viernes, 29 de abril de 2011

Prince “Signo of the times” 1987 Paisley Park


El artista total en su momento más álgido de inspiración y lucidez. ¿O sería mejor llamarlo bendita locura? Dando por sentado, porque no puede ser de otro modo, que se pueden contar con muy pocos dedos los músicos que han abarcado tanto como Prince – a nivel de variedad estilística, talento para desarrollarla y capacidad para ejecutarla-, hablar de su obra maestra y decir que es sobresaliente es quedarse corto.

Con “Sign of the times” los locos ochenta alcanzan su clímax. Así de fácil. Prince había atravesado pletórico el ecuador de una década que para muchos le perteneció. Hasta aquí solo había conocido el camino ascendente. Está dicho enseguida, cuando quedan atrás joyas como “1999(1983), “Around the World in a day”(1985) y “Parade”(1986). A partir de aquí iban a cambiar las cosas. El intocable iba a conocer que se siente en los altibajos y, ya en los noventa, lo que significa la expresión “caída libre” en términos artísticos. Pero ésa es otra historia. La que nos ocupa ahora es la de un techo alcanzado.

El de “Signo of the times” es un Prince definitivamente arrebatado, borracho de sí mismo, que había concebido un monstruo sonoro a medio camino entre lo urbano y lo barroco y que se sabía habilitado de sobra para hacerlo realidad. Acertó, claro está. No hubo pedazo de carne que se quedara fuera del asador: psicodelia, synth-pop, rock semiduro, funk, electro, soul y R&B clásico. Algo habitual en él, se lo guisó y lo comió solito: composición, arreglos, producción e interpretación de casi todos los instrumentos. The Revolution, la hasta entonces banda oficial que había creado en función de sus propias necesidades, se conforma con ser protagonista de la maratoniana jam “It´s gonna be a beautiful night”.

De la convulsión nace la inquietud. Mucha gente ha bailado cientos de veces gracias al ritmo de “Signo of the times”, “Starfish and coffee”, “Strange relationship”, “U got the look” o “I Could necer take the place of your man”, pero aun así son canciones, todas ellas, que no pertenecen a un disco feliz al cien por cien. Prince se ha puesto al borde del precipicio que se descubre en el telediario, ha observado el caos y ha decidido zambullirse en él. Nunca acaba de desprenderse de su complejo congénito de Dionisio, pero en el temario final le reserva un puesto destacado a un mundo feo lleno de violencia, abusos de poder, corazones y hogares rotos, inseguridad e indefinición en lo colectivo y lo personal y una epidemia horrible, el sida. Los tiempos ya han cambiado y éste es su signo en el tema homónimo –severo pese a su comercialidad- que abre el disco. De todos modos, Prince no está aquí para hundir al público. Nadie como él para festear de sol a sol (“Play in the sunshine”), compartir consigo mismo contando aventuras amorosas o desarmar con argumentos sentimentales, como en “If I was your girlfriend”. También va cargadito de odiseas de funk y soul para no parar en una semana: en “Housequake” está en un tris de declararse heredero universal de James Brown. En cambio, sin dejar el soul, para “Adore” utiliza la balada y se aletarga en un final de disco romántico y eterno.

Además de resumir los ochenta a través de sus propios gustos y fijaciones, gracias a “Signo of the times” el gran público entendió por fin las rarezas de los tres álbumes mencionados al principio, se quedó con algo más que los hits y descubrió al artista universal. Un bicho raro que convertía en sensualidad de la fina la explícita sexualidad que en otros resultaría vulgar. Un exhibicionista con clase. Alguien que conseguía hacer ver sus excentricidades y salidas de tono como ideas brillantes y transparentes. Y un compositor que descubrió en la tecnología (nadie explotó aquellos sintetizadores con tanta inteligencia) un instrumento a mayor gloria de una épica pop que se ofrecía cálida al servicio de una percepción mundana e irresistiblemente carnal. ¿Se hacen discos así todavía?

Ramón Llubiá

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