jueves, 2 de marzo de 2017

Guitarra contra microchip por Diego A. Manrique

Basta con tener las orejas minimamente limpias de prejuicios para coincidir con el diagnósticos de los enteradillos: mucha de la más vibrante música popular de, digamos, los últimos veinte años ha sido confeccionada para las pistas de baile. Ahora mismo, en los noventa y encarando el final de siglo, las mayores sorpresas sonoras vienen de las producciones digitales, del laborioso trabajo en estudio de geniecillos y chiflados que están modificando constantemente las fronteras de lo conocido.

Black Grape mezclan rock y dance con acierto y éxito de ventas.


Lo malo, lo peor de algunos de estos “altísimos” iluminados –y de buena parte de sus paladines- es que vienen arrollando con su novísima religión y sus esfuerzos misioneros pasan por hacer tabla rasa de todo lo anterior: “el rock ha muerto” o similares frases tajantes. Mire usted, me permito dudarlo. De la misma forma que el auge de las bebidas inteligentes no va a terminar con la demanda de rioja o de ron caribeño: el paladar humano se niega a las dietas cerradas o a los consejos de tipos-listos-que-saben-lo-mejor-para-ti.

Cierto, hay almas audaces que solo consumen músicas sintéticas, en pro de mantener su autoimagen de gente modernísima. El resto de los mortales tiene una visión más templada de sus necesidades. Saben que la música de baile tiene, en buena parte, un objetivo funcional y que no sirve para otros momentos del día. Que su contenido literario es minimo y que no tiene la capacidad de indagación psicológica, el poder de la resonancia emocional que poseen tantas canciones de rock y de pop y de otros mil estilos contemporáneos.

Luegos están las carencias básicas. Muchos de los “conciertos” de techno no pasan de ejercicios colectivos de aerobic; las necesidades de programación destierran la posibilidad de la sorpresa, la espontaneidad, la genialidad inesperada. Y no hablemos de las “actuaciones” de rappers, lo más parecido a una función colegial de fin de curso.

Y el anonimato. La misma naturaleza de la industria del baile conspira contra la construcción de héroes. Sí, héroes y villanos: la estrella del rock sirve como espejo moral, como fantasía compensatoria, como emblema. Por mucho que idolatres a tal o cual manipulador de beats, acudir a verles y encontrarte con un obrero especializado que maneja con soltura botones parapetado tras cacharros carísimos… hmmm, no resulta especialmente excitante.

Pero yo, la verdad, no juego a Esto o lo Otro. Prefiero apostar por los injertos de la dance en el rock (o viceversa). Muchos de los discos favoritos de los últimos tiempos –Primal Scream, Black Grape, The Prodigy- recurren a esa operación y me encantaría que el procedimiento no fuera olvidado por los Dr Frankestein de este final de milenio.

Articulo publicado en la revista Jeans Cult Nº45. Revista Trimestral Marzo 1996

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