viernes, 24 de agosto de 2018

Réquiem por el ‘enemigo’

La semana pasada cerró su edición en papel el semanario 'New Musical Express', polémico notario de seis décadas de pop británico

DIEGO A. MANRIQUE
13 MAR 2018



Portada de NME dedicada a David Bowie en 1976.

A mediados de los años setenta, media docena de semanarios musicales competían en Reino Unido. Dejando aparte las revistas para fans, estos weeklies con forma de periódico eran Melody Maker, New Musical Express, Disc, Record Mirror, Sounds y Black Echoes. En cabeza del pelotón iba Melody Maker: fundado en 1926, salió incluso durante los años terribles de la Segunda Guerra Mundial; respiraba seriedad y sus anuncios eran obligados para músicos que buscaban trabajo o formar nuevos grupos.

En comparación, el New Musical Express jugaba claramente en la segunda división. Inaugurado en 1952 como el Accordion Times and Musical Express, tuvo una buena racha con los Beatles y compañía, pero siempre siguiendo reglas ancestrales. En 1965, un reportero desplazado a Nueva York escuchó cómo parte de los Rolling Stones planeaba deshacerse de Brian Jones, teórico líder del grupo. Llamó excitado a la redacción, donde apagaron su ardor. El New Musical Express no publicaba “noticias negativas”, a menos que vinieran garantizadas por el jefe de prensa del artista en cuestión. Así que resultó prodigiosa su reinvención en 1972. Enfrentado a un cierre inminente, el redactor jefe Nick Logan fichó unos cantos rodados —Charles Shaar Murray, Nick Kent, Miles, Mick Farren— procedentes de la prensa underground. En Reino Unido, ese tipo de prensa había sido asfixiada por persecuciones policiales y judiciales; sus supervivientes traían modos del nuevo periodismo, irreverencia ante las instituciones y cinismo ante una adiposa industria musical.

Portada de NME dedicada a Blur y Oasis en 1995.
Complementados con un equipo de comentaristas especializados, estos bribones —que entregaban tarde sus textos y se drogaban en las oficinas— transformaron el diseño y el contenido: el director de la editorial apuntaba horrorizado el número de palabrotas incluidas en cada número. Pero callaba sus objeciones ya que resultó una mina de oro, con tiradas de 300.000 ejemplares y gastos mínimos; en aquellos años, las disqueras pagaban viajes a periodistas y fotógrafos para que vieran a sus artistas en acción (aunque el resultado final fuera un reportaje cruel). Su beligerancia era tan evidente que, cuando cambió su logo a NME, los músicos usaron la similitud fonética para rebautizarlo como the enemy, el enemigo. Que no era infalible: aunque pionero en defender a The Ramones, Blondie y otras propuestas del Bajo Manhattan, tardó en asumir la revolución del punk londinense. Cuestión de semanas, pero eso resultaba inaceptable en un microclima que obligaba a la prensa musical a detectar instantáneamente, cartografiar y apoyar (o no) las tendencias emergentes.

Logan reaccionó manipulando las votaciones anuales de los lectores: aunque estos seguían prefiriendo a Led ­Zep­pelin o Genesis, Nick destacó a Sex Pistols y Clash. Más productivo fue incorporar a la redacción a provocadores como Tony Parsons y Julie Burchill. Llegarían luego estilistas verbosos como Paul Morley e Ian Penman, más influenciados por Derrida que por Hunter S. Thompson; la vieja guardia derivó hacia la cobertura del cine, la novela negra, los cómics o incluso, para consternación de los gestores, asuntos políticos.

Amy Winehouse en la portada de NME en 2011.
Con semejante potencia de tiro, el NME dominó los ochenta. Aunque aparecieron grietas peligrosas. Dependiente de IPC (International Publishing Corporation), el NME sufrió dos duras huelgas, protagonizadas por los sindicatos de impresores y periodistas. Los frecuentes cambios de sede crearon descontento, agravado por la tacañería de los sueldos. Paulatinamente, el NME perdió sus grandes firmas, que migraron hacia la televisión y los diarios, repentinamente conscientes de la necesidad de tratar el pop con profesionalidad y actitud. IPC erró al dejar escapar a Nick Logan. Saltó a EMAP y allí incubó iniciativas que alteraron todo: Smash Hits modernizó el modelo de publicación para fans, The Face rastreó las infinitas subculturas que surgían en Londres, Arena puso un giro hip en las revistas masculinas. Por su parte, NME creció con el grunge y el britpop, pero terminó atascado en las arenas movedizas del indie. Moderó su agresividad tras una querella de Morrissey, acusado de racismo, y se empeñó en la persecución de un público cada vez más juvenil… y saturado de alternativas al pop.

Su cambio al formato revista, con colorines y portada satinada, evidenciaba que no asumía la multiplicación de la oferta musical. Aún antes de la revolución digital, la expansión del CD generó la resurrección de artistas y géneros pretéritos: las “nuevas sensaciones”, a veces muy crudas, rivalizaban con los titanes de 40 años de música pop; por ahí se colaron mensuales hermosos y eruditos como Mojo o Uncut . Demasiado tarde, el NME terminaría copiando ese enfoque. Todavía viviría momentos de esplendor con bandas de guitarras como los Libertines, los Strokes, los White Stripes. Pero eran artistas que también salían en los medios convencionales. La última jugada, en 2015, fue reconvertirse en revista gratuita. Su tirada se multiplicó pero no así su cartera publicitaria. Ayer su última edición en papel. ¿Protagonistas? Unos críos llamados Shame. Preguntemos por ellos dentro de 10 años.


El Pais, Babelia Nº 1.372


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