jueves, 11 de octubre de 2012

El reto poético de la canción



Bob Dylan (izquierda) con el poeta Allen Ginsberg en Nueva York, en 1964.
DOUGLAS R. GILBERT


La unidad originaria que formaron música y poesía quedó rota con el verso libre de la canción en el siglo XX.  El dilema hoy consiste en recuperar el secreto de esa unión. Por Santiago Auserón.

MEDIADO EL SIGLO XX cul­minó un largo proceso de separación del verso escrito respecto de la tra­dición oral, en la que la música cumplía un pa­pel de soporte y vehículo de la palabra. Se inició en Occidente cuando los antiguos poetas helenos se apartaron del lugar co­mún ciudadano para reelaborar el legado homérico y los viejos mitos. La escritura les proporcionó la posibilidad de cantar sus propias pasiones o el capricho de un tirano dispuesto a pagar generosamente el enco­mio. Embriagados por la misma tentación de hacer valer su técnica particular, los ins­trumentos musicales se libraron de la obli­gación de sostener las pretensiones del dis­curso. El cantor encargado de preservar la memoria de los tiempos remotos se vio sus­tituido por especialistas virtuosos en compe­tencia por el favor de la fama.

No conviene sin embargo idealizar la pri­mitiva unidad de la música y del verso, a la manera de Platón. Quizá en las danzas más primitivas se dieran sones ajenos a la articulación verbal y diversas formas de elocución ritmada, más o menos cercanas a la entona­ción del habla o del canto. La música y el lenguaje comparten un medio sonoro que se presta por naturaleza a la variación gra­dual de sus formas. El lenguaje mismo pue­de ser considerado como un caso particular de la producción de sonidos, no exclusiva­mente como su principio organizador. La voz humana experimenta la atracción de los armónicos naturales que resuenan en su entorno, elabora esa experiencia cuando en el canto se junta con otras voces y con otros instrumentos. Eso no quiere decir que el fenómeno musical abarque el horizonte de posibilidades de la expresión verbal. Por me­dio del verso escrito, el pensamiento viaja más allá.de las consonancias inmediatas. Píndaro defendía con orgullo el valor de sus odas como un sostén, de la fama más dura­ble que el pedestal de las estatuas:

La poesía europea reprodujo durante muchos siglos formas relacionadas con la canción, ya fuera popular o cortesana: así ocurrió en Francia con la poesía trovadores­ca, en Italia con el soneto, en España con las coplas octosílabas y luego con el verso italia­no. En ese proceso, el poema escrito refino su propia sonoridad y construyó imágenes novedosas, que a menudo los músicos culti­vados desearon manipular para enriquecer su inspiración melodiosa, como ocurrió en los lieder germanos. Los cantos ajustados al metro "arcaico desaparecieron de la memo­ria dejando un bastidor en el verso que per­mitió inventar melodías hechizadas por la imagen poética arriesgada. El terreno que el verso escrito y la música ganan al desenla­zarse permite que ambos ensayen de nuevo la aproximación, ensanchando sus respecti­vos campos de experiencias.

En la soledad de la ciudad industrial su­perpoblada, el verso escrito se desembaraza de las pervivencias de la métrica antigua y de la rima favorable al canto. Su nueva li­bertad se mide no sólo en relación con los recursos rítmicos —los pies— y con las' for­mas estróficas recurrentes que comparte con el canto y con la danza, sino también con respecto a los significados habituales de las palabras. Al asociarlas según leyes no explícitas, evoluciona hacia un espacio si­tuado más allá del lenguaje común y de la música conocida. Sin embargo, los poetas se obstinan en tender el oído hacia el hori­zonte de un improbable auditorio, como si estuviese a punto de producirse una conso­nancia inaudita, como si el canto comunita­rio debiera regenerarse en el extremo mis­mo de su imposibilidad. El verso libre busca su objeto más allá de sí mismo, arrastra el pensamiento ;i una danza de figuras no en­sayadas.

La música instrumental, en su libertad de evolucionar fuera de la medida de la frase significante, ejerce todavía su influjo mo­délico sobre quien solamente se sirve del instrumento del verbo. Pero la consonancia más tentadora en este punto no es la del periodo rítmico o la de la frase melodiosa, sino la de las imágenes que se asocian de manera novedosa creando un germen de pensamiento. El verso libre musicaliza el significado de las palabras más allá de los límites del sentido. Quiere poner en eviden­cia la música que palpita en el corazón mis­mo del lenguaje, provocar la descarga eléc­trica en la nube más oscura, una especie de armonía de apariencia sobrenatural, que en realidad revela un inmenso potencial de energía acumulada: la vida secreta de las palabras.

Por otro lado, los poetas contemporá­neos conviven, a lo largo de su experiencia solitaria, con los sones que se escuchan en la plaza pública y. por la radio. Ambas ampli­fican tradiciones de otras lenguas, cuando los sones antiguos de la lengua propia se apagan. El momento en que el verso se aleja al máximo de su propia tradición oral y el influjo creciente de los cantos primitivos en lengua extraña coinciden, ambos fenóme­nos acontecen en la primera mitad del si­glo XX. La vieja oralidad retorna en un círcu­lo mucho más amplio que el de la tribu originaria, gracias alas telecomunicaciones. Los cantos populares foráneos se acercan a los moldes ampliados del verso libre con misteriosa familiaridad, como si el eco de las colonizaciones fuera la contrapartida na­tural del deseo de expansión del poema na­cido en la metrópoli.

En este contexto asistimos hoy a una re­cuperación consciente de las idílicas relacio­nes entre poesía y canción. Muchos poetas se dejan atraer inevitablemente por el mag­netismo de las ondas, mientras algunos can­tores aspiran a recobrar el lauro de Apolo puliendo versos en sencillos formatos acús­ticos internacionales. Hay algo inquietante en esta connivencia aparente, como si se nos estuviese ocultando una parte de la ver­dad. No resulta del todo verosímil el canto que se alza como si nada hubiera ocurrido durante milenios, recuperando dé golpe la oralidad primitiva por medio de las últimas tecnologías, obviando el laborioso trabajo de músicos y poetas que han transformado los antiguos moldes de las lenguas indoeu­ropeas, y sin necesidad de cuestionarse la naturaleza de la vis sonora que revigoriza el mercado de la canción en la era electrónica.

La canción popular contemporánea se encuentra por tanto en una tesitura proble­mática. Tiene que reunir sus componentes



El cantante, poeta y compositor canadiense Leonard Cohen en una imagen de 1985. Cohen fue premio Principe de Asturias de las Letras en 2011.

fundamentales —música y letra—, que han pugnado largamente por independizarse. O mimetizar danzas de una tribu cuya lógica del ritmo aún n'o comprende. ¿Cómo reali­zar acercamientos tan improbables en su pequeño marco? ¿Sería de alguna utilidad poner música al poema contemporáneo, re­cuperar el sentido literal de "cantos" como los de Ezra Pound? ¿Dar un paso atrás bus­cando los versos más musicales y atrevidos de nuestra lengua, como los de Garcilaso, Juan de la Cruz y Góngora? ¿O acercarse a las rimas del Nuevo Mundo que aún con­servan algo de balada céltica, como las de Edgar Poe? Los resultados de esos intentos suelen adolecer de una gratuidad que limi­ta las posibilidades del poema. Poner músi­ca a un poema es silenciar en parte la con­sonancia inaudita que persigue, que reba­sa su propia época y cualquier forma de registro de actualidad. Puede ser, en todo caso, un ejercicio recomendable para los escritores de canciones, pero eso no nos exime de la obligación de llevar a cabo nuestra propia tarea.

Es lógico que intentemos mejorar el lenguaje de las canciones, hacerlo más "poéti­co", pero sólo hasta cierto punto, porque ese intento puede quedarse en corrección estéril. El ejemplo de los poetas, para los autores de canciones, debería asemejarse a su voluntad de ejercer la libertad sonora del músico en su propio terreno. Debería poner­se por meta el llevar su propio lenguaje al límite de sus posibilidades expresivas. Pero el terreno de la canción ha sido devastado, es tierra baldía, sus elementos fundamenta­les —letra y música— discurren lejos de su alcance. La canción contemporánea, igual que el poema y que la música instrumental, se ha convertido en un medió de expresión tan alejado como ellos de la unidad idílica originaria. Lo específico de la canción es juntar letra y música, resolver la tensión cre­ciente entré lo que puede ser dicho en verso y las formas instrumentales que se prestan a acompañarlo. Su tarea se ve abocada a oscilar entre el vacío del desarraigo y un exceso de soluciones posibles. Del poema tradicional puede tomar las formas que le permitieron asociarse en su época con so­nes hoy desaparecidos. Del poema contemporáneo, algo de la libertad asociativa que alumbra una red de significaciones inaudi­tas. Del discurso musical fijado por escrito, células rítmicas, melodías, relaciones armó­nicas o asociaciones tímbricas pasadas por el estrecho tamiz del formato más sencillo. Todo ello difícilmente puede cuajar si no se reproduce el hechizo de un son extranjero en la lengua propia, un influjo comparable al de las ondas electromagnéticas. Quizá pa­ra asemejarse al poema o al discurso musi­cal en sus mejores logros la canción deba empezar por renunciar a parecer "poética". Debe, ante todo, parecer canción, respon­der a una necesidad difícil de reconocer. Eso implica trascender, en cierto modo, los conceptos de lo musical y de lo poético, rozar los límites de la convención eufónica. En este sentido, los modelos derivados de la negritud siguen teniendo pertinencia.

El fenómeno poético no es exclusivo de la poesía. Tampoco el fenómeno musical se limita a un oficio especializado. El poeta Stéphane Mallarmé identificaba el sentido más universal de la música con la actividad del espíritu. El reencuentro de lo musical



La cantante de hip-hop Arianna Puello, en el Festival Cultura Urbana de Madrid 2006. Foto: Efe/ J. C. Hidalgo

con lo poético se produce en ese horizonte en el que ambas artes trascienden sus limita­ciones. Están destinadas a permanecer enla­zadas en su máximo alejamiento, pero no de la forma más evidente. El "espíritu" ha­cia el que apuntan una y otra no es el fantas­ma sobrenatural que afirma la palabra sa­cra: es el murmullo de lo público, de lo polí­tico, el pensamiento que se transmite de generación en generación por medio de los, sonidos. Los grafismos y las artes visuales fijan en formas de apariencia estable el edifi­cio de la cultura, mientras las artes del soni­do se sustentan en la transformación conti­nua, como la vida.

Para alcanzar ese horizonte de confluen­cia con sus materiales en fuga, la canción contemporánea debe arriesgarse, pero a su modo, con sus propias herramientas, asu­miendo sus propias limitaciones. Será poéti­ca —esta vez sin comillas— si pone a prue­ba su propio ámbito enrarecido, su oscuro destino de mercancía, su propia forma pre­cipitada de ser pública, sin tiempo para pen­sar lo que acontece. El rocanrol junto con sus derivas representa el último intento de la canción popular por ponerse a la altura de su época. Sus precedentes inmediatos forman un entramado intercontinental e interétnico, con marcado influjo del ritmo ne­gro que emerge en el Nuevo Mundo: bossa nova y samba, rhythm & blues, estándar de jazz, blues, son, rumba, trova de Cuba y otros sones caribeños, tango argentino, can­te flamenco... Este es el sustrato de la can­ción popular contemporánea. Debajo ya­cen las tradiciones poético-musicales de ca­da lengua. En superficie, las derivas que electrifican el caudal de las palabras sujetas, como en el rap, al ritmo iterativo y a la rima trias obvia. Los "poetas" callejeros alcanzan una relativa libertad de pensamiento, el to­no de la denuncia social y existencia!, benéfico sin duda en relación con las canciones favorecidas por los medios de comunica­ción, tontas y previsibles. Esa libertad au­mentaría con un mejor conocimiento de las técnicas del verso libre y de la polirritmia, pero los .riesgos de la calle no suelen dejar tiempo para llevar el aprendizaje más allá de la adolescencia. El rocanrol empezó a decaer como género antes de tiempo, desde el momento en que su acceso al horizonte del pensamiento fue interrumpido por el crecimiento desmedido de su valor como mercancía. Pero en su libertad descarada —practicada durante un breve periodo de veinte años— para capturar elementos de-la tradición europea clásica y contemporánea, equiparándolos con el pulso de África, con los refinamientos de Oriente, careándose con el ruido de la ciudad motorizada, con las detonaciones en los informativos, con el griterío de los mercados, ha dejado señales en el camino que tendremos que seguir re­corriendo, si se apaciguan el bullicio y la polvareda. Reconocer la pista de la tradi­ción, próxima o remota, es entretanto la única tarea posible. •



El Pais. Babelia. nº 1082 18.08.2012

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