domingo, 26 de julio de 2020

MÚSICAS DE UN DÍA Por Antonio Muñoz Molina


En las inmediaciones del Teatro Real, donde iba a celebrarse el ensayo general de Las bodas de Fígaro, el violinista callejero tocaba una de las arias más célebres de esa ópera, y el sonido débil y tortuoso de su violín era, sin embargo, una anticipación y un recuerdo de la música que unos minutos más tarde yo iba a disfrutar. Lo conozco de otras veces, y ya me recibe con una sonrisa y con una ligera inclinación de concertista, dignísimo en sus ropas desastradas de abrigo, el gorro de lana, el chaquetón viejo, los mitones para defender las manos del frío invernal de Madrid. Una noche, nada más bajarme de un taxi, yendo a ver Porgy and Bess, el violín que ya me es familiar me recibió con las notas de Summertime, y en medio de la prisa de llegar a tiempo, de la confusión y el ruido del tráfico, aquel sonido agudo y sentimental me trajo de antemano la música tan querida de George Gershwin, que murió tan injusta y prematuramente en 1937 y este año cumple un siglo. Aquella noche, por una de esas casualidades de la vida, a mí me sobraba una entrada, y mientras daba vueltas junto a la taquilla pensando qué podía hacer con ella oí de nuevo el violín y me encontré con los ojos vivaces y sarcásticos del músico callejero, que paraba a veces de tocar para soplarse las puntas de los dedos. Fui hacia él, le dije que si quería una entrada y al principio no podía creerme, miraba la entrada y me miraba a mí como queriendo asegurarse de que no le gastaba una broma, fue a guardar el violín y se le derramaron las monedas que la gente había ido dejándole en el estuche, me dio las gracias tartamudeando, y unos minutos más tarde los dos disfrutábamos gloriosamente del arranque convulso y enérgico de Porgy and Bess.

Basta tener el oído un poco despierto para que la música lo asalte a uno en cualquier instante, en la ocasión más inesperada, la música o las músicas, las músicas plurales que nos arrebatan de emoción y entusiasmo, que nos aniquilan de tristeza o nos levantan el ánimo como con una sólida expectación de vida inmediata, de vida gozosa y serena, cumplida, retirada, incitante, íntima y nuestra y a la vez ajena a nosotros, como un paisaje que nos estremece por su belleza, pero que sería exactamente el mismo si nosotros no lo mirásemos, si ni siquiera existiéramos. Hay música que uno elige con absoluta deliberación, al buscar el disco que le apetecerá escuchar en ese instante o al reservar anticipadamente las entradas para un concierto, pero hay otras que llegan por sorpresa, con el sobresalto magnífico de una felicidad inesperada, como le llegó a mi amigo violinista la ocasión de asistir a Porgy and Bess, o como nos llega cualquier mañana al encender la radio distraídamente mientras vamos a preparar el desayuno y la cocina se nos llena, por ejemplo, con la jota que cantan los tres Ratas en La Gran Vía, de Chueca, que está siendo uno de los mejores regalos musicales de este invierno en Madrid.

Cuántas vidas, cuántas músicas caben en un solo día: casi a la misma velocidad con que la experiencia y la memoria me llevan, de la mañana a la noche, de un lugar a otro, de un tiempo a otro, la casualidad trae hacia mí un aria sobrenatural de Mozart, un coro deslenguado y jovial del maestro Chueca, una de esas baladas que cantaba Chet Baker con el mismo sigilo con que tocaba la trompeta, un bolero tremendo de Agustín Lara que se titula, me parece, Humo en los ojos, y que canta en un programa nocturno de la radio Toña la Negra. Salgo de noche a la calle, y al volver, nada más abrir la puerta, me recibe sin previo aviso la lentitud desgarrada y tristísima del octeto para cuerda y viento de Schubert, que llevaba unos minutos sonando para nadie en la casa vacía, porque al salir nos olvidamos de apagar la radio.

Hay puritanos de una sola música, como los hay de una sola ideología o de una religión. Se quejan de la difusión minoritaria de la música que aman, pero al mismo tiempo vigilan celosamente para evitar que la profanen los intrusos. Yo tengo la mala suerte de carecer de conocimientos musicales, pero con las músicas me ocurre lo mismo que con las vidas y las ciudades y los relatos de la historia, que casi todos me llaman la atención y pueden llegar a apasionarme, y sólo lamento que me falte el tiempo necesario para conocer y disfrutar todas las cosas que me gustan, los libros, las canciones, las óperas, las ciudades, los cuadros, las biografías de la gente. Es verdad, como dice Nietzsche, que la vida sin música es un error: no la música a la que nos resignamos tantas veces, en una sala de concierto o en un ascensor dotado de hilo musical, sino la que se | despierta dentro de nosotros al oír a Mozart o a Gershwin, y también a Agustín Lara a Armando Manzanero, a un violinista viejo y muerto de frío que toca Summertime en una esquina ártica de Madrid.

El Pais Semanal



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