jueves, 28 de diciembre de 2023

De la tradición oral a la música barroca

Retrato promocional del cantaor Sebastián Cruz. GERÓNIMO NAVARRETE

FERMÍN LOBATÓN

23 DIC 2023

El Cante está ya hecho”. La sentencia, muy recurrente, podría suponer una firme llamada al respeto de la ortodoxia o un directo rechazo a su contraria o a posibles innovaciones. Pero, paradójicamente, el gran edificio del cante flamenco no se entendería sin las aportaciones de muchos creadores y creadoras que se sintieron libres para dejar en la rica tradición oral sus melodías e inflexiones personales, que quedarían fijadas para siempre y se siguen interpretando con sus nombres. Todo ello, teniendo en cuenta que el canon ha permanecido prácticamente inalterado para las estructuras rítmicas y armónicas de la casi totalidad de los estilos flamencos.

Con la misma libertad de aquellos legendarios, los nuevos creadores hacen su propia lectura de ese canon e incorporan sus propias innovaciones. Entre ellas, la forma de presentar el propio cante. El clásico acompañamiento con guitarra, un binomio básico y mayoritario, no ha desaparecido y puede que no desaparezca nunca, pero también es cierto que han surgido nuevos formatos: obras sin guitarra, o con ella, pero, en muchos de esos casos, tratado de forma diferente o junto a otros instrumentos. La electrónica, signo de los tiempos, ha llegado quizás para quedarse. En lo relativo a la inspiración, ya sea en la lírica o en la música, existe una diversidad que dibuja un panorama muy heterogéneo: desde nuevas lecturas de la tradición oral hasta una mirada a la música barroca.

Esa es, por ejemplo, la fuente que inspira a la nueva obra del cantaor onubense Sebastian Cruz (Beas, Huelva, 1977), Zarabanda, editada por el prestigioso sello alemán Winter & Winter. Los encuentros entre la música antigua y el flamenco no son algo nuevo, valga con recordar los trabajos del violagambista sevillano Fahmi Alqhai junto al cantaor Arcángel (Las idas y las vueltas, 2014) y a la cantaora Rocío Márquez (Diálogos de viejos y nuevos sones, 2018). También Perrate viajó al Siglo de Oro en su última grabación, Tres golpes (2022). Lo de Cruz se antoja, sin embargo, como algo diferente: estamos ante un cantaor traspasado por la música barroca, de la que se enamora tras la escucha de la banda original de la película Todas las mañanas del mundo, que reúne obras de compositores franceses de ese tiempo. Tras ellos vendrían Haendl o Bach para componer toda una experiencia que, sin duda, ha transformado su aproximación a los estilos flamencos clásicos, de los que ya era acreditado conocedor.

La fidelidad a esos estilos no le ha impedido que los tiña ahora de una modulación distinta, una nueva lectura poblada de ecos y reminiscencias antiguas que se articulan por medio de la plasticidad de su voz y de una escolta instrumental que proporciona las atmósferas adecuadas al propósito. Quizás nadie como Raúl Cantizano (guitarras y zanfona) para la dirección musical. Junto a él, una reunión de músicos abiertos y desprejuiciados, muy demandados para proyectos de vanguardia: el saxofonista Juan M. Jiménez (también gaita gastoreña y flauta rociera), el percusionista Antonio Moreno y el contrabajista Marco Serrato. Los guitarristas Rafael Riqueni y Alfredo Lagos, con puntuales aportaciones, dejan su impronta en los cortes en los que participan. Malagueñas, fandangos, soleares, seguiriyas, caña, serrana, tanguillos o taranta -con letras tradicionales, adaptadas por el propio Cruz, la poesía popular de Lope de Vega y poemas de Ramón Andrés y de Edgar Allan Poe- viajan en el tiempo para encontrarse con la zarabanda, que se inspira en la de Haendel.

La grabación Arteria, de Rafael del Zambo (Jerez, 1990), solo disponible en plataformas, tiene unas raíces muy diferentes. Él es el nuevo eslabón que prolonga la dinastía de los Zambo, los Fernández Soto del barrio de Santiago de Jerez, de los que emergió su tío Luis en uno de los últimos ejemplos de tránsito desde el canto de uso hasta una profesionalidad que diríamos de culto. La familia es más amplia, como se puede comprobar en la genuina fiesta por bulerías que cierra la grabación, puro Jerez al compás. En su disco de presentación en solitario, el joven Rafael no traiciona su herencia, pero la lleva a su personal terreno con frescura y con la complicidad de otra ilustre saga, la de los Parrilla. Guiado por la implacable guitarra de Manuel y con detalles de sus hermanos Juan (flauta) y Bernardo (violín), el metal de los Zambo, que aúna jondura con un toque dulce y melodioso, es reconocible en todos los estilos, mayormente ligeros, pero de forma especial en la seguiriya, donde luce desnudo.

También por seguiriya se presenta el sevillano Juani Mora (Sevilla, 1999) en su estreno discográfico, Mi calle no tiene nombre (Karonte). Sorprende en ese intenso primer corte el rajo jondo y rancio del cantaor, un rajo que parece viejo pese a la juventud de su dueño. La incontestable calidad de esa garganta inunda toda la grabación y da carácter a un repertorio con predominio de estilos ligeros -canción andaluza, sevillanas, bulerías, rumba, bolero flamenco...-, que se presentan bien arropados por los ricos arreglos instrumentales de Jesús Bola, productor musical, que incluyen cuerda, metales y, también, unos omnipresentes coros vocales. El otro productor, Jesús de Fariña, firma la mayoría de las letras originales, con excepciones, como las sevillanas, del propio Mora, con las que homenajea a sus maestros.

De singularidad se puede calificar la grabación que protagoniza el cantaor Gragorio Moya (Argamasilla de Alba, Ciudad Real, 1984), No duerme nadie (La Droguería Music). Se trata de una antología, quizás un "grandes éxitos", de Enrique Morente, de cuya extensa discografía se han coleccionado 14 cortes, que van desde su grabación Homenaje flamenco a Miguel Hernández (1971) hasta la rompedora Omega (1996), pasando por los imprescindibles Homenaje a Don Antonio Chacón y Despegando, ambos de 1977. Los temas escogidos hacen fácil el paseo por la trayectoria del artista de Granada, y no solo porque sean conocidos para el aficionado, sino también por la fidelidad interpretativa que muestra Moya adaptando sus registros. ¿Se podría hablar de versiones? Tal vez pero el productor de la grabación, el musicólogo Chemi López, cuenta que acordaron que la mejor manera de tributar a Enrique era "calcando literalmente su obra". No obstante, el cantaor demuestra no ser un simple calco de Morente.

Sebastián Cruz "Zarabanda".

Winter & Winter


Gregorio Moya. "No duerme nadie"

La Droguería Music


Rafael del Zambo. "Arteria".

Autoeditado


Juani Mora. "Mi calle no tiene nombre"

Karonte


El Pais. Babelia nº 1.674. Sábado 23 de diciembre de 2023



sábado, 23 de diciembre de 2023

Novela musical de amor a la guitarra

Una tienda de guitarras en Las Vegas (Nevada, Estados Unidos).
PAUL BRIDEN (ALAMY / CORDON PRESS)

La historia  de Juan Carlos Caja, sobre un frustrado guitarrista aficionado, es un muestrario vital en el que cualquiera que haya intentado tocar un instrumento podrá reconocerse.

Por Fernando Navarro

De un tiempo a esta parte, la industria editorial española sobre libros de música popular es abundante. Hasta cierto punto, incluso se podría decir que excesiva. Biografías, memorias, ensayos, manuales, guías, novelas gráficas o conversaciones con músicos han proliferado en la última década en un panorama que quizá intenta encontrar a un lector que ya no tiene tanta necesidad de comprar discos ante la consolidación del streaming y puede destinar sus esfuerzos a hacerse con literatura musical. Sin embargo, entre tanta abundancia, es dificil encontrar apuestas por la novela musical, si es que se la puede llamar así. Sin entenderse como un género en sí mismo, sería una narrativa española ubicada en el paisaje de la música popular, que despliega sus virtudes literarias a partir de contar un relato desde la propia inspiración del universo de las canciones. Es decir, lo que muchísimos escritores hacen con el cosmos de los libros y otros menos que el de las películas o la pintura. Este género narrativo musical es mucho más común en la literatura anglosajona y goza de muy buena salud, aunque, por suerte, hemos contado en España con nombres que han explorado con esmero como Kiko Amat, Miqui Otero o Rafa Cervera.

Lejos de especializarse en este no-género musical, la editorial Minúscula, siempre interesante en su búsqueda de la distinción, publica Cuerdas al aire, un testimonio en primera persona escrito por Juan Pablo Caja y que se podría incluir sin problemas en esta variante narrativa tan escasa y tan agradecida para los que consideran que Bob Dylan o Patti Smith, por decir unos de muchos, son personajes culturales tan grandiosos e inspiradores como Ernest Hemingway o Sylvia Plath. Más que un relato, Cuerdas al aire es una introspección narrativa, una incursión en la psicología de un personaje que bien podría ser el propio autor y que a partir de su amor a las guitarras y al mundo que generan, va dejando caer sinsabores y anhelos existenciales.

Minúscula, célebre en más de veinte años de vida por colecciones estupendas como Paisajes Narrados o Con Vueltas de Hoja, incluye este librito en su colección Micra, que, según la editorial, está dedicada a "textos breves y singulares". La singularidad de este texto reside en su insinuación más que en su ambición. Si bien es renqueante en el hilo argumental y en la profundidad emocional de lo insinuado, ofrece a partir del paisaje de la música un muestrario vital en el que cualquiera que haya intentado tocar un instrumento podría reconocerse. "Es difícil saber si las guitarras pasan por nuestras vidas o somos nosotros los que pasamos por las suyas", escribe Juan Pablo Caja, publicista y guionista que antes había publicado dos libros de relatos (Intermedio y Relatos de vinilo, cinta magnética y celuloide) y una novela (Cerveza caliente).

Con una prosa ligera y fina, Cuerdas al aire esboza algunas de las miserias de alguien que se dedica al arte de la guitarra, como no ser comprendido en una sociedad productiva, ser pagado en negro o resignarse a romper con una banda porque, sencillamente, "los grupos de música también tienen un último día", como los estudios o las parejas. Como el propio título sugiere, las cuerdas van dejando notas emocionales que crean una atmósfera sobre la condición humana de un protagonistas sin nombre que siente que su vida podría haber sido otra. "De mi relación con la guitarra lamento varias cosas, que supongo que se resumen en una: no haber intentado en serio ser mejor instrumentista", explica.

Ese guitarrista aficionado, con errores que podría haber sido más diestro y mejor con el instrumento que adora es, en definitiva, un hombre reflexivo y cuya memoria el lector puede conocer. Es fácil seguirle la pista a un texto que resuena e invita a recordar la importancia de la guitarra, ese instrumento esencial de la música popular y en desuso en la actualidad ante el auge de traperos y reguetoneros. Y lo hace con sentencias tan luminosas como esta: "La guitarra en los setenta era mucho más que música: era, para un adolescente, todo un símbolo, crecer, afirmarse, acceder a lugares nuevos, espacios por conquistar".



Cuerdas al aire

Juan Pablo Caja

Minúscula, 2023

184 páginas, 14,50 euros


El Pais. Babelia nº 1.674. Sábado 23 de diciembre de 2023


miércoles, 20 de diciembre de 2023

De la tradición a la renovación por la palabra

 Por Fermín Lobaton

No es un fenómeno nuevo. Junto a la rica tradición oral, que ha sido dominante, la lírica del flameco se ha nutrido también de las aportaciones de artistas que fueron grandes creadores de letras para el cante. No son pocos los cantaores y cantaoras contemporáneos que componen e interpretan sus propios versos. Valga como ejemplo Israel Fernández, que lo hace de una manera curiosamente conceptual, con grabaciones que tiene unidad temática. Una legítima forma de renovar y refrescar la tradición y ganar nuevos y jóvenes públicos para un cante que, en directo, goza de un gran momento de atención. La edición de disco es, nunca mejor dicho, otro cantar. En un panorama donde la autoedición es predominante, sorprende el caso de otro cantaor, Sebastian Cruz que ha publicado en una prestigiosa firma alemana.

La guitarra de concierto no deja de dar muestras de creatividad, aunque de una forma casi marginal. Con un grupo afianzado de guitarristas que sigue aportando grabaciones (Niño Josele, Bolita, José Carlos Gómez...), los relevos se suceden de forma imparable: tras la consolidación de los llamados mileniales del toque, una nueva generación, que podríamos denominar zeta, reclama la atención con un nutrido grupo de veinteañeros ya muy demandados. Entre ellos, encontramos a Alejandro Hurtado, que el pasado año publicó un primer trabajo de homenaje a los maestros Ramón Montoya y Manolo de Huelva, y que en el presente ha presentado sus propias composiciones en disco.







1. Israel Fernández. Pura sangre (Universal)


2. Alejandro Hurtado. Tamiz (Autoeditado)


3. Sebastián Cruz. Zarabanda (Winter & Winter)


4. José Carlos Gómez. La huellas de Dios (Autoeditado)


5. Cristian de Moret. Caballo rojo (Autoeditado)


El Pais Babelia nº 1.673. Sábado 16 de diciembre de 2023



martes, 19 de diciembre de 2023

Llevar el soul escrito en el alma

El cantante Roebuck Pops Staples, de The Staple Singers, en una fiesta de Stax en Memphis en 1969. DON PAULSEN (MICHAEL OCHS ARCHIVES / GETTY IMAGES)

Por Fernando Neira

Hay trabajos hermosos y los hay esforzados. El de Cheryl Pawelski aúna los dos requisitos. Esta experimentada y prestigiosa productora discográfica, cofundadora del sello Omnivore (un término que la define como pocos) y con altas responsabilidades durante años en Rhino, Concord o EMI-Capitol, descubrió hacia el año 2010 un gigantesco e ignoto archivo documental con las grabaciones originales que los compositores de Stax —con seguridad la factoría de música negra, junto a Motown, más importante de la historia— realizaban de sus canciones para mostrárselas a las grandes estrellas de la compañía y que estas las interiorizasen, se las aprendieran y procedieran a inmortalizarlas en las grabaciones definitivas. El hallazgo se antojaba valiosísimo, pero casi inabordable por sus dimensiones ciclópeas: las estanterías albergaban unas 2.000 horas de música que, para poner las cosas más difíciles, casi nunca conservaban las más mínimas indicaciones sobre títulos, autores o año de gestación. Pero era evidente que en semejante plétora de material habrían de esconderse unos cuantos tesoros —bastantes— de evidente valor sonoro e histórico.

Pawelski, ganadora de tres Premios Grammy, no se arredró. Pensó que bucear en aquellas 1.300 casetes digitales de hora y media de duración cada una era solo cuestión de tiempo, paciencia, constancia y entusiasmo. Una década más tarde, tras finalizar la escucha y catalogación de aquel legado al que nadie había prestado atención, se sintió exhausta pero eufórica. En aquellas olvidadas cintas aparecían, ocultas entre toneladas de registros sin demasiado interés, varios centenares de canciones sencillamente gloriosas. Y aún más asombroso: en 66 de los casos eran títulos que ningún artista llegó a grabar y que, de no ser por su tozuda perseverancia, se habrían disipado para siempre entre toneladas de polvo y olvido.

La historia, tan emocionante como las de esos viejos galeones reflotados con tesoros valiosísimos en sus bodegas, cobra ahora cuerpo en forma de cofre de siete cedés, tapas duras y 50 páginas profusamente ilustradas. Lleva por título Written in Their Soul y no parece temerario señalarlo como la antología discográfica (o box set, en la terminología anglófona) más asombrosa de la temporada, tanto por la excelencia del contenido como por su valor documental, un inesperado complemento a la historia que hasta ahora conocíamos de un sello comprometido con el soul, el rhythm and blues, la cultura afroamericana y las transformaciones sociales de aquellos azarosos años sesenta. Cheryl Pawelski contabilizó hasta 665 maquetas “perfectamente publicables”, pero Written in Their Soul se conforma al final con solo 146 grabaciones. Los cuatro primeros discos recopilan 80 demos de piezas que sí acabarían llegando a los tocadiscos de los aficionados, casi siempre a través de artistas de la Stax pero también mediante préstamos a músicos que grababan para sellos como Atlantic, Hi! o Soul House. Se trata de un material pasmoso, sin duda, pero empalidece ante la certeza de que toda la música incluida en los tres discos siguientes, del quinto al séptimo, nunca había sido publicada ni difundida de ninguna manera ni circunstancia.

¿Material de desecho? ¿Filfa? ¿Morralla? Aparquen el escepticismo y súbanle el volumen a los auriculares: de entre esas cinco docenas largas de hallazgos absolutos, ocho o diez podrían haberse consagrado como clásicos del género e irrefutables éxitos a ambos lados del Atlántico.

Prodigios de otros tiempos, sin duda. Stax Records había echado a andar en Memphis (Tennessee) allá por 1957 con el propósito de convertirse en la gran catalizadora del soul sureño. Su fundador, Jim Stewart, era un violinista blanco más bien irrelevante, pero admiraba el modelo que Sam Phillips había sido capaz de implantar en Sun Records (Elvis Presley, B. B. King) y comprendió pronto que una parte mollar del negocio discográfico provenía de los derechos de autor y no tanto de los fonográficos. Por eso no tardó en fundar una compañía editorial, East Publishing (más tarde, East/Memphis Music), que agrupaba a cuantos compositores trabajaban a destajo para su escudería. De esa manera todo quedaba en casa: las interpretaciones y las autorías.

Los originales ahora desenterrados en este séptuple trabajo permiten descodificar los logros de Stax —­la escudería en la que encontrarían acomodo Otis Redding, Sam and Dave, Isaac Hayes, The Staple Singers, Eddie Floyd y Carla and Rufus Thomas, entre otras luminarias— desde las entrañas. El mediocre violinista Stewart no escribía música, pero sus tres primeros empleados para el sello, Chips Moman, Steve Cropper y el afroamericano David Porter, eran compositores todoterreno. De ellos, Cropper se convertiría en piedra angular de Stax a través de Booker T. & The M.G.’s (los de ‘Green Onions’), aunque el aficionado medio lo recordará por sus apariciones en las películas de The Blues Brothers.

Una de las aportaciones más sobresalientes de Written in Their Soul la encontramos con el muy relevante papel de las mujeres en el elenco de compositores, un detalle sobre el que apenas se había incidido hasta ahora. Bettye Crutcher, firmante de varios éxitos para la familia Staples, abrió el camino en la factoría, aunque ella misma explica cómo tuvo que alternar las excelencias de sus canciones con la de sus espaguetis para granjearse la confianza de los intérpretes más recelosos. Continuó la saga Deanie Parker, que acabaría ostentando una vicepresidencia en la compañía. Y el caso más asombroso es el de Carla Thomas, a la que todos identificamos como cantante (‘B-A-B-Y’), pero que aquí acredita una solvencia abrumadora con un lápiz entre las manos.

En último extremo, Written in Their Soul permite escudriñar en las formulaciones originales de títulos que se harían inmensamente populares en sus versiones definitivas, desde ‘634-5789′ (Wilson Pickett) a aquel ‘Respect Yourself’ finísimo en las voces de The Staple Singers, pero de fiereza casi punk cuando salió de las manos de su firmante, Mack Rice.

Es muy divertido curiosear en esas interpretaciones frescas, descuidadas y primitivas, a veces tan cómicas como ese ‘Dy-no-mite’, luego famoso a través de The Green Brothers, en el que su autor imita con silbiditos las partes concebidas para los metales. Pero nada, insistimos, fascina tanto como las canciones rescatadas del agujero negro. Los autores del libreto, Deanie Parker y Robert Gordon, no dan crédito a que maravillas como ‘Everybody Is Talking Love’, de Bettye Crutcher, hubiesen sido desechadas y condenadas al ostracismo. Quizá ahora algunas de esas joyas ignotas se incorporen de manera tardía al canon de la mejor música estadounidense.



VV. AA. 

Written in Their Soul: The Stax Songwriter Demos 

Craft Recordings / Music As Usual


El Pais. Babelia nº 1.670 Sábado 25 de noviembre de 2023


lunes, 18 de diciembre de 2023

Lo que haya, lo que quepa, lo que se venda

 por Diego A. Manrique

Una paradoja. En tiempos catastróficos para la música en soportes físicos, las compañías vuelven a mostrar sus habilidades para hacer discos atractivos. Ha encogido la red de tiendas, que no han gozado de una protección especial por parte de la gran industria. Huecos que antes eran explotados por disqueras especializadas. Las pequeñas tienen problemas hasta para abastecerse: las multinacionales, que prescindieron de sus fábricas de vinilo, y ahora copan la producción. pero mejor olvidad tales disputas para acercarnos a la lógica de las actuales reediciones. Por ejemplo, la debilidad por las fechas redondas: los 25, 40 o 50 años de la publicación de una obra o la defunción del creador. Así que se agradecen los lanzamientos que prescinden de la fatalidad cronológica, como las maquetas de Stax o la colección de no-éxitos de Nancy Sinatra.

Respecto al contenido, las tres reglas: lo que haya, lo que quepa, lo que acepte el mercado. La versión Super Deluxe de Diamonds and Pearls suma 7 discos, gracias a la laboriosidad de Prince, que almacenaba las grabaciones desechadas, los directos y las diferentes variaciones sobre las canciones publicadas. Otra opción es la recopilación comisariada -disculpen el palabro- por el propio artista. Abundan las antologías de The Kinks, pero ahora sale The Journey, dos discos dobles donde Ray Davies ordena su repertorio según sus peripecias, desde la juventud ("hallando una identidad y una chica") hasta las crisis ("buscando la inocencia perdida"). Apena que las notas sean tan cicateras: no se menciona al productor, el formidable Shel Talmy, todavía vivo.








1. Neil Young. Chrome Dreams (Reprise)


2. VV. AA. Written in their Soul: the Stax Songwriter Demos (Craft)


3. REM. Up (Craft)


4. Nancy Sinatra. Keeps Walkin´:Singles, Demos & Rarities 1965-1978 (Light in the Attic)


                                          

5. Tina Turner. Queen of Rock´n´Roll (Parlophone)

El Pais. Babelia nº 1.673. Sábado 16 de diciembre de 2023


sábado, 16 de diciembre de 2023

Y el mejor álbum del año... es de 2022

 Por Xavi Sancho

Para muchos medios internacionales, el mejor disco de 2023 es uno que salió en diciembre de 2022. Desde la edición estadounidense de la revista Rolling Stone nombró el London Calling de TheClash como mejor álbum de los años ochenta no se veía tamaña trampa al solitario. La excusa fue que el álbum se había editado en Reino Unido el 14 de diciembre de 1979, pero en EEUU no vio la luz hasta enero de 1980. Y no existía Amazon. En el caso de este año, el SOS de SZA se editó el 9 de diciembre de 2022 en todo el mundo, el mundo en el que hay Spotify y Amazon y, para desgracia de muchos de ellos, 2023 no trajo nada mejor.

Más allá del debate sobre si es lícito o no adaptar el calendario a las necesidades editoriales, lo cierto es que este ha sido un año bien flojo, tanto que sus mejores discos no solo pertenecen a diciembre de 2022 -como la rapera Little Simz, que también podría encabezar lo mejor del año-, sino que también al arranque de 2023. Muchos creen que el siglo XX acaba el 11-S. El año 2022 no acabó hasta febrero de 2023. Durante la primera quincena de ese mes salieron a la venta Desire, I Want to Turn Into You, de Caroline Polachek, y Heavy Heavy de Young Fathers. La exlider de Chairlift entregaba una obra descomunal de pop contemporáneo. Mientras, los escoceses expandían su ya original sonido, que juega con todo lo que es adyacente al hip hop sin serlo del todo, sumándole elementos new wave y pospunk, además de coros infantiles. Como los violines, jamás sobran los coros infantiles. 

Lo cierto es que 2023 será recordado como el año que el mundo se puso a cantar rancheras y demás estilos del regional mexicano. La gran estrella del asunto fue, obviamente, Peso Pluma, pero a nivel artístico quienes llevaron el género a terrenos más sorprendentes y hasta la fecha no explorados fueron Carín León en Colmillo de leche y, sobre todo, Nathael Cano con su apabullante Nata Montana. La confirmación triunfal de estos artistas amplió el repertorio de armas a manos de la música en español para seguir su proceso de dominación mundial. Y mientras Tainy repasaba y actualizaba el reguetón, el puertorriqueño Eduardo Cabra, ex Calle 13, lanzaba Martínez, una obra ambiciosa en la que le daba un repaso  -expansivo y extensivo- a la música latina en el mismo estilo que lo llevan haciendo durante años a los sonidos negros Beyoncé o Sudan Archives. (Postdata: este texto se ha escrito a mediados de diciembre con la esperanza de que a Frank Ocean o a Rihanna no se les ocurra lanzar un disco en lo que queda de año).



1. Carolina Plachek. Desire, I Want to Turn Into You (Perpetual Novice)


2. Young Fathers. Heavy Heavy (Ninja Tune)


3. Natanael Cano. Nata Montana (La R Records)


4. Sufjan Stevens. Javelin (Asthmatic Kitty)


5. Nation of Language. Strange Disciple (PIAS)


El Pais. Babelia nº 1.673. Sábado 16 de diciembre de 2023

sábado, 9 de diciembre de 2023

Charles Mingus: 100 años del gran volcán del jazz

Compositor inmenso, el músico celebraría este año un siglo de su nacimiento. Una caja de sus grabaciones de los setenta y la reedición de sus memorias conmemoran el aniversario

FERNANDO NAVARRO

08 DIC 2023

Charles Mingus (1922-1979) toca el contrabajo en un concierto en Michigan, en 1977.

STEVE KAGAN (THE CHRONICLE COLLE

El grandioso espectáculo de un volcán de emociones. Escuchar la música de Charles Mingus, uno de los mejores músicos de jazz de todos los tiempos, es como contemplar un volcán en todas sus posibilidades. A veces, ese grandullón de mirada profunda, rostro pétreo y pelos asilvestrados, con el puro en la boca echando humo, transmite una calma magnética, propia de esconder misterios indescifrables. Otras, esa montaña, bajo una tensión impresionante, se muestra a punto de estallar. Y, otras tantas, el fenómeno de la naturaleza revienta sin compasión, en un jolgorio de lava, gases y cenizas, toda una erupción musical al alcance de muy pocos. De una forma u otra, el impetuoso Mingus, contrabajista, pianista, compositor y director de orquesta, siempre buscó traspasar los límites.

Este año se conmemora un siglo del nacimiento de este músico, fallecido a los 56 años, en 1979. Por encima de todo, se distinguió como un compositor inmenso. Reconocido en los círculos más eruditos, cabe señalar que Mingus no goza de la popularidad de otros colosos del jazz, como su admirado Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane, Louis Armstrong o incluso Duke Ellington, una de sus más tempranas y decisivas influencias.

Aunque admirado por colegas y críticos, la historiografía oficial no ha terminado de ser justa con su legado, una obra apasionante, bella y rica, pura raza negra por librarse del adoctrinamiento blanco y en lucha constante contra los convencionalismos y la comercialización del arte. Pese a todo, su nombre se puede incluir junto al de los más grandes compositores de la historia de la música popular estadounidense, un creador insaciable y rompedor que, impulsado por un corazón primitivo y una cabeza privilegiada, agrandó horizontes y se mantuvo fiel a sí mismo hasta el final, tal y como se puede apreciar en el último lanzamiento discográfico bajo su firma, uno de los más destacados de este 2023 que expira.




Charles Mingus toca el contrabajo en el Festival de Jazz de Montreux en Suiza, en 1975.

DAVID REDFERN (REDFERNS / GETTY

Para conmemorar estos 100 años de su nacimiento, Warner Music ha reeditado en una lustrosa caja en formato vinilo y cedé —Changes: The Complete 1970′s Atlantic Recordings— todos sus álbumes publicados en la década de los setenta en Atlantic Records, cuando, decepcionado por su paso por Impulse!, donde hizo obras maestras como The Black Saint and the Sinner Lady (1963) o Mingus, Mingus, Mingus, Mingus, Mingus (1964), regresó a uno de los sellos en los que, con otras obras sublimes como Pithecanthropus Erectus (1954) o Blues & Roots (1959), cultivó su imagen de enfant terrible de los cincuenta, la época dorada del bebop, como un artista apasionado entre las controversias y las rivalidades.

Abruma y cautiva adentrarse en una carrera tan magna como la de este ser de hambre artística voraz. Y más pensar que, en el fondo, Mingus murió relativamente joven, a los 56 años, víctima de ELA cuando buscaba un tratamiento alternativo para la enfermedad en México. De la caja de sus últimos años en Atlantic, se recogen los dos discos últimos editados tras su muerte, Me, Myself an Eye y Something Like a Bird, formado por unas sesiones de grabación que hizo desde una silla de ruedas y pensadas en su mayoría para una colaboración con Joni Mitchell. Ese era Mingus, una fiera indomable que siempre buscó y halló.

Esta fase final de su carrera, que la caja recoge en siete álbumes entre 1973 y 1979, está repleta de hallazgos, como en Cumbia & Jazz (1977), en el que el calypso se mezcla con el hard-bop o el góspel. Con una educación de conservatorio en fundamentos de clásica donde empezó con el trombón, él decía que su música procedía de la iglesia. A decir verdad, había siempre en ella esa pulsión espiritual, arcaica e incluso celebrativa de la comunidad afroamericana, pero la elevaba con su gran conocimiento del jazz y la música clásica europea. Podía hablar en los mismos términos de Bach o Debussy como de Freddie Webster o Art Tatum.

Así, los hallazgos más impresionantes que se encuentran en esta caja están en los discos Mingus Moves (1973), Changes One (1973) y Changes Two (1974). Tres obras muy distintas entre sí y que, por sus texturas instrumentales, tonalidades abrasivas y vibrantes registros emocionales, hoy serían un hito para cualquier jazzman de primer nivel. Músico controvertido, incapaz de dejar indiferente, Mingus llegó al mundo en un pueblo de Arizona, aunque creció en Watts, uno de los barrios más conflictivos de Los Ángeles. Su biografía es la de un hombre hecho a sí mismo, como bien se cuenta en sus memorias, Menos que un perro, descatalogadas desde hace años en castellano y reeditadas ahora por Libros del Kultrum, en una versión ampliada y revisada con tres textos inéditos, con un prólogo del trompetista Richard Williams, que tocó con Mingus desde finales de los cincuenta.

Publicadas originalmente en 1971 y escritas en tercera persona, el músico no ofrece en ellas una biografía al uso, sino que relata las batallas ganadas y perdidas del “pobre chico Mingus”, dejando atrás las anécdotas musicales y los logros artísticos y adentrándose en la psicología de un superviviente que llegó a ejercer de chulo de barrio con prostitutas y dejar la música por trabajar en Correos, un oficio que le agradaba y por el que no tenía que pelear contra los tejemanejes del negocio discográfico que siempre denunció. “El jazz no es una profesión. Es pura extorsión”, sentenció. Los numerosos pasajes de vivencias del inframundo y sexuales comparten espacio con los maltratos de su padre y las denuncias raciales. Su piel negra le dio problemas ya no sólo con los blancos, sino también en el gueto, porque era demasiado clara debido a antepasados chinos y británicos.

El libro exige al lector desprenderse de las ideas preconcebidas sobre su autor, como él mismo hacía con su música. Mingus, que acabó cansado y desilusionado del negocio y que no creía en las buenaventuras del free jazz, era siempre intrépido e incansablemente independiente. Un artista que podía calmar y seducir e, inmediatamente después, zarandear y abofetear. Una convulsión impredecible. “El arte sólo representa la vida de un individuo”, dijo en 1971 en una entrevista. Ese individuo era una fuerza de la naturaleza que representó un espectáculo irrepetible: un volcán de jazz.


'Changes: The Complete 1970’s Atlantic Recordings'

Charles Mingus. Atlantic /Warner. 7 CD.


Menos que un perro. El mundo que compuse’

Charles Mingus. Traducción de Francisco Toledo Isaac

Libros del Kultrum, 2023

383 páginas. 24 euros.


El pais. Babelia nº 1.672 sábado 9 de diciembre de 2023


sábado, 15 de julio de 2023

Pop para reír, bailar, llorar y pensar

 Por Rafa Cervera

En algún momento de la década de los setenta se convino que, en el campo de la música popular, el rock sería sinónimo de música transcendental, de discos y canciones importantes, relegando así el concepto de pop a la categoría de música bobalicona de usar y tirar. Nadie pareció recordar que los propios Beatles  habían abierto la gran confluencia entre la melodía del pop y la fuerza del rock. Después llegaron los años ochenta y alguien decidió que la música hecha con sintetizadores jamás merecería el mismo respeto que el rock hecho con guitarra, bajo y batería. Nadie se paró a pensar en el sabor a futuro que tenían las canciones de Kraftwerk y las robóticas producciones de Giorgio Moroder.

Fue justo en ese momento, cuando los dúos compuestos por un vocalista y un teclista empezaban a estar mal vistos, que Neil Tennant y Chris Lowe crearon Pet Shop Boys. Triunfaron de inmediato con "West End Girls" y por ello fueron contemplados con escepticismo; posiblemente fuesen otra de esas grandes sensaciones que nadie recordará mañana. Pero no fue así. También triunfó el segundo single, y el siguiente, y el que vino después, y unos cuantos más. Su reinado osciló en intensidad, pero se prolongó durante años y mantuvo su vigencia a la vez que sus canciones iban conformando un camino de baldosas amarillas hacia ese Oz que ya no sabemos qué es o dónde está, pero que nunca dejamos de buscar. Aunque solamente sea porque una canción puede darnos la energía necesaria para revivir el peor de los momentos.

Treinta y cinco años después, 37 de esas canciones aparecen reunidas en Smash. The Singles 1985-2020, revelándose como mucho más que una impresionante colección de fabulosos sencillos. Alguien dijo que Tennant y Lowe son como Gilbert & George dedicándose a la música en lugar de a las artes plásticas. Son subversivos sin que se les note. Son irónicos, elegantes. Y tenaces, ya que siguen haciendo música como si aún cupiera la posibilidad de que eso pudiera cambiar, aunque sea un poquito, este mundo.

Semejante misión es mucho más fácil de llevar a cabo si se tiene un fondo de armario musical como el que han ido acumulando durante su trayectoria. El pop de Pet Shop Boys sirve para reír, para llorar, para bailar, pero también -oh, sorpresa- para pensar. Más que como una colección de grandes éxitos, debería ser visto como una especie de retrospectiva artística. Aquí vemos, por ejemplo, sus puntos débiles convirtiéndose en su gran poder. De la misma manera que al ser sosos en escena desarrollaron conciertos teatrales que casi eran musicales, Tennant también impuso el sello de su voz, vulnerable, humana. Una voz que es colectiva cuando habla de la vida en las afueras de las ciudades ("Suburbia"), del insoportable lastre de la culpa ("It´s A Sin"), de la melancolía que produce la nostalgia por aquello que fue y se fue desvaneciendo con el tiempo.

Eso último lo plasmaron en la inmensa "Being Boring", una de sus mejores canciones, pero también una de las mejores canciones de la historia de la música pop. Distinguida y contenida, es también un ejemplo embatible a la hora de desarmar la teoría de que esta pareja sólo hace canciones facilonas para bailar. Más allá de la vestimenta sonora que lleven puesta, las composiciones de Pet Shop Boys lo mismo puede tocarlas toda una orquesta que un señor con un banjo. Dusty Springfield y Liza Minelli cantaron canciones suyas y ellos, a su vez, transformaron un clásico de Elvis ("Always On My Mind") y lo situaron en centenares de clubes donde docenas de hombres sin camiseta bailaban a su ritmo. Porque Pet Shop Boys son maestros en el arte de la descontextualización. Se reafirmaron como tales cuando amariconaron por todo lo alto un tema de U2 y lo convirtieron en música de baile, fundiéndolo con una canción ligera de Franki Valli. Ellos, el dúo del cual una vez su cantante dijo que no eran un grupo gay, sino un grupo de pop cuyos componentes eran gays. Puede parecer lo mismo, pero no lo es en absoluto.

Su ironía puede dar a entender que sólo les interesa lo frívolo. Falso. En 1994 transformaron la fiesta que en su fía habia sido "Go West", de Village People, en una elegía por las víctimas del sida. Un año después interpretaban ese tema en la gala de los Brit Awards acompañados por un coro de mineros galeses. Con ese gesto hermanaron a dos colectivos históricamente oprimidos -el LGTB y el de la minería- antes de películas como Billy Elliot o Pride, escenificando uno de los más hermosos alegatos políticos de la música pop del pasado siglo. Lo hicieron con la misma naturalidad con la que después absorbieron ritmos latinos para canciones como "Bilingual" o "Se a vida é", justo cuando sus compatriotas presumían de nacionalismo con el britpop. O como cuando se puso de moda la electrónica analógica y ellos hicieron un álbum con pianos y guitarras. Además, están los títulos como sacados de conversaciones: "I Don´t Know What You Want But I Can´t Give It Anymore" (No sé lo que quieres pero yo no puedo dártelo) o "How Can You Expect To Be Taken Seriously?" (¿Cómo esperas que te tomen en serio?, supuestamente dedicado a George Michael y ausente en esta colección). Sparks inventaron la fórmula gramatical, pero ellos han sabido refinarla. 

Aunque Smash coincida con la actual gira del dúo, centrada en sus éxitos, es un disco que se mantiene en pié por sí mismo. Su arsenal de grandes canciones -y no todas ellas han sido publicadas en formato single- es innegable, pero Pet Shop Boys también tienen obras mayores -Actually, Behaviour, Very- cuya importancia real será reconocida algún día. Sus álbumes comenzaron a perder fuerza durante los dos mil, pero la recuperaron en la siguiente década, con las producciones de Stuart Price, que les ayudó a dar forma a los temas que aparecen en el último tramo del recopilatorio: "The Pop Kids", "I Don´t Wanna" o la sublime "Love Is A Bourgeois Construct", que recurre al truco que Prince y Madonna usaron con "Hung Up", pero sustituyendo el loop de Abba por uno de Michael Nyman que les va como un guante.

Nadie podrá acusarlos de haberse abandonado a la inercia, aunque difícilmente vuelvan a ascender al primer puesto de las listas. Los tiempos cambian. No obstante, sea cual sea el futuro que nos aguarde, esa institución cultural británica que son Pet Shop Boys debe ser respetada y venerada. Eso es lo que piden todas esas magníficas canciones, tan importantes, tan duraderas como las que más.



Pet Shop Boys

Smash. The Singles 1985-2020

Parlophone/Warner


El Pais. Babelia nº 1.651. Sábado 15 de julio de 2023


lunes, 15 de mayo de 2023

La diva prudente

 Por Diego A. Manrique

Con su cuarto álbum Adele saca partido a su divorcio y a su nueva vida en Los Ángeles, llevando al límite una esforzada naturalidad.

Dos argumentos principales esgrime Adele Adkins (Londres, 1988) para defender su cuarto álbum frente a los automatismos de la crítica: primero, que no es su "disco estadounidense", aunque lleve varios años residiendo en Los Ángeles; segundo, que tampoco se trata de un típico "disco de divorcio", a pesar de haber pasado recientemente por ese trance. Entre paréntesis, se comprende lo del traslado. Basta con mirar por la ventana para que cualquier británico entienda que sus estrellas prefieran instalarse en California. Lo que molesta particularmente en el viejo reino es que esa mudanza vaya respaldada por una americanización de su arte, en concesión al principal mercado mundial. Se conoce en la industria discográfica británica como "hacer un Rod Stewart", en referencia a su adiós-muy-buenas que supuso su disco Atlantic Crossing.

Lo cierto es que no, que 30 (Sony) no suena tan diferente de sus tres predecesores. Adele continúa necesitando colaboradores polivalentes para pulir sus canciones, como el refuerzo ocasional del Equipo Suecia -los productores Max Martin y Shellback, ahora con la incorporación de Ludwig Göransson- para tunear determinados temas que necesitan hooks, ganchos comerciales. Siguen apareciendo los badalones de piano, con discretos coros. La residencia estadounidense apenas se nota. Bueno, está "All Night Parking", esa jazzy colaboración de ultratumba con el pianista Erroll Garner (fallecido en 1977, nada puede objetar). Si pensaban que Adele deseaba competir en audacia formal con su idolatrada Beyoncé, olvídenlo: lo más estadounidense es seguramente la apoteósica pieza que cierra el disco, "Love Is a Game", que podría confundirse con algún standard olvidado del Tin Pan Alley neoyorquino en los años cuarenta.

Con todo, conviene puntualizar. Técnicamente, 30 sí que es su primer álbum estadounidense. Tras cumplir su contrato de tres discos con XL, la independiente londinense, Adele ha fichado por la gigantesca Sony, que anteriormente ejercía simplemente como distribuidora de su producto en América del Norte. Frustración para XL, que creía haber desarrollado músculo suficiente para transportar a Adele en su siguiente trayecto, después de lidiar con una novata testaruda que tardó en adaptarse a las realidades del negocio. Seguramente, tras la luna de miel, Sony también necesitará un periodo de aprendizaje, tratándose de una artista cuya respuesta instintiva a cualquier novedosa propuesta es "no" (luego, claro que acepta negociar).

No se piensen que Adele encaja en el perfil de diva veleidosa. Pero es desconfiada y sabe de la necesidad de pisar con cuidado. Contempló consternada los patinazos de diversas vocalistas coetáneas. Duffy perdió credibilidad por unos anuncios tontorrones de Diet Coke. Lily Allen se lio en agrias polémicas en las redes que eclipsaron su música. Sobre todo, asistió horrorizada a la aniquilación de Amy Winehouse, que -aparte de ser una inspiración directa- se había formado en la londinense BRIT School, en la que Adele también fue educada profesionalmente.

Lo de Amy le tocó íntimamente: pertenecía a la clase trabajadora y creció en un hogar quebrado, como Adele. La experiencia de la intérprete de "Rehab" al menos limitó sus excesos al alcohol y los cigarrillos. Conscientemente, evitó a determinado tipos de novios peligrosos, prefiriendo relaciones con hombres mayores y centrados. Tales detalles no son banales en el caso de una artista que organiza su obra según su cronología: ya saben que los títulos de 19, 21, 25 y, ahora, 30 corresponden a su edad en el momento de preparación de cada álbum, que debe reflejar su correspondiente temperatura sentimental.

Desde el inicio, Adele tuvo modos de alma vieja. Decidió pronto que los grandes festivales no eran para ella: allí perdía el control sobre su espectáculo y disminuía su carisma. Se resistió durante un tiempo honorable al streaming, valorando los vínculos que establecen los formatos físicos. También hizo una purga entre su pandilla con técnicas propias del MI6: si sospechaba de la lealtad de algún integrante, compartía alguna intimidad inventada: si el (falso) secreto aparecía en un tabloide de los que pagan en metálico por confidencias, la persona infiel pasaba a la lista negra. El método debe haber funcionado: la voraz prensa británica no pudo cubrir su boda o la posterior relación con el rapero Skepta, que ahora parece ser referenciado en la canción "Woman Like Me".

Y llegamos al elefante en la habitación: ¿es 30 un disco de ruptura? No en el sentido de desarrollar un pliego de cargos contra la otra persona o de sugerencias de reconciliación. En todo caso, se trata de un disco de una mujer divorciada que encara su nueva vida. Los cortes con pulso acelerado sugieren que Adele ha vuelto a salir y que ha disfrutado de nuevos amigos. Encontramos incluso su canción seguramente más sexual, "Oh My God". Es la nueva Adele, bendecida por Oprah Winfrey en una entrevista donde la presentadora envidia su figura actual: 45 kilos perdidos sin dietas, gracias a visitas regulares a un gimnasio de Hollywood. Sin olvidar los reportajes para Vogue, que retratan a Adele como modelo a imitar. Claro que la lectora media de esa revista no dispone de suficiente efectivo para comprar una segunda casa en su calle de Beverly Hills, para uso y disfrute de su ex, Simon Konecki. Se trata, explica la cantante, de que tenga acceso regular al hijo de ambos, Angelo, cuyo custodia comparten.

De hecho, Angelo es la excusa para el momento más embarazoso de 30: en "My Little Love" se insertan grabaciones surgidas de una sesión de terapia del niño y la madre a cuenta del divorcio. Tal vez sea llevar demasiado lejos la estrategia de verosimilitud.

Adele 

30

Sony


El Pais Babelia nº1.565 sábado 20 de Noviembre 2021


sábado, 4 de marzo de 2023

Muere el saxofonista Wayne Shorter, el jazzista total, a los 89 años

El músico fue fundador de Weather Report, pilar del mejor quinteto de Miles Davis y uno de los compositores más influyentes de la historia del jazz


El saxofonista de jazz Wayne Shorter actuando en un festival en Marsella, el 23 de julio de 2013.

CLAUDE PARIS (AP)

YAHVÉ M. DE LA CAVADA

02 MAR 2023 


Entre los muchos artistas geniales que ha dado el siglo XX, algunos son jazzistas. De entre ellos, pocos como Wayne Shorter aglutinaron tantos talentos a un nivel magistral: ya sea como instrumentista, como compositor, como pionero en la confección de nuevos sonidos, como figura referencial en diferentes estilos a lo largo de las décadas, como enriquecedor acompañante de artistas ajenos al jazz o como líder de sus propias bandas, Shorter destacó siempre por encima de casi todos sus coetáneos. Solo por alguna de estas facetas ya podría pasar a la historia del jazz, pero Shorter imperó en todas ellas, y su influencia en el jazz moderno es incalculable.

Una lista básica de su trayectoria no deja dudas: despuntó en los Jazz Messengers de Art Blakey, convirtiéndose en uno de sus miembros más valiosos, fue un pilar esencial en la música de Miles Davis en la segunda mitad de los años sesenta —una de las etapas más importantes de la obra del trompetista—, grabó algunas de las principales obras maestras del sello Blue Note, compuso numerosos temas que enseguida se convirtieron en estándares del jazz, fundó el super grupo Weather Report, modelando gran parte del sonido del jazz y la fusión en los años setenta, e inauguró el nuevo siglo con un cuarteto que durante casi veinte años se mantuvo como uno de los grupos de jazz más sólidos e inspirados del mundo.

Sobrevolando todo ese legado, una cuestión muy importante y poco habitual: a lo largo de sus más de seis décadas de carrera se mantuvo en todo momento inquieto y creativo, alejándose de cualquier atisbo de complacencia y evitando caer en lo rutinario o en inercias propias de artistas que, a partir de cierta edad, vuelven sobre sí mismos con maestría y solera, pero sin la frescura del artista que vive y crea para el momento presente.

Shorter, por el contrario, no abandonó nunca un genuino pulso creativo, más que ningún otro jazzista de su generación que se haya mantenido activo hasta bien entrado el siglo XXI. Tras retirarse de los escenarios en 2018 por problemas de salud, no cesó su labor artística y acometió la composición de una ópera llamada (Iphigenia), mano a mano con Esperanza Spalding, que fue estrenada a finales de 2021. Shorter falleció en Los Ángeles este jueves, 2 de marzo, a los 89 años de edad, según ha comunicado su publicista, sin indicar la causa de la muerte.

Wayne Shorter nació en Newark, Nueva Jersey, el 25 de agosto de 1933. Comenzó tocando el clarinete pero enseguida pasó al saxo tenor, estudiando en la Universidad de Nueva York antes de hacer el servicio militar. A finales de 1958 se licencia en el Ejército y toca con la orquesta de Maynard Ferguson, en la que conoce a Joe Zawinul —junto a quien años después fundaría Weather Report—, pero pronto Art Blakey lo ficha para sus Jazz Messengers, con quienes a lo largo de cuatro años grabará algunos de los álbumes más memorables del hard bop, como A Night In Tunisia, Like Someone In Love, Buhaina’s Delight o Mosaic, entre otros. En este periodo el saxofonista crece enormemente como solista, convirtiéndose también en director musical del grupo de Blakey y firmando varias piezas para este—algunas de ellas, como Lester Left Town o One By One, se volverían clásicos en el repertorio de los Messengers—, dando muestra de su capacidad compositiva. En estos años la influencia de John Coltrane ya era muy poderosa para los saxofonistas jóvenes pero, aunque Shorter mostraba trazas de esta, fue uno de los pocos saxofonistas tenor de la época que supo desarrollar un estilo personal, con frases más cortas, un tono más grueso y una capacidad lírica muy pulida.

En 1964, Miles Davis lo convoca para el que se convertiría en uno de los grupos de jazz contemporáneo más importantes de la historia: el segundo gran quinteto del trompetista, junto a Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams. Juntos escribirían algunas de las páginas más fascinantes del género, documentadas discográficamente en obras maestras de Davis como E.S.P., Miles Smiles, Nefertiti o las grabaciones en directo en el club Plugged Nickel de Chicago. Es en estos años en los que Shorter se convierte en un músico realmente colosal, como instrumentista y como compositor. Su aportación al imaginario de Miles Davis es capital, y su saxo se revela como uno de los más originales y elocuentes de la época.

Paralelamente a su trabajo con el trompetista, Shorter graba para el sello Blue Note una ristra de álbumes que lo consolidan también como líder: títulos como Speak No Evil, Adam’s Apple, Night Dreamer o The All Seeing Eye muestran a un Shorter diferente al que escuchamos con Davis, aunque no menos brillante, y capaz de escribir temas tan sugerentes como Yes Or No, Masqualero, Dance Cadaverous, Black Nile, House Of Jade, Infant Eyes o su composición más popular, y una de las más interpretadas de la historia del jazz, Footprints.

En 1969, con el quinteto de Davis ya oficialmente desmantelado, Shorter participa en las sesiones del seminal álbum del trompetista In A Silent Way, pasándose en este caso al saxo soprano, algo que marcaría un cambio muy significativo en su lenguaje durante los años venideros. A partir de entonces, Shorter se consagra mucho a este instrumento, convirtiéndose en uno de los grandes referentes del mismo, con un sonido y estilo muy diferentes al de su otro gran referente contemporáneo, John Coltrane.

A raíz de su reencuentro con Joe Zawinul, con quien coincide en las sesiones de grabación de In A Silent Way y del otro gran clásico del Miles Davis eléctrico, Bitches Brew, Shorter y Zawinul se unen al contrabajista checo Miroslav Vitous y a los percusionistas Alphonse Mouzon y Don Alias para formar Weather Report, un grupo que comenzaría sobre los preceptos de la improvisación libre y los sonidos eléctricos recién llegados al jazz para pronto convertirse en una de las bandas más importantes del jazz fusión. A lo largo de la década de los setenta y buena parte de los ochenta, y con cambios en la formación que traerían a la banda a otras luminarias como Jaco Pastorius o Alex Acuña, Weather Report será el principal vehículo creativo de Shorter, lo que no evita que este continúe con su carrera en solitario o colabore asiduamente con artistas fuera de la órbita del jazz, como Joni Mitchell, Santana, Milton Nacimiento o Steely Dan, entre muchos otros.

En los noventa, tras unos años ligeramente menos activo, Shorter protagoniza una especie de regreso con algunos discos que no son particularmente destacables, como High Life o su dúo con su amigo Herbie Hancock 1+1, pero a finales de la década forma un cuarteto colosal junto al pianista Danilo Pérez, el contrabajista John Patitucci y el baterista Brian Blade, inaugurando una etapa de madurez en la que el saxofonista vuelve a erigirse como una de las voces esenciales del jazz del momento. Esto será así hasta su retirada en 2018, tras cinco álbumes fabulosos e innumerables conciertos con el cuarteto; recitales en los que la tónica es siempre la interacción intuitiva más pura por parte de los cuatro músicos, con resultados sobrecogedores y una espontaneidad que solo muestran los improvisadores más talentosos.

Ese compromiso tan brutal con la música y con la creación genuinamente artística acompañó a Shorter hasta el último segundo de su carrera en los escenarios, siendo ya una leyenda viviente que, a pesar de cierta merma física por su edad, siempre fue mucho más que digna. En cada momento de su carrera fue uno de los mejores en todos los aspectos de su personalidad artística, y el vacío que deja es irremplazable.


El Pais. Sábado 4 de marzo de 2023