jueves, 17 de junio de 2021

El rock de la mediana edad


Santiago Roncagliolo

 

 Sí. Has llegado a los cuarenta años. Primero, superaste la edad de las modelos de pasarela. Luego, dejaste atrás a los futbolistas. Ahora, hasta los presidentes de algunos países son menores que tú.

Las señales del cambio se han ido sumando, lentas pero implacables: dejaste de verte bien con aquella camiseta llena de huecos. Creías estarte ligando a aquella chica del bar hasta que te dijo: "Me encanta su camisa, señor, mi padre tiene una igual". Te compraste unas zapatillas deportivas dignas de Usain Bolt, y las usaste con tanto énfasis que te lastimaste la rodilla. Dejaste de fumar a escondidas de tus padres... para fumar a escondidas de tus hijos.

Te gusta creer que eres hipster, lo cual suena como estar de moda, y compras hamburguesas vegetales. La verdad es que son más fáciles de digerir que las otras. Bebes cervezas artesanales porque no te cabe más de una. Hermano: no es que hayas sentado cabeza: es que ya no te da el cuerpo.

Y sin embargo, lo peor de todo es el rock.

Admítelo, chico, se acabó. Fuiste un rebelde que bailaba dando saltos... a finales del siglo pasado. Hoy, las radios que escuchas se llaman "del recuerdo". U2 es un producto que viene de regalo con el teléfono, como una vajilla. Y grunge es el ruido de la lavadora cuando se estropea. Lees Rolling Stonetratando de ignorar las canas y las barrigas de tus favoritos. Pero no puedes cerrar los ojos: los grupos que te gustan ya no llegan: regresan.

Tranquilo. No temas. Recoge los pedazos de tu orgullo de ese suelo lleno de fango. Anímate. Hay un antídoto para ti. Todavía queda un rockero que te hará sentir digno. Y se llama Nick Cave.

Cuando era joven, Nick Cave se pasaba tanto tiempo drogado que, por las mañanas, asistía a misa para compensar un poco sus pecados. Después lideró Birthday Party, el grupo más violento de los ochenta. Sus shows incluían miembros del público orinando desde el escenario, y su existencia marcó una larga temporada de excesos, hoy en su mayor parte desaparecida de la memoria de su líder.

 Luego llegó el tiempo y arrasó con todo, como un huracán, y Cave tuvo que responder a la misma pregunta que te haces tú cada vez que te despiertas con resaca por haber bebido dos copas en vez de una: ¿Cómo sobrevivir a esa masacre?". Y se respondió: "Con elegancia".

Vestido con un traje color ala de cuervo, luciendo camisas hechas a medida de su interminable cuello, Nick Cave es capaz de mezclar la energía nocturna del rock con la presencia escénica de un gato negro. Sus baladas asesinas, más que gustar, sobrecogen. Y si te lo encuentras por la calle, con su peinado casco de Darth Vader, sentirás miedo, pero no el que produce un yonqui con un cúter, sino el que inspira el mismo Satanás.

Con la edad, Cave se ha transformado en un artista total. Solo por mencionar lo que ha llegado a España este año, ha protagonizado el documental 20.000 días en la tierra y publicado La canción de la bolsa para el mareo (Sexto Piso), ambos una mezcla de memorias, reflexiones sobre la creación y poesía de terror.

Bajo esa apariencia fría y distante de tenerlo todo bajo control, Nick Cave no teme ser honesto. Incluso vulnerable. En su libro admite que se tiñe el pelo y a veces necesita esteroides para subir al escenario. Echa de menos a su mujer y confiesa sus ataques de llanto, sus dudas sobre el sentido del arte y sus masturbaciones en hoteles. Es un ser humano. Es real.

Mientras escribo estas líneas, me preparo para el concierto de Nick Cave en Barcelona, al que iré con mis amigos cuarentones. Hemos fingido que nos molesta asistir sentados ("¡yo quería bailar!", ja). Hemos cepillado nuestras chaquetas oscuras, que, por un día, no parecerán de funcionarios. Y, por supuesto, todos cantaremos Red Right Hand felices, sabiendo que, no importa cuántos años pasen, siempre quedará un rockero para hacernos sentir interesantes • @twitroncagliolo

 





El Pais Semanal Nº 2.018 Domingo 31 de mayo 2.015

miércoles, 16 de junio de 2021

domingo, 13 de junio de 2021

Apología de Diego Clavel, cantaor

‘Antología de cantes’ se erige como la compilación más enciclopédica de malagueñas, fandangos, soleares, cantes de levante y seguiriyas realizada hasta la fecha

El cantaor Diego Clavel.JOSÉ MAURICIO CÁCERES / CAMBAYÁ

CARLOS GARCÍA SIMÓN

01 MAY 2021 

El arte no lo da la tierra. De hecho, la tierra no da, siquiera, tomates o patatas. El arte, como los tomates y patatas, es producto del trabajo. Esto, que parece una cosa evidente, resulta anatema para los que siguen manejando la jerga de la autenticidad: el cantaor no medita lo que hace, actúa por inmediatez, la cultura “la lleva en la sangre” (Lorca dixit). Ideología de la sangre y la tierra, al cabo. Y, de hecho, uno empieza a sospechar que sí que opera cuando se observa la especie de automatismo con que los actores del campo flamenco hacen las cosas, pasando, sin solución de continuidad, de un repertorio de sota-caballo-rey al pop de turno. Pocas son las excepciones. Una, y muy destacada, es la que ha mostrado Diego Clavel los últimos 30 años, desde que publicara en 1991 su LP 31 malagueñas.

Clavel es uno de los cantaores más injustamente valorados del flamenco contemporáneo. Fue Pedro Lópeh tanto el que recientemente volvió a señalar la importancia de su figura en uno de los hilos de su Ramo de coplas y caminos (Akal, 2019) como el que no cejara en animar al propio artista a reeditar sus discos antológicos, iniciativa que el sello Cambayá, que ha dado cobertura incondicional al cante de Clavel desde principios de los noventa, ha hecho realidad y que el Ayuntamiento de La Puebla de Cazalla y su concejal de Cultura, Miguel Ángel Rivero, apoyó una vez se puso en marcha. El resultado es un compendio de 10 CD con Clavel acompañado de las guitarras de Antonio Carrión, Paco Cortés, Manolo Franco y Fernando Rodríguez.

Clavel comenzó a darse a conocer de la mano de Francisco Moreno Galván como integrante de la triada morisca que formaba junto a José Menese y Miguel Vargas. Pronto se distanció de su mentor -centrado en la carrera de Menese- y durante otros cinco años pasó a cantar letras de Caballero Bonald. Finalmente, en 1981, se emancipó discográficamente, pasando a cantar sus propias letras y desarrollando la que ha resultado ser una de las más consistentes e interesantes carreras del flamenco.

Varias son las razones por las que puede que su figura no tenga la relevancia que debiera. Una de ellas es que, al contrario que Menese, no quisiera participar de la vida del centro cultural flamenco de los setenta que era Madrid: una línea curricular no suficiente pero sí necesaria para figurar en el mapa. Pero, posiblemente, la razón principal de su invisibilidad sea que la idea del flamenco que defiende Clavel, desborda los márgenes ideológicos de las propuestas que acaudalaban todo el capital simbólico de la época. Desbordaba el mairenismo al prestar igual atención a la Bética (Sevilla y  Cádiz) que a otras regiones cantoras como Huelva o Málaga, ajenas al canon gitano-andaluz que fijara Antonio Mairena, o incluso, dentro de la misma Sevilla, a palos que causan el pánico de los jondistas (ortodoxos y heterodoxos), como las sevillanas. También, quizá, lidiar con temas que tan mal casan con ciertos lugares comunes vacíos del progresismo flamenco, como la Navidad o el toreo. Otro cantaor más que no encaja en el lecho industrial del Procusto de la cultura.

Sin embargo, su obra discográfica es de las pocas obras relevantes del flamenco, para el que el disco, como pensaba Chaquetón, se limita a ser un registro del estado de la voz. El conocimiento enciclopédico de Clavel es de tal calado que se equipara al de un Mairena o un Marchena, con la salvedad de que ninguno de estos dos últimos ha grabado con tal minuciosidad la diversidad de cantes que conocían. Tampoco ninguna de las antologías clásicas alcanza tal rigor en los palos que Clavel encara. Ni la de Caballero Bonald, ni la de Perico el del Lunar ni tan siquiera la de Blas Vega son tan largas en malagueñas, fandangos, soleares, sevillanas, cantes de levante y seguiriyas. Porque Clavel, como sí que se toma en serio el flamenco, es un disciplinado estudioso: su trabajo es producto de horas y horas de pelea con los cantes, de análisis de sus morfologías, sus matices, de horas de memorización, es decir, de interiorización, en tanto que memorizar es aprender de corazón.

Por lo demás, frente a lo que a veces se ha podido escuchar en ciertas críticas, es un cantaor cálido, profundamente melódico, que sabe donde está el momento adecuado, pero con potencia, de la que hace uso cuando resulta conveniente. No canta con la garganta, porque eso es chillar. Escúchese cualquiera de las malagueñas o fandangos de la Antología, o su petenera del anterior disco, A mis hermanos (Cambayá, 2014), para comprobar lo rico de sus melismas; escúchese cualquiera de sus seguiriyas para comprobar sus conocimentos de la lítote y la medida. En los últimos años se ha prodigado escasamente en directo, pero quien haya podido verlo sabrá que su voz no tiene trampa y su eco, muy similar al de José Menese, es pregnante.

Aunque sea prácticamente una compilación de los trabajos anteriores, la Antología de cantes añade nada menos que seis malagueñas no incluidas en la primera edición, convirtiendo lo que ya era de suyo enciclopédico en un verdadero jalón inigualado ni por escrito (gracias, hay que señalar, al asesoramiento de José Luque Navajas, incontestable autoridad en este campo). Es una pena que no se haya incluido su trabajo con las sevillanas (lo que, por otra parte, serían 15 cantes más.... a sumar a los 10 CD), pero sobre todo es una pena que Clavel haya decidido dar por clausurada su carrera discográfica y que no se prodigue más en directo. Son pocos, muy pocos, los cantaores necesarios, y Clavel es uno de ellos.


Diego Clavel Antología de cantes, Cambayá




El Pais Babelia Nº 1.536 sábado 1 de mayo de 2021

Llamando a las puertas del cielo flamenco

El ejercicio de la libertad se impone en los nuevos trabajos del guitarrista Dani de Morón y del cantaor Israel Fernández

FERMÍN LOBATÓN

10 OCT 2020 


El guitarrista Dani de Morón.

El flamenco, aunque algunos pretendan verlo como una reliquia, ha experimentado a lo largo de la historia una innegable evolución, generada por las aportaciones de sus principales creadores. Como arte vivo que es, ha necesitado y tenido sus revulsivos, transformados en referentes, que fijan modelos que seguir. En este punto, sorprende constatar que, hace ya más de medio siglo, aparecieron en escena los posiblemente últimos modelos casi unánimemente reconocidos, Camarón, Paco de Lucía y también Morente. Con independencia del ascendiente que ellos conserven entre los artistas actuales, legaron un capital que va más allá de la música, el de la libertad, quizás la principal herencia recibida. Con su ejercicio, los nuevos artistas aspiran a encontrar su propio hueco en el firmamento flamenco.

El guitarrista Dani de Morón (Daniel López Segovia, Sevilla, 1981) cuenta con el aval de haber sido requerido por el maestro y referente obligado: Paco de Lucía lo incorporó a su septeto en su gira de 2004. Con su primera grabación en guitarra de concierto, Cambio de sentido (2012), el de Morón anunciaría su manera de entender esa libertad creativa, confirmada tres años después con El sonido de mi libertad (2015). Tras ofrecer un nuevo paradigma de acompañamiento al cante con 21 (2018), sorprende ahora con Creer para ver (Universal), un disco en el que no aparece etiquetado estilo flamenco alguno ni existen falsetas en su formato tradicional, aunque el aire, el compás o la melodía de algunos estilos se dejen escuchar.

El nuevo reto se presenta en forma de cancionero, con nueve composiciones propias, otra del trío Valverde/León/Quiroga, y dos más tomadas en préstamo a Avishai Cohen y a Dhafer Youssef. Son temas que se han ido pegando a la vida del artista de forma natural y a los que el guitarrista les ha querido proporcionar un tratamiento cercano al jazz, algo que le apetecía, pero que en ningún momento cuestiona su condición flamenca ni esconde su siempre reconocible toque y sonido propio: el efecto multiplicador que sus dedos parecen trasladar a las cuerdas, la pulsación tersa y una paleta de la que rebosan notas y colores.

Un cierto intimismo e introspección sobrevuela una grabación dominada por la serenidad, la pausa y un gran gusto melódico. Un buen ejemplo es el tema que da título al álbum, una balada muy tremolada, un discurso cuidado en sencillo diálogo con la percusión. Hay composiciones breves, de una extremada delicadeza y profundidad, ofrecidas como pequeños puentes que introducen lo que sigue. Otras revelan un carácter quizás más experimental, mientras que la capital ‘Camino, verdad y vida’ llega estructurada de la misma forma que se titula, a modo de tríptico, con la soleá en su centro.

La popular ‘Ojos verdes’ remite a la copla original de Concha Piquer, pero lo hace de una forma muy pausada y sincopada dentro de una personalísima y actual lectura. Los dos temas prestados —‘Sura’, del tunecino Youssef, y ‘Ani Maanin’, canción popular hebrea adaptada por el contrabajista Avishai Cohen—, resultan tener un carácter religioso y, como plegarias que son, poseen el carácter repetitivo de una letanía. Llevadas ambas a la guitarra, se diría que prima el respeto a la vez que se mantiene la tensión. En todos los casos, la fina e inteligente percusión de Agustín Diassera cobra un papel esencial, hasta el punto de que el guitarrista reconoce que compuso los temas pensando en la manera en que esa percusión iba a ser tocada.


El cantaor Israel Fernández. ÁLVARO GARCÍA

El cuarto disco de Israel Fernández (Corral de Almaguer, Toledo, 1990), Amor (Universal), se presenta también como un ejercicio de la mencionada libertad heredada. Resulta inevitable que cada generación haga suyo y adapte el legado recibido; puede que, desobedeciéndolo, pero sin traicionarlo, como bien sentenció el poeta Félix Grande de la obra de Paco y Camarón. Este cantaor, que se proclama gran aficionado, y lo debe ser dado el conocimiento que demuestra de los estilos, efectúa una nueva reinterpretación de la tradición con una obra creada en sociedad con el guitarrista Diego del Morao (Diego Moreno Jiménez, Jerez, 1978), que aporta una música fundamental para el propósito.

Heredero de una saga principal en el arte de acompañar, el tocaor es también un guitarrista de su tiempo e incorpora a la grabación sonoridades, inflexiones y armonías nuevas, que otorgan carácter y personalidad al trabajo. Junto al toque, las letras producen idéntico efecto. Las firma el propio Israel, que marca así un punto de inflexión en su carrera al asumir el reto de que los viejos estilos sigan conservando su identidad, pero con un aire nuevo que los refresque. Una voz flamenca y fresca es el versátil vehículo con el que recorrer un amplio repertorio que, como si de una obra conceptual se tratase, nos cuenta una multiplicidad de experiencias relacionadas con el amor que da nombre al trabajo.

La doble renovación —letras y música— se plasma de manera singular en la siempre solemne malagueña de El Mellizo, que aquí se refresca con unos versos dulces que rozan lo naif, y también en la antigua y dramática seguiriya, en la que, dentro del respeto al canon, se persigue un original carácter melódico. Similar componente transportan los tientos, que, muy ralentizados, se acercan a una balada. También se presentan muy templadas las soleares, que ilustra con versos de Bécquer para realizar una breve muestra de variantes. Las alegrías arrancan con el recurrente tema marinero —¡ay! aquel Camarón de La leyenda— para viajar al Madrid flamenco dentro de la mejor tradición. La huella del cantaor de la Isla —no en vano se trata de sus estilos más señeros—sigue presente en los tangos y en las dos tandas de bulerías, la segunda más personal y con aires jerezanos en el toque. Como pequeñas perlas se esconden en la grabación una tradicional granaína y esa variante de la taranta que es la murciana. Los fandangos finales sintetizan la pelea del cantaor por otorgarle a la grabación el poder de transmisión que se le reconoce al artista en directo.


El Pais Babelia Nº 1.507 sabado 10 de octubre de 2020