sábado, 18 de julio de 2015

Amy, mito y naufragio


El documental de la artista de 'soul' llega a los cines españoles este viernes
La película terapia de la artista

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 17 JUL 2015

Amy, el documental que triunfó en Cannes y que este viernes llega a las pantallas españolas, nos plantea una pregunta inquietante: ¿qué se puede contar de nuevo sobre una celebridad del siglo XXI? Como la de tantos famosos de la actualidad, la vida pública de Amy Winehouse se desarrolló en prime time, con el mundo entero mirándola. De alguna manera, hasta su muerte trágica parecía prevista, predestinada, asumida con antelación.

En realidad, nuestra información era escasa e incorrecta. Cuando falleció, en julio de 2011, se pensó unánimemente que “la pobre Amy” había sufrido una sobredosis de drogas ilegales. Para sorpresa general, la investigación forense determinó que la causa inmediata fue una intoxicación aguda con una droga legal: había consumido una enorme cantidad de vodka.

Asif Kapadia, el director de Amy, se encontró con un dilema muy propio del tiempo presente: disponía de demasiados documentos audiovisuales de la cantante, incluyendo mucho material nunca exhibido. El primer montaje de Amy duraba tres horas y los pocos que lo vieron aseguran que resultaba desolador. En su forma definitiva, son 128 minutos y, de todas maneras, todavía deja un sabor amargo.

Técnicamente, Kapadia tenía suficientes imágenes y sonidos de Amy para que ella pudiera contar sus vivencias en primera persona. Pero no bastaba: aquello fue muy rápido y ella misma no entendía la aterradora experiencia que fue su profesionalización, coincidiendo con su entrada en la edad adulta. La película necesitaba otras voces: amigos, familiares, asociados, doctores. Y todos ellos intervienen: la abundancia de filmaciones de Amy Winehouse permite que el realizador evite ese tópico de los documentales que es la sucesión de bustos parlantes.

Esa opción narrativa por parte de Kapadia también tiene sus peligros. Amy nos sumerge en una vida tumultuosa sin permitirnos ni reposo ni reflexión. Kapadia incluso refleja lo que pudo sentir la Winehouse cuando salía a la calle, fusilada por los flases de los paparazis y los focos de los equipos de TV. Aunque se menciona la posibilidad de que su teléfono pudiera estar intervenido, no se explora la relación —en su caso, más parasitaria que simbiótica— entre los medios y los famosos a los que dan caza. Sí se retrata la crueldad gratuita de los presentadores de televisión, esos héroes del talk show que escenificaban las maldades de sus fabricantes de gags.

La potencia del montaje de Amy esconde, sin embargo, un claro reparto de héroes y villanos. Mitch Winehouse no sale bien parado: el padre de la artista se presentó en la isla caribeña donde ella estaba intentando recomponerse… acompañado por un equipo de filmación, dispuesto a rodar un documental que se titularía finalmente Saving Amy (Salvando a Amy). Fue Mitch quién decidió que su hija no necesitaba acudir a rehabilitación, inspirando de rebote la memorable canción Rehab, pero también facilitando que sus problemas crecieran.

Blake Fielder-Civil, el gran amor de la vocalista, queda retratado como un macarra, en todos los sentidos de la palabra: el dinero de su enamorada serviría para pagar el silencio del propietario de un pub al que Fielder-Civil y otros amigotes agredieron, un soborno que le ganaría una severa condena de cárcel.

Winehouse, en Rock in Rio de Madrid de 2008. / CLAUDIO ÁLVAREZ


No hay que olvidar a Raye Cosbert, el segundo manager, que tomó la decisión fatal de mandarla de gira cuando Amy estaba frágil, como si creyera que la carretera tiene virtudes salvíficas para artistas quebradizos. Ella se defendía perfectamente en directo pero sus actuaciones masivas coincidieron con sus momentos de debilidad; le tocó lidiar con públicos envenenados, que tal vez esperaban secretamente verla hacer el ridículo.

Por el contrario, el papel de guardián paternal recae en Nick Shymanksy, primer representante de Amy. Aunque, a toro pasado, cualquiera puede señalar los errores. También queda bien su discográfica Universal Music, lo que era previsible: la multinacional ha financiado el proyecto del documental.

Sensible a su mala reputación, la industria musical se ha movido con pies de plomo alrededor de Amy: el mes pasado, el actual jefe de Universal Music en el Reino Unido, David Joseph, aseguraba haber destruido las maquetas y demás material inédito suyo, para evitar que en el futuro salgan discos flojos o los llamados desenterrados, donde se pone nuevos fondos instrumentales a pistas de voz. Con todos los respetos, cuesta creerlo; además, de todo lo grabado por una figura importante se hacen múltiples copias.

En general, se podría afirmar que Universal no cedió a sus peores impulsos a la hora de vender la música de Amy. Aceptó que ella no tenía suficientes energías para intentar conquistar el mercado discográfico más importante, el de Estados Unidos. Sacó correctas ediciones ampliadas de los dos álbumes que publicó en vida, Frank y Back to black. Como discos póstumos, solo ha editado Lioness: hidden treasures (2011) y Amy Winehouse at the BBC (2012).

Lo que no se llega a explicar en Amy es la compleja naturaleza del juego en el que ella destacó. Sin menospreciar su inmenso talento natural, era un producto de la prodigiosa cantera pop británica, con sus academias especializadas y sus hábiles mecanismos para cultivar proyectos vendibles.





 Amy Winehouse, en su apartamento en Londres en 2011. / GETTY IMAGES

A los 19 años, sin haber grabado, Amy recibió 250.000 libras en concepto de adelanto de derechos de autor por sus canciones presentes y futuras. Se desenvolvió seguidamente en la primera división del negocio musical, trabajando con productores basados en Estados Unidos, a la vez que se beneficiaba del clima creativo del barrio londinense de Camden, donde participaba en jam sessions sin llamar la atención.

Sin embargo, a pesar de toda su potencia económica, la industria musical no tiene un Departamento de Salud. Era evidente que algo no iba bien en Amy. Aunque los disqueros nada supieran de los antidepresivos o de los episodios de bulimia juvenil, a simple vista resultaba aberrante su adelgazamiento, su transformación física: aquella chica angulosa parecía empeñada en encarnar la versión 2.0 de las integrantes de las exuberantes Ronnettes. Seguía practicando la dieta romana: comer hasta hartarse y luego vomitar.

Podemos aceptar que Amy Winehouse fuera víctima de los modelos dominantes de belleza, que quedara damnificada por una relación tóxica. Viendo el documental, nos asombra aún más saber que su baja autoestima se aplicaba incluso a sus extraordinarios poderes para componer y cantar. Es lo único que hoy nadie pone en duda.


La nueva edad dorada del ‘soul’ que impulsó ‘Back in black’

Amy Jade Winehouse llegó en una época buena para las cantantes femeninas. Pero ella tenía argumentos más que suficientes para destacar en el mercado. Primero, su eclecticismo natural: dominaba la sensibilidad pop del Brill Buildingneoyorquino, podía cantar standards, mantenía el tipo ante músicos de jazz, no le costaba acoplarse a los ritmos jamaicanos, hasta quería medirse con raperos.
Lo segundo, y quizás no suficientemente valorado: componía con pasmosa facilidad, escribiendo letras crudas y certeras. En Amy, el documental que se estrena este viernes en España, se incluye una entrevista primeriza donde lamenta que ahora no haya cantautores tipo James Taylor o Carole King. En realidad, aunque usaba lenguajes diferentes, ella aspiraba a ese grado de perspicacia emocional y honradez expresiva.
Y lo más evidente: esa voz, con su pellizco de soul de la vieja escuela, felizmente alejada de manierismos. No pretendía ser una nueva Aretha Franklin: era una chica de barrio, bendecida por esa capacidad británica para absorber músicas lejanas, que utilizaba sus enseñanzas para intentar explicarse ante el mundo.
Su ejemplo reverbera por todo el pop triunfal de los últimos diez años. El impacto de Back in black facilitó la aceptación global de pulidos vocalistas londinenses como Adele o Sam Smith.
Gracias a la asociación con Amy, han prosperado los Dap-Kings, la banda oficial del sello Daptone; uno de sus productores, Mark Ronson, ha arrasado recientemente con Uptown funk, cantada por Bruno Mars.


El Pais 17.07.15


domingo, 12 de julio de 2015

Y después de mucho tiempo, Brian Wilson resucitó

DIOSES Y MONSTRUOS

El paso de Dylan no es la única noticia musical. El líder de Beach Boys y Winehouse vuelven en biopics.

 Por Carlos Boyero


ESCRIBO ESTO A pocas horas de que actúe en Madrid un músico, poeta, icono, alguien con justificada dimensión mitológica que durante 55 años ha regalado sensaciones, sentimientos, identificación emocional con sus palabras y sus sonidos, acompañando variados estados de ánimo, a múltiples personas en cualquier lugar medianamente civilizado del planeta. Se llama Bob Dylan. Tiene 74 años y al parecer alergia a quedarse en su casa. Le he visto sobre el escenario muchas veces. Algo que está al alcance de cualquier admirador, ya que se ha tomado en serio lo de vivir "on the road". Su personalidad, o su forma de protegerse, siempre ha estado marcada por el secreto y su arte, y las palabras que salen de su boca se prestan a muy variadas y heterodoxas interpretaciones por parte de los que escuchan esas canciones. Pero el gran enigma no se oculta, su exhibición en los escenarios es permanente durante las últimas décadas.
     
Hay gente que legítimamente le encuentra insoportable, antes y ahora, o dependiendo de los infinitos caminos y giros que se ha inventado un hombre enfrentado permanentemente a lo previsible, que como Picasso podría afirmar sin arrogancia: "Yo no busco, yo encuentro". Y otros le amamos incondicionalmente. Aunque nos mosqueemos ligeramente con sus villancicos y desbordado de emoción (¿imagino que tal vez arrodillado o haciéndole reverencias?) ante el papa Wojtyla. Pero esta noche no he hecho el menor esfuerzo por intentar verle. Ni siento que me estoy perdiendo algo excepcional. Y sé qué debido a su edad está cercano el momento en el que le fallarán las fuerzas para seguir con esa existencia frenéticamente viajera. Y cada vez me gusta más su última entrega, Shadows in the Night.

Pero desertar de esta cita que podría ser la última me plantea que mi alma debe de sentirse muy vieja, exhausta, renegando de alivios.

Hay más acontecimientos musicales, con formato de documental o de biopic. Mañana, martes, veré Amy, dedicado a esa mujer que no pudo o no quiso dejar de destruirse, en posesión de un estilo que transmite autenticidad y arte. Y además, debe de ajustarse bien a su tenebrosa realidad, porque ha encabronado al explotador padre de esa yonqui con una voz de seda, sensual, elegante, con clase. Y hace unos días vi un biopic más que curioso, también irregular, titulado Love and Mercy, que narra el infierno mental que padeció uno de los músicos más originales y grandiosos del siglo XX, un tal Brian Wilson, creador, compositor y alma de los Beach Boys. Es difícil para cualquier persona que ame la música no enamorarse de esa obra maestra, parida para el irremplazable y maravilloso sonido del vinilo, titulado Pet Sounds. Y yo guardo entre mis recuerdos imborrables de adolescencia
haber escuchado por primera vez en la radio un tema que combinaba muchas variantes de la hermosura, una deslumbrante armonía vocal. Esa canción maravillosa, 'Good Vibrations', la podías gozar sin la menor sonrora de empacho hasta que el disco sencillo acababa rayándose. Love and Mercy retrata la creativa juventud y el sombrío y enloquecido otoño de Brian Wilson a través de los actores Paul Dano y John Cusack, ambos convincentes, pero especialmente inquietante el joven Dano. A los dioses les han concedido ese prodigio, la facultad de crear belleza mediante la música, de reinventar continuamente el sonido, de buscar el perfeccionismo y arriesgar continuamente a costa de la infinita paciencia de su grupo (unido además por lazos familiares), los técnicos de sonido, la avidez de las compañías discográficas reclamando éxitos seguros y la repetición de fórmulas que han servido para vender millones de discos. Pero Wilson no cede, solo vive para expresar la música que impregna su cerebro y sú corazón. Y luego es un ser precozmente atormentado, con pavor a un padre mercachifle y brutal, que no soporta subirse a un avión en una profesión en el que esto es inevitable, con fantasmas que le amenazan y explotan en su cerebro. El LSD y otras drogas aumentarán la confusión y el machaqueo de su vulnerable cerebro, le encerrarán en. una angustia difícilmente soportable. Y llegarán los cuervos presuntamente terapéuticos, un psiquiatra (espléndido Paul Giamatti, como siempre) que controlará cada minuto en la lúgubre existencia de su paciente, intentará convertirle en un vegetal para frenar su enfermedad. Esa terapia incluye la negativa a que el desdichado pasivo tenga la oportunidad de volver a amar y a ser amado, de intentar sentirse vivo. Solo le permiten seguir creando música, porque eso supone negocio y la posibilidad de seguir exprimiéndole. Pero como todo biopic que esté pendiente de la taquilla, ei final no aconseja la tragedia. Nos cuentan que Wilson se recuperó mentalmente, formó una nueva familia y arrasó en solitario con su disco Smile. Todo ello cierto, afortunadamente. Pero si no hubiera sido así, seguro que los productores se las ingeniaban para inventarse un final feliz.

Imagen del concierto del 50° aniversario de los Beach Boys. Foto: Paul Oliver / Corbis

Al parecer, no es obligatorio esperar a que la palmen los músicos para que el cine (o lo que peor, los telefilmes) nos cuente su ajetreada vida. En bastantes ocasiones lo ha hecho de forma olvidable. Creo que he visto películas sobre los Beatles, Elvis Presley y Frank Sinatra, pero no logro recordar nada de ellas. Las dedicadas a Johnny Cash, al épico y grandioso hombre de negro que vigilaba el camino en medio del permanente pasote anfetamínico, o al ciego y estremecedor Ray Charles (prestándole escasa atención a su larga y dolorosa historia de amor con el caballo) solo eran correctas y estratégicamente académicas. Lo mejor de ellas eran las interpretaciones de Joaquín Phoenix y de Jamie Foxx. Amadeus era poderosa y trágica, aunque la continua risa del actor que interpretaba a Mozart me pusiera muy nervioso. Y el magnífico Ed Harris fue un Beethoven muy creíble, pero a la película le faltaba grandeza.

Detesto el tono inútilmente psicodélico que utilizó Oliver Stone para retratar a Jim Morrison en la irritante The Doors. ¿Y cuándo el cine ha estado a la altura del legendario músico al que pretendía revivir? No hace falta pedirle esfuerzos a la memoria. Lo hizo de forma inolvidable el mejor Clint Eastwood retratando en la impresionante Bird la desgraciada y esplendorosa existencia del hombre que revolucionó el jazz con sus composiciones y el sonido de su saxo (no sé si fue el más grande con él, no le quitaría la razón a nadie que estuviera perdidamente enamorado de John Coltrane o de Lester Young), alguien llamado Charlie Parker. Pero la calidad escasea en los biopics sobre músicos, sobre gente que supo expresar con inmensa belleza todas las cosas, tristes o alegres, que alguna vez sentimos los seres humanos. •


El Pais Babelia nº1.233, 11.07.15



lunes, 6 de julio de 2015

Un correcaminos llamado Bob Dylan


Convertido en un fenómeno intergeneracional, el creador de 'Like a rolling stone' vuelve a los escenarios españoles

DIEGO A. MANRIQUE Madrid 5 JUL 2015

Sin novedad en el frente musical. Caen las discográficas históricas, las grandes empresas pelean por el hipotético negocio del streaming, los patrocinadores copan los festivales pero hay cosas que no varían: como siempre, Bob Dylan está en la carretera. Este mes ofrece seis conciertos en España, como parte de su Never Ending Tour.

La Gira Interminable no es ninguna broma. Cada año, Dylan ofrece alrededor de cien conciertos por todo el mundo; lo hizo incluso en 1997, cuando estuvo “a punto de reunirse con Elvis” tras sufrir una histoplasmosis. Con 74 años recién cumplidos, sigue siendo uno de los artistas más laboriosos del mundo del rock. Urge señalar que, a diferencia de tantos veteranos, no lo hace impelido por necesidades económicas. Con su impresionante catálogo de canciones y discos, Bob Dylan ingresa anualmente millones de dólares en royalties y derechos de autor, suficientes para garantizar el bienestar del artista, de sus seis hijos y de las siguientes generaciones.

Así que no mencionen la codicia como motivación. Entre paréntesis, eso es perfectamente compatible con el hecho de que el actual manager de Dylan, Jeff Rosen, haya transformado su leyenda en una máquina de generar ingresos, mediante ediciones de material de archivo y licencias de uso. A diferencia de lo que ocurre con los Beatles, cualquier película o serie televisiva con presupuesto puede acceder a temas clásicos de Dylan. Lo mismo con la publicidad: hasta el propio cantante está disponible para anunciar lencería o vehículos de motor.

Respecto a la Gira, Bob lo explicó en su libro Crónicas (Global Rhythm, 2005). Pensaba en dejar el directo cuando tuvo una revelación transcendental en Locarno (Suiza). Actuaba al aire libre con Tom Petty & the Heartbreakers y se quedó sin voz: “estás ante treinta mil personas que te miran y no sale nada. Pensando que no tenía nada que perder y sin tomar ningún tipo de precaución, eché mano de otro tipo de mecanismos para arrancar los resortes que no funcionaban. Lo hice automáticamente, a partir de la nada; lancé mi conjuro para expulsar al demonio. Fue como si un pura sangre hubiera cargado contra el vallado. Todo volvió a su sitio y en forma multidimensional. Inmediatamente, despegué a las alturas. Puede que la gente percibiera cierto cambio de energía, pero eso fue todo. Era como si me hubiera convertido en otro músico.”

La grabación de ese concierto (5 de octubre de 1987) no muestra ningún cambio tan dramático. Pero lo cierto es que, a continuación, Dylan contrató una banda fija que ha ido renovando y le ha acompañado hasta ahora. Músicos adaptables que conocen en profundidad la obra de Dylan y que cada noche tocan unas veinte piezas, sin grandes variaciones. Se trata, atención, de canciones que suenan irreconocibles hasta que llega el estribillo. Algo que irrita a muchos de sus seguidores, aunque estamos ante un gusto adquirido que ha conquistado a un público que adora las peculiaridades del personaje, incluyendo su voz decreciente.

Dylan hace todo lo posible por pasar desapercibido. Evita cualquier tipo de compromiso institucional: nada de meet and greet con las autoridades locales; tampoco trata con los representantes de su discográfica. Su propia organización se ocupa de alquilar los hoteles y buscar los restaurantes que pueda requerir.
Entre los profesionales de la música que han tratado a Dylan y que este periodista ha podido entrevistar durante los últimos años, domina la idea de que el autor de Like a rolling stone ha encontrado su vocación en la vida del músico ambulante. En su país, el compromiso con el directo le lleva a tocar incluso en ferias del condado, casinos, recintos universitarios medio vacíos. Por el contrario, fuera de Estados Unidos, sus visitas tienen consideración de eventos culturales y suelen registrar buenas entradas.

Por lo demás, Dylan hace todo lo posible por pasar desapercibido. Evita cualquier tipo de compromiso institucional: nada de meet and greet con las autoridades locales; tampoco trata con los representantes de su discográfica. Su propia organización se ocupa de alquilar los hoteles y buscar los restaurantes que pueda requerir. El contacto con los promotores que le contratan es mínimo. Ni siquiera necesita camerino: llega directamente con su asistente en un autobús particular (músicos y técnicos viajan aparte) hasta la parte de atrás del escenario y se marcha de igual manera tras los bises obligados. En el mejor de los casos, saluda brevemente a los músicos que le sirven de teloneros.

La distancia entre una ciudad y otra está estudiada: prefiere no desplazarse más de 200 millas al día. Para los viajes europeos, recurre a Beat the Street, empresa de autobuses austríaca especializada en transportar a gente del show business. Ocasionalmente, sale de su burbuja: en México DF, visitó un gimnasio de boxeo. En New Jersey fue parado por una policía que le consideró un vagabundo sospechoso: aparentemente, pretendía localizar la casa en la que creció Bruce Springsteen (se trata de una obsesión personal: en Canadá, visitó el primer hogar de Neil Young). En algún momento de sus locos años sesenta, Dylan decidió convertirse en un artista impenetrable y veleidoso. Lo ha conseguido.

La gira española

Bob Dylan actuó ayer sábado en Barcelona. Repite este domingo en Zaragoza, en el Pabellón Príncipe Felipe (con Pájaro). El lunes 6 de julio viaja a Madrid, donde tocará (con Los Lobos) en el Barclaycard Center.
El miércoles 8 estará en Granada (con Soleá Morente y Los Evangelistas), en el Palacio de Deportes. En Córdoba, el jueves 9 en el Teatro de la Axerquía. Por último, en San Sebastián (con Andrés Calamaro) el sábado 11, en el Donostia Arena.


El Pais 5 de julio de 2015