. JOSEPH GIANNETTI CORTESÍA PENGUIN RANDOM HOUSE

Los fans no se sorprenderán: el “libro de Prince” tuvo una génesis tortuosa y se revela como un texto inclasificable. Resulta asombrosa su misma existencia. Un artista que era el paradigma del misterio anunció en 2014 que planeaba escribir sus memorias. Como es costumbre en los libros de famosos, se subastó y Random House se quedó con los derechos. Pero el camino hasta The Beautiful Ones (que publicará el 14 de noviembre Reservoir Books, sello de Penguin Random House España) ha resultado largo y tortuoso.

Editorial y artista coincidieron en que se necesitaba un negro literario para ayudar a su elaboración. De la lista de posibles candidatos, Prince eligió al más improbable: Dan Prieperbring, un fan sin obra publicada. Como principal mérito, Piepenbring trabaja en The Paris Review, publicación literaria de tronío; no consta que Prince (Minneapolis, 1958 — Chanhassen, 2016) llegara a hojearla.

Piepenbring estaba habituado a tratar con pesos pesados del mundo de la cultura, pero entrar en el universo Prince supuso un shock. Los protocolos de seguridad que dejaban en el aire la hora prevista para cualquier cita, las llamadas inesperadas desde un teléfono fijo, los juegos mentales que parecían buscar sus debilidades.

Al principio, todo eran dificultades: Prince detestaba que se usaran palabras como “alquimia” o “magia” para describir su proceso creativo. Cierto, se trata de metáforas muy sobadas, pero las objeciones de Prince obedecían a motivos religiosos: como testigo de Jehová, esos conceptos son diabólicos. Sin embargo, según iba tratando a Piepenbring, se fue animando. Su libro no sería una mera biografía de famoso: pretendía sorprender por su forma y su contenido. También aspiraba a acabar con el racismo y, ya puestos, modificar las relaciones entre los artistas y las discográficas. En un momento de entusiasmo, hasta decidió que publicaría varios libros.

Como sabemos, esos planes quedarían aplazados sine die. La muerte de Prince el 21 de abril de 2016 cambió su percepción pública: alguien que reprobaba las drogas recreativas, secretamente se había hecho adicto al fentanilo, un potente opioide que se comercializa como analgésico. Para compensar, sus herederos cambiaron su política digital: en vez de perseguir el uso de su música, sus vídeos e incluso las fotografías que subían sus fans, se permitió que todo el mundo manifestara su pesar poniendo en circulación todo tipo de material. Literalmente, de la noche a la mañana, la Red se llenó de grabaciones de Prince.

Por cuestiones de liquidez, el banco que gestionaba su legado insistió en monetizar su muy legendario archivo, que contiene centenares de horas de música inédita. Ya han salido Piano and a Microphone 1983, el recopilatorio Originals (sus interpretaciones de composiciones que cedió a otros artistas) y la versión ampliada de Purple Rain. De rebote, se reanimó el proyecto de la autobiografía.

El problema: Prince solo había redactado 28 páginas, con su particular ortografía, que llegaban hasta mediados de los años setenta. Se invitó entonces a Dan Piepenbring para que revisara los armarios y cajones, incluso la caja fuerte, de Paisley Park Studios, el cuartel general de Prince. Y el desolado biógrafo fue hallando tesoros: dibujos, borradores de letras, documentos, fotografías y hasta una sinopsis del guion para Baby I’m a Star, luego estrenada como Purple Rain.


Prince, hablando por teléfono en 1985. ALLEN BEAULIEU CORTESÍA PENGUIN RANDOM HOUSE

Así se ha logrado que el manuscrito de 28 hojas se convierta en un tomo de 280 páginas. No diremos que “mágicamente”: el proceso ha sido laborioso. Piepenbring complementa la narración con fragmentos de entrevistas (sí, hubo una época en que Prince se dejaba entrevistar y, es más, se mostraba franco en sus declaraciones). El libro se abre con una minuciosa crónica de la relación de Piepenbring con el artista. Todo muy tortuoso: el escribidor era invitado a viajar a Australia, donde languidecía en la habitación del hotel, sin la seguridad de ver a su patrón (finalmente, sí se encontraron).

En The Beautiful Ones encontramos dos retratos de Prince. Primero, tal como era en sus años finales. Belicoso con la industria del entretenimiento pero luego feliz de contratar un cine para poder ver —¡con palomitas!— la última entrega de una franquicia de Hollywood como Kung Fu Panda. Harto de artistas livianos como Katy Perry o Ed Sheeran y empeñado en reivindicar la negritud del funk. Obsesionado por guardarse las espaldas: negoció la posibilidad de retirar el libro del mercado si cambiaba de opinión sobre su oportunidad.



Sin conflictos raciales
Con todo, el principal atractivo de The Beautiful Ones reside en el perfil del joven Prince. En su recuerdo, la Minneapolis donde nació era una ciudad afable, sin demasiados conflictos raciales. Su principal afán consiste en corregir la imagen de sus padres, tal como quedó fijada en Purple Rain. La madre no es ahora una santa sufridora; cuenta que hasta le quitaba sus pequeños ahorros cuando quería irse de juerga. El padre era obrero en una fábrica de plásticos y, a la vez, dirigía un grupo de jazz ligero. Un hombre religioso pero tolerante: después del oficio dominical, llevó a su hijo a ver Woodstock, el documental sobre el festival.

La narración resulta incompleta. Cuando los padres se divorcian, vive con uno y otro antes de terminar alojado con la familia de un futuro colaborador, André Cymone. Si hubo traumas, los oculta. Igual con el descubrimiento del sexo, aunque sí lamenta que su padrastro, en vez de la tradicional charla de hombre a hombre, le llevara a ver una película porno. Claro que la alternativa de Prince para la educación sexual tampoco parece muy práctica: “Leer el Cantar de los cantares y comentarlo con alguien querido, a ser posible, alguien de mayor edad”.

“MI VOZ ES UNO MÁS DE LOS INSTRUMENTOS QUE TOCO”
Explica Prince que inicialmente quisieron lanzarle como mero cantante. Se negó: “Me veía como un instrumentista que empezó a cantar por necesidad. Mi voz es uno más de los instrumentos que toco”, se puede leer en The Beautiful Ones. Así, aguantó hasta que Warner accedió a lo que exigía: autoproducirse, grabando todos los instrumentos. Un inconveniente era que su música requería metales. Lo resolvió “creando una sección de viento con varias pistas de sintetizador y algunas frases de guitarra”.

Le guió una férrea confianza en sí mismo: no estaba intimidado por la formidable música que sonaba en los setenta (“Sentía más respeto que pasmo”) .

Y supo modificar sus planteamientos creativos: “Cuando empecé, me atraían las mismas cosas que a la mayoría de gente en este negocio. Quería impresionar a mis amigos, quería ganar dinero. Durante un tiempo, era un hobby. Luego se convirtió en un trabajo, una manera de ganarme el pan. Ahora lo veo como arte”.


El Pais


viernes, 30 de agosto de 2019

Eslabones perdidos del jazz

Ve la luz ‘Rubberband’, álbum grabado por Miles Davis en 1985 y rechazado por Warner. Otro regalo inesperado: el rescate de una banda sonora de Coltrane

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 29 AGO 2019


Miles Davis, en una actuación en Nueva York en 1985. GARY GERSHOFF GETTY

Puede que todo comenzara con Betty Mabry. Modelo y cantante, se movía por los círculos neoyorquinos del rock y del soul. Fue casualidad que coincidiera con Miles Davis y que entre ambos surgiera una relación abrasadora. En 1968, se convirtió en la segunda esposa legal del trompetista y cambió tanto su música como su look. Por entonces, Davis mantenía su rutina profesional, ante públicos decrecientes.

Reconvertida en Betty Davis, ella le hizo ver que estaba descolocado. El jazz parecía aspirar al suicidio comercial, tras la eclosión del free; Betty le llevó al territorio donde estaba la acción. Primero, renovó su vestuario. Segundo, le sumergió en discos de Hendrix, Otis, Sly, Cream. Poco a poco, Miles se fue electrificando. Hay indicios en Miles in The Sky (1968), pero se hace evidente al año siguiente, con In a Silent Way.

Davis controlaba su evolución con pulso firme; no ocurría lo mismo con su matrimonio, envenenado de celos y violencia. Los temas dedicados a Betty reflejan ese deterioro, del exquisito Mademoiselle Mabry al despectivo Back Seat Betty. Se divorciaron en 1969, sin romper el contacto. Con su apellido de casada, Betty se reinventó como lúbrica vocalista de funk-rock, sin lograr gran impacto. Miles se estableció en la emergente escena del jazz-rock, creando escuela con discos dobles como Bitches Brew y On the Corner. Sin embargo, tampoco logró entrar en el mainstream de la música negra. No formaba parte de la dieta sonora del gueto: su ámbito eran los palacios del rock, el circuito europeo del jazz, Japón.

Entre 1976 y 1980, Miles desapareció de la circulación, perdido entre cocaína, dolorosos achaques y confusión íntima: se transformó en el Príncipe de la Oscuridad, como decía su leyenda. Le salvó una intervención familiar, encabezada por su hermana Dorothy y su futura tercera esposa, la actriz Cicely Tyson. Reapareció en 1981 con una balada que pegó en la radio: Time After Time, de Cindy Lauper. Todavía no había recuperado su pericia en la trompeta, pero lo disimulaba con una banda que incluía bestias como el guitarrista Mike Stern, el saxofonista Bill Evans y el bajista Marcus Miller.

Aunque hubo algunas recaídas en las drogas, aprovechando ausencias de Cicely, todo funcionaba perfectamente hasta que dio un puñetazo encima de la mesa: abandonó Columbia, su hogar desde 1955. Le molestó algún gesto de tacañería, aunque la disquera le había mantenido durante sus años de inactividad. Y le indignaba el asunto Wynton Marsalis: la nueva estrella de la trompeta también grababa para Columbia y, mientras ascendía a capo del jazz en Nueva York, no ocultaba su antipatía por el Miles eléctrico. También había roto amarras con Teo Macero, su productor en Columbia.


La modelo y cantante Betty Davis, segunda esposa de Miles Davis, en una imagen sin datar.

Sin avisar a esa compañía, en 1985 fichó con Warner. Decidió debutar con un disco que le estableciera como figura del funk. El álbum, que nunca se publicó y verá la luz el próximo 6 de septiembre (mes en el que habrá otra operación de rescate en la sección de leyendas del jazz con otra referencia olvidada de John Coltrane), tenía título, Rubberband, y los cómplices adecuados: chavales de Chicago a los que había conocido a través de su sobrino, el baterista Vince Wilburn Jr.

Ya habían trabajado con Miles y sabían de sus peculiaridades: les dejaba solos en el estudio y, al final, él sumaba su trompeta. Aparte de Vince, al proyecto Rubberband se unieron Randy Hall y Attala Zane Giles, músicos y productores de soul contemporáneo. Nada de jazz: Miles quería “el sonido de la calle”. Usaron Ameraycan, estudio del guitarrista Ray Parker Jr., situado en North Hollywood (Los Ángeles). Hasta el ingeniero tenía pedigrí: Reggie Dozier era hermano de Lamont Dozier, gran constructor del Sonido Motown. Soportaban los arrebatos de Miles: insultos, golpes de boxeo, groserías varias. Dozier se quedó aterrado al comprobar que podía tocar fuera de micro; intentaba, luego lo explicaría, explorar los armónicos y asegurarse de que no desafinaba.

Terminaron contentos: Miles añadió su trompeta (y algo de sintetizador) en 11 temas. Faltaba rematar uno e incorporar las voces de Al Jarreau y Chaka Khan cuando cayó el mazazo: Tommy LiPuma, responsable de jazz en Warner, decretó que aquello no se debía publicar. ¿Tan horrible era? No para los oídos de Miles: Rubberband, Carnival Time, Wrinkle y I Love What We Make Together sonaron en muchos conciertos; otras dos piezas fueron recicladas en Doo-Bop, su disco póstumo.

Con la publicación de Rubberband constatamos que no se trataba de un disco radical. Aunque ahora se haya endulzado con las gargantas de Ledisi y Lalah Hathaway, el moderno r&b estaba compensado con música trepidante a lo Miami Vice, algunas baladas y hasta un exotismo smooth jazz (Paradise).

LiPuma prefería que Miles colaborara con Marcus Miller: tocaba prácticamente todos los instrumentos, tenía olfato comercial, sus producciones encajaban en el sonido esterilizado de los ochenta y… era flexible a la hora de los créditos. Funcionó, hay que decirlo, con Tutu (1986) y Amandla (1989). El truco: LiPuma exigía firmar como coproductor, multiplicando su sueldo. Tampoco Miles está exento de culpa: no peleó por Rubberband. Y cometió errores de primerizo: fiándose de David Franklin, abogado que también guiaba la carrera de su esposa actriz, firmó sin advertir que cedía sus derechos editoriales a Warner Chappell. Los adelantos tampoco fueron generosos: recibía casi medio millón de dólares para gastos de producción de cada disco… pero se gastaba mucho más, con lo que empezaba endeudándose con Warner.

Lamentablemente, Warner tampoco ha sido capaz de honrar la memoria de Miles. No ha llegado a materializar la versión original de The last word, la ambiciosa panorámica de sus seis últimos años que inicialmente contenía abundantes colaboraciones y fragmentos de las bandas sonoras de The hot spot o Dingo. Su único lanzamiento comparable con las exhaustivas cajas de Columbia es The complete Miles Davis at Montreux 1973-1991, una iniciativa de Claude Nobs, fundador del festival suizo. Tampoco ha logrado juntar en un disco las grabaciones confeccionadas por Prince para el trompetista, reinventadas en giras y en un estudio alemán. No esperen grandes revelaciones pero todavía queda Miles por descubrir.

AL RESCATE DE UN COLTRANE DE CINE


Coltrane, con una flauta travesera y un saxofón, en una imagen de los años sesenta sin datar. CORDON PRESS

La actual abundancia de grabaciones recuperadas obedece al ascético modus operandi del jazz, antes de que llegara la llamada fusión. Se buscaba atrapar un momento en la evolución de unos instrumentistas que, generalmente, llegaban muy compenetrados al estudio. Los álbumes, incluyendo descartes y tomas alternativas, se registraban en uno o dos días. Por el contrario, el rock ya necesitaba semanas o incluso meses.

Miles Davis, cierto, era un caso especial. Podía llegar a los estudios de Columbia sin temas o con los mínimos esbozos. Sabía que sus órdenes, sus comentarios crípticos, su mismo carisma, funcionaban como galvanizadores de la sesión. La música fluía orgánicamente y el productor Teo Macero ordenó que los magnetófonos grabaran constantemente; eso explica que un elepé como Jack Johnson en su reedición se haya convertido en una caja con cinco horas de música extra.

John Coltrane no disfrutó de esos lujos. Su ingeniero habitual, Rudy Van Gelder, no gastaba alegremente las caras cintas magnetofónicas. Escrupuloso en todo, esperaba que los músicos aparecieran por su estudio de Nueva Jersey con las lecciones bien aprendidas. Y así enlató y archivó sesiones que solo ahora son publicadas. El pasado año salió Both Directions At Once: The Lost Album, un disco hecho en 1963, cuando el saxofonista dudaba entre la tentación de buscar un éxito tipo My Favorite Things o continuar con unas exploraciones que le llevarían hacía A Love Supreme. El nuevo disco, Blue World, a la venta el 27 de septiembre, plantea menos dudas. Grabado en 1964, con la misma banda —McCoy Tyner, Jimmy Garrison, Elvin Jones— contiene 38 minutos de música hecha para Le chat dans le sac, una película canadiense. Son Naima y otras cuatro composiciones de Coltrane tocadas con aplomo y una grata moderación. Un Coltrane que, bendito sea, no llega a abrumar.


El Pais


lunes, 29 de julio de 2019

El caso Caligari

Grandes protagonistas de los ochenta, fueron laminados en la siguiente década. Su agria ruptura complica el reconocimiento de sus méritos

DIEGO A. MANRIQUE
29 JUL 2019

Gabinete Caligari, en una imagen de promoción de 1998.

Puede que se hayan enterado de la publicación de Solo se vive una vez (Warner Music). Un recopilatorio que cubre todo el recorrido vital de Gabinete Caligari, de 1981 a 1999. La novedad: este doble por vez primera reúne temas editados por las cuatro discográficas que contaron con los servicios del grupo. Una antología muy cuidada en lo visual, pero musicalmente flaca: había espacio para meter, digamos, 15 canciones más y ofrecer un retrato realmente poliédrico.

Un fallo, ya que Gabinete era la genuina banda mutante, en constante transformación estética. En Solo se vive una vez apenas hay rastros de su etapa siniestra, de dramas bélicos y relaciones tortuosas. Cierto que aquellos discos no tienen producciones modélicas y eso les debe de provocar rubor: la versión aquí incluida de Golpes no es la original; se trata de una grabación hecha en Londres a principios de los noventa.


Aprendieron rápido. Sacaron gran beneficio de sus colaboradores, en disco y en directo: Teresa Verdera, Jesús N. Gómez, Ulises Montero, Francis García, el histórico Esteban Hirschfeld (que no salía en las fotos, pero ejerció de cuarto miembro del grupo a partir de 1987, firmando como coautor en todos los temas). Ellos aportaron consistencia sonora a la mayor pirueta de Gabinete: la recuperación del estereotipo del madrileño arrogante, aficionado a los toros, defensor de las apariencias, indiferente a los revolcones del amor.

También decidieron facturar éxitos masivos, aprovechando que tenían las puertas abiertas de las radiofórmulas. Jugando con la caja de ritmos, hallaron la tarantela de El calor del amor en un bar o el chachachá de La culpa fue del ídem. Temas que terminaron resultando odiosos, pero que tenían mayor relación con sus personajes públicos que la calculada Camino Soria.

Simultáneamente, hubo un desplazamiento hacia un clasicismo british, con piezas sublimes del calibre de Cuatro rosas, Saravá, Lo mejor de ti, La sangre de tu tristeza y la canción que da título a la presente selección. Supieron incorporar el swing, el soul o el Dylan de 1965.

Que conste que sus flores también llevaban veneno. La radiante celebración de Suite nupcial hace hueco para el rencor: "Y nos reímos de todos nuestros ex". Canción del pollino vitupera ásperamente a cierto tipo de hincha futbolero: “Somos los que no saben, no contestan/ con excepción del uno-equis-dos”. Gabinete detectaba que, una vez raspada la fina capa de modernidad, gran parte de España seguía siendo tan mostrenca como en los tiempos de Franco.

Con todo, y aun asumiendo la ingratitud esencial del país, todavía asombra la enormidad de la caída en desgracia de Gabinete. Sufrieron una saturación, a la que no ayudó su alianza publicitaria con Pepsi-Cola. Hizo mucho daño la parodia de Martes y 13, tan certera como intelectualmente grosera. Y supongo que ellos también perdieron el mapa, aunque siempre colaban intrigantes experimentos en sus discos. En las canciones aquí incluidas, parece que –según avanzaban los noventa- prescindieron de filtros de calidad. Queridos camaradas (1991) era un engolado lamento por el derrumbe de la URSS con, uh, ritmo reggae y un chiste digno de Millán Salcedo: una voz rusa que parece decir "catacraski". Underground rezuma impotencia en lo que quizás plantearon como una crítica a la escena indie. Hasta el típico ataque a una chica pija que es Un petardo en el culo resulta irritante en su misoginia de perdonavidas.

Nadie está preparado para superar semejante experiencia: pasar de la cumbre al desprecio. Jaime Urrutia liquidó Gabinete Caligari en 1999, con la oposición de sus compañeros, Ferni Presas y Edi Clavo; no se tratan desde entonces. Edi se ha postulado como cronista de Gabinete pero, obvio, peca de prudente. Nos toca a nosotros contabilizar sus luces y sombras.


El Pais


lunes, 15 de julio de 2019

Canciones que derriban muros


The Social Power of Music, un voluminoso libro con cuatro CD, explora la rica tradición de canciones políticas, religiosas y festivas que crean comunidad. Realizado en Washington, no se limita a Estados Unidos


POR DIEGO A. MANRIQUE
Es una de esas bonitas paradojas que nos hacen envidiar la robusta cultura política de Estados Unidos. En plena era de Trump, lo más parecido a una discográfica oficial que tiene aquella república ha publicado un formidable combo de libro con cuatro discos donde dominan las canciones izquierdistas, por decirlo de manera simple. También abundan los temas interpretados en español; un mariachi se apropia incluso de San Antonio rose, clásico del Western swing. Más aún, se incluye a un almuédano con su adhan, la llamada a la oración hecha desde la mezquita, aparte de un fragmento de un zkir sufí.

La discográfica en cuestión es Smithsonian Folkways Recordings, una rama de la Smithsonian Institution, red de museos y centros de investigación; dos tercios de su presupuesto son cubiertos por el Gobierno federal. Desde 1988, la Smithsonian ha ido adquiriendo los catálogos de Folkways, Paredón, Arhoolie y otros sellos minoritarios creados al calor del folk revival o de obsesiones particulares (tras las sesiones para la banda sonora de Apocalypse Now, Mickey ííart, baterista de Grateful Dead, dedicó energía y dinero a grabaciones de campo y rescates de músicas olvidadas). Smithsonian Folkways controla unas 60.000 grabaciones, un número que crece con puntuales producciones propias. El compromiso de la Smithsonian con aquellos disqueros visionarios no se limitó a la conservación de los másteres: exige también que sean comercializados. Eso significa que Pete Seeger (condenado durante la caza de brujas), Woody Guthrie (trovador de hábitos disolutos) o Lead Belly (homicida) hoy sean técnicamente artistas patrocinados por el Tío Sam.

Con su inmenso archivo y su acceso a los fondos fotográficos de la Biblioteca del Congreso, The Social Power of Music parece tanto una exhibición de músculo editorial como un desafío al trumpismo. Aparecen varias canciones dedicadas al drama de la emigración, incluyendo 'Deportees', la reflexión de Woody Guthrie sobre el accidente del avión DC-3 que, en 1948, devolvía a 28 braceros mexicanos a su país; la indignación de Guthrie derivaba de que fueron despreciados, tanto en vida como tras su muerte.



Resulta un acierto de The Social Power of Music que dos de sus discos no contengan canciones de protesta, estrictamente hablando. Social Songs and Gatherings indaga en el papel de la música como argamasa de comunidades, desde las canciones infantiles a los cánticos de los indios chipewa, pasando por aires de bodas, funerales, carnavales y —naturalmente— los ritmos de juerga de cualquier noche de sábado capaz de sobrevivir a la apisonadora de la globalización. O de pactar con los sonidos invasores: los Sam Brothers 5 son una banda de zydeco que toca un éxito de Chic ¡con acordeón y tabla de lavar!

Tal vez necesite más explicaciones el disco dedicado al sacred sounds. Tras algunos excesos puritanos, Estados Unidos se fundó sobre la idea entonces radical de la libertad religiosa (de ahí, anomalías como que el consumo de peyote sea perfectamente legal en los rituales de la Native American Church). Se sabe que las iglesias tuvieron un papel primordial en la lucha contra la esclavitud y, más recientemente, en la implantación de los derechos civiles para la minoría afroamericana: los himnos sobre la redención funcionaban como palancas contra la opresión. Judíos, musulmanes, budistas o navajos contribuyen a enriquecer este apartado.

En el primer disco de la antología, Songs of Struggle, hallamos los ecos de épicas batallas sindicales.


De izquierda a derecha, Guy Carawan, Fannie Lou Hamer, Bernice Johnson Reagon y Len Chandler interpretan canciones sobre los derechos civiles en el Festival de Folk de Newport en 1965. DIANA DAVIES

Joe Hill, agitador de los Industrial Workers of World que fue fusilado en 1915, enfatizó el uso de canciones, las suyas y las de sus correligionarios: "Un panfleto, por muy bueno que sea, nunca se lee más de una vez, mientras que una canción se aprende y se repite una y otra vez, (...) si una persona puede colocar unos cuantos datos de sentido común en una canción, vestidos con una capa de humor para quitar seriedad, puede lograr enseñar a un gran número de obreros indiferentes a panfletos o textos de ciencia económica".
 
Destacan gigantes como Pete Seeger y Woody Guthrie, cantando en solitario y unidos brevemente en los Almanac Singers, un producto de las alianzas frentepopulistas. Bob Dylan está representado por su canción más universal, 'Blowin' in the Wind' aquí interpretada por los New World Singers de Happy Traum y compañía. Los compiladores dan espacio a los movimientos de puertorriqueños y
chicanos: los trabajadores agrícolas de César Chávez convirtieron en bandera una canción aparentemente inofensiva como 'De colores'. Las feministas incorporaron exigencias que hoy mismo tienen plena validez, como 'Reclaim the Night', vibrante interpretación a cappella de Peggy Seeger en 1976.

El cuarto CD, Global Movements, amplía el foco a grandes conflictos del siglo XX (e incluso anteriores, con esa evocación de la Comuna de 1871 que es 'Le temps des cerises',    IB aquí recreada por Yves Montand). Comienza recordando la Guerra Civil Española con 'Viva la Quince Brigada', en versión de Pete Seeger, y continúa con una lectura coral de 'Bella ciao': el canto al unísono genera sentimientos de fuerza y unidad. Se reflejan las batallas contra el colonialismo, el apartheid y las dictaduras implantadas con la complicidad de Washington.

El texto de presentación resalta la influencia continental de la Nueva Canción Chilena. Aunque el pueblo es soberano y puede elegir de forma instintiva: 'Do You Hear the People Sing?', del musical Les miserables, se ha cantado en innumerables manifestaciones, desde Turquía hasta Corea del Sur. Pero también Trump lo parodió en su campaña presidencial: en las guerras culturales, todo mensaje puede adquirir doble filo.


El Pais. Babelia. Nº 1442. Sabado 13 de julio de 2019



domingo, 7 de julio de 2019

João Gilberto, el genio perfeccionista

Digno y testarudo, jamás pidió una retribuición por ser el artífice de aquella música que colocó a Brasil en la primera división del mundo

DIEGO A. MANRIQUE
7 JUL 2019

Gilberto, en un concierto en 2008 en Sao Paulo. MARCO HERMES AFP

Tendemos a caracterizar los años sesenta como la década de los Beatles. Sin embargo, se suele olvidar que también fue el periodo en que una sinuosa música brasileña sedujo al mundo entero. Funcionaba por diferentes circuitos y generalmente tenía otro público pero la bossa nova también revolucionó el planeta. Y al frente estaba Joâo Gilberto.

Contó con cómplices de primer nivel, como el compositor Antonio Carlos Jobim o el poeta Vinicius de Moraes, pero ellos mismos reconocían que aquel chaval huraño de Bahía había domesticado el alborotado samba con la batida de su guitarra, su concepto armónico y su sigilosa manera de cantar. Mínimos recursos que encajaban mágicamente con la pobreza de los sistemas de amplificación y las técnicas de grabación en el Brasil de finales de los 50. Fue un deslumbramiento compartido por sus compañeros de generación y amplificado por los jazzmen estadounidenses que visitaban Rio de Janeiro o escuchaban sus discos.

Y llegó la Garota de Ipanema, grabada en 1963 en Nueva York con el saxofonista Stan Getz. El productor, Creed Taylor, editó la interpretación en una versión recortada que daba protagonismo a la esposa de Joâo, Astrud Gilberto. Un éxito monumental que despertó los recelos de Joâo: esos gringos no sabían distinguir entre una aficionada y una profesional. La relación personal ya no funcionaba: en 1965, se casaba con la cantante Miúcha, hermana de Chico Buarque.

João Gilberto, el genio perfeccionista Muere João Gilberto, padre de la ‘bossa nova’, a los 88 años
 La vida familiar de Joâo fue tormentosa. En realidad, todo lo que le rodeaba estuvo rodeado de sospechas y equívocos. Aunque detestaba a Stan Getz, volvieron a grabar juntos e hicieron música bellísima. Durante una estancia en México, registró boleros y lo que parecía una concesión resultó un acto de amor. Pero se cimentó una imagen perversa de Gilberto: parecía que prefería trabajar fuera de Brasil, aunque él insistía en explicar que en el extranjero le valoraban más y en su país no se cumplían sus exigencias de sonido.

 Volvió finalmente a Rio en 1979 y lanzó Brasil, un disco a capricho hecho con discípulos como Caetano Veloso, Maria Bethânia y Gilberto Gil. Fue quizás su última declaración estética, antes de transformarse en un ermitaño que actuaba poco y grababa menos. Con todo, su sentido de la justicia le llevó a querellarse contra EMI, la compañía que publicó sus primeros discos (y ganó el juicio). En los últimos tiempos, se rumoreaba que estaba arruinado y enfrentado con sus hijos. Digno y testarudo, jamás pidió una retribuición por ser el artífice de aquella música que colocó a Brasil en la primera división del mundo.


El Pais


lunes, 24 de junio de 2019

Muere Dave Bartholomew, el trompetista más arrollador de Nueva Orleans

Con 4.000 canciones registradas, hizo tándem y compartió éxitos con Fats Domino.

EL PAÍS

EFE
Madrid 24 JUN 2019



Foto de diciembre de 1999 de Dave Bartholomew (izquierda), que estrecha la mano de Fats Domino (en el centro con gafas y kepi). JENNIFER ZDON AP

El trompetista Dave Bartholomew, icono de la música de Nueva Orleans (EE UU) y uno de los pioneros del rock and roll, ha fallecido este domingo a la edad de 100 años, según ha informado su familia a medios estadounidenses. Productor, compositor e instrumentista, Bartholomew destacó sobre todo por su recordada y fructífera alianza con el pianista Fats Domino, con quien triunfó en los años 50 alumbrando un sonido que, tomando las enseñanzas del rhythm and blues y el boogie-woogie, ayudó a sentar las excitantes bases del rock and roll. Su enorme obra cuenta con 4.000 canciones registradas.

El trompetista era la quintaesencia del rhythm and blues de la ciudad. Bartholomew hizo durante los cincuenta una obra arrolladora. En los legendarios estudios de grabación J&M de Cosimo Matassa, compuso toda una retahíla de canciones. Por esas cuatro paredes también pasaron Ray Charles, Little Richard, Dr. John, Allen Toussaint o Etta James. Sin ir más lejos, ejerció de maestro de Allen Toussaint, como este ha reconocido varias veces.

Bartholomew nació en la Nochebuena de 1918 en Edgard (Luisiana), una pequeña población a orillas del Misisipi y a unos 60 kilómetros de Nueva Orleans, la ciudad en la que Bartholomew desarrollaría toda su carrera musical hasta erigirse en una leyenda del lugar. El artista encontró su primer amor musical en el jazz y en el genio de Louis Armstrong, una pasión que le llevó de joven a tocar con varias orquestas y grupos de Nueva Orleans.

En 1949 conoció al pianista Fats Domino, que falleció en 2017 a los 89 años y con quien compuso la famosa canción The Fat Man, que está considerada como uno de los primeros éxitos del rock and roll. El tándem formado por Fats Domino y Dave Bartholomew brilló como pocos en los años 50 en Estados Unidos gracias a temas que escribieron a cuatro manos, como Ain't That a Shame. Bartholomew también dejó su sello como productor en la inolvidable grabación de Blueberry Hill, que se convertiría en una de las canciones más famosas del pianista.

Como compañero de fatigas de Fats Domino sacó lo mejor de sí mismo como compositor y productor. Aquel equipo dio rienda suelta a la mezcla de estilos con sello de Nueva Orleans y publicó composiciones tales como Ain't it a Shame, I'm in Love Again, Blue Monday, I'm Walkin' o Valley of Tears.

Bartholomew se erigió como un maestro del ritmo. Así, desde los setenta hasta nuestros días, el catálogo musical versátil que representa ha nutrido a gente como Elton John, Rolling Stones, Bob Seger, Dave Edmunds, Elvis Costello, Paul McCartney o Joe Cocker.

La desaparición de Bartholomew supone un nuevo golpe para Nueva Orleans, cuna de la música popular estadounidense y que en los últimos años ha tenido que despedir a algunas de sus figuras más importantes como Dr. John, que murió hace tres semanas; Fats Domino, que falleció en 2017, o Allen Toussaint, que perdió la vida en 2015.


El Pais

sábado, 22 de junio de 2019

Los días en que Prince abrazó el pecado

La publicación de ‘Originals’, que recupera 14 de las maquetas que cedió a sus amigas y protegidas, ofrece un atractivo muestrario del oscuro trabajo del artista en su época imperial

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 21 JUN 2019


El cantante estadounidense Prince, durante un concierto celebrado en 1985 en Inglewood, California. MICHAEL OCHS GETTY IMAGES

Parte de la leyenda de Prince Rogers Nelson (1958-2016) deriva de su estajanovismo. En estudios propios o ajenos, de día o de noche, se esforzaba en grabar nuevas composiciones, muchas veces en solitario (como multiinstrumentista y poseedor de una voz flexible, el resultado final podía dar la sensación de que allí sonaba un grupo completo).


Tanta productividad le llevaría a chocar catastróficamente con su discográfica, Warner Bros Records, pero en los años ochenta tenía una salida: solía ceder canciones a artistas que, generalmente, grababan para Warner o para su sello particular, Paisley Park Records.


Ayer se publicó Originals (Warner), una recopilación de 14 de aquellas maquetas (más una versión ya editada de su mayor éxito en voz ajena, Nothing compares 2 U, inmortalizado por Sinéad O’Connor). Quizás seamos cicateros al llamar “maquetas” a unas grabaciones que podían haber sido publicadas comercialmente (y a veces lo fueron, con pequeños retoques). No eran necesariamente canciones menores; además, permitían a Prince jugar con la fluidez de género, ya que solían ser recreadas por voces femeninas (Sheila E, Jill Jones, Taja Sevelle, Vanity 6, las Bangles, Martika, Apollonia 6).

Antes de que vuelen las hipérboles, debemos recordar que no escasean los precedentes. Cuando los astros descubren el truco, el secreto de hacer canciones y saben que han atrapado el pulso del gusto popular, se dedican a “regalar” temas a otros colegas. Lo hicieron, a mediados de los sesenta, John Lennon y Paul McCartney; a menor escala, fueron imitados por Jagger-Richards, Brian Wilson o Stevie Wonder. Aunque es muy posible que, para Prince, el modelo industrial fuera James Brown: entre la verdadera avalancha de discos que llevaban su nombre en los años sesenta y setenta, el Padrino del Soul sacaba frecuentemente lanzamientos firmados por sus bandas, sus instrumentistas o las cantantes que le acompañaban en sus directos.

Al igual que las producciones de James Brown son inconfundibles, aunque no lleven su voz, estas maquetas de Prince no necesitan un sello de denominación de origen. Abundan las baladas pero domina el techno-funk, con estilemas ochenteros como el solo de saxo nocturno o la guitarra priápica. Hay una temprana (1985) incursión en el rap, con Holly Rock. Entre las anomalías, conviene tomar precauciones con las babas que desprende You’re My Love, un éxito menor para Kenny Rogers en 1986. Más gratamente atípica es Manic Monday, donde las Bangles conectaron con el folk-rock californiano de los sesenta. En la voz de Prince, sorprende su evocación de un sueño lúbrico con Rodolfo Valentino y su fingida queja de haber cedido a una sesión amorosa la noche de un domingo, sabiendo que le esperaba un lunes ajetreado.

El Prince de los ochenta jugaba con la androginia, grabando incluso bajo el alter ego femenino de Camille, acentuando el falsete o tratando la voz con trucos de estudio para dar el pego. El álbum previsto de Camille fue aparcado a última hora, pero aquí hay temas donde se traviste, como Make up, pensado para Vanity 6. Los misterios del sexo le intrigaban: Dear Michaelangelo, que fue grabada por Sheila E, presenta a una campesina que cada verano viaja a Florencia para ofrecerse carnalmente a Miguel Ángel; mientras espera inútilmente que el artista acceda a sus deseos, anuncia que solo se acostará con hombres de su “condición” (homosexual, cabe entender).

Prince jugaba al despiste en los discos que confeccionaba para sus musas. Compartía créditos con ellas o disimulaba su participación bajo seudónimos (Christopher, Joey Coco, Alexander Nevermind). Así podía difuminar sus alardes de amante perfecto bajo himnos al poderío erótico de las mujeres (¡o al revés!). No necesariamente existía un vínculo sexual, pero sí exigencias de controlador total: Prince decidía —o pretendía hacerlo— sobre su aspecto, su vida amorosa y profesional, su consumo de drogas (prohibido, claro, tolerado hasta cierto punto si se trataba de alcohol). No debe extrañar que algunas pupilas se rebelaran, especialmente cuando comprobaron que la varita mágica de Prince ya no funcionaba: según avanzaba la segunda mitad de los ochenta, se evidenció que estaba saturando el mercado para su música; aparte, su compañía, Paisley Park, carecía de potencia promocional.

En su forma actual, con 64 minutos de duración, Originals ofrece un atractivo muestrario del trabajo oscuro de Prince en su época imperial, marcado por su olfato para lo comercial. No estamos, sin embargo, ante el disco definitivo de Prince como productor para otras figuras: ni rastro de sus trabajos para Patti LaBelle, Tevin Campbell, Carmen Electra o Mavis Staples. Puede que no se grabaran maquetas, aunque sabemos que sí existe en un tema tan delicado como Sugar Walls, himno a la vagina interpretado por la escocesa Sheena Easton, ante la consternación del PMRC, la organización censora montada en Washington por Tipper Gore, entonces esposa del vicepresidente Al Gore.

Tipper Gore, que había sido baterista en sus años mozos, se resistió a los encantos de Prince. Para su asombro, el cantante se desplazaría al fundamentalismo bíblico en cuestiones morales, al convertirse en testigo de Jehová a principios del siglo XXI. Podemos suponer que, de seguir vivo, Prince se hubiera negado a publicar esta colección de “canciones pecadoras”.


El Pais


sábado, 8 de junio de 2019

Muere a los 77 años Dr. John, el gran músico de Nueva Orleans

El compositor y cantante, ganador de seis premios Grammy, ha fallecido en su ciudad natal a causa de un ataque al corazón

DIEGO A. MANRIQUE
Madrid 7 JUN 2019


Dr. John, durante una presentación en Londres, en 2012. A. SHEPPARD WIREIMAGE

Malcolm John Rebennack Jr., más conocido como Dr. John, ha muerto este jueves tras sufrir un infarto, a los 77 años. A lo largo de más de medio siglo, fue una de las caras más visibles de la exuberante música de su ciudad natal, Nueva Orleans. Aunque solo tuvo un gran éxito en su carrera —Right place, wrong time (1973)— mantuvo su presencia en directo y una intensa actividad discográfica hasta tiempos recientes. 

Tiene mucho de paradójico el hecho indiscutible de que Dr. John fuera la encarnación de una de las grandes tradiciones afroamericanas de Nueva Orleans: el piano de rhythm and blues. De hecho, su instrumento original era la guitarra eléctrica, hasta que una bala inutilizó el dedo índice de su mano izquierda. Disfrutó, justo es reconocerlo, de las enseñanzas de grandes maestros de los teclados, de James Booker a Professor Longhair, músicos prodigiosos que fallecieron prematuramente.

En realidad, aunque sacó discos bajo su nombre en sellos modestos, no parecía tener vocación de solista. Prefería las labores oscuras de compositor, músico de estudio y productor en el estudio de Cosimo Matassa; también proporcionaba acompañamiento a figuras que, algo muy habitual hasta bien entrados los años sesenta, llegaban sin banda propia a actuar en Nueva Orleans. Dada la naturaleza de su música favorita, también suponía un problema el color de su piel, aunque ese detalle carecía de importancia en el submundo de delincuentes y drogadictos donde se movía.

Una condena por narcóticos, unida a una campaña contra la vida nocturna del fiscal Jim Garrison (luego santificado por Oliver Stone en JFK), le obligó a trasladarse a Los Ángeles, donde prosperaba una pequeña colonia de instrumentistas procedentes de Nueva Orleans. Allí, aprovechando los tiempos muertos en sesiones de grabación para Sonny & Cher y otros, fue forjando el personaje de Dr. John Creaux, alias The Night Tripper. Supuesto descendiente de un brujo del siglo XIX, era un creyente que reinventaba el folclore del vudú de Luisiana, los carnavales de Nueva Orleans, los lamentos de la temible prisión estatal de Angola, con cantos corales y ritmos globalistas.

Los primeros discos de Dr. John, calificados como “psicodélicos” a falta de mejor etiqueta, solo causaron gran impacto entre la aristocracia pop de Londres: Eric Clapton, Mick Jagger o Graham Bond, que participaron en su cuarto trabajo, The sun, moon and herbs (1971). Fue al año siguiente cuando, desde el sello Atlantic, le hicieron perder definitivamente el pudor a cantar y le empujaron a recuperar la opacada tradición del rhythm and blues de Nueva Orleans, rica en éxitos pero escasamente valorada, lo que logró con el enciclopédico disco Gumbo. En 1973, llegó al gran público con In the right place, producido por Allen Toussaint con el músculo instrumental de The Meters: allí estaba la citada Right place, wrong time o la muy golfa Such a night.

Atención: ninguno de estos discos se grabó en Nueva Orleans. O Dr. John tenía allí cuentas legales pendientes o bien no se fiaba de sí mismo: seguía consumiendo heroína. Fuera del sello Atlantic, su carrera fue dando tumbos. Participó en Triunvirate, un supergrupo imposible con Mike Bloomfield y John Hammond Jr. Durante unos años, parecía una presencia bonachona, requerida por las superestrellas para que aportara los fuertes sabores de su ciudad natal: lo mismo aparecía en The last waltz, el concierto de despedida de The Band, que cantaba un villancico con Christina Aguilera.

Para fortuna de los aficionados, las necesidades económicas le empujaron a apuntarse a todo tipo de propuestas discográficas, desde discos de piano solo a homenajes a Duke Ellington, Louis Armstrong o Johnny Mercer, que resolvía con elegancia y profesionalidad. La amistad con el compositor Doc Pomus le proporcionó material fresco, aparte de la oportunidad de trabajar en discos de prestigio firmados por artistas negros como B. B. King (There must be a better world somewhere, 1981) o Johnny Adams (The real me, 1991).

Frágil y machacado por la vida, en persona Dr. John solía parecer un anciano venerable. Era una pose de superviviente: su autobiografía, Under the hoodoo moon (1994), contenía páginas de extraordinaria crudeza, aparte de revelar su capacidad para el rencor (y su sospecha de que muchos de sus famosos admiradores vampirizaban su arte). Bien aconsejado, optó por potenciar su imagen afable: cosechó abundantes premios Grammy y le llegaron suculentos encargos para cine y televisión.

Aunque residente en Nueva York, acudió al socorro de Nueva Orleans tras la catástrofe del huracán Katrina. La ciudad y el Estado de Luisiana se lo agradecieron con diversos honores en 2017. Fue entonces cuando se descubrió que Rebennack había nacido en 1941, no en 1940, como constaba en todas las biografías oficiales. El hombre tuvo que reconocer que era otra pillería más: se echaba un año de más para tocar en locales vetados a los menores de edad. Puro Nueva Orleans.

DISCOGRAFÍA ESENCIAL
Gris gris (1968). El establecimiento del personaje. Incluye su primer clásico, I walk on guilded splinters

Dr. John’s gumbo (1972). Un gozoso tratado sobre la evolución del rhythm and blues de Nueva Orleans, hasta entonces eclipsado por el jazz local.

Goin’ back to New Orleans (1992). Complemento natural del anterior, que junta éxitos de Fats Domino con melodías de principios del siglo XX.

Anutha zone (1998). Otro tipo de autenticidad. Paul Weller y miembros de Spiritualized o Primal Scream crean un Dr. John a la altura de sus fantasías.



El Pais