viernes, 17 de abril de 2015

Nueva piel para la vieja ceremonia


Su discografía nos ilustra sobre su carácter: timidez, virtuosismo, silencios

JUAN JOSÉ TÉLLEZ 13 ABR 2015



Manolo Sanlúcar (izquierda) y Paco de Lucía, ante el cineasta Carlos Saura, durante el rodaje de 'Sevillanas'. / SANTOS CIRILO

Era un niño dickensiano en la Algeciras de la segunda posguerra: estrecheces aliviadas con el punteo de las guitarras en la nocturnidad y alevosía de los tratos, del negocio apalabrado entre limetas de vino y olor a zotal de los cabarés. Paco de Lucía se comió el mundo después de que le dieran un premio especial en el Concurso de Jerez de 1962, donde triunfó su hermano Pepe. Antes de incorporarse ambos a la compañía de José Greco, el guitarrista tuvo que sacarse el carnet de artista en la Plaza del Duque de Sevilla, ante la severa mirada de Pepe Pinto y Pastora Pavón: “Ea, Paquito, acompaña a Angelita Gómez”. Lo cuenta la bailaora: “Y Paco venga a lloriquear, que no, que no, que yo quiero tocarle a mi hermano”. Y acompañó nuevamente a Pepe, con quien ya había fletado los discos de Los chiquitos de Algeciras y se habían pateado las fiestas de Madrid, de la mano de su padre, Antonio Sánchez Pecino, aunque ambos adoptarían el nombre de su madre, Luzía, la portuguesa.

Una noche adolescente, en Nueva York, Sabicas supo oírle interpretar las falsetas del Niño Ricardo que le transmitía otro de sus hermanos, Ramón de Algeciras: “Nunca toques falsetas de otros”, le recomendó el sabio Agustín Castelló, aunque Paco le desobedecería al impresionar luego Ímpetu, de Mario Escudero. Y es que pronto llegaron sus grabaciones instrumentales, junto al propio Ramón o a Ricardo Modrego, mientras acompañaba a Rocío Jurado, La Paquera, Fosforito o El Lebrijano. Sus primeros discos, desde La fabulosa guitarra... a El duende flamenco... vaticinaban su excelencia como instrumentista y como compositor sin partituras.

En 1967, el amigo y compañero de viaje de Antonio Gades con quien rodaría luego Carmen de Carlos Saura, se acercó por primera vez al jazz, en el Festival de Berlín y de la mano de Pedro Iturralde. Al año siguiente, conoció a Camarón, con quien nos legó nueve discos juveniles, en donde por primera vez el nombre del guitarrista y el del cantaor lucían el mismo tamaño. Ambos crearon la Canastera y siguieron juntos, a trancas y barrancas, hasta Potro de rabia y miel. Más tarde, vendrían la muerte y una calumnia absurda sobre los derechos de autor: “Después de Camarón, se canta mucho mejor –me confesaba al vencer los 90--. La técnica de cantar, ahora, es muy superior a la técnica que había antes. Pero Camarón dejó un precedente, un nivel. Antes, habíá quizás más variedad, muchos más estilos de cante. Cada cantaor tenía una personalidad, y ahora Camarón ha sido tan fuerte que cualquiera suena a Camarón. Ahora se canta mejor pero hay menos originalidad”.


Una rumba titulada Entre dos aguas, metida de rondón en el disco Fuente y caudal, le catapultó al estrellato en 1973: “Fue por primera vez una improvisación dentro del flamenco, una mayor libertad. Se dice que el flamenco es una música libre, pero en realidad tiene unas normas y unos esquemas muy precisos de los cuales es difícil salirse”, declaró a José Manuel Costa.

Entre bambalinas, su manager, Jesús Quintero le llevó al exclusivo Teatro Real en febrero de 1975: “Para mi, no significó demasiado –comentó en las páginas de Cambio 16--; yo ya había tocado en muchos otros sitios equivalentes al real por todo el mundo; para mí fue un sitio más donde toqué. Sin embargo me hizo daño, me creó una serie de complejos gordos”.

En 1976, tras una gira por Inglaterra, el semanario británico Melody Maker, le saludaba como “sucesor natural de los titanes del pasado, Segovia, Sabicas y Montoya”. Era, como cantara Leonard Cohen, la nueva piel para una vieja ceremonia, la del flamenco. Sin embargo, su condición jonda no supuso ningún obstáculo para que revisitara a Manuel de Falla o comenzara a actuar con grandes del jazz como John McLaughlin o Larry Coryell, hasta darle forma a su propio septeto, a partir del disco Solo quiero caminar, de 1981: “Cuando me he ido del flamenco, lo he hecho para aprender otras cosas y poderlas incorporar –me insistía--. He salido a buscar, pero sin perder las raíces”.

En septiembre de 1977, en declaraciones a EL PAÍS, seguía mostrando serias dudas respecto a sus incursiones en otros ritmos, como ocurriese con la grabación de Elegant Gipsy junto a Al Dimeola o sus conciertos junto a Carlos Santana: “Ellos me llamaron y allí fui. Con Al Di Meola ocurrió que apenas ensayamos y aunque él quedó muy satisfecho del tema que grabamos, yo no. Con Santana un poco igual. Esto me sirve para darme a conocer, está claro”. Con el guitarrista estadounidense todo terminó como el rosario de la aurora, como quizá quede sutilmente reflejado en su tema La estiba, pero se hermanó con Chick Corea y compartió escenario con Wynton Marsalis, con Alejandro Sanz o con Chano Domínguez, sin olvidar a su otro compadre, Manolo Sanlúcar, o a Vicente Amigo.

Desde Almoraima (1976) a su disco póstumo Canción andaluza (2014), su discografía nos ilustra sobre su carácter, su timidez vencida por el virtuosismo pero también por los silencios, entre el espectáculo circense de su mano derecha y su profunda reflexión con la zurda. Con su septeto llegó a París en 1987 y, en ABC, Juan Pedro Quiñonero le formulaba un reproche que quizá fuera su eterno talón de Aquilles: que le hacía falta un director de escena que asumiera los detalles del montaje y de la luminotecnia de sus espectáculos. Y que él mismo afrontara su condición de mano de hierro que impusiera su ley al resto del grupo, estéticamente revolucionario. Aquel septeto, en el que militaron sus hermanos Pepe y Ramón con Jorge Pardo, Carles Benavent, Rubem Dantas o bailaores como Manolo Soler o Joaquín Grilo, fue disuelto tras diecisiete años de ruta. Más allá de sus incursiones con Rafael de Utrera, con Juan Manuel Cañizares y José María Bandera, vendría una nueva formación donde viajaron,entre otros, Niño Josele, Alain Pérez, Antonio Serrano, El Piraña, Duquende, David de Jacoba, Montse Cortés, La Tana o El Farru. No sólo buscaba su soniquete, sino su compañía. Quizá la pandilla que le faltó a su infancia, cuando la niñez era una guitarra con la que ser algún día un hombre de provecho, un eslabón más de la cadena flamenca o la hoja de un árbol que arrastra el río de la vida.

El Pais


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