viernes, 29 de abril de 2011

The Doors “The Doors” 1967 Elektra





Que la carrera de The Doors se precipitara al vacío en 1971 tras la muerte de Jim Morrison –salvemos “An American Prayer”(1978), acreditado a Jim Morrison y The Doors, donde sus tres compañeros musican poemas que el vocalista dejó escritos en 1970, por la carga poética que conlleva – era algo tan lógico como inevitable: la irreprimible personalidad de Morrison había llegado a eclipsar de tal manera el talento de Ray Manzarek, Robbie Krieger y John Densmore que cualquier cosa que hicieran sin su presencia tendría en el simple recuerdo la más mordaz de las críticas. Una vez más, el personaje había crecido hasta llegar a vampirizar su propia obra y, con los baremos completamente desequilibrados, aún hoy cuesta descubrir donde acaba el mito –ése que cada año recibe miles de visitas en su suite perpetua en el cementerio Père Lachaise de París- y donde comienza el verdadero genio de alguien que supo trazar un camino personal (y único) en medio de la fiebre psicodélica que azotó la Costa Oeste norteamericana a mediados de los sesenta.

Cuenta la leyenda que las primeras composiciones de Morrison están directamente inspiradas por una actuación de The Velvet Underground. Verdad o no, lo cierto es que “The Doors” podría emparejarse con “The Velvet Underground & Nico” porque ambos discos buscan la transgresión y la ruptura de caminos previamente señalizados. En este sentido, el disco de debut del coarteto angelino sigue siendo uno de los arranques más inspirados y completos que ha dado la historia de la música. Porque, ¿qué banda nacida en medio de la ascensión del LSD recurriría a “Alabama Song (Whiskey Bar)”, tema compuesto por Kurt Weil y Bertold Bretch en 1928 para “The Three Penny Opera”, para impregnar de vientos cabareteros un temario inspirado como pocos?

Incluso antes de pisar un estudio por primera vez, The Doors ya jugaban en otra liga. Su iconoclasta mezcla de música, poesía, provocación sexual implícita –y explícita- y su marcado desarraigo hacia las tendencias contemporáneas les llevaron a crear un espacio virgen, un inquietante lugar donde el blues ocuparía de nuevo el primer plano –la versión del “Back Door Man” de Willie Dixon- y las espasmódicas interpretaciones de Morrison marcarían un punto cero de una nueva generación de vocalistas. Frente al escapismo imperante del flower power, “The Doors” apelaba directamente al interior del alma como espejo de las bajas pasiones –“Break on through (to the other side)”, “Light my fire” –y como reflejo de un palpitar urbano ligado íntimamente a éstas: “Déjame dormir toda la noche en tu cálida cocina/ calienta mi mente junto a tu amable lumbre/ si me dejas vagaré tropezando, chica, por los bosques de neón”, canta Morrison en “Soul Kitchen”.

Pero más que por el zigzagueante currículo de su líder –alcohólico, exhibicionista y un sinfín de adjetivos que ya forman parte de la historia-, The Doors supusieron un desafío desde su misma génesis. Ray Manzarek rompió las reglas del juego al sustituir el bajo por un órgano Fender Rodhes, Robbie Krieger aportó su granito con unas líneas de guitarra esculpidas a golpe de bottleneck y John Densmore aplicó sus conocimientos de jazz a la batería. No, The Doors no hubiesen sido lo mismo sin el oscuro magnetismo de Morrison; pero cuando la personalidad de éste todavía no era tan deslumbrante, los cuatro llegaron a acoplarse a la perfección. ¿O es que acaso alguien es capaz de imaginar el hipnótico y sinuoso desarrollo de “Light my fire” sin el constante teclear de Manzarek?¿O las escalofriantes subidas y bajadas de “The End”- fascinante oda al adiós y a la muerte alargada hasta los once minutos- sin una improvisación perfectamente sincronizada por parte de los cuatro miembros?

Sí. En “The Doors” pesa más el trabajo del conjunto que las individualidades. Sólo así se puede conseguir que el rock se acabe convirtiendo en un ritual de proporciones místicas.

David Morán

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