viernes, 24 de agosto de 2018

LA VUELTA DEL DISCO CONCEPTUAL Por DIEGO A. MANRIQUE


En el pop, uno no se sienta a la puerta de su casa esperando ver pasar el cadáver del enemigo. El verdadero espectáculo, el auténtico deleite consiste en la reaparición de viejos fantasmas: estilos, ideas, artistas que parecían relegados a la irrelevancia y que, inevitablemente, resucitan y desfilan ante nosotros con ínfulas de novedad. Así está ocurriendo con los llamados discos conceptuales. Teóricamente, esos artefactos eran discos -muchas veces, dobles- que pertenecían al arsenal de aquel rock progresivo que, a finales de los años setenta, cayó en el oprobio tras el triunfo del punk y la new wave. En realidad, se trata de una simplificación histórica: el prog-rock ya andaba de capa caída cuando aparecieron los chicos de los imperdibles; de hecho, lo más parecido a una proclama estética anti-progresiva fue la camiseta que Johnny Rotten se confeccionó con el lema "Odio a Pink Floyd", aunque el cantante de los Sex Pistols sí perdonaba la vida a grupos de la misma quinta, como Can o Van der Graaf Generator.

Ocurre que los prejuicios envejecen y terminan por morir. A la chita callando, el disco conceptual se ha convertido en un recurso habitual entre todo tipo de artistas del presente. No se trata únicamente de renovadores del prog-rock como el trío Muse; pueden ser ambiciosos raperos, como Kendrick Lámar y su To Pimp a Butterfly, o niños mimados del indie, como Sufjan Stevens, que se dio a conocer anunciando que grabaría un álbum por cada estado miembro de los EEUU, y que ahora explora doloroso material autobiográfico con Carne & Lowell. Hasta un grupo punki, Titus Andronicus, está cosechando las mejores críticas de su carrera con una rock opera en cinco actos, con una duración total de 93 minutos.



Aquí se requiere hacer una pausa e hilar fino. El paraguas de disco conceptual cubre habitualmente bestias muy diferentes. Las llamadas operas rock exigen ser interpretadas en su integridad, generalmente con complementos teatrales. En el fondo, son bocetos de musicales que, si conectan con el público, pueden tener muy larga vida, en escenarios y en cine, como bien saben Pete Townshend con Tommy y Quadrophenia, o Roger Waters, que todavía sigue ordeñando la vaca de The Wall.

También se suelen considerar discos conceptuales a los que no pasan de ser álbumes temáticos, colecciones de canciones —generalmente, de autores diversos— que cubren un mismo asunto. Frank Sinatra explotó de ese modo el nuevo formato del LP en los cincuenta. Inevitablemente, hasta el propio Sinatra se ha convertido en tema: su cancionero fue el argumento del último trabajo de Dylan, Shadows in the Night.

Así que mejor reservar el adjetivo de conceptual a los discos creados ex novo con la voluntad de contar una historia, evocar una situación o describir sentimientos complejos. Es decir, eso incluiría ese desgarrador subgénero que forman los discos de divorcio, desde el dylaniano Blood on the Tracks al reciente Vulnicura, de Bjórk.

Esos son los únicos concept albums cuyos autores prefieren no discutir. En general, facturar un disco conceptual hoy es motivo de orgullo, señal de madurez artística, excusa para que el creador pontifique sobre el asunto en cuestión. Nunca se debe minusvalorar el ego del artista a la hora de entender su producción.

Y más en los tiempos presentes, cuando prolifera el modelo de cantante polivalente, que publica libros, actúa en películas y se implica en series de televisión.

Y está el elemento práctico: la decisión de centrar un disco en determinada cuestión ayuda a desatascar la inspiración. Es un ejercicio saludable, que permite agradables juegos como enlazar temas, encajar piezas instrumentales o desarrollar pequeñas suites.

Pero hay otra motivación que explica la presente oleada de discos conceptuales. Los actuales hábitos de consumo potencian la omnipresencia de la canción de éxito, en detrimento de los discos de larga duración. Nos dicen que así resolvemos el dilema de la abundancia de ofertas cuando nuestro tiempo es escaso. Es tanta la presión que ha despertado una reacción. Y aquí encajan los concept albums.

El trabajo conceptual exige que el fan vuelva a considerar la conveniencia de escuchar entera la última cosecha de canciones, a ser posible en un soporte físico, para tener todas las claves. The Suburbs, donde Arcade Fire exploraba la vida en las urbanizaciones residenciales, venía acompañado por un cortometraje filmado por Spike Jonze. Los enloquecidos Flaming Lips también han dado dimensión fílmica a sus fantasías de ciencia ficción.

Coinciden otros dos vectores en el actual florecimiento del disco conceptual. Primero, la recuperación del vinilo como objeto codiciado, digno de ser cuidado en todos sus aspectos. Segundo, el empoderamiento de los consumidores, que pagan por experiencias exclusivas y que toleran las creaciones más extremas. No siempre fue así: Berlín, tal vez el disco narrativo más deprimente de Lou Reed, tardó ¡34 años! en ser interpretado íntegramente sobre un escenario.


El Pais, Domingo 18 de octubre 2015



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