viernes, 24 de agosto de 2018

Uno de los últimos por ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Estar delante del pianista Cecil Taylor era estar viendo y escuchando a todos los maestros muertos a los que él había conocido


14 ABR 2018



Cecil Taylor, durante una actuación en Ámsterdam en 1988. REDFERNS FRANS SCHELLEKENS

Un mundo se acaba cuando desaparecen sus últimos testigos. La muerte hace unos días de Cecil Taylor estremece más porque con él se va ya casi del todo un mundo irrepetible de la música del siglo XX, y no solo del jazz. Hay artes fulgurantes que alcanzan su periodo de clasicismo y hasta de ruptura y vanguardia en muy poco tiempo. El cine nació como un entretenimiento de feria a finales de un siglo y apenas 30 años después ya había producido obras maestras. Las primeras películas se conservaron a pesar de la precariedad de su soporte inflamable y de los compuestos químicos del revelado. El primer disco de jazz se grabó en 1917: en su prehistoria, como en la del flamenco, hay una gran oscuridad, porque las músicas populares que no transcribía nadie no podían preservarse antes de la invención del gramófono. En Nueva Orleans no hubo un Béla Bartók que se ocupara de grabar a los músicos callejeros que acompañaban a los entierros, o que llevara su pesado equipaje por las tabernas y los salones de baile, convencido de que aquella música a la que nadie prestaba mucha atención merecía tanto estudio como los cantos populares campesinos de Europa central. Antes de los primeros discos de pizarra y de los rollos perforados para pianos mecánicos que sirvieron para la difusión del ragtime, todo lo que hay es la memoria brumosa y también heroica del cornetista Buddy Bolden, que fue un barbero pobre dotado de una potencia y de una musicalidad incomparables, según contaban quienes lo conocieron, y que murió joven y desconocido, dejando una herencia no escrita pero de la que acabó aprendiendo Louis Armstrong.

El tiempo se acelera en el progreso del jazz tanto como en el del cine. Hacia mediados de los años veinte Louis Armstrong, tan joven como el siglo, ha inventado el lenguaje moderno del músico que improvisa sus solos apoyándose en la base armónica y rítmica del conjunto. En 1956, cuando Cecil Taylor graba su primer disco, Armstrong es una vaca sagrada, un monumento anacrónico de un pasado que para los músicos jóvenes es tan rancio y tan lejano como un pintor académico de dos siglos atrás para un artista pop. Un rasgo singular del jazz que explica la inmensa pujanza que tuvo entre los años cincuenta y los sesenta es que en esa época estaban activos simultáneamente sus pioneros, sus clasicistas y sus vanguardistas, los viejos fundadores y los visionarios radicales: como si hubieran sido aproximadamente coetáneos Giotto, Velázquez, Goya, Manet, Picasso, Mark Rothko; como si Joyce hubiera conocido de joven a Cervantes y leído Don Quijote cuando todavía era una novedad; o como si entre la publicación de las Novelas ejemplares y la de Ulysses hubieran pasado los mismos 30 veloces años que entre los discos más originales de Armstrong con sus Hot Five y sus Hot Seven y el Conquistador! de Cecil Taylor, que apareció en 1967.

Lo vi cuando estaba a punto de cumplir 80 años y desplegaba una vitalidad enfebrecida, rachas límpidas de melodía y borbotones rítmicos

Quizás la tecnología, al acelerar el tiempo, acelera también la mutación de las artes que se sirven en ella. Manet recibió la influencia de los cuadros de Velázquez dos siglos después de que fueran pintados. La literatura empezó a difundirse masivamente no con la invención de la imprenta, sino con las tecnologías que abarataron la impresión de los textos y la volvieron accesible a un público multiplicado por el progreso de la instrucción pública. La radio y el gramófono dilataron universalmente la influencia del jazz. En los años cuarenta los juke-boxes, lo que aquí llamábamos antes las máquinas de discos, permitían que cualquier aficionado muy joven se aprendiera de memoria un solo de Charlie Parker gastando solo unos céntimos. En París o en Buenos Aires o en Madrid melómanos codiciosos rebuscaban por las tiendas de música discos arcaicos de 78 revoluciones por minuto.

Los músicos que inventaron en los años veinte y treinta el primer clasicismo del jazz solían ser autodidactas. Duke Ellington aseguraba que las pocas nociones formales de armonía que había estudiado se las dio su profesor en un taxi, yendo de un lado a otro de Manhattan. La generación de Cecil Taylor, que es también la de John Coltrane, Eric Dolphy, Charles Mingus, Ornette Coleman, alcanzó con más frecuencia una formación de conservatorio. Eso les permitió una familiaridad mucho más profunda con la música de tradición europea, si bien no les facilitó posibilidades de trabajo en orquestas sinfónicas, inaccesibles para músicos negros.

Tenían una formación musical rigurosa, pero no salidas profesionales fuera del jazz. Tenían un conocimiento y un arraigo profundo en la música popular afroamericana, desde el blues a los cantos de iglesia y celebración comunitaria, y en la elocuencia de los recitados y las predicaciones bíblicas. Y llegaban a la plenitud de sus vidas en la época de las grandes sublevaciones por los derechos civiles, de la rabia ya nunca más contenida contra la segregación, la pobreza, la injusticia. Se rebelaban por igual contra la figura del músico como showman exótico a la manera de Armstrong —y en eso fueron injustos con él— y contra las limitaciones que el formato de las canciones de Broadway —los 32 compases, la exposición, el estribillo— imponían al desarrollo de la música. Ni siquiera el bebop, con todo su radicalismo, se había escapado de esa horma.

Cecil Taylor estuvo en el corazón de esa gran ruptura. Admiraba a Bartók, a Stravinski, a Ligeti; también a Thelonious Monk y a Carmen Amaya. Recibió durante una época el mismo oprobio que Ornette Coleman, pero poseía una fortaleza interior que se convertía en ensimismamiento y jactancia en sus actitudes públicas. Había algo de chamanismo en su presencia sobre un escenario, en las trenzas que se agitaban alrededor de su cara sudorosa cuando tocaba el piano como si estuviera bailando y como si tocara un tambor, en aquellos pijamas o indumentarias desordenadas de deporte con los que aparecía. Yo lo vi cuando estaba a punto de cumplir 80 años y desplegaba una vitalidad enfebrecida, rachas límpidas de melodía y borbotones rítmicos, monólogos murmurados en verso, escritos a mano, en hojas arrancadas de cuaderno. Estar delante de él era estar viendo y escuchando a todos los maestros muertos a los que él había conocido, participar tardíamente en la trepidación de novedad que él y otros como él habían desatado cuando eran jóvenes. Ornette Coleman murió en 2015. Un mundo se acaba con esta muerte de Cecil Taylor. Los orígenes del jazz están oscurecidos por la falta de discos. En esta postrimería, los discos son lo que nos queda.


El Pais, Babelia Nº1.377 14 de abril de 2018


Réquiem por el ‘enemigo’

La semana pasada cerró su edición en papel el semanario 'New Musical Express', polémico notario de seis décadas de pop británico

DIEGO A. MANRIQUE
13 MAR 2018



Portada de NME dedicada a David Bowie en 1976.

A mediados de los años setenta, media docena de semanarios musicales competían en Reino Unido. Dejando aparte las revistas para fans, estos weeklies con forma de periódico eran Melody Maker, New Musical Express, Disc, Record Mirror, Sounds y Black Echoes. En cabeza del pelotón iba Melody Maker: fundado en 1926, salió incluso durante los años terribles de la Segunda Guerra Mundial; respiraba seriedad y sus anuncios eran obligados para músicos que buscaban trabajo o formar nuevos grupos.

En comparación, el New Musical Express jugaba claramente en la segunda división. Inaugurado en 1952 como el Accordion Times and Musical Express, tuvo una buena racha con los Beatles y compañía, pero siempre siguiendo reglas ancestrales. En 1965, un reportero desplazado a Nueva York escuchó cómo parte de los Rolling Stones planeaba deshacerse de Brian Jones, teórico líder del grupo. Llamó excitado a la redacción, donde apagaron su ardor. El New Musical Express no publicaba “noticias negativas”, a menos que vinieran garantizadas por el jefe de prensa del artista en cuestión. Así que resultó prodigiosa su reinvención en 1972. Enfrentado a un cierre inminente, el redactor jefe Nick Logan fichó unos cantos rodados —Charles Shaar Murray, Nick Kent, Miles, Mick Farren— procedentes de la prensa underground. En Reino Unido, ese tipo de prensa había sido asfixiada por persecuciones policiales y judiciales; sus supervivientes traían modos del nuevo periodismo, irreverencia ante las instituciones y cinismo ante una adiposa industria musical.

Portada de NME dedicada a Blur y Oasis en 1995.
Complementados con un equipo de comentaristas especializados, estos bribones —que entregaban tarde sus textos y se drogaban en las oficinas— transformaron el diseño y el contenido: el director de la editorial apuntaba horrorizado el número de palabrotas incluidas en cada número. Pero callaba sus objeciones ya que resultó una mina de oro, con tiradas de 300.000 ejemplares y gastos mínimos; en aquellos años, las disqueras pagaban viajes a periodistas y fotógrafos para que vieran a sus artistas en acción (aunque el resultado final fuera un reportaje cruel). Su beligerancia era tan evidente que, cuando cambió su logo a NME, los músicos usaron la similitud fonética para rebautizarlo como the enemy, el enemigo. Que no era infalible: aunque pionero en defender a The Ramones, Blondie y otras propuestas del Bajo Manhattan, tardó en asumir la revolución del punk londinense. Cuestión de semanas, pero eso resultaba inaceptable en un microclima que obligaba a la prensa musical a detectar instantáneamente, cartografiar y apoyar (o no) las tendencias emergentes.

Logan reaccionó manipulando las votaciones anuales de los lectores: aunque estos seguían prefiriendo a Led ­Zep­pelin o Genesis, Nick destacó a Sex Pistols y Clash. Más productivo fue incorporar a la redacción a provocadores como Tony Parsons y Julie Burchill. Llegarían luego estilistas verbosos como Paul Morley e Ian Penman, más influenciados por Derrida que por Hunter S. Thompson; la vieja guardia derivó hacia la cobertura del cine, la novela negra, los cómics o incluso, para consternación de los gestores, asuntos políticos.

Amy Winehouse en la portada de NME en 2011.
Con semejante potencia de tiro, el NME dominó los ochenta. Aunque aparecieron grietas peligrosas. Dependiente de IPC (International Publishing Corporation), el NME sufrió dos duras huelgas, protagonizadas por los sindicatos de impresores y periodistas. Los frecuentes cambios de sede crearon descontento, agravado por la tacañería de los sueldos. Paulatinamente, el NME perdió sus grandes firmas, que migraron hacia la televisión y los diarios, repentinamente conscientes de la necesidad de tratar el pop con profesionalidad y actitud. IPC erró al dejar escapar a Nick Logan. Saltó a EMAP y allí incubó iniciativas que alteraron todo: Smash Hits modernizó el modelo de publicación para fans, The Face rastreó las infinitas subculturas que surgían en Londres, Arena puso un giro hip en las revistas masculinas. Por su parte, NME creció con el grunge y el britpop, pero terminó atascado en las arenas movedizas del indie. Moderó su agresividad tras una querella de Morrissey, acusado de racismo, y se empeñó en la persecución de un público cada vez más juvenil… y saturado de alternativas al pop.

Su cambio al formato revista, con colorines y portada satinada, evidenciaba que no asumía la multiplicación de la oferta musical. Aún antes de la revolución digital, la expansión del CD generó la resurrección de artistas y géneros pretéritos: las “nuevas sensaciones”, a veces muy crudas, rivalizaban con los titanes de 40 años de música pop; por ahí se colaron mensuales hermosos y eruditos como Mojo o Uncut . Demasiado tarde, el NME terminaría copiando ese enfoque. Todavía viviría momentos de esplendor con bandas de guitarras como los Libertines, los Strokes, los White Stripes. Pero eran artistas que también salían en los medios convencionales. La última jugada, en 2015, fue reconvertirse en revista gratuita. Su tirada se multiplicó pero no así su cartera publicitaria. Ayer su última edición en papel. ¿Protagonistas? Unos críos llamados Shame. Preguntemos por ellos dentro de 10 años.


El Pais, Babelia Nº 1.372


LA VUELTA DEL DISCO CONCEPTUAL Por DIEGO A. MANRIQUE


En el pop, uno no se sienta a la puerta de su casa esperando ver pasar el cadáver del enemigo. El verdadero espectáculo, el auténtico deleite consiste en la reaparición de viejos fantasmas: estilos, ideas, artistas que parecían relegados a la irrelevancia y que, inevitablemente, resucitan y desfilan ante nosotros con ínfulas de novedad. Así está ocurriendo con los llamados discos conceptuales. Teóricamente, esos artefactos eran discos -muchas veces, dobles- que pertenecían al arsenal de aquel rock progresivo que, a finales de los años setenta, cayó en el oprobio tras el triunfo del punk y la new wave. En realidad, se trata de una simplificación histórica: el prog-rock ya andaba de capa caída cuando aparecieron los chicos de los imperdibles; de hecho, lo más parecido a una proclama estética anti-progresiva fue la camiseta que Johnny Rotten se confeccionó con el lema "Odio a Pink Floyd", aunque el cantante de los Sex Pistols sí perdonaba la vida a grupos de la misma quinta, como Can o Van der Graaf Generator.

Ocurre que los prejuicios envejecen y terminan por morir. A la chita callando, el disco conceptual se ha convertido en un recurso habitual entre todo tipo de artistas del presente. No se trata únicamente de renovadores del prog-rock como el trío Muse; pueden ser ambiciosos raperos, como Kendrick Lámar y su To Pimp a Butterfly, o niños mimados del indie, como Sufjan Stevens, que se dio a conocer anunciando que grabaría un álbum por cada estado miembro de los EEUU, y que ahora explora doloroso material autobiográfico con Carne & Lowell. Hasta un grupo punki, Titus Andronicus, está cosechando las mejores críticas de su carrera con una rock opera en cinco actos, con una duración total de 93 minutos.



Aquí se requiere hacer una pausa e hilar fino. El paraguas de disco conceptual cubre habitualmente bestias muy diferentes. Las llamadas operas rock exigen ser interpretadas en su integridad, generalmente con complementos teatrales. En el fondo, son bocetos de musicales que, si conectan con el público, pueden tener muy larga vida, en escenarios y en cine, como bien saben Pete Townshend con Tommy y Quadrophenia, o Roger Waters, que todavía sigue ordeñando la vaca de The Wall.

También se suelen considerar discos conceptuales a los que no pasan de ser álbumes temáticos, colecciones de canciones —generalmente, de autores diversos— que cubren un mismo asunto. Frank Sinatra explotó de ese modo el nuevo formato del LP en los cincuenta. Inevitablemente, hasta el propio Sinatra se ha convertido en tema: su cancionero fue el argumento del último trabajo de Dylan, Shadows in the Night.

Así que mejor reservar el adjetivo de conceptual a los discos creados ex novo con la voluntad de contar una historia, evocar una situación o describir sentimientos complejos. Es decir, eso incluiría ese desgarrador subgénero que forman los discos de divorcio, desde el dylaniano Blood on the Tracks al reciente Vulnicura, de Bjórk.

Esos son los únicos concept albums cuyos autores prefieren no discutir. En general, facturar un disco conceptual hoy es motivo de orgullo, señal de madurez artística, excusa para que el creador pontifique sobre el asunto en cuestión. Nunca se debe minusvalorar el ego del artista a la hora de entender su producción.

Y más en los tiempos presentes, cuando prolifera el modelo de cantante polivalente, que publica libros, actúa en películas y se implica en series de televisión.

Y está el elemento práctico: la decisión de centrar un disco en determinada cuestión ayuda a desatascar la inspiración. Es un ejercicio saludable, que permite agradables juegos como enlazar temas, encajar piezas instrumentales o desarrollar pequeñas suites.

Pero hay otra motivación que explica la presente oleada de discos conceptuales. Los actuales hábitos de consumo potencian la omnipresencia de la canción de éxito, en detrimento de los discos de larga duración. Nos dicen que así resolvemos el dilema de la abundancia de ofertas cuando nuestro tiempo es escaso. Es tanta la presión que ha despertado una reacción. Y aquí encajan los concept albums.

El trabajo conceptual exige que el fan vuelva a considerar la conveniencia de escuchar entera la última cosecha de canciones, a ser posible en un soporte físico, para tener todas las claves. The Suburbs, donde Arcade Fire exploraba la vida en las urbanizaciones residenciales, venía acompañado por un cortometraje filmado por Spike Jonze. Los enloquecidos Flaming Lips también han dado dimensión fílmica a sus fantasías de ciencia ficción.

Coinciden otros dos vectores en el actual florecimiento del disco conceptual. Primero, la recuperación del vinilo como objeto codiciado, digno de ser cuidado en todos sus aspectos. Segundo, el empoderamiento de los consumidores, que pagan por experiencias exclusivas y que toleran las creaciones más extremas. No siempre fue así: Berlín, tal vez el disco narrativo más deprimente de Lou Reed, tardó ¡34 años! en ser interpretado íntegramente sobre un escenario.


El Pais, Domingo 18 de octubre 2015